viernes, 31 de octubre de 2014

De "Los papeles de un Paria": En un Requiem, por Mgr. Robert Hugh Benson


                                                             Papeles de un Paria


                                                         En un Réquiem

                                                                                                          Noviembre de 1903

        Esta mañana asistí a uno de los más impresionantes dramas del mundo. Me refiero a la Solemne Misa de Réquiem celebrada con ocasión de la celebración del Día de Todos los Difuntos de la Iglesia Católica.

        Fue cantada en una hermosa iglesia, cuyo altar, gradas y retablos estaban cubiertos de negro. En el centro del coro se destacaba un gran catafalco con la forma de gigantesco ataúd, amarillo y negro, cubierto con un gran tapiz y, junto a él, seis candeleros tan altos como un hombre, sosteniendo cada uno una vela amarilla ardiendo. Había tres sacerdotes en el altar, dos de ellos pertenecientes a la iglesia y el tercero, que actuaba como diácono, me pareció que era un monje por su amito con capucha y la muceta que caía sobre sus hombros. Había un pequeño coro de niños que cantaron muy dulcemente y un hombre que cantó como solista (porque el órgano no fue usado) interminables y sombrías melodías de un gran libro que estaba sobre un atril. Fue una mañana oscura, tanto adentro como afuera, y las inmensas y delgadas columnas de la iglesia se elevaban hacia las penumbras donde bien podían haber estado atestadas de almas mirando. Abajo tal vez habría unas cien personas (modestamente vestidas con ropas negras) la mitad de las cuales eran niños, que permanecieron de pie, arrodillados y sentados en silencio por espacio de una hora.

        Soy consciente de que muchos consideran estas ceremonias como fútiles e inútiles y hasta peor aún. Sin embargo ellos lo hacen desde su dogmático punto de vista y a mí por ahora eso no me preocupa. Esta es una representación de la muerte y de lo que ésta significa, y creo que vale la pena describirlo, porque dudo seriamente que haya alguna otra religión bajo el sol que otorgue tan adecuado y movido cuadro de la única gran tragedia en la medida que ésta puede oscurecer la luz del sol para todos nosotros.

         La Iglesia no hace excepciones o concesiones  en el caso de sus hijos, ni siquiera cuando han muerto en olor de santidad. Todos los que no han cumplido, afirma ella, necesitan de la misericordia de su Dios. Porque así como en este día las almas de los difuntos son consideradas como un todo, así también por cada alma separada que muere en comunión con ella, ella prescribe la penitencia, el duelo y la súplica. No hay intentos de canonizar antes de tiempo, ni desesperados esfuerzos de brillo o de triunfo. Las flores blancas y las coronas de laurel aún se mantienen sin reconocimiento en su ritual. Es lo mismo para todos: negro, amarillo pálido y negro nuevamente atravesándolo todo. Las melancólicas melodías gimen y se elevan como si de veras las almas estuvieran llorando desde un abismo donde no hay agua. Hay esperanza, ciertamente, pero no con toques de exultación porque el tiempo para esto todavía no ha llegado.

         Con todo, su fe y  su caridad son ilimitadas. En su calendario están escritas las palabras: In die ómnium defunctorum, sin excepción o cláusulas de eliminación. En su santuario se alzó el catafalco, un ataúd material vacío, pero lleno a sus ojos místicos con una multitud de olvidados y de recordados, y que ningún hombre puede contar,  se apresuran a tomar aquí un refugio bajo un féretro tan amplio como su amor y tan pesado como la muerte. Alrededor de este emblema de la humanidad muerta se eleva un muro de fuego, significado por los seis candeleros que arden desde la cera amarilla, como para mantener fuera la oscuridad de la tumba. Y sobre éste van sus sacerdotes rociando agua bendita para limpiar la corrupción y ahogando con el triste perfume del fragante incienso, el olor que ni siquiera ella puede eliminar por completo.

        Ella es nuevamente la que siendo eternamente joven e inmortal se identifica con la multitud de los muertos, reuniéndolos a todos ellos bajo su propia persona. Así como ella mira hacia adelante con los ojos aterrorizados al Gran Día que proclama estar próximo, así también ella llora de miedo uniéndose a todos los que entonces necesitarán misericordia:
                                    Quid sum miser tunc dicturus?                                             
                                    Quem patronum rogaturus?
                                    Cum vix justus sit securus?

         Nuevamente  ella vuelve su mirada al lugar  desde donde brota su esperanza:
                                 
                                        Recordare, Jesu pie,
                                       Quod sum causa tuae viae;
                                       Ne me perdas illa die…
                                       Qui Mariam absolvisti,
                                       Et latronem exaudisti,
                                       Mihi quoque spem dedisti.
 
         Entonces, una vez más ella se vuelve sobre sí misma hacia el presente, y mientras todavía permanece en la tierra, reza por aquellos que ya no lo están, como una madre rezaría por sus hijos ausentes:   
                  ¡Oh! Señor, dales el descanso eterno, y que la luz perpetua brille sobre ellos…
               Luego, como si estuviera en una piadosa lucha contra su propio credo, que declara que los destinos eternos están decididos en el momento de la muerte, suplica a Dios para que libre a las almas de sus hijos fallecidos de las puertas del infierno,  y rememorando el Día que está siempre frente a sus ojos dice: “Líbrame, Señor”,  -  suplica por boca de sus sacerdotes – “de la muerte eterna en aquel Día terrible, en que se han de conmover los cielos y  la tierra, cuando vengas a juzgar al mundo por el fuego. Tiemblo y temo, mientras llega el juicio y la ira venidera…” “Puedan ellos descansar en paz. Amén”
         “Ninguna otra religión” – escribe un autor francés – “tiene la porción más caritativa y la más augusta misión que se le ha asignado al hombre, elevando, por su Santa Consagración a toda la humanidad hacia arriba, casi deificándola, a través del oficio sacerdotal. El sacerdote, mientras la tierra lamenta o se calla, puede avanzar hasta el borde de los abismos e interceder (…) Tímido y distante, dolorido y dulce, y este amén dice: “hemos hecho lo que pudimos, pero…pero…”

       Ahora bien, todo esto puede parecer un peligroso sin sentido para mucha gente, pero ya lo dije antes: yo no estoy interesado en el dogma. Esto fue como un reflejo de mis propios instintos humanos y las imágenes en este Réquiem me conmovieron profundamente. Más allá de si este sacrificio y aquellas oraciones triunfan o no, para mí el asunto fue no obstante, el más sorprendente drama, tan verdadero como la vida y como la muerte.
         La muerte es un hecho extremadamente desagradable, pero es un hecho, y yo supongo que no existe un hombre vivo que no se haya formado alguna idea al respecto. Lo primero que se viene a la mente es el horror y la oscuridad, y no es de menor importancia pretender que no estamos conscientes de estas características. El Evangelio de la Alegría predicado tan jovial y animadamente por Stevenson, y que fue acogido tan agradecidamente por muchos miles de lectores, es deficiente si no considera nuestro propio final. Por supuesto que la perfección de la filosofía está en unir todos los datos conocidos en una teoría única, pero para muchos de nosotros es necesario ir hacia el conjunto de la vida y considerar a los elementos componentes uno por uno, ya que todavía no hemos alcanzado las serenas alturas de la contemplación eterna. Mientras nosotros consideremos el fenómeno del Nacimiento no nos será posible hacerle justicia al de la Muerte – la cuna y la tumba están muy lejos de ser incluidas en una sola mirada – no más que en el matrimonio de un hombre comenzar a involucrar a su abogado para la corte de divorcio.
         Por eso sin duda es saludable para nosotros ahora y entonces, aunque no demasiado frecuentemente, mirar constantemente sobre los ataúdes y camposantos. Así como habitar siempre en el cámara nupcial o en el comedor es limitado y enervante, así también es morboso y depresivo poner nuestras tiendas de acampar permanentemente en un cementerio.  Es más, no es de la mejor de las filosofías nivelar las tumbas y sembrar pasto y plantar flores ahí, colocando un arroyo alrededor y pretender que es algo más. No es algo más, es un cementerio.
         Pues bien, este elemento de la muerte se reconoce perfectamente en una misa de Réquiem. Me agobia dejarlo claro para aquellos que no pueden ver esto por sí mismos: la indescriptible terrible combinación de los colores amarillo y negro; del mortífero contraste entre las llamas y la cera opaca desde donde suben. Ningún hombre puede salir de una misa de Réquiem, donde él se ha comportado con una compostura mental decente, sin sentirse consciente, ya sea por los signos que él ha mirado, o por los sonidos que ha escuchado – aquellos lamentos sin el acompañamiento del agradable órgano, aquellos grupos de neumas que suben y van decayendo a medida que suben – sin sentirse consciente que la muerte es una cosa terrible y repulsiva. Yo lo desafío a ser elocuente con el Evangelio de la Alegría después de diez minutos cesado el último amén.
          Esto es enfrentado, pero no se queda ahí. Otras emociones han sido representadas y entre ellas la principal emoción es la esperanza que se niega a morir resueltamente. Un hombre puede reírse del Purgatorio y proclamar en la sociedad de debates que se considera a sí mismo como una vela que habrá pronto de ser apagada. Sin embargo, cuando él esté completamente solo y haya bebido su  vaso de whisky con agua, arrojado la colilla de su cigarrillo al fuego, cerrado las últimas puertas, se levante y silbe agudamente en su dormitorio, entonces me aventuro a afirmar que él no habría bebido su vaso tan animadamente o silbado tan agudamente, si él no estuviera completamente consciente que en alguna parte debajo de su hermoso chaleco hay una débil y leve esperanza que sobre exageró el caso justo ahora en la posada de Jones.
        Esta emoción por tanto, al margen de las explícitas afirmaciones del dogma, ha sido representada en la misa de Réquiem ¿Por qué  otra razón más habría olor a incienso, las gotas de agua y las llamas de las velas? Está bien hablar de la “Confraternidad de los Infieles donde en un altar el cirio no arde; donde el sacerdote – en cuyo corazón no habita la paz – debe celebrar con una pan sin bendecir y con un cáliz sin vino”, pero después de todo  cuando tal  santuario es levantado, yo  predigo que alguno de los miembros de la Confraternidad no dudarán, con muchas disculpas y renuncias, en encontrar la ocasión para insistir en encender la cerilla. Así como los hombres no pueden vivir sin fuego y luz, así tampoco los corazones pueden continuar latiendo sin esperanza.
       Estas dos emociones, terror y esperanza, están sólidamente unidas a una trinidad por un tercero que toma parte de la naturaleza de ambas, me refiero a la penitencia.
        Todos nosotros tenemos la perfecta libertad para rechazar esta palabra. Es posible que la asociemos con la hipocresía, o a una mentalidad débil, o a lágrimas de cocodrilos, pero conocemos su significado y seguramente puede presentarse como un recibo del equipaje que todos llevamos con nosotros y que contiene en su paradójica constitución el remordimiento de un pasado irrevocable  y que, ciertamente, no es ni tan pasado ni tan irrevocable. La caridad, como lo señala Mr. Chesterton en alguna parte, es el perdón de lo imperdonable. ¿Podemos añadir a esto que es penitencia es la negación de lo innegable?
          También esta emoción está bien representada en un Réquiem. De hecho, podemos decir que nada más está representado salvo en la medida en que es un elemento de ésta. Desde el Confíteor Deo omnipotenti de las tres negras y blancas figuras inclinadas a los pies del altar hasta el inseguro Amen, la representación completa no es nada más que un corazón roto que solloza de pena. Es posible que nosotros podamos rechazar la idea teológica del pecado, pero no podemos dejar de evitar pensar que hay ciertos eventos (que viene a ser prácticamente la misma cosa)  en nuestras propias vidas y en las vidas de las otras personas, de los cuales estamos extremadamente arrepentidos, ciertos fracasos al hacer lo correcto,  ciertos triunfos que hubiéramos preferido haber fallado. 
         Y supongo también que cuando este desagradable hecho se vuelve inminente para el testigo del Requiem, experimentaremos ese arrepentimiento más vivamente, y que al fin y al cabo, no es para nada descabellado hacerlo.
        Muy bien entonces, esto es exactamente lo que en la Misa de Difuntos se levanta por sobre cualquier otra forma de devoción funeraria. La Iglesia Católica no imita al hombre ilustre que cuando se  requiere al amigo que lo llora en la hora de la muerte para que declare que fue lo que le dio tal radiante sobrenatural a su rostro, la respuesta acompañada de una paciente sonrisa es: “el recuerdo de una larga y bien gastada vida”. Por el contrario, ella no hace ninguna referencia a las virtudes del fallecido, aunque es justo decir que ha hecho esto el día anterior. Ella no reconoce victorias e incluso pide disculpas por las fallas, es más, hace lo que considera aún mejor: ella las deplora.
         La conclusión de todo este asunto es que yo me alegro de haber atravesado por aquel ejercicio en el día de Todos los Difuntos, porque siento que ellos han sido extremadamente buenos para mí.  No necesito que se me recuerde que estoy vivo, ni que la inmortalidad puede ser solamente una brillante conjetura, ni que yo soy una persona extremadamente fina, viril, exitosa y capaz. Pero no está mal que se me diga en silencio, de una manera muy impresionante y vívida   que yo ciertamente voy a morir algún día, que la esperanza es un hecho que debe tenerse en cuenta y que a pesar de mi singular probidad y extraordinarios dones, que aquí hay unos pocos incidentes  y un largo cúmulo de triunfos que debiera lamentar.

                                                       

                                        

        

 

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