Nota de Beatrice: Agradezco al profesor Augusto Merino por la traducción de este texto de Julian Kwasniewski para The Imaginative Conservative del 13 de junio de 2024, que viene a dar vida a este blog.
J.R.R. Tolkien vertió todo su corazón y su más hondo sentido de lo que quiere decir realidad “recta” en su obra subcreativa [N. del Tr.: o sea, referida a mundos imaginarios]. Su mundo de la Tierra Media se basa en la monarquía, en la tradición, en rituales obscuros, pero profundamente significativos, que implican sagradas y elevadas lenguas; un mundo poblado por reyes y campesinos, magos y hechiceros. Su economía es distributista. Los hombres de la Tierra Media son apuestos y fuertes, sus mujeres bellas y de una delicada bravura.
“Probablemente no te hubiera gustado encontrarte
con el lado oscuro de Tolkien”, me dijo un amigo. “¡Te podría haber maldecido
en quince idiomas, de los cuales doce eran inventados por él!”. Aunque Tolkien
nunca tuvo la fama, como Belloc y Chesterton, de ser cascarrabias y peleador,
había en su carácter algo más de estos rasgos que lo que normalmente se supone.
Este año celebramos el 50º aniversario de la muerte de este querido escritor:
murió el 2 de septiembre de 1973. Mundialmente famoso por su imaginaria épica
“El señor de los anillos” y por su predecesor “El hobbit”, Tolkien es
especialmente querido por los católicos por su arraigada práctica de la fe y
por los sutiles modos cómo ella permea su obra creativa. Sin embargo, a pesar
de su popularidad, gran parte de su pensamiento sobre la Iglesia y de su
espiritualidad es poco conocida o, al menos, poco comentada.
Figura mucho más académica que Belloc, Chesterton o Evelyn Waugh, Tolkien no fue un apologeta como su amigo C.S. Lewis. Hay, por tanto, menos material suyo que hable explícitamente de la Iglesia o de su relación con la Iglesia durante la última década de su vida. Pero Tolkien fue un tradicionalista desde muchos puntos de vista y, aunque no habló mucho sobre el estado de la Iglesia después del Vaticano II, éste ciertamente lo perturbó. En sus cartas hay varios comentarios sobre liturgia y sobre la atmósfera teológica de los años 1960. Tolkien combina humildad con crítica; reconoce que los cambios e infidelidades de los eclesiásticos, así como las ideas comunes en esa época, no pueden ser equiparados con un abandono de la Iglesia, pero vio que podían proporcionar una excusa para “escandalizarse” y dejar de creer. Su eclesiología es lo suficientemente sana como para estar intranquila y ser, al mismo tiempo, fiel.
Partamos por la humildad: clérigos que gruñen, mujeres en pantalones
En carta a su hijo Michael, Tolkien decía, en la fiesta de Todos los Santos de 1963, que “en último término, la fe es un acto de la voluntad, inspirado por el amor. Nuestro amor puede enfriarse y nuestra voluntad erosionarse con el espectáculo de los fracasos, locuras e incluso pecados de la Iglesia y de sus ministros, pero no creo que alguien que haya tenido fe alguna vez eche pie atrás y renuncie a ella por estos motivos”. Tolkien escribe que “la tentación de la increencia” (que significa, en realidad, rechazo de Nuestro Señor y de sus exigencias) “la tenemos siempre ahí, en nuestro interior”. Cuando esta tentación interior crece, aumenta nuestra disposición a “escandalizarnos por causa de otros”. Y prosigue: “He sufrido gravemente en mi vida por culpa de sacerdotes estúpidos, cansados, tibios e incluso malos; pero ya me conozco suficientemente a mí mismo como para darme cuenta de que no debo dejar la Iglesia […] por semejantes motivos: si he de dejarla, es porque ya no creo que debiera dejarla, o porque no debiera seguir creyendo, independientemente de si he conocido o no personas que, habiendo recibido el sacramento del orden, no son ni prudentes ni santas”[1].
En
otra carta escribe cómo “durante mis peregrinaciones” se encontró con
“sacerdotes gruñones, estúpidos, falsos, ignorantes, hipócritas, flojos,
borrachos, de mal corazón, cínicos, mezquinos, avarientos, vulgares, snobs e incluso (una corazonada)
inmorales”, pero la bondad de su guía desde la niñez, el P. Francis Morgan, los
superaba a todos[2].
Tolkien
no fue un snob. Aconseja a Michael
que comulgue frecuentemente y lo haga “en circunstancias que te ofendan la
sensibilidad. Elige un sacerdote gruñón o charlatán, o un monje soberbio y
vulgar; y una iglesia llena de la usual muchedumbre burguesa, de niños mal
criados…, jóvenes mal vestidos y sucios, mujeres en pantalones y con cabello descuidado
y sin velo. Ve a comulgar con ellos
(y reza por ellos)”[3]. Todo lo
cual no quiere decir, por cierto, que Tolkien creyera que semejantes desaliños
fueran aceptables.
Esta reflexión, madura y ponderada, es buena prueba, creo, de que Tolkien no fue el tipo de hombre que se deja fácilmente amilanar por la mala conducta de los eclesiásticos. Igualmente mesurados son sus comentarios sobre el Vaticano II y el estado de la Iglesia.
El Vaticano II y la nueva Misa
En la carta 306[4], Tolkien escribe “Las “tendencias” en la Iglesia son […] serias, especialmente para quienes están acostumbrados a encontrar en Ella solaz y “pax” en tiempos de tribulaciones temporales, y no son sólo otro campo más de luchas y cambios”. Habiendo nacido a mediados del reinado de la reina Victoria, “fue despojado” de la sensación de seguridad, tanto temporal como espiritual, de que había disfrutado. Y añade que “La Iglesia que alguna vez sintió como un refugio, se siente ahora como una trampa. ¡Ya no hay dónde ir!”. ¿Qué hacer, se pregunta Tolkien? “Creo que no queda sino rezar por la Iglesia, por el Vicario de Cristo y por nosotros mismos, y entre tanto, ejercitar la virtud de la fidelidad, que se vuelve virtud precisamente cuando se está tentado de abandonarla”. Tolkien reconoce que hay “varios elementos en la situación actual” que son “confusos, aunque, en realidad, claros”, como, por ejemplo, la juventud moderna, que se inspira en buenos motivos, como la “anti regimentación, y la anti monotonía”, y “no está necesariamente aliada con las drogas o los cultos nihilistas y la mugre”. Como esto está escrito hacia 1967 o 1968, las secuelas del Concilio Vaticano II difícilmente quedarían excluídas de esta observación.
Tolkien
consideró (con la perspectiva de 1963) que la reforma de Pío X sobre la
comunión frecuente y sobre la edad de las primeras comuniones era “la mayor
reforma de nuestro tiempo”, que “superaba cualquier cosa, por más necesaria que
fuere, que lograra el Concilio”. Tolkien tenía una gran devoción al Santísimo
Sacramento. “Me enamoré del Santísimo Sacramento desde el principio y, por la
gracia de Dios, nunca lo he abandonado”. Y escribe que lo más impactante de la
Iglesia católica es que es la única que “ha defendido siempre el Santísimo
Sacramento, le ha rendido los máximos honores y lo ha puesto (como Cristo
claramente lo quería) en el primer lugar”[5].
La falta de respeto por la Eucaristía y la falta de una recta teología del
sacrificio, que siguió las huellas del Novus
Ordo, deben haberlo apenado profundamente.
Este
filólogo acolitó la Misa tradicional hasta bien entrado en la adultez: “El P.
Gervase Matthew dirá la Misa en Blackfriars el sábado a las 8 a.m., y yo la
acolitaré”, escribió en 1945[6],
y en 1963 mandó decir una Misa por C.S. Lewis: “Mandé decir una Misa hoy en la
mañana, y asistí a ella y la acolité”[7].
En la carta 54, escribe a Christopher que normalmente dice en latín algunas oraciones
como el Gloria Patri, el Laudate Dominum, y el Sub tuum. “Es también cosa buena y
admirable saberse de memoria el Canon de la Misa, porque se lo puede recitar
interiormente si alguna vez hay circunstancias difíciles que te impiden oír
Misa”[8].
El desprecio por el patrimonio litúrgico latino ha de haber sido indudablemente
muy duro para alguien familiarizado tan íntimamente con la belleza y la pietas de los ritos católicos.
Simon
Tolkien recordaba en 2003 el apego de su abuelo a la liturgia latina:
“Recuerdo
vívidamente haber ido con él a Misa en Bournemouth. Era un católico romano
devoto, y fuimos poco después de que la Iglesia cambiara la liturgia del latín
al inglés. Mi abuelo obviamente no estaba de acuerdo con esto, y pronunciaba
todas las respuestas en voz muy alta, mientras el resto de los fieles respondía
en inglés. La experiencia me pareció terrible, pero a mi abuelo no le importaba
nada. Simplemente tenía que hacer lo que le parecía correcto”[9].
Tolkien
vio también las destructivas tendencias del anticuarianismo litúrgico. La larga
carta 306[10]
contiene algunos comentarios sobre lo que Tolkien (y muchos otros) consideraban
como la “protestantización” de la Iglesia católica:
“El
“protestante” mira hacia atrás buscando “sencillez” y claridad, lo que, por
cierto, aunque conlleva ciertos motivos buenos o al menos comprensibles, es
erróneo y, en realidad, vano. Porque el “cristianismo primitivo” es hoy y, a
pesar de todas las investigaciones, será siempre en gran medida desconocido;
porque el “primitivismo” no es garantía de valor, y es y fue en gran medida un
reflejo de la ignorancia”.
En
relación con el desarrollo orgánico y el desarrollo de la doctrina, Tolkien
medita en la analogía del árbol, usada por G.K. Chesterton y otros autores para
describir cómo el crecimiento y la continuidad son compatibles. La Iglesia de
Tolkien “no fue querida como algo estático por el Señor o algo que debía
permanecer en perpetua niñez, sino como un organismo vivo (parecido a una
planta), que se desarrolla y cambia en cosas exteriores debido a la interacción
de su vida, recibida de Dios, y de la historia -las circunstancias específicas
del mundo en que vive-“. Tolkien reconoce que, de algún modo, “no existe
parecido entre la “semilla de mostaza” y el árbol plenamente desarrollado”.
Pero “para aquellos que vivieron durante el crecimiento de sus ramas, lo
importante es el Arbol, porque la historia de una cosa viva es parte de su
vida, y la historia de una cosa divina es sagrada”. En otras palabras, una vez
que la Iglesia ha alcanzado el estado de “árbol”, no puede invocar la semilla
como excusa para hacer cambios que están, en realidad, en discontinuidad con su
crecimiento: “El sabio puede que sepa que comenzó como semilla, pero es vano
tratar de cavar para desenterrarla, porque ya no existe, y la virtud y poderes
que tenía están ahora en el Arbol”. Los guardianes del patrimonio deben ser muy
cuidadosos, especialmente en su cometido:
“Muy
bien. Pero en la agricultura, las autoridades, los guardianes del Arbol, deben
cuidarlo según los conocimientos que posean, podarlo, quitarle las
excrecencias, librarlo de parásitos, etc. (¡con temor, sabiendo cuán escaso es
su conocimiento del crecimiento!). Pero ciertamente habrán de causar daño si se
obsesionan con el deseo de regresar a la semilla o, incluso, a la primera
juventud de la planta, cuando era bonita (según se la imaginan) y ningún mal la
afligía. El otro motivo (hoy tan confundido con el primitivista, incluso en la
mente de cualquiera de los reformadores): aggiornamento, poner al día: ello
tiene sus propios y graves peligros, como ha quedado claro a través de la
historia. Con él se ha confundido también el “ecumenismo””.
Esto
no quiere decir que Tolkien no se compadeciera de sus hermanos cristianos: al
contrario, acogió los esfuerzos por sanar las heridas de la unidad, pero
encontró que, a menudo, los avances que hacía la Iglesia al mundo moderno y a
otras denominaciones no tenían resultados:
“Siento
simpatía por los desarrollos estrictamente “ecuménicos”, es decir, preocupados
por otros grupos o iglesias que se autodenominan (y a menudo lo son
verdaderamente) “cristianos”. Hemos orado incesantemente por la reunión de los
cristianos pero, si se piensa en ello, es difícil ver cómo ella podría comenzar
a tener lugar, salvo del modo como ya lo ha hecho, con todos sus inevitables y
pequeños absurdos. Un aumento de la “caridad” es un progreso enorme. En cuanto
cristianos, quienes son fieles al Vicario de Cristo deben dejar de lado los
rencores que sienten como meros seres humanos -e.g. frente al engreimiento de
nuestros nuevos amigos (especialmente los de la Iglesia de Inglaterra)-. A
menudo uno recibe hoy palmaditas en la espalda en su calidad de representante
de una iglesia que ha visto el error de sus caminos, que ha abandonado su
arrogancia y altanería y su separatismo; pero todavía no me he encontrado con
un “protestante” que demuestre o exprese ninguna comprensión de los motivos de
nuestra actitud, antigua o moderna, en este país, comenzando por la tortura y
la expropiación hasta [la literatura anticatólica] y todo lo demás. ¿Se ha
mencionado alguna vez que los católicos romanos todavía padecen inhabilidades
que ni siquiera rigen para los judíos? Como alguien cuya niñez fue oscurecida
por la persecución, esto me parece duro. ¡Pero la caridad cubre una multitud de
pecados!”[11].
Otro
pasaje, inusual pero pertinente, lo encontramos en algunas partes no publicadas
del manuscrito de “Tolkien y el Silmarillion”. Este libro contiene las memorias
de la cercana colaboración de Clyde Kilby con Tolkien en el verano de 1966, encaminada
a organizar los muchos borradores de “El Silmarillion”. “El libro contiene
increíbles perspectivas de Tolkien como hombre y de Tolkien como el creador de
mitos”, escribió Bradley Birzer en 2015, haciendo ver que “revela mucho de la
personalidad de Tolkien”. Gran parte del libro de Kilby ha permanecido sin
publicarse. Birzer, sin embargo, comparte el siguiente pasaje de las páginas no
publicadas de Kilby:
“El
peor de los zarzales fue lo que, persistentemente, consideraba como la
decadencia espiritual de nuestro tiempo y, especialmente, de la Iglesia
católica romana, de la cual era antiguo y devoto miembro. La Iglesia, decía,
“que en algún momento sentí como un refugio, la siento ahora como una trampa”. Vivía
abrumado por el hecho de que incluso a la sagrada Eucaristía asistieran
“jóvenes sucios, mujeres en pantalones, a menudo con el pelo descuidado y sin
velo” y, lo que era peor, por el grave sufrimiento que causaban “sacerdotes
estúpidos, cansados, tibios e incluso malos”. Una anécdota que le oí se refiere
a su asistencia a Misa no mucho después del Vaticano II. Experto en latín, a
duras penas había logrado aceptar su abolición en favor del inglés. Pero cuando
llegó la vez siguiente a la ceremonia y se sentó a mitad de una banca, comenzó
a notar otros cambios, aparte del lenguaje, como la disminución de las
genuflexiones. Su desilusión fue tal que se levantó, se abrió con dificultad
paso hasta el pasillo, hizo ahí tres profundas genuflexiones y salió de la
iglesia pisando ruidosamente”[12].
Sólo la Iglesia preservará
la civilización
Tolkien
escribió en 1944 que “tal como ocurrió en la anterior edad obscura, sólo la
Iglesia cristiana transmitirá la tradición (no alterada, quizá ilesa) de una
más alta civilización espiritual, es decir, si es que no es forzada de nuevo a
las catacumbas. Negros pensamientos sobre cosas de las que no se puede, en
realidad, saber nada; el futuro es impenetrable especialmente para los sabios,
porque lo que realmente importa está siempre oculto a los contemporáneos, y las
semillas de lo que habrá de ser germinan silenciosamente en la oscuridad de
algún rincón olvidado”[13].
El tema de preservar la tradición en medio de la persecución estaba
profundamente arraigado en el corazón de Tolkien. A ello se refiere Gandalf en
el capítulo 9 de ”El regreso del rey”:
“No
nos corresponde dominar todos los acontecimientos del mundo, sino hacer todo lo
que esté a nuestro alcance por ayudar a aquel tiempo en que vivimos,
desarraigando el mal en los campos que conocemos, de modo que quienes vivan
después tengan una tierra limpia que arar. Qué clima les habrá de caber en
suerte no es algo que esté en nosotros controlar”.
Aunque
no nos haya llegado una extensa apología sobre sus preocupaciones sobre el
abandono del latín, las formas litúrgicas tradicionales o las modas teológicas,
es importante reconocer que Tolkien se sentía incómodo con el “espíritu del
Vaticano II”. Esto no es una casualidad, sino algo que brota de toda su actitud
hacia la tradición y la fidelidad a las costumbres heredadas y a la cultura.
Tenía un profundo sentido de la unidad de la cultura, del lenguaje, de la
historia y de los ritos. Uno de los motivos por los que creó tantas lenguas y
mitos que apenas figuran en sus obras completadas es que el trasfondo mítico y
cultural que crearon, incluso cuando se los considera indirectamente,
proporcionaba una sensación de “completitud” o profundidad a sus mundos. Por
tanto, tenemos que tener presente que el malestar con la modernización en la
Iglesia católica y la afinidad con el retrato ficticio de la realidad, no
constituyen en Tolkien una mera coincidencia, sino que se trata de algo lleno
de sentido y apropiado, porque ambas cosas van juntas en el propio Tolkien. Y
si amamos simultáneamente el ethos de Tolkien y los cambios impuestos por el
Vaticano II, necesitamos darnos cuenta de que hay una de estas dos realidades que
no comprendemos bien, porque ellas son incompatibles.
Tolkien
negó que su trilogía fuese, de algún modo, una alegoría o que aludiera de cerca
al catolicismo. En una carta a un amigo jesuíta que estaba leyendo el
manuscrito antes de su publicación, Tolkien escribió:
“El
Señor de los Anillos es, por cierto, una obra fundamentalmente religiosa y
católica: a primera vista lo es inconscientemente, pero lo es conscientemente
en una segunda lectura. Por eso es que, prácticamente, no he incluido en el
mundo imaginario (y he podado de él) referencias a cualquier cosa que suene a
“religión”, a cultos o a prácticas. Porque el elemento religioso ha sido
absorbido por la narración y por el simbolismo”.
Aunque
es verdad que Tolkien quería que su mundo imaginariamente creado pareciera algo
pagano y no fuera una alegoría de Europa, en cierto sentido fue tal alegoría,
porque la inspiración nórdica y anglo-sajona se ve por todas partes. Su
aborrecimiento de una alegoría cristiana, notable en sus desencuentros con
Lewis acerca de Narnia, lo inclinaron probablemente en dirección a una religión
implícita. A veces, sin embargo, esto no resultó tan implícito; en la misma
carta, Tolkien reconoce lo acertado de considerar a Galadriel como un tipo o
una referencia a la Virgen María[14].
Sin embargo, la visión de lo sobrenatural de Tolkien, intensamente
conservadora, no necesita, al cabo, ser ilustrada por aparatosos ornamentos que
la proclamen a gritos.
El
mundo de la Tierra Media de Tolkien se basa en la monarquía, en la tradición,
en obscuros pero profundamente significativos rituales que implican sagradas y
elevadas lenguas; un mundo poblado por reyes y campesinos, magos y hechiceros.
Su economía es distributista. Los hombres de la Tierra Media son apuestos y
fuertes, sus mujeres bellas y de una delicada bravura (¡recordar a Eowyn, que
blande una espada!). Tolkien vertió, en su mundo subcreado, su corazón y su más
hondo sentido de lo que quiere decir una realidad “recta”. La mente se aturde
si trata de imaginar qué hubiera pensado el Consilium de la religiosidad de la
Comarca. Es cosa evidente que la sabiduría hobbit de Sam Gamgee no hubiera
tenido paciencia con el Novus Ordo.
Si ha de descubrirse el tradicionalismo de Tolkien en su trilogía y en sus
cartas, tomemos la oportunidad de su aniversario para revisitarlo, teniendo
presente que de sus bien arados y bien cultivados campos podemos aprender mucho
acerca de lo que es valioso y de lo que debemos preservar en los nuestros.
[1] J.R.R. Tolkien, ed. Humphrey
Carpenter y Christopher Tolkien, The
Letters of J.R.R. Tolkien (Boston: Houghton Mifflin, 1981), 337-38.
[2] Ibid., 354.
[3] Ibid., 339.
[4] Ibid., 391ss.
[5] Ibid., 339-40
[6] Ibid., 115.
[7] Ibid., 341.
[8] Ibid., 66.
[9] Tomado de un artículo primero publicado por The Mail On Sunday 2003, reproducido en
https://www.simontolkien.com/mygrandfather, visitado en mayo 11, 2023.
[10] The Letters of J.R.R. Tolkien, 391ss.
[11] Ibid., 394.
[12] Citado en
https://theimaginativeconservative.org/2015/07/tolkien-the-man-and-tolkien-the-myth-maker.html,
visitado en mayo 11, 2023.
[13] The Letters of J.R.R. Tolkien, 91.
[14] Ibid., 172.