Nota: Esta es la primera historia, del primer libro que Monseñor Benson publicó en 1903. Se trata de historias cortas "medio místico, medio imaginativo" que un viejo sacerdote le va contando a un joven amigo suyo. A Benson posteriormente este libro no le gustó y en Las Confesiones de un Converso, dice textualmente: "es una obra que me desagrada profundamente". Creo que exageró un poco en su apreciación, y si bien no es una obra genial, son historias amenas que dejan cristianas enseñanzas. Es el primer y único libro de su época de anglicano.
La que sigue a continuación, es además la tercera historia que traduzco de este libro. Pretendo, Dios mediante, terminar de traducir el libro completo este año. Cualquier corrección a la traducción es bienvenida.
Beatrice
La Túnica Verde
Para ver
un mundo en un grano
Y un cielo
en una flor silvestre,
Abrazar el
Infinito en la palma de la mano
Y la
eternidad en una hora
Blake
El viejo sacerdote permaneció en silencio por un
momento. El zumbido de una gran abeja retumbó hasta una buena distancia y cesó
cuando la blanca campana de una flor a mi lado, cayó sorpresivamente bajo su
peso.
- No he sido claro – dijo el sacerdote de nuevo
– déjame pensar por un minuto – Y se echó para atrás.
Estábamos sentados en una pequeña terraza de
baldosas rojas en su jardín, en un ángulo protegido por el muro. A uno de
nuestros lados se levanta la vieja e irregular casa, con sus ventanas enrejadas
y sus techos con líquenes que culminan con un campanario. Al otro lado miré, a
través de un agradable jardín donde grandes amapolas escarlatas cuelgan como
llamas inmóviles, hacia el alto cerco vivo de tejos detrás de los cuales se
levanta una verde masa de un pesado olmo sobre el cual se lamentaba una paloma,
y arriba de todo esto, un tierno cielo azul.
El sacerdote estuvo todo el tiempo mirando hacia
el frente, con los ojos de niño que brillaban extrañamente en su delgado rostro
bajo sus cabellos blancos. Estaba vestido con una vieja sotana que a la luz se
veía raída y verde.
-No – dijo de pronto – no me refiero a la fe,
sino únicamente a que Dios me ha dado el don de una intensa forma de percepción
espiritual. Dicho don es realmente común a todos nosotros según nuestra medida.
Es la facultad por la cual verificamos por nosotros mismos lo que hemos
recibido de la Autoridad y abrazamos por fe. La vida espiritual consiste, en
parte, en ejercitar esta facultad. Esta forma de facultad Dios ha tenido a bien
otorgarme, tal como a ti Él ha tenido a bien otorgarte un agudo poder para ver
y disfrutar de la belleza donde puede que otros no la vean. A esto se le llama percepción artística. No
es por mérito tuyo o mío, no más que lo es el color de nuestros ojos, o la
facultad para las matemáticas, o un cuerpo atlético.
En mi caso, sobre el cual pareces estar bien
interesado, la percepción a veces es tan aguda, que el mundo espiritual se me
aparece tan visible como lo que llamamos mundo natural. En tales momentos,
aunque yo generalmente sé la diferencia entre lo espiritual y lo natural, ellos
se me aparecen de manera simultánea, como en el mismo plano. Depende de mí
elegir a cuál de los dos ver más claramente.
Permite que te lo explique mejor. Es una
cuestión de enfoque. Hace unos instantes tú estabas mirando el cielo, pero no
veías el cielo, sino que en su lugar tienes ante ti tus propios pensamientos.
Entonces yo te hablé y de a poco tú me miraste, luego me viste y tus
pensamientos desaparecieron. Ahora podrás entenderme si te digo que esos
repentinos vistazos que Dios me ha concebido eran como pensar cuando miras el
cielo: los ves a ambos, al cielo y a tus pensamientos al mismo tiempo, en el
mismo plano, como te lo señalé. O piénsalo de otra forma. Conoces la placa de
vidrio que está atravesada en la parte superior de la chimenea en mi estudio.
Bueno, depende de cómo enfoques tus ojos y tu intención, ya sea para ver el
vidrio y la chimenea, o la habitación reflejada en el vidrio. ¿Puedes imaginar
lo que sería si viéramos a ambos lados al mismo tiempo? Es como eso – y él hizo
un extraño gesto con sus manos.
-Está bien – dije – aunque me cuesta entenderlo.
Pero por favor, cuéntame, si quieres, la primera visión de este tipo que has
tenido.
-Yo creo – comenzó – que la primera
clarividencia ocurrió cuando yo era niño, por lo que deduzco a partir de los
diarios de mi madre. No tengo el diario ahora conmigo, pero hay una nota en el
que ella describe cómo yo había visto un rostro mirando a través del muro y
había corrido hacia dentro desde el jardín, medio asustado, pero no
aterrorizado. Pero yo no recuerdo nada de esto. Mi madre parece pensar que debo
haber estado caminando dormido. Si no fuera por lo que me ha pasado desde
entonces tal vez hubiera pensado que sueño demasiado. Hay otra explicación que
me parece más probable. La primera clarividencia que yo recuerdo es como sigue:
Cuando tenía alrededor de cuarenta años vine a
casa al final de julio por vacaciones. El coche con el pony estaba esperándome
en la estación cuando llegué alrededor de las cuatro de la tarde. Sin
embargo, como había un atajo por el
bosque, puse mi equipaje en el coche y yo caminé la milla y media solo. De
pronto el sendero campestre se sumergió dentro del bosque de pinos y yo me
acerqué a las resbaladizas agujas bajo los altos arcos de los pinos con la
intensa y extasiante felicidad del regreso a casa que algunas naturalezas
conocen tan bien. A veces deseo que los
primeros pasos tras la muerte sean así. El aire estaba lleno de un dulce sonido
que parecía enfatizar la profunda tranquilidad de los bosques y las suaves
luces que se mueven entre el sombrío verdor. Esto yo lo sé ahora, pero en aquel
entonces no lo sabía, hasta ese día, aunque la belleza, el color y el sonido
del mundo ciertamente me afectaban. Mas, yo no era consciente de ello, como
tampoco del aire que respiraba, porque yo no sabía por aquel entonces lo que
ellos significaban. Pues bien, me fui en dirección hacia esta resplandeciente
penumbra fijándome solamente en los árboles que podían subirse, en las ardillas
y las polillas que podían ser atrapadas y en los palos que podían ser
transformados en flechas y arcos.
Debo decirte algo acerca de mi religión por ese
entonces. Era la religión de los niños bien educados. En primer término, por
ponerlo de alguna manera, estaba la moralidad: yo no debo hacer ciertas cosas,
y debo hacer ciertas otras. A media distancia había una percepción de Dios.
Déjame decirte que yo me daba cuenta que estaba presente para Él, pero Él no
estaba presente para mí. Nuestro Salvador moraba a media distancia, como
alguien que me parecía generalmente tierno, a veces severo. En último término
aquí subyacen unos certeros misterios sacramentales y estos eran principalmente
asuntos de gente adulta. E infinitamente lejos como nubes apiladas sobre el
horizonte del mar, estaba el mundo invisible del Cielo desde donde Dios me
miraba. Ahora las puertas y las calles doradas son
imponentes en su exclusividad; las tardes del domingo brillan con una luz de
esperanza y las húmedas mañanas son inefablemente lúgubres, pero todo esto
carecía de interés para mí, pues a mi lado reposaba el agradable mundo tangible
y éste era real. Por ahí en una imagen borrosa yacía la religión, reclamando mi
homenaje, pero no mi corazón.
Bien pues, entonces caminé a través de aquellos
bosques. Yo, una diminuta criatura humana, aun mayor, si lo hubiera sabido, que
estos gigantes de cuerpo y brazos rollizos y engalanados que se agitaban sobre
mí. Mi sendero pronto llegó a una explanada y a mi izquierda un largo claro
bordeado por pinos y helechos, con una alfombra de pasto cortada por conejos y
con un apacible estanque en el centro, a unas cincuenta yardas de mí. No puedo
contarte cómo comenzó la visión. Me encontraba
de pie perfectamente calmado, sin experimentar ninguna clase de shock
consciente. Mis labios estaban secos, mis ojos ardían a causa de la intensidad
con la cual había estado mirando hacia el claro del bosque, y estaba con un pie
dolorido a causa de la presión que yo había ejercido sobre él. Debió haber
venido a mí y haberme cautivado con tal rapidez que mi cerebro no tuvo tiempo
para pensar. Por tanto, no hubo trabajo para la imaginación, sino una clara y
sorpresiva visión.
Esto es lo que recuerdo haber visto: me paré en
el borde de una túnica verde. Estaba hecha de un material de este color. Un
gran pliegue quedó a plena vista, pero yo estaba consciente que se extendía por
unas ilimitadas millas. Esta gran túnica verde resplandecía por sus bordados,
que eran líneas rectas de color amarillo oscuro a ambos lados los cuales se
fundían dentro del verde oscuro en la parte superior. En el centro yacía una
pálida ágata cosida delicadamente a la túnica con unas finas puntadas oscuras.
Sobresalía en la parte superior de esta sedosa túnica un forro azul.
Yo estaba consciente que esta túnica era enorme,
más allá de lo concebible, y que estaba parado como si estuviera en uno de sus
pliegues y que ésta reposaba sobre un suelo invisible. Era más claro que
cualquier otro pensamiento. Pero más claro todavía que cualquier otro
pensamiento, distinguí con certeza que esta túnica no había sido arrojada y
abandonada, sino que vestía a una Persona. Es más, este pensamiento mostró una ondulación
que corrió a lo largo de la parte superior del verde oscuro, tal como si el
usuario de la túnica justo acabara de agitarla y yo sentí en mi rostro la brisa
de su movimiento. Supongo que fue esto lo que me hizo volver sobre mí.
Entonces miré de nuevo, y todo estaba como la
última vez que yo había pasado por aquí. Ahí estaba el claro del bosque, el
estanque, los pinos y el cielo entre éstos, y la Presencia se había ido. Me
sentí como un niño caminando a casa desde la estación, y frente a mí estaban
los queridos encantos del pony, las pistolas de aire, las caminatas tras
caminatas en las mañanas en mi propio dormitorio alfombrado.
Traté de
ver nuevamente como lo había visto, pero no estaba, no existía nada parecido a
una túnica y por sobre todo ¿dónde estaba la Persona que la usaba? No había
otra vida, salvo la mía propia y la de los insectos que cantaban en el aire y
la tranquila vida meditativa de las cosas que crecen. Pero, ¿quién era esta
Persona a la que yo súbitamente había percibido? Y entonces vino a mí esta idea
como un shock y aun así yo estaba incrédulo. No podía ser este Dios de los
sermones y de las largas oraciones que exige mi presencia domingo tras domingo
en su pequeña capilla, este Dios que me observaba como un padre severo. Y pensé
en porqué la religión me habla acerca de que todo es vanidad e irrealidad, y
que los conejos y los estanques, los claros de los bosques no son nada
comparados con el que está sentado en un gran trono blanco.
No necesito decirte que nunca hablé de esto en
casa. Me pareció que había tropezado con una escena que fue casi terrorífica,
que debió haber sido pensada en la cama, o durante una inactiva solitaria
mañana en el jardín y de la cual no debe hablarse. Y puedo con temor decirte
que cuando ocurrió yo comprendí que después de todo, solamente está Dios.
El viejo paró de hablar, y yo miré de nuevo el
jardín sin preguntarle nada. Traté de imaginar cómo las amapolas fueron
bordadas a la túnica, y escuchar cómo era el parloteo de los estorninos, pero
el susurro de sus movimientos, el tintineo de las joyas contras las joyas, el
lamento de la paloma y el crujido de la pesada seda, pero no pude. Las amapolas
flamearon y los pájaros conversaron y sollozaron, pero eso fue todo.
R.H. Benson, The Light Invisible