sábado, 23 de enero de 2016

Poena Damni, por Mgr. Robert Hugh Benson

Poena Damni

Sus pecados están frente a ellos, y producen en su esencia, remordimientos, eterna desesperación y un deseo hostil contra Dios. Porque para tales almas ahí no hay remedio. La luz de Dios no puede entrar…aunque San Pedro ha dejado muchas llaves sobre la tierra, ninguna de ellas podría abrirlas a los Cielos.

Un místico alemán
Estábamos sentados una tarde durante la cena cuando el sacerdote, que había estado muy locuaz, pareció caer en una dolorosa secuencia de pensamientos que lo silenciaron. Su incomodidad crecía más y más, y estuvo obviamente aliviado cuando lancé mi cigarro y él pudo proponerme cambiarnos a la otra habitación. Al cabo de un instante su aflicción pareció haberse ido,  entonces nos sentamos cerca del fuego y comenzó a explicarse:

- “Debo pedirte disculpas” – dijo – “pero caí, por decirlo de alguna manera, en una serie de desagradables pensamientos. Creo que fue incitado a causa de la lámpara roja de la mesa y la luz del atardecer a través de la ventana, de la platería y del cristal. Ya conocer el poder que tiene la mente para asociar ideas. Fui conducido a través de uno de los momentos más espeluznantes de mi vida bajo aquellas circunstancias”.

Yo me mantuve en silencio ya que el sacerdote parecía tener más que decir.

-“Esto ha afectado mis nervios” – dijo – “y para mí constituiría un gran alivio si te lo contara, ¿te importaría si lo hago?”.

Una vez que le hube garantizado el gran interés que tendría para mí, él comenzó:

-“Estos asuntos están de moda entre los que no aceptan la Revelación como revelación, sino que creen como en una especie de Universalismo,  y más allá de la autoridad esta doctrina contraviene, tal como tú ya lo sabes, la realidad del libre albedrío del hombre. El incidente del cual quiero hablarte concierne a la manera en que por primera vez lo alcancé a ver con mis propios ojos.

Hace muchos años tuve la ocasión de trabar una relación con un hombre del oeste de Inglaterra. Las circunstancias no necesitan ser descritas más que para indicar que el hombre parecía tener confianza en mí. Y así fue que una vez me pidió que me quedara con él en su casa de campo, y me fui desde Londres a pasar una semana. Lo encontré viviendo una típica vida campestre, pescando y etc, ya que era verano cuando lo visité. Vivía en una antigua y hermosa casa en un entorno protegido. Tenía una encantadora esposa y dos o tres hijos, y al principio pensé que él estaba plenamente feliz y contento.

Después comencé a notar que algunas cosas no andaban bien con él. Los cottages de su propiedad  estaban descuidados y esto siempre es indicio de un mal signo. A partir de uno o dos pequeños incidentes, tal como puedes suponer, yo encontré que el tono entre sus empleados no era el que debiera ser; y en una o dos muestras horribles de crueldad llamaron mi atención. Yo sé que esto suena como si yo fuera una especie de espía, ávido de información, pero todo lo que puedo decir es que estas señales eran inconfundibles y obvias y llegaron a mí, desde luego, sin buscarlas y esperarlas.

Observé que sus relaciones domésticas no eran buenas. Yo no sé cómo describir mejor todo esto, solamente decir que aquí parecía haber una especie de maldición en su entorno, pues nada estaba absolutamente mal, pero a su vez todo estaba mal.

Al principio pensé que era yo el que estaba deprimido o predispuesto de alguna manera, pero al final no pude seguir creyéndolo, y el viernes, el último día de mi estadía, tuve la plena certeza de que algo andaba mal con el hombre mismo. Entonces esa tarde él me abrió su corazón lo más profundo que le era posible hacerlo.

Su esposa con sus dos hijas nos dejaron después del postre y se fueron al jardín, y nosotros nos quedamos en el comedor. La ventana miraba hacia el oeste y a través de ella veía el alisado césped inclinado, con el lago al fondo. Un poco más allá se levantaba un delicado bosque de abedules que se levantaba contra el suave cielo verde, donde el sol se estaba hundiendo dentro del líquido atardecer azul en el cual brillaban un par de estrellas. Cuando miré hacia afuera pude observar la blanca figura de su esposa y de sus hijas contra la brillante superficie del lago al final del césped.


Cuando el hombre hubo encendido su cigarrillo y hubo tomado un par de vasos de vino, repentinamente él me abrió su corazón, y me narró una aterradora historia que no voy a contarte. Me senté y observé su vigorosa y fuerte mano levantarse y caer con el cigarrillo bajo la luz de la lámpara roja. Eché un vistazo a su rostro tranquilo y bien educado con la mirada baja y el bigote largo, preguntándome si era posible realmente que tal cuento fuera verdad, sin embargo él habló con una convicción mesurada que no dejaba lugar a la duda de que era cierto. Lo que deduje de la historia es esto: que él se había identificado, que todo su trabajo y toda su vida prácticamente, con la causa de Satán. No pude detectar, mientras él hablaba, si él alguna vez había tratado seriamente de desprenderse de la causa.

Se ha dicho que un santo es alguien que siempre, a cada paso, escoge el mejor de dos rumbos abiertos frente a él. Pude ver a este hombre tan alejado de esto, habiendo siempre elegido el peor de los dos rumbos, y que cuando él había hecho cosas que tú y yo pensamos que son correctas, él siempre las había hecho por alguna mala razón. Él siempre había estado consciente de lo que estaba pasando.

Nunca pensé que alguna vez iba yo a escuchar un magistral auto análisis. Ahora y entonces vi el abismo de desesperación en el discurso que estaba dirigiéndome, y lo interrumpí sugiriéndole aliviar el horror, sugiriéndole que él era pesimista y que a menudo había actuado siguiendo ideas falsas y similares, pero él siempre me enfrentó con unas respuestas serenas que me silenciaron. De hecho” – dijo el sacerdote que había comenzado a temblar un poco – “Yo nunca pensé que pudiera existir un corazón  tan corrupto y sin embargo, contener tanto conocimiento y sensibilidad.

Cuando hubo terminado su historia, él me observó por un momento y luego dijo:

- Recientemente he visto que he perdido y que perderé, y se lo he contado para preguntar si el Evangelio tiene alguna esperanza para alguien como yo.

Desde luego que yo le respondí como un sacerdote cristiano debe responder, porque honestamente pienso que aquí estaba el mayor milagro de la gracia de Dios que yo había visto. Cuando finalicé levanté mis ojos y la vista. Sus dedos, mientras yo estaba hablando, habían estado jugando con una cuchara que tenía la figura de un apóstol, pero como yo levanté la vista, él también lo hizo y nuestros ojos se encontraron.”

Mientras el sacerdote decía esto, se levantó y apoyó su cabeza contra la alta estructura de roble que cubre la chimenea, y estuvo en silencio por un instante. Después continuó:

- “Que Dios me perdone si me equivoqué, si estoy equivocado ahora, pero esto es lo que creo haber visto: En sus ojos se veía un alma perdida. Como un símbolo o como una señal de repente sus ojos brillaron con esa sombría luz roja que algunas veces puedes observar en los ojos de los perros. Era la poena damni, de la cual yo había leído, la que lucía ahí. Era verdad, tal como lo había dicho, que él veía con claridad que había perdido y que perdería. Estaba la puerta del Cielo abriéndose a uno que no podía entrar. Era una rendija de luz bajo la puerta a uno que gritaba ¡Señor, Señor, ábreme!, pero la respuesta que venía detrás de la puerta era: ¡No te conozco!. ¡Ah! Es el que nunca supo antes lo que Dios era, que no supo de su servicio ni de su amor, y ahora simplemente ha conocido su condenación. Lo que él ha visto, no una o dos veces, sino que una y otra vez, son los dos caminos, y ha, no una o dos veces, sino una y otra vez, elegido el peor de los dos, y ahora estaba impotente.

                                    
Te hablé de lo que vi por un momento. Ahí estaba este rostro humano, tan educado, con sus líneas delicadas, luciendo casi etéreo a la tenue luz roja de la lámpara. Detrás suyo, entre los ventanales colgaba el rostro de un ancestro, algún viejo carolino, divino entre collares y bandas. Más allá del ventanal estaba este glorioso atardecer con las tres figuras en el lago, y aquí, entre nosotros, el relajante lujo de la limpieza, del frescor y del refresco, tal como lo sugería el cristal, la plata y las frutas. Por un segundo en medio de este marco de belleza y de paz, miraron los ojos de uno que deseaba tan sólo una gota de agua viva para refrescar su garganta, porque él estaba atormentado en una llama.

Vi todo esto, y entonces, la habitación comenzó a girar y a girar, y la mesa a ladearse y a balancearse, y supongo que yo caí hacia delante y me hundí en el suelo. Cuando recuperé el conocimiento había unos hombres en el cuarto y el ansioso rostro de mi anfitrión mirándome.

Hube de retornar a la ciudad a la mañana siguiente. En la semana posterior le escribí una larga carta diciendo que había estado enfermo en la tarde aquella cuando él me había hecho su confidencia, y que no había dicho todo lo que podía decir. Continué desmintiendo lo que pensé haber visto, hablándole como lo haría a algún alma que estaba cansada del pecado y que deseaba a Dios.

De hecho, mientras escribía la carta pensé que lo más probable es que haya tenido una horrible ilusión y que todo pudo haber estado bien con él. Él me respondió en unas pocas líneas diciendo que debía disculpase conmigo por haber tenido esta indisposición a raíz de tal historia, agregando que había exagerado mucho su propio pecado, pues él también había estado sobrexcitado y afectado, y que confiaba en el amor de Dios, suplicándome que no volviera a hacer referencia a la conversación de nuevo.”

El sacerdote volvió a sentarse.

-“Si quieres puedes tú también aceptar esta versión. Quisiera Dios que yo también pudiera.”
  
                                                Robert Hugh Benson, The Light Invisible


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miércoles, 6 de enero de 2016

Sobre el Pórtico, por Mgr. Robert Hugh Benson



                            
 Pues por la fe, cuando estoy necesitado,
Brillan los destellos de una puerta semi abierta, y a través de ella  
Se muestra la luz del fuego en el suelo.

Un cántico de las cosas comunes.

Una mañana nos sentamos en la sala común en el centro de la casa. Durante la noche había estado cayendo la lluvia, y pensamos que era mejor que el anciano no se sentara en el jardín hasta que el sol hubiera secado la tierra, y por tanto, en vez de esto, nos sentamos adentro, pero con la puerta de par en par abierta, la que mira a un rectángulo de pasto que está frente a la casa. Antiguamente había un camino que conducía a esta puerta a través de un pórtico con pedestales y esferas de piedra, y que estaban situadas exactamente al frente, a unas quince yardas de distancia. Sin embargo, el camino hacía tiempo ya que estaba cubierto  de césped, aunque se mostraba levemente bajo dos pequeñas protuberancias en el pasto que corría desde el pórtico hasta la puerta.


Por otro lado el césped rodeado por un antiguo muro de ladrillo que estaba oculto tras una frondosa hiedra, mostraba una exquisita masa de colores con cabezas de lirios morados y amarillos y alhelíes rojizos.

El viejo había estado silencioso en el desayuno. En la mañana había ofrecido el Santo Sacrificio de manera usual en la pequeña capilla  de arriba, y yo había notado  que también ahí  parecía preocupado. Durante el desayuno había hablado muy poco, respondiendo a cuenta gotas a los temas que yo le proponía. Al final entendí que sus pensamientos estaban muy lejos en el pasado y no quise importunarlo.

Estábamos los dos sentados en unas talladas sillas altas en la entrada. Sus pies permanecían envueltos con unas mantas y sus ojos miraban constantemente y con tristeza la decoración del pórtico de hierro. Afuera, al otro lado, altos pastos que no han sido cortados se apoyaban contra el muro o empujaban su plumosa cabeza a través de él.

Vi de pronto que el sacerdote estaba mirando el pórtico, dejando que sus ojos recorrieran cada detalle de la planta trepadora, de la forja del hierro y del viejo ladrillo, y no, como yo había pensado desde el inicio, meramente contemplando la difusa distancia de los años pasados.

Súbitamente él rompió el largo silencio:

-“¿Alguna vez te conté” – preguntó – “sobre lo que vi ahí afuera en el jardín?” Ahora se ve  bastante normal, aunque lo que yo vi ahí supongo que no lo veré de nuevo en este lado de la muerte o en último caso, no hasta que esté en el mismísimo  gran pórtico de la muerte”.

Yo también observé el pórtico. La atmósfera estaba llena de lo que es “el claro brillo después de la lluvia”, tal como lo canta el rey David. El aire estaba visible y radiante gracias a la unión de la luz y el agua, las más alegres creaturas de Dios. Un gran árbol de castañas desaparecía más allá de la puerta.

-“Si puedes, cuéntamelo” – le dije – “Sabes que me encanta escuchar aquellas historias”.

- “Tal vez ya lo sepas, pero años atrás, no mucho tiempo después de mi ordenación, estaba trabajando en Londres. Por entonces mi padre vivía aquí, tal como lo hizo el suyo antes que él. El escudo de armas en el centro del pórtico de hierro fue puesto por él al poco tiempo de haber heredado la propiedad. Yo solía venir acá de vez en cuando para respirar un poco de aire campestre. Difícilmente encuentro algo que me cause más placer que venir a respirar el glorioso aire de campo, lejos del humo y del ruido de Londres; o volar despierto por las noches con el susurro de los pinos afuera de mi ventana, en vez del incesante tumulto humano de la ciudad.

En fin, sin previo aviso vine una vez aquí, en una tarde de verano, trayendo graves noticias. No es preciso entrar en detalles, sería inútil hacerlo. Sólo decir que las noticias no afectaban ni a mi familia ni a mí. Después de todo, fue una curiosa serie de circunstancias las que me llevaron a ser el portador de tales noticias. Fue por una pura casualidad que una damisela pasó a alojarse con mi familia. Yo la conocía muy poco, de hecho la había visto una única vez anteriormente. Las noticias llegaron a mis oídos en Londres. Yo sabía que a quien concernían, las ignoraba, y que los que las conocían no se atrevían ni a escribir ni a telegrafiar, y yo voluntariamente traje estas nuevas.

Fue así que caminé desde la estación con el corazón apretado, y el camino me pareció intolerablemente corto, pues yo sabía que las noticias romperían el corazón a aquella que tenía que escucharlas. Entré por la puerta que está al final de la avenida” – él hizo un gesto con la mano hacia la derecha – “y pasé directamente hacia la parte trasera de la casa, justo detrás nuestro. La puerta en la que estamos sentados era la puerta de entrada, pues el camino había sido sembrado con césped y usábamos la puerta trasera en su lugar. El césped de aquí era mucho más grande que como se ve ahora. Únicamente el camino se notaba claramente como una larga lápida a través del pasto.

Al entrar por la puerta trasera, vi que ella estaba saliendo con un libro y con una silla de mimbre para sentarse en el jardín. Mi corazón se estremeció terriblemente de dolor por todo lo que me iba a tocar decir en el momento en que mi negocio fuese hecho. No habría lugar para una tranquila tarde en el jardín y la mirada de serena felicidad se extinguiría de su rostro.

Por un instante ella no me reconoció en la entrada oscura y dio un paso a atrás cuando entré. Después me dijo:

-¿Por qué está usted aquí? Usted ha venido a casa y yo no sabía que se le esperaba.

Yo respiré profundo para recuperarme.

- A mí no se me esperaba – le respondí y luego después de un instante le dije:

- ¿Puedo hablar con usted?

-¿Hablar conmigo? ¿Por qué? Ciertamente, ¿en el jardín o aquí?

- Aquí – contesté – Fui junto a ella y abrí la puerta de esta habitación. Entró conmigo y permaneció de pie aquí junto a la puerta, sosteniendo aún el libro, con sus dedos entre las hojas.

Me imagino que te estarás preguntando porqué no  conseguí a una mujer para que le trajera estas noticias. Bueno, yo lo estuve reflexionando desde que me ofrecí como voluntario para ser el portador de estos hechos. Por una parte tenía miedo de ser un cobarde, o llámalo orgullo si lo deseas, y por otra parte existen razones, las cuales no necesito mencionar, que me obligaban a cumplir literalmente mi promesa. Pensé además que ella preferiría que las noticias fueran conocidas por el menor número de personas posible. Por último, si yo juzgué correcta o erróneamente mi decisión, ya estaba aquí con mi cometido.

Ella permaneció ahí  ( el anciano siguió apuntando el batiente de la puerta a la derecha)  y yo acá ( y señaló el sitio una yarda más atrás). La puerta estaba entera abierta así como ahora y el fragante aire de la tarde penetró al interior de la habitación. Su  rosto  estaba parcialmente a la sombra, pero en sus ojos se notaba que había un progresivo asombro por mi brusquedad, quizás con un leve matiz de ansiedad, pero nada más que eso.

- He venido – dije lentamente mirando hacia afuera, al jardín – con un encargo muy  difícil – y no pude continuar. Me volteé y la miré. ¡Ah! La ansiedad se había profundizado un poco.

 – Y le concierne a Usted y a su felicidad.

Yo la miré de nuevo, y recuerdo como su rostro había cambiado: sus labios estaban separados y sus ojos abiertos de par en par, los cuales brillaban mitad a la sombra,  mitad a la luz, y sobre su frente habían unas pequeñas líneas. Entonces se lo dije en una o dos frases, y cuando la miré nuevamente sus labios estaban cerrados y sus manos apretaban la moldura del batiente de la puerta. Pude ahora ver sus anillos brillando a la luz que se derramaba a través de los castaños, que en aquel tiempo eran más pequeños, hacia la habitación. Luego ella movió los labios un par de veces. Su mano se aflojó con titubeo y avanzó sin tregua a través de la habitación. Había ahí un gran sofá y cuando  lo encontró, se arrojó de bruces sobre el brazo y el respaldo.
                                                  

Yo esperé en la entrada mirando el pórtico de hierro. La pena era algo nuevo para mí por aquel entonces. No había aprendido a entenderlo o a estar tranquilo a pesar de ella. Yo sabía que al mirar a la habitación de atrás encontraría una terrible contienda. Frente a mí estaba el jardín lleno de paz y dulzura, con el suave brillo de la luz del sol, y detrás de mí había algo muy similar al infierno. Yo permanecía entre la vida y la muerte.

Después de un momento, recordé que yo era sacerdote y que debía ser capaz de decir algo. Tan sólo unas palabras del Divino mensaje que el Salvador trae, pero no pude. Sentí que me hundía en aguas profundas. Incluso Dios me parecía tan lejano y ajeno, tan intolerablemente sereno y apartado. Yo anhelaba con todas mis fuerzas humanas rezar y dar un poco de luz a la lucha que ocurría ahí detrás y de la cual yo me sentía separado por un ancho canal. Fue entonces cuando Dios una vez más me otorgó una clara visión.

Observa el pórtico de hierro  (continuó el viejo apuntado) pues bien, justo entre los dos pilares, un poco por encima de ellos, colocado claramente contra el árbol de castañas, un poco más allá, estaba la figura de un hombre.

No sé cómo explicarlo, pero yo estaba consciente que sobre este mundo material de luz y color hay un corte de plano con el mundo espiritual, y que yo soy capaz de poder mirar ahí donde los planos se cruzan y ver lo que está más allá. Era como ver el humo traspasado por la luz de los rayos del sol. Uno hace visible al otro.

Pues bien, esta figura de hombre estaba arrodillada en el aire. Es la única forma que tengo para describirlo. Su rostro estaba vuelto hacia mí, pero hacia arriba. La cosa más curiosa que me impresionó en ese momento fue que él estaba, por llamarlo de alguna manera, inclinado en un ángulo de 90° hacia un lado, sin embargo esto no me pareció grotesco. En cambio, el mundo parecía inclinarse. El castaño afuera parecía estar perpendicular y el muro fuera de la horizontal. El verdadero nivel era el del hombre.

Sé que suena tonto, pero me pareció que el mundo espiritual era el mundo real y que el mundo de los sentidos era, comparativamente,  el irreal, tal como el dolor de la mujer ahí detrás era más real que los rayos del sol sobre mi cabeza.

Comparado con la figura arrodillada, el castaño y el pórtico parecían insustanciales y sombríos. Yo sé que los hombres que tienen visiones nos cuentan que usualmente éstas son de otra forma,  pero puedo decirte que no fue así conmigo. Tal como te lo he dicho, esta figura estaba arrodillada y su túnica ondeaba lejos detrás suyo junto con una gran capa que estaba  estirada de un modo tirante hacia atrás desde la espalda como si estuviese siendo batida por un fuerte viento, el viento de la Gracia, supongo, que siempre sopla desde el Trono. Sus brazos estaban extendidos frente a él, pero lo suficientemente abiertos como para que pudiera ver su rostro, y su rostro estará siempre conmigo en mi memoria hasta que me muera con el favor de Dios. Tenía el inconfundible rostro sin barba y tedioso de un sacerdote.

Ahora ya sabes cuán cerca conviven el intenso dolor y la intensa alegría. Sus fronteras están muy cerca. En el rostro de este hombre ellos se encontraban juntos: la angustia y el éxtasis eran uno. Sus ojos estaban abiertos, sus labios estaban separados. No sabría decirte si él era joven o viejo, pues su rostro no tenía edad, como todos los rostros de aquellos que miran a Aquel que habita en la eternidad. Él se encontraba rezando, no puedo decir nada más.  Tenía su corazón abierto a la pena de esta mujer y lo había hecho propio. Ahí se encontraron: en la petición si te place llamarlo así; o en la resignación si prefieres darle ese nombre; o en la adoración, si deseas denomínalo así también. Todo esto es verdad, pero a su vez es insuficiente. Mas, esta pena se encontró ahí purificada con su propia voluntad, la cual  ha llegado a ser una en la eterna voluntad de Dios y yo te diré como es que lo sé.

Lo miré, y a mis oídos llegaban los sollozos de la habitación de atrás. Sin embargo, mientras  yo miraba la gloria de la profunda angustia en su rostro, el sollozo detrás se redujo y cesó. Yo escuché susurrar el nombre de Dios y de su Hijo y entonces la visión que estaba frente a mí desapareció y ahí estaba de nuevo el árbol de castañas tan real y hermoso como antes, y cuando me volteé hacia la mujer, ella se había puesto de pie y la luz de la conquista estaba en sus ojos.

Ella extendió su mano hacia mí, yo me incliné y se la besé, pero no me atreví a tomarla por mi propia cuenta porque ella había estado en un lugar celestial. Yo había visto su pena llevada y puesta frente al Trono de Dios por uno más grande que nosotros dos y algo de su gloria descansaba en ella”.

La voz del anciano cesó. Cuando me volví a mirarlo él tenía la vista fija en el pórtico de hierro en el muro, y sus ojos estaban brillando como el radiante aire de fuera. Después de un momento dijo: “Yo no sé si ella está viva o muerta, pero ofrecí el Santo Sacrificio esta mañana por la paz de su alma en cualquier estado en que ella esté”.

                                                      Robert Hugh Benson, The Light Invisible