ES DIFÍCIL DARNOS CUENTA DE LOS PRIVILEGIOS SAGRADOS QUE RECIBIMOS, sermón para el Domingo de Pascua, por John Henry cardinal Newman
«Éste es el día que hizo el Señor,
exultemos y alegrémonos en él» (Sal 118,24)
Siempre es muy difícil caer en la
cuenta de cualquier alegría grande o dolor grande. No podemos caer en la cuenta
solo queriéndolo. Lo que nos hace comprender los dolores y las alegrías de este
mundo, son las circunstancias y las consecuencias. Cuando muere un amigo, al
principio no podemos creer que ya no esté sobre la tierra; como también nos
cuesta creer que estemos en un sitio nuevo cuando acabamos de llegar allí.
Cuando nos dan alguna noticia, asentimos y no dudamos, pero no la sentimos como
verdadera, no la entendemos como un hecho que ha ocupado un sitio o una
posición en nuestros esquemas mentales, algo que influye en nuestro modo de
actuar, algo que hay que considerar como real; es decir, no caemos en la
cuenta. En parte, esta es la razón por la que cuando Dios Todopoderoso se
revela en la Escritura a un hombre, este responde pidiendo algún signo que le
asegure que es Dios quien le habla. Por supuesto, la debilidad y el pecado
humano se insinúan en esas preguntas, como en el caso de Zacarías, que siendo
sacerdote en el Templo, el mismísimo lugar de la presencia del Dios vivo, el
lugar donde —¿y cuál si no?— los ángeles estaban presentes, el lugar donde —¿y
cuál si no?— Dios habla al hombre, no debería haber necesitado nada para caer
en la cuenta del poder de Dios, del ojo de Dios que todo lo ve, de la fidelidad
de Dios para con la casa de Israel y sus sacerdotes. Lo mismo le ocurrió,
aunque sin culpa por su parte, a Gedeón cuando preguntó por el milagro del
vellón de lana (Jc 6,37). No podía creerse que le fuera a pasar a él lo que el
ángel de Dios había dicho. Pues, ¿qué?, él, el menor de la casa de su padre,
una familia pobre de Manasés, ¿cómo iba a figurarse que sería el gran capitán
de los israelitas contra los madianitas? No es que lo dudara, ya que Dios lo
había dicho; pero no podía sentirlo, pensar, hablar y obrar como si fuera
verdad. Y de intentarlo, sería de una forma irreal, hablaría y actuaría de
manera antinatural, como en teoría, con una visión de las cosas que sería la
suya durante un momento y que olvidaría inmediatamente. El gran favor de Dios,
que le dijo a través de un ángel: «el Señor está contigo, valiente» (Jc 6,12),
le parecía un sueño y le llenaba de confusión. Por eso dijo: «si ha de ser así,
se seguirán algunas consecuencias; si Dios está conmigo, si es el Dios de los
milagros el que está conmigo, el que puede cambiar las criaturas a su voluntad,
¡que se digne hacerlo!, que mi alma, mi corazón, mi mente se llenen de lo que
mi razón ha recibido, que se me haga familiar esta extraña y arrolladora
Providencia, que sea elevado yo sobre mis hermanos y hecho ministro de Dios
para su bien». Y pidió, primero, que el vellón se mojara y luego que permaneciera
seco, no como una evidencia en que apoyar su fe, sino como una prueba grabada
en la imaginación y en todo su ánimo.
La Escritura también nos habla de
Jacob en una línea parecida. «Le dieron la noticia: José vive todavía y él es
quien manda en todo el país de Egipto. Jacob no se conmovió porque no les
creía. Entonces le contaron todo lo que les había dicho José y, «al ver los
carros que José mandaba para transportarle, Jacob, su padre, recobró el ánimo»
(Gn 45,26-27). Jacob dudó de lo que le decían sus hijos porque no se fiaba de
ellos; y tampoco la visión de los carros le sirvió como prueba de que decían la
verdad: su imaginación permaneció perpleja del todo sin lograr hacerse a una
noticia recibida tan de repente. La noticia era más increíble que la poca confianza
que le merecían los informantes.
Así nosotros, cristianos, aunque
hayamos nacido al reino de Dios en la niñez, aunque hayamos sido escogidos, por
encima de todos los demás hombres, para ser herederos del cielo y testigos ante
el mundo, y aunque seamos conscientes y creamos esta verdad firmemente,
encontramos grandes dificultades, y nos lleva muchos años darnos cuenta de lo
que significa ese privilegio. Por supuesto, nadie lo comprende en su
integridad; de esto no hay duda, pero es que ni siquiera alcanzamos un mediano
dominio de sus consecuencias prácticas. Y aquí estamos, incluso este día grande
de la Pascua, este Día de los días, en el que Cristo resucitó de entre los
muertos, aquí estamos este día como niños pequeños, gateando por el suelo,
desvalidos y sin sentir, sin ojos para ver ni corazón para entender quiénes somos.
Esa es la verdad. Y es innegable
que tenemos mucho que hacer, mucho, antes de llegar a entender en qué consiste
nuestra nueva naturaleza y sus privilegios, y aprender a regocijarnos en el Día
que ha hecho el Señor. «Iluminando los ojos de vuestro corazón, para que sepáis
cuál es la esperanza a la que os llama, cuáles las riquezas de gloria dejadas
en su herencia a los santos, y cuál es la suprema grandeza de su poder en favor
de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa. Él la ha
puesto por obra en Cristo resucitándole de entre los muertos y sentándole a su
derecha en los cielos» (Ef 1,18-20). Por desgracia, cuando oímos estas palabras
tan augustas, nos suenan como meras palabras. Como mucho, las creemos, pero no
caemos en la cuenta de ellas, ni siquiera en cierta medida.
Esta insensibilidad o falta de aprehensión procede, sobre todo —no hará falta decirlo— de nuestra debilidad y condición de pecadores. El hombre viejo se enfrenta continuamente al nuevo: «la carne tiene deseos contrarios al espíritu» (Ga 5,17). Su deseo se orienta hacia este mundo. Este mundo es su alimento, sus ojos se ceban en este mundo. Por ser lo que es, se alía con el mundo. La carne y el mundo hacen un pacto; uno pide y el otro da. Por tanto, en la medida en que nos seduce para aceptar la compañía del mundo, en esa misma medida, por supuesto, el hombre viejo embota nuestra percepción de ese otro mundo que no vemos. Por eso una causa muy particular de la dificultad para ser conscientes del privilegio de nuestra elección para el Reino de los cielos es nuestra naturaleza caída que tanto nos familiariza con este mundo, reino de Satanás, y nos pesa, y nos tira para abajo cuando deberíamos levantar el corazón, levantarlo hasta el Señor. Esto es seguro; pero, además, hay otros motivos que nos hacen difícil aprehender nuestra situación, y provocan que lo hagamos poco a poco, y que no son culpa nuestra, sino que proceden de nuestra posición y de las circunstancias.
Nacemos a la plenitud de las
bendiciones del cristianismo cuando nos faltan años para el uso de razón. Nos
es imposible aprehenderlas en absoluto cuando recibimos el Bautismo, y no es
culpa nuestra porque somos criaturas recién nacidas. Al igual que adquirimos la
razón poco a poco, así también adquirimos el conocimiento de lo que somos poco
a poco, y como no es una falta sino, al contrario, una bendición ser bautizados
tempranamente, así por la fuerza de las cosas y no por falta alguna de nuestra
parte, solo con lentitud nos damos cuenta de los privilegios que supone estar
bautizado. Lo mismo sucede con cualquier conocimiento propio y de nuestra
posición entre los hombres; lo obtenemos poco a poco. Los niños ignoran que son
seres responsables, pero paulatinamente no solo van sintiendo que lo son, sino
que reflexionan en esa gran verdad y en lo que implica. Algunas personas
recuerdan el momento en que, de niños, se les ocurrió preguntarse quién soy yo,
de dónde vengo, a dónde voy, por qué vivo, qué se espera de mí. Se les
ocurrieron estas preguntas mucho después de saber y hablar de Dios; y es que al
final, empezaron a caer en la cuenta de lo que les habían dicho, y a
reflexionar sobre sí mismos. Lo mismo sucede en los asuntos del mundo. A medida
que la mente se va abriendo, entendemos mejor nuestra posición en sociedad.
Tenemos la noción de rango y de clase social, de nación, de país. Empezamos a
ver cuál es nuestra posición en relación con los demás. Un hombre no es lo mismo
que un niño; tiene una visión general de las cosas, capta las relaciones entre
ellas, ve cuál es su propia posición, cómo va él evolucionando, qué se espera de
él, cuáles son sus deberes en la comunidad, cuáles sus derechos. Entiende su lugar
en el mundo y, en una palabra, se siente a gusto en él.
¡Qué gran lástima que mientras
así crecemos en conocimiento de las cosas de la vida y del sentido común,
sigamos siendo niños en el conocimiento de nuestros privilegios sobrenaturales!
Dice san Pablo que cuando el Señor resucitó, «con él nos resucitó y nos hizo
sentar en los cielos por Cristo Jesús» (Ef 2,6). Esto es lo que aún tenemos que
aprender: nuestro sitio, lugar y situación como «hijos de Dios, miembros de
Cristo y herederos del Reino de los cielos». Hemos resucitado, y no lo sabemos.
Lo primero que hacemos en el catecismo es confesar que hemos resucitado, pero
lleva toda una larga vida aprehender lo que confesamos. Somos como quien se
despierta del sueño, que no es capaz de recuperar de golpe la conciencia o
saber dónde está. Poco a poco, la verdad se abre paso ante nosotros. Así somos
en el mundo presente, hijos de la luz, que poco a poco se despiertan al conocimiento
de sí mismos. Meditemos, recemos y esforcémonos en esto: en obtener poco a poco
una aprehensión real de lo que somos. Así, poco a poco, ganaremos primero una
cosa, después otra. Poco a poco dejaremos atrás las sombras y encontraremos la
sustancia. Esperando en Dios día tras día, avanzaremos día tras día y nos
acercaremos a la visión clara y verdadera de lo que Él nos ha hecho ser en
Cristo. Año tras año, ganaremos algo, y cada Pascua, cuando llegue, nos permitirá
alegrarnos con más corazón y más conocimiento en la gran salvación que Cristo
nos ganó.
Veremos que esta es una gran providencia que surge de esos deberes que Él nos exige. Nuestros deberes para con Dios y los hombres no son solo deberes que hacemos para con Él, sino medios de iluminar nuestros ojos y de que nuestra fe tenga más capacidad de aprehensión. Cada acto de obediencia tiene la virtud de fortalecer nuestras convicciones sobre el cielo. Cada sacrificio nos hace más fervorosos. Este es el efecto, también, de la observancia de los tiempos litúrgicos, que nos hacen desprendernos de este mundo, e imprimen en nosotros la realidad del mundo invisible. Si obramos así, confiamos en que cada vez entenderemos mejor dónde estamos. Humildemente confiamos que, a medida que nos purificamos de este mundo, los ojos se nos iluminarán para ver las cosas que solo se pueden discernir espiritualmente. Esperamos que para nosotros se cumplirán en su debida medida las palabras de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8). Tenemos la esperanza, que no nos defraudará, de que si confiamos en Dios como han confiado siempre los santos, con ayunos y oraciones, si le buscamos como le buscó Ana, o san Pedro en Jope, o el santo profeta Daniel antes que ellos, Cristo se nos hará presente; amanecerá el día y la estrella de la mañana lucirá en nuestro corazón. Veremos el signo del Hijo de Dios en el cielo, comeremos el maná escondido y poseeremos ese secreto del Señor que habita con los que le temen. Y, como san Pablo, sabremos «en quién hemos creído, y seguros de que tiene poder para conservar nuestro depósito hasta aquel día» (2 Tm 1,12).
Al mismo tiempo que sentimos
vivamente, como es nuestra obligación, que no alcanzamos a honrar debidamente
este día santo con la alegría espontánea y religiosa que le es propia, no
perdamos los ánimos, no desesperemos. Sí, nos sentimos alegres; más alegres de
lo que somos conscientes. También alcanzamos a ver del mundo futuro más de lo
que creemos ver. Si hemos hecho progresos durante este tiempo que acaba de
terminar; si, con seriedad y sin concesiones, nos hemos mortificado en la
comida, en la bebida y en otras satisfacciones, de acuerdo con nuestra salud;
si hemos sido asiduos en la oración de acuerdo con nuestras posibilidades, no
puede ser, sino que la bendición de Dios ha venido, y permanece sobre nosotros.
Puede que no la percibamos, pero la percibiremos con el tiempo, cuando miremos
hacia atrás. Lo que nos ha ocurrido en el pasado debería bastarnos para tener
esa seguridad. Sabemos de qué manera hemos llegado a conocer hasta ahora lo que
conocemos acerca de nuestra condición de auténticos cristianos: qué poco a
poco, y con qué silencio. Quizá recordemos alguna que otra ocasión llamativa.
Quizá, como he dicho, podríamos señalar un momento en la niñez cuando nos vino
por primera vez el pensamiento de que tenemos relaciones con los demás, y los
demás con nosotros, y cuando nos maravillábamos de lo que somos y del porqué de
nuestra existencia. Quizá, más adelante en la vida, recordemos temporadas en
que la fuerza de la Verdad divina vino sobre nosotros con mayor claridad y más
sensiblemente; pero en la mayoría de los casos no es así. En la mayoría de los
casos hemos llegado a la verdad, y hecho progresos de una verdad a otra, sin
saberlo. No podemos precisar cuándo empezamos a estar convencidos de esta
doctrina, o de aquella otra, que es ahora nuestro gozo y nuestro tesoro. Es
«como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día,
la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo, primero hierba, después espiga y
por fin trigo maduro en la espiga» (Mc 4,26-28). Esto se ver por todas partes,
y especialmente en este tiempo del año. Dios Todopoderoso parece que ahora guía
a muchos con su misericordia hasta la verdad completa, como en tiempos de Jesús
(si no fuera presunción hablar así); Él los lleva adelante, pero ellos no lo
saben. Cambian y modifican gradualmente sus opiniones, aunque creen que siguen
siendo las mismas. Otros, desde fuera, a lo mejor sí ven lo que les pasa, pero
ellos no; en su momento lo verán. Así son los caminos maravillosos de Dios.
Jacob llegó a Betel sin saberlo. También nosotros nos encontramos en el reino
de la gracia, sin saberlo, y se manifiesta en nosotros antes de ser nosotros conscientes
de esa manifestación. Al igual que los niños pequeños lo miran todo a su
alrededor y parece que no miran nada, así nosotros vemos nuestros privilegios, pero
no los conocemos. Pidamos siempre a Dios saber más y mejor lo que somos, y que
sepamos aprehender ese conocimiento. En una palabra, que tengamos los sentimientos
y la fe correctas.
Ahora, para concluir, porque
hablar en exceso resulta poco adecuado un día como hoy, en que Dios ha
realizado su gran obra: pensemos en esa gran obra y en Dios. Alegrémonos en el
día que Él ha hecho, y anhelemos «el día de Su poder» (Sal 110,3). Hoy es la
Pascua. Digámonos esto una y otra vez con devoción y gran alegría. Lo mismo que
los niños se dicen «esto es la primavera», o «esto es el mar» tratando de
captar mejor esas nociones y que no se les escapen; como los que viajan al
extranjero y se dicen «esta es esa gran ciudad» o «este es ese edificio famoso»,
sabiendo que tiene una larga historia de siglos y un poco avergonzados de sí
mismos por saber tan pocas cosas acerca de él, así, digámonos «este es el Día
de los días, el Día del Rey, el día del Señor». Es el día en que Cristo
resucitó de entre los muertos, el día que nos trajo la salvación. Es el día que
nos ha hecho más grandes, sin saberlo nosotros. Es el día de nuestro reposo, el
verdadero Sabath. Cristo entró en su reposo, nosotros también. Figuradamente
nos lleva, a través de la tumba y puerta de la muerte, hasta nuestro lugar de
reposo en el seno de Abrahán. Ya hemos tenido suficiente cansancio, tristeza,
falta de fuerzas, dolor y remordimiento. Ya hemos tenido bastante de este mundo
de tribulación. Ya hemos tenido bastante de su ruido y de su estruendo. El
ruido es su mejor música. Pero ahora hay silencio; un silencio que habla.
Sabemos lo extraño que resulta el silencio absoluto tras un ruido continuado.
Así es nuestra felicidad ahora. Han comenzado los días serenos y calmos; en
ellos se oye a Cristo, su voz tranquila y baja, porque el mundo ha callado.
Basta con que nos quitemos el mundo, como un ropaje, y estaremos revistiéndonos
de Cristo (Ga 3,27). Alejarnos del uno es acercarnos al otro. Llevamos semanas
intentando, con la gracia de Dios, despojarnos de los deseos y las necesidades
de la tierra. Ojalá ese despojo se convierta en un revestirnos de cosas
invisibles e imperecederas. Que crezcamos en gracia y conocimiento de nuestro
Señor y Salvador, un tiempo litúrgico tras otro y un año tras otro, hasta que
Él nos tome para sí, primero a uno, después a otro, en el orden que a Él
plazca, separándonos los unos de los otros durante un tiempo para reunirnos de
nuevo para siempre, en el reino de su Padre y nuestro Padre, de su Dios y nuestro
Dios.
Traducción Victor García Ruiz