"Ama a tu Dios, ámale sólo a Él
y tu corazón nunca estará solo.
En Él, Grande y Único, están
toda la fuerza, la majestad, la dulzura.
Es inútil que el alma se esfuerce por unirse
a otro ser de nuestro mundo;
inútil que un corazón se quiera hermanar con otro
porque, allá en lo más íntimo, estamos siempre a solas.
Hay una barrera invisible
que impide unirse
a las almas gemelas.
Tú, en esta vida, ama a tu Dios
o vive solo para siempre."
Aubrey de Vere (1814 - 1902) discípulo de J.H. Newman en Oxford, converso en 1851.
No debiera dolernos la desilusión en este mundo porque es materia conocida que mientras caminemos en esta tierra nos encontraremos miles de veces heridos, pasados a llevar, golpeados como con una cachetada en frío por nuestros congéneres. No escribo esto por nada especial que me haya pasado últimamente, simplemente lo he hecho porque cuando nos ponemos más viejos y miramos hacia atrás y nos acordamos de personas que nos han desanimado, lo hacemos, al menos en mi caso, casi como un recuerdo anecdotario más. El tiempo se encarga de ir borrando los sentimientos de dolor, de rabia, de frustración, y terminamos perdonando. Y me sonrío al pensar lo amargada que he estado a causa de esto en el pasado. Con los años se nos pone el cuero duro.
Y junto a lo anterior, aprendemos a tratar a Dios más íntimamente, a confiarle nuestras preocupaciones, nuestras alegrías, nuestras esperanzas y nuestras necesidades como quien conversa con un amigo del alma. Es un ejercicio que se adquiere con la oración.
Nos aproximamos al primer domingo de adviento. Sea este tiempo propicio para hacer penitencia por nuestras faltas, y para que, en el silencio de nuestra intimidad, saber que al final de cuentas lo verdaderamente real en la vida es Dios y mi alma.
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