Nota de Bensonians: el presente texto corresponde a un subcapítulo del libro del profesor Peter Kwasniewski "Resurgimiento en Medio de la Crisis, Sagrada Liturgia, Misa Tradicional y Renovación en la Iglesia, publicado el año pasado. Los animamos a comprar y a leer este estupendo libro aquí: https://www.amazon.com/dp/1621384535/ref=dp-kindle-redirect?_encoding=UTF8&btkr=1
Víctimas del Vernáculo
Contradiciendo derechamente la Constitución sobre la sagrada liturgia del Concilio Vaticano II, que planteó un uso moderado
del vernáculo y amonestó contra cambios innecesarios o inorgánicos, las autoridades de la Iglesia impusieron en la Iglesia latina una liturgia enteramente en vernáculo, con una exclusividad
súbita e iconoclasta. El resultado no fue esa nobleza lingüística
de las ceremonias bizantinas o las del alto anglicanismo (1), sino
una atmósfera horizontal, superficial, conversacional, carente de
sabor espiritual. Supuesta la predominante ausencia de disciplina
espiritual –ausencia epitomizada por el exagerado minimalismo
de las rúbricas del nuevo misal, lo que, a su vez, conduce a la
formación de un clero carente de entusiasmo– , el vernáculo no
puede sino estimular la emocionalidad que lleva a las personas
al reino de lo subjetivo. Mientras más “entra” el celebrante en
los textos, glosando, desvirtuando y criticando, más artificial e
impostado y vanidoso lo va volviendo todo, convirtiéndolo en
una especie de “show” unipersonal o monólogo teatral, no en un
compartir en el “pretérito perfecto” del Calvario ni en el “futuro
perfecto” del Reino hecho presente aquí y ahora. El sacerdote
que simplemente, y con reverencia, lee el antiguo Missale Romanum y hace suyas las oraciones del mismo, subordinándose
totalmente al ritual de la Santa Madre Iglesia, se convierte en el
portavoz de una Tradición viva que emana del Señor vivo. Esto
requiere ascesis en el sacerdote, sí; pero también la requiere de
los fieles: éstos también tienen que negarse a sí mismos, empuñar, como quien dice, su misal personal y seguir al sacerdote a
fin de entrar en el misterio de la cruz, renovado sobre el altar del
sacrificio. A nadie se le permite brillar o emitir maravillosos trinos; todos deben arrodillarse y adorar.
La nueva liturgia no puede evitar atraer la atención hacia
la personalidad del celebrante porque el vernáculo es el área de
expansión de éste, el ámbito de su habla cotidiana, y si hay algo
que se le ha alentado a hacer, desde el primer día de seminario,
es a “conectarse con la gente”, “hablarle en su idioma”, ser “uno
de ellos”. Y así, tiene que ofrecer la Misa en la misma vena, rellenando con familiaridades, expresiones coloquiales, agudezas,
anécdotas, saludos de día festivo, pequeñas informaciones –y a
partir de esto la infección se contagia también a las partes fijas
de la Misa, cuyas fórmulas comienzan a reflejar sutilmente cualquier forma particular de pastoral o de perspectiva teológica que
el sacerdote haya acertado a desarrollar–. Las raíces del problema son bien obvias: en Occidente, por más de mil años, nunca
se hizo ningún esfuerzo sistemático por emplear un vernáculo
noble en nuestros ritos (2) ; de ahí que no hayamos desarrollado,
como en Oriente, la costumbre de reverenciar al máximo los textos litúrgicos en la lengua del lugar (3). De hecho, uno de los errores
colosales de la fallida reforma fue creer que, tal como el culto en
vernáculo, con mucho canto por parte de la asamblea, funciona
en Oriente o entre los protestantes, iba a funcionar también perfectamente entre los católicos, lo cual significa ignorar el hecho,
enorme como una catedral, de que durante siglos el alma católica
fue educada por la guarda del silencio, por la reverencia, por el
arrodillarse, por el mirar y, en una medida que es mucho mayor que lo que los reformadores captaron o admitieron, por el latín
y, en menor medida, por el canto gregoriano, su compañero por
naturaleza. Cambiar súbitamente esos hábitos del alma, apartándola de ellos, no sólo vino a consolidar la discontinuidad con
el pasado, sino también a matar por inanición aquellas virtudes
espirituales propias de la Iglesia de Occidente. Esta pasó de tener
algunas virtudes a no tener ninguna.
Como escribiera alguna vez Robert Hugh Benson, la Misa
tridentina es una danza sagrada que requiere de máxima concentración para ser ejecutada y pide, con insistencia, cuidadosas preparaciones antes de comenzar, para no decir nada de los
años de preparación que requieren los ministros más importantes. Muchas personas mayores, clérigos o laicos, preferirían no
volver a la Misa tridentina, porque es más exigente tanto espiritual como físicamente. El Novus Ordo es un acontecimiento
social realizado rutinariamente, que puede llevarse a cabo con
una preparación comparativamente mucho menor. Esta diferencia se advierte igualmente entre los acólitos tradicionales y los
actuales “ayudantes de Misa”. Los primeros tienen que estar
bien enseñados e incluso capacitados para realizar sus movimientos elegantemente, sincronizados, en especial en la Misa
solemne, en tanto que los segundos pueden aprender los detalles del Novus Ordo en cosa de minutos, ya que consisten en
poco más que sostener en alto un libro o tomar unas vinajeras.
Tanto en el caso del sacerdote como del ayudante hay también
una diferencia en las vestimentas: el sacerdote tradicional usa
varias capas de telas a menudo ricas y hermosas, que deben ser
revestidas de determinado modo, y el acólito tiene, al menos,
la antigua sotana y el sobrepelliz; pero el sacerdote moderno se
echa encima unos pocos ítems, coronados por una cubierta de
tela polyester, y su ayudante, varón o mujer, lleva algún tipo de
ropaje que no alcanza nunca a quitar de la vista sus zapatillas
deportivas (4).
El modo cómo los ministros en el altar se mueven, oran, se
inclinan, hablan y cantan refleja y representa la realidad de lo
que está teniendo lugar. En el rito clásico romano, los ministros
claramente trabajan, con la atención fija en algo que está por
sobre ellos mismos, por sobre el pueblo. Su papel es difícil; tienen entre manos un asunto que es serio, un “asunto del Padre”.
Casi siempre transpiran profusamente en la Misa Solemne o en
la cantada. En el Novus Ordo, sea que transpire o no, el sacerdote
parece llevar a cabo movimientos destinados a captar y retener
la atención de la gente, y sostiene con ésta una suerte de diálogo.
Recuerdo otra observación de Mons. Benson: en la antigua Misa,
el sacerdote, aun cojeando, sube las gradas y se pone a trabajar.
Tiene algo serio que hacer, y lo hace, no por la gente, en primer
lugar, no teniéndola a ella como referente, sino teniendo en vista
el trabajo que hay que hacer, el opus operatum (5): lo que hace es
adorar al Padre en espíritu y en verdad, adentrándose en el sacrificio supremo de su Hijo unigénito en la Cruz. He aquí la razón
de por qué está de cara al Oriente, hacia el Cristo que ha venido
y que vendrá. Cristo es su señor, su “empleador”, si se quiere.
El sacerdote le rinde cuentas sólo a Él. El sacerdote de la nueva
Misa, ¿responde, ya sea literal o metafóricamente, a Cristo o,
más bien, a la gente? La desorientación física del sacerdote, su volverle la espalda al Oriente y darle la cara al Hombre, su poner
cabeza abajo la jerarquía de Misa y pueblo, simboliza con una
justicia poética digna del Dante el estado del alma occidental y la
crisis esencial de la Iglesia Romana en esta Edad Oscura.
(1) N. del Tr:. El autor se refiere a las ceremonias de la High Church anglicana, cuya liturgia conserva una atmósfera ceremonial solemne de que carecen, a menudo, las de la Low Church, más cercanas a los “servicios de oración” del protestantismo en general.
(2) No quiero decir con esto que Occidente se haya equivocado al no usar el vernáculo en los ritos; muy por el contrario, como lo sostiene San Juan XXIII en su Constitución apostólica Veterum Sapientia, de 22 de febrero de 1962. Lo único que quiero decir es que nunca se acostumbró a los católicos a un vernáculo solemne y canónico, al contrario de lo que ocurre con los anglicanos y su traducción isabelina de algunos elementos de su patrimonio litúrgico latino.
(3)El respeto del sacerdote bizantino por los textos del Misal es tan profundo que incluso cuando celebra la liturgia en su lengua materna, jamás altera las palabras o las rúbricas: ambas cosas han sido determinadas por normas, como alguna vez fue también el caso en Occidente. Lo único que se agrega alguna vez es el nombre de los enfermos, de los difuntos o de quienes hayan pedido oraciones. Y, por cierto, la homilía es suya propia.
(4) Como lo recordarán los católicos de más edad, el gusto en los ornamentos –para no mencionar siquiera el tipo de arquitectura de las iglesias y
el diseño del presbiterio– ya había comenzado, desde antes del Vaticano II,
a sufrir la infección de un utilitarismo superficial. Ha habido otras épocas
en la historia de la Iglesia en que ha decaído el gusto y el estilo artístico-litúrgicos. Con todo, sería difícil imaginar una banalización más completa,
un sacrificar más despiadadamente lo sustantivo a la moda efímera, que lo
que presenciamos hoy a nuestro alrededor.
(5) Aunque es verdad que en tiempos preconciliares hubo también una
buena medida de desacralización del rito romano –por ejemplo, cuando el
celebrante decía la Misa a una velocidad vertiginosa, haciendo las señales
de la cruz prescritas sobre la oblata tan rápidamente que ya no eran signos
inteligibles de la cruz–, no se dio, sin embargo, una “cultura” de la banalidad que dejara a los asistentes sin aliento: por lo general, los fieles todavía
eran capaces de experimentar la Misa como una fuente visible de gracia y
de paz invisibles.
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