domingo, 29 de junio de 2014
Consejos de Santo Tomás Moro sobre la formación de los hijos
De tanto vivir apurados y apremiados por las exigencias de la supervivencia del mundo, se nos olvida que hay ciertas cosas que son más importantes y que, a fin de cuentas, aunque vivimos en el mundo no le pertenecemos. Frente al continuo bombardeo que nuestros hijos reciben a través de los medios de comunicación, de la publicidad, de internet para que sean exitosos según el mundo, "felices" y "satisfechos" a como dé lugar, poniendo como única meta en la vida la realización plena de todos los placeres posibles sin límites, debemos armar a nuestros niños con consejos y enseñanzas que les sirvan para formar el carácter y para que sepan distinguir lo superfluo de lo que realmente importa en la vida. Y muchos de estos consejos los podemos encontrar en los viejos maestros que poseían un gran sentido común. Les transcribo una parte de una carta de Santo Tomás Moro a William Gonell, (tutor de la escuela que Moro mantenía en su casa) con fecha del 22 de Mayo de 1518. Constituye una síntesis de lo que deberíamos enseñarle a nuestros hijos, y de manera especial, a nuestras hijas, para hacer de ambos seres virtuosos y con gran amor a Dios. Y pongo especial énfasis en las niñas, pues son para el demonio una valiosa presa. Si se quiere destruir a la familia como pretenden hacerlo en nuestros tiempos, el ataque irá de lleno contra la mujer. Una madre bien formada, culta, devota, traspasará sus conocimientos a sus hijos junto con la leche materna.
"Por lo tanto, mi querido Gonell, como resolví andar por este camino, os he suplicado a menudo, no sólo a vos (pues por el afecto excepcional que tenéis por toda mi familia lo haríais por vuestra propia cuenta) ni sólo a mi mujer, cuyo amor por ellos es verdaderamente maternal (como yo mismo he comprobado de muchas maneras), y ya que les urge ella en ese sentido de manera suficiente, sino a todos mis amigos, sin excepción alguna, que de continuo adviertan a mis hijos para que eviten los precipicios del orgullo y de la presunción y caminen en los prados agradables de la modestia; que no se deslumbren a la vista del oro; que no lamenten la falta de lo que de otra forma equivocada admiran en otros; que no se crean más importantes por llevar adornos llamativos, ni menos por no llevarlos; que no deformen por negligencia la belleza que la naturaleza les ha dado, ni intenten aumentarla por artificio; que entre todos los bienes pongan a la virtud en primer lugar, y a la educación en segundo; y que por encima de toda otra cosa estimen en sus estudios todo lo que les enseñe piedad hacia Dios, caridad con todos, y modestia y humildad cristiana consigo mismos. De esta manera, recibirán de Dios el premio de una vida inocente, y verán la muerte sin espanto en la firme esperanza de la vida por venir. Mientras tanto, al ser poseedores de una alegría bien cimentada, ni se henchirán con la alabanza vacía de los hombres ni se deprimirán por las malas lenguas. Estos son los que considero verdaderos y auténticos frutos de una educación, y aunque reconozco que no todos los hombres literatos los poseen, seguiré defendiendo que cuantos se entregan al estudio con esta intención alcanzarán ese fin con facilidad y serán perfectos
Tampoco me parece que la cosecha se vea muy afectada según sea un hombre a una mujer los que hagan la siembra. Ambos tienen el nombre de humano y la razón distingue su naturaleza de la de las bestias. Ambos, insisto, están por igual dispuestos para el aprendizaje de la educación por la que la razón es cultivada, y como con tierra arada, en ambos germina la mies cuando se han sembrado las semillas de los buenos preceptos. Pero si la tierra de una mujer es naturalmente mala, y más apta para producir helechos que grano - un prejuicio del que muchos se valen para excusar y apartar a las mujeres del estudio - yo pienso, por el contrario, que la inteligencia de una mujer se ha de cultivar aún con más diligencia, de modo que el defecto de la naturaleza sea compensado por la laboriosidad. Esta era la opinión de los antiguos, tanto de los más sabios como de los más santos. Jerónimo y Agustín no sólo exhortaron a madres excelentes y a vírgenes nobles al estudio, sino que además, para ayudarlas, les explicaron con esmero los sentidos abstrusos de las Escrituras y escribieron para esas jóvenes hijas cartas llenas de tanta erudición que hoy día hombres de edad avanzada que se llaman a sí mismos doctores de Sagrada literatura apenas pueden leerlas de manera correcta, y mucho menos entenderlas. Mi querido Gonell, tened la amabilidad de hacer que mis hijas aprendan de punta a cabo las obras de esos santos varones. En ellas aprenderán en particular qué intención deberán poner en sus estudios; y el fruto de sus empeños será el testimonio de Dios y el de una buena conciencia. Así se mantendrán en calma y serenas, ni alborotadas por las alabanzas de los aduladores ni atormentadas por las sandeces de los ignorantes que se burlan de la educación."
Un hombre para todas las horas
La correspondencia de Tomás Moro (1499-1534)
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