sábado, 19 de abril de 2014

De los Papeles de un Paria, de R.H. Benson: Sábado Santo


                                         

         “Como un hombre que despierta y que ve la luz del sol en su cuarto.” Este es el secreto del Sábado Santo.
 
          Muchos años atrás yo estaba en Italia, donde el aire es como el agua, y el agua es como el vino. Mañana tras mañana yo me despertaba al canto de los vencejos, dibujando largos respiros de heladas frescuras, mirando los enredados rayos de sol sacudiéndose en la jarra de agua en el suelo; escuchando el susurro de las hojas bajo mi ventana. Ahí en Italia la mañana acuña la llave del día; el mundo ahí estaba vivo y era tan bueno como Dios lo creó, y todo estaba en Su mano.
         Ahora en el Sábado Santo la Iglesia Católica está justamente con el mismo ánimo. Ella es tan simple como un rayo de sol; tan feliz como las aves, tan melodiosa como el susurro de las ramas. Sin embargo, es la mañana, no el mediodía. Cristo ha resucitado, pero aún no está en medio del cielo. Ella brota del lecho de los dolores para tener todo listo para Él. Él estará presente aquí.
          Primero entonces debe haber fuego para Su encuentro, luces y antorchas, porque el jardín aún está en un tierno crepúsculo. Ahí debe estar el agua para lavarlo, para quitar el olor de la tumba, y los aloes y la mirra. Él estando muerto, no morirá más. Agua, no vinagre, para que Él beba. La luz nueva y el agua por medio de la cual Él puede ser visto y conducido por sus hijos más ciegos. Porque, ¿acaso Él no es la luz del Mundo y el Agua de Vida? Una vez más la luz y el agua. Él puede iluminar aquello que está en la oscuridad y satisfacer aquella sed de justicia.
           Luego, todos juntos bajamos al amanecer. Los sacerdotes aún con el color morado, conduciéndonos hacia donde ardía un brasero en el pórtico. Desde fuera sopló una brisa mañanera. Las carretas traqueaban sobre las piedras y los ojos de los extraños nos contemplaban a través de la puerta. Pero no importaba porque nos volcamos en torno a un gran asunto.
          En primer lugar, fueron bendecidas las brasas rojas, porque ¿no es la Iglesia la Señora del Mundo? Todas las cosas son suyas, porque ella es de Cristo y Cristo es de Dios. Aquellos carbones han sido iluminados a partir de la piedra porque la Esposa de Dios es tan antigua como la Edad de Piedra, y tan joven como el ayer. Dios es nombrado por ella como el Padre de las Luces, un título exquisito, y ruega bendecir este fuego porque Él lo hizo y lo ama. Ahora él es el hermano fuego, como lo llamó el querido niño San Francisco. Él nunca más debe enfurecerse ni volverse tormenta. Ahora él debe arder modestamente en las lámparas, y si danza lo debe hacer sólo piadosamente en la punta de un candelero. En aquel momento, cinco largas cosas doradas son bendecidas y rociadas con las últimas gotas de agua bendita. Le susurré a un niño que me dijera lo que era (porque todos estábamos muy acogidos y felices en el pórtico esta mañana) y me dijo que era el Incienso para el Cirio.
         Entonces el diácono se sacó lo morado y se puso una larga dalmática blanca, rígida con oro. Tomó en su mano una vara con tres velas trenzadas, envueltas en flores y se fue a la iglesia. Cuando yo me encaminé justamente detrás de los demás, él estaba iluminado con un nuevo fuego santo. Él se irguió y había una flama como una flor amarilla encendida en una de las mechas. Se arrodilló y simultáneamente cantó con su voz:
¡Lumen Christi!
Y el coro rugió:
“¡Demos gracias a Dios!

Lo hizo tres veces, levantando su voz en un tono o dos en cada repetición. El no cantó muy bien, ¿pero qué importa? Porque ahora fuimos con María y con Salomé a través del jardín perfumado. Las vírgenes van a encontrarse con el Esposo, las amantes a su cita con el Amado, y cuando fuimos las tres luces se balanceaban.
          Ahí fue un pequeño ir de venir de allá para acá hasta el altar, y los laicos, incluso yo, nos tropezábamos con nuestros asientos. Cuando hube recuperado mi compostura, el diácono estaba en el ambón, dándose una pausa para dar un gran suspiro, con su pequeño grupo atento y dispuesto. Más allá a menos de una yarda permanecía un enorme candelero de bronce.
          Entonces, él comenzó a cantar….
          Era un canto que nadie más, excepto un cristiano podía cantar. Voló, cayó, saltó, brincó nuevamente, rio, bailó, onduló, se hundió, una vez más brincó, y una y otra vez, incesante y sin desmayo, como un arroyo que corre claro hacia el mar. Los ángeles, la tierra, las trompetas, la Madre Iglesia, todas las naciones y toda la gente cantó este canto. Nosotros, “queridos hermanos”, como él nos llamó (¡y yo soy un hereje!) fuimos convidados a unirnos a la alegría con él – con él, que dijo en un encantador paréntesis, que era indigno de ser contado entre los Levitas. Imploraba a Dios Todopoderoso y Misericordioso glorificar este cirio de cera por Jesucristo que vive y reina por los siglos de los siglos. Levantamos nuestros corazones para dar gracias a Dios porque era digno y justo. Fue Él quien ha pagado la deuda de Adán, y nos lavó con su sangre. Este es el día y la noche en la cual sacó a Israel de Egipto, y la columna de fuego ardía a través de la oscuridad. Esta es la noche de la Suprema Gracia, porque Cristo resucitó en ella, rompiendo los lazos de la muerte y ha subido desde el Infierno. ¡Oh inestimable amor de caridad! ¡Oh ciertamente necesario pecado de Adán! ¡Oh feliz culpa que mereció tener tal y tan grande redentor! ¡Oh la más bendita noche! Porque esta noche será tan clara como el día. ¡Esta es la noche que borra la oscuridad, lava los pecados, devuelve la inocencia a los caídos y la alegría a los tristes! ¡Que destierra los odios, que trae la paz a los nacidos, y todas las cosas en sujeción a Jesucristo!
          ¿Alguna vez escuchaste un canto como este? ¿Semejante a la abundancia de la divina contradicción, un paradojal delirio, una sabiduría infantil?
          Ahora, después de fijar los cinco granos de incienso dentro del suave saludable cirio de cera (que a propósito tenía doce pies de altura), él retomó nuevamente el canto, suplicando a Dios  por este tiempo, para recibir este sacrificio vespertino, preparado por el trabajo de las abejas por los dolores de la Santa Iglesia. Entonces encendió el cirio y fue levantado desde su sitio y puesto en un lugar alto sobre sus cabezas, mientras él leyó una o dos lecciones de su composición. Luego como niños dispersados en todas direcciones cada uno con un cono porta velas con el fuego santo para alumbrar cada lámpara en el lugar, el diácono continuó infatigablemente con sus alabanzas en esta noche santa, y en sus súplicas, que Dios oyera su canto, que vea las velas ardiendo y que bendiga a todos en este mundo, a los clérigos, a la gente y al Papa, y terminó. Y yo, en mi rígido banco, sonreí con toda mi cara de pura alegría y amor.
          Pensé mucho sobre todo esto y me senté por tres cuartos de hora mientras eran leídas unas interminables profecías. Había pensado atenderlas, pero mi  mente estaba muy lejos. Desde luego que yo había leído sobre estas ceremonias, pero nunca había visto una antes, ni escuchado este tan sorprendente canto….Me pregunto si alguien pensará que soy un irreverente con mis pensamientos. Si lo hacen están equivocados, porque estoy tan convencido como pude alguien estarlo, que esto es más o menos lo que la Iglesia Católica quiere que piense. Ella desea que yo sea tan feliz como un niño. Feliz porque Jesucristo ha resucitado y porque ella era feliz…bueno, bueno, debo seguir.
          La bendición del agua fue tan jubilosa como la bendición del fuego. Todos nos aproximamos a la pila, cantando, como un ciervo perseguido se acerca sediento al torrente de agua. ¡Cómo anhelan las almas a Dios!  Decimos que estamos sedientos de Dios, porque únicamente las lágrimas han sido nuestra bebida. Fuimos al baptisterio y había una profunda, fría y oscura pila de agua atravesada por un claro rayo de sol.
         Aquí nuevamente le fue suplicado a Dios la bendición del más dulce de los elementos: el agua que limpia las almas. El agua que Su Espíritu desplazó y abrió un río de salvación para todos los que él ha creado. Toda la maldad fue dejada en esta fresca inocente creatura. No interferirá con los planes de Dios Todopoderoso. Y en efecto entonces, como si Su Espíritu le hubiera dado la vida, el sacerdote se volvió a esta tranquila pila y le habló como a un hombre:
         “Sí, por lo que te bendigo, creatura del agua, por Dios que te apartó de la tierra árida; Él que te hizo llamar de la fuente del Paraíso y te mandó regar toda la tierra en cuatro ríos; a ti que suavizaste la sed de Israel en Arabia. Sí, te bendigo a ti, querida agua, que una vez Jesucristo te convirtió en vino. Él caminó sobre ti con sus benditos pies. Él fue bautizado en ti por Juan. Él que te hizo salir de su costado. Él que te envió a todas las naciones para lavar los pecados de sus hijos.
         Pedimos la bendición de Dios sobre esta creatura, y descienda Su Espíritu Santo, ¡así como este cirio dentro suyo!”
          Siguió la infusión del óleo. Óleo que después de todo, no es sino agua transmutada por el divino poder en el corazón del árbol de olivo. Y volvimos una vez más cantando las Letanías de los Santos con todo nuestro corazón, y los sacerdotes, por última vez, se recostaron sobre sus rostros como cadáveres muertos frente al altar….
          No puedo continuar. ¿No es demasiado bueno para ser verdad? Y de todas maneras, yo no tengo parte en esto. Yo era un intruso en estos secretos, porque soy un hereje.
          ¿O no era yo más bien como un niño mirando detenidamente a través de los barrotes el jardín de palacio? Dentro, la realeza va y viene de aquí para allá, suena la música, ondean las banderas, la asombrosa gloria se mueve de arriba abajo. ¡Pero cuán feliz me ha hecho! Y al menos yo tengo este aliento, aunque todavía no pueda recibir el pan de los hijos. Con todo, el fuego y el agua son herencia común a todos. Dios ha creado el sol y el mar, que brilla y que llueve tanto sobre justos como injustos y no estará enojado conmigo porque amé ver cómo Él puede tratar con las cosas comunes. Como Él puede hacer al agua santa así como hermosa, y al fuego iluminar las almas, tanto como los ojos….
          ¡Ah! Aquí viene una vez más el repique de las campanas, el rugido del órgano, los sacerdotes de blanco inclinarse sobre el flamante altar. Y no hay un silencio trágico como el del  Jueves. Ahora todo es esplendor….
          El Fuego es santo…El Agua está limpia….
          Cristo ha resucitado….
          ¡Dios nos bendiga a todos!

 




 
 
       

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