viernes, 30 de marzo de 2018

Las siete palabras, nuestro amigo crucificado, por Mgr. R,H. Benson, parte 2 de 3


3.- Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre”

Dos de las personas que permanecieron al pie de la cruz son, para los cristianos de todos los tiempos, los modelos supremos de amor divino y humano. Allí está María, amada por el Padre Eterno hasta el punto de hacerla sin mancha. Allí está Juan, el discípulo preferido, que tuvo el privilegio de apoyar su cabeza, antes de llegar al cielo, en el pecho del Amor mismo inmaculado. Seguramente María y Juan estaban ya unidos por el mismo amor. Los que aman a Dios tan perfectamente no pueden amar a los demás de otro modo…Sin embargo, con sus siete palabras desde la cruz, Jesús los impulsa a una unión aún más estrecha. 

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Nuestro Señor desea no sólo entablar amistad con las almas, sino unir mutuamente a sus amigos e la caridad divina. De hecho, como prueba definitiva del amor hacia Él, crea un vínculo de caridad entre los hombres.“El que no ama su hermano, al que ve, ¿cómo puede amar a Dios al que no ve?”, escribirá más tarde Juan.

“Lo que no hicisteis con alguno de estos pequeños no lo hicisteis conmigo”, había enseñado a Jesús.
El segundo mandamiento es “semejante al primero”: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
Si dedico la mitad de las energías de su vida a atraer a los hombres hacia sí, dedicó la otra mitad a unir a los hombres entre sí.

“En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros”.
Alaba, no sólo a quienes “tienen hambre y sed de justicia” y buscan la fuente divina de la justicia, sino también los pacíficos y a los mansos. Porque los que no perdonan las ofensas (aquellos que consideran más fuertes que el lazo divino que los une al prójimo, las disensiones humanas que podrían separarlos) no pueden ver perdonadas sus propias ofensas, es decir, no pueden confiar en el vínculo divino que ellos mismos han rechazado.

Ahora bien, la unidad entre los hombres es, en cierto modo, el objeto de toda sociedad humana. Incluso en las esferas más mundanas se admite un hecho que ha sido siempre el tema de la predicación cristiana: que la unión hace la fuerza; que es mejor cooperar que competir, que una sociedad de cualquier clase sólo se salva olvidándose de “sí misma”; que la individualidad no se mantiene mas que sacrificando el individualismo. En prácticamente cualquier sociedad humana de todos los tiempos la unión es fuente de prosperidad. “Si disfrutamos juntos, ganamos juntos y triunfamos juntos, seremos capaces de amarnos unos a otros”.

Ahora, Jesucristo hace algo que no ha hecho nunca. Emplea el dolor como un lazo supremo de amor. “Amaos los unos a los otros” parece clamar desde la cruz, porque sois lo bastante fuertes como para sufrir juntos, “¡Mujer!, exclama nuestro hermano agonizante, ahí tienes a tu hijo”. Y luego, dirigiéndose a todos nosotros: “¡Hijo!, ahí tienes a tu madre”.

En primer lugar, pues, este es el lazo que nos une a María que, aunque en una ocasión entonara el Magnificat, sentiría más tarde que una espada le atravesaba el corazón. El pesar, mal aceptado, es una fuerza destructora más poderosa que cualquier otro sentimiento humano. El pesar, soportado con resentimiento y amargura, aísla el alma no sólo de Dios, sino de los amigos: el solitario agoniza lentamente en su soledad. Sin embargo, si la persona recibe y asume ese pesar, si hace un auténtico esfuerzo por aceptarlo, crea un lazo de unión tan fuerte con los demás que sufren, que todo el poder del infierno es incapaz de romperlo.

Si María se nos hubiera dado como madre solamente en Belén, si hubiera vivido envuelta en su íntimo gozo, si se nos mostrara como la imagen viva de la felicidad en persona, entonces, cuando cayera sobre nosotros el manto de la oscuridad, nos apartaríamos silenciosamente de su lado para sufrir en soledad. Una religión que nos mostrara a María con su Niño en los brazos, y no a María con el Hijo muerto sobre sus rodillas, no sería una religión a la que podríamos entregarnos confiadamente cuando todo nos fallara. Más aún, no podríamos tener a la Virgen por Madre si en su relación con nosotros no apareciera el dolor. María, aunque dio a luz sin dolor a su Hijo unigénito, dio a luz a la humanidad en medio del dolor y la agonía. Permaneció al pie de la cruz de Jesús lo mismo que había estado arrodillada junto a la cuna, y es nuestra madre tanto cuando gozamos como cuando sufrimos. La “Madre de dolores” debe estar siempre más cerca de la humanidad que la “Madre de la alegría”.

En cuanto empezamos a hacer ciertos progresos en la vida interior corremos el riesgo de olvidar otros deberes elementales. Dicho de otro modo, cuando iniciamos la experiencia de una relación íntima y personal con Cristo, existe el peligro de que nos olvidemos – o al menos, minimicemos – las relaciones que nos unen con los demás. Me refiero al hecho elemental de que “el que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve”, por muy profundos y fervorosos que parezcan nuestros sentimientos. Debemos contrastar la realidad de nuestra devoción hacia Él con la atención concreta que manifestamos hacia los demás.

Así pues, si hay un momento en el que debamos volvernos hacia nuestro prójimo y calibrar nuestra caridad, será cuando estemos junto a la cruz, porque la suprema gloria de la cruz exige hacer del dolor el lazo más profundo en las relaciones humanas.

Cuando nuestras almas contemplan conmovidas la muerte de nuestro Salvador, llega el momento de volver nuestra mirada a las sencillas relaciones de la vida cotidiana y de preguntarnos si hemos vencido en la prueba final de todo discípulo de Jesús: amarnos los unos a los otros. Sería escandaloso que quienes afirman disfrutar de la más íntima amistad con Dios, se caracterizasen por su egoísmo y falta de caridad con el prójimo; que los que se consideran “virtuosos” presenten su “modo de vida” y sus devociones como excusas para no ser amables con los demás. “Está rezando y no se le puede molestar…”; cuando, en realidad, el primer mandamiento es la caridad.

Ve a casa y da fin, de una vez por todas, a esa absurda disputa. Ve a casa y pide perdón, sincera y sencillamente, por tu participación en ese asunto en el que quizá el otro era aún más culpable que tú. Es intolerable que los amigos del crucificado – o los que aspirar a ser amigos del crucificado – puedan sentirse en paz con Dios y no estar en paz con su esposa o con sus padres.

“¡Ahí tienes a tu madre…a tu hijo!”. Un lazo más fuerte que el de la creación común te une a esa alma con la que estás en desacuerdo: el hecho de que el Verbo muriese en la cruz por los dos. Pues mientras la caída rompió la armonía de esa creación, la redención la restauró. Y esta restauración es aún más maravillosa que la creación misma. Ningún hombre puede ser amigo de Jesucristo si no es amigo de su prójimo.

3.- “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”

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La oscuridad del Calvario, tanto física como espiritual, se hace más profunda. Cristo intercede por los que le han ofendido y han rechazado su amistad. Él, siempre fue amigo de los pecadores, añade a todos ellos uno más. Él, que siempre fue amigo de los santos, añade a todos ellos otros dos con los que se une más estrechamente a través de las bodas del dolor.

Ahora se aleja del mundo al que tanto dio, para dirigir su mirada hacia su propia sagrada humanidad. Y, por medio de una palabra ante la cual tiempo el cielo y la tierra, nos revela que esa humanidad sufre la experiencia del dolor y del abandono como parte del proceso que le llevó a “gustar la muerte por todos nosotros” y a aprender la obediencia por sus sufrimientos. Él, que vino a ofrecer su sagrada humanidad como el lazo de amistad entre Dios y el hombre, se hace amigo del hombre caído, puesto que ha decidido identificarse con el horror de esa caída. La visión beatífica, que el hombre había perdido pero que Cristo no podía perder, se ve ahora oscurecida a los ojos del que vino a restablecerla por medio de la redención.

Ahora bien, la auténtica felicidad del hombre consiste en su gradual aproximación a la visión beatífica. Cristo nos ofrece su amistad – esa amistad en la que se fundamenta la felicidad humana – como prenda y como medio de alcanzar la unión definitiva en el cielo. Por lo tanto, la alegría de Cristo en la tierra, ese gozo que estalla en palabras una vez y otra durante su vida terrena, en obras de poder y misericordia, o en el silencio fulgor de la transfiguración, ese gozo procede de la visión beatífica en la que vivía permanentemente.

Y es ahora, en el Calvario, cuando tiene lugar el supremo padecimiento: lo que ha sido su soporte durante los treinta años de vida, no desaparece, pero sí se oculta, lo mismo que cualquier otro consuelo humano o divino. El sol ensombrecido no es más que una vaga y tenue imagen de la oscuridad de su alma. El sol se convierte en tinieblas y la luna en sangre, las estrellas se desprenden del cielo y la tierra tiembla, como si Cristo, por su libre y deliberada elección, no entrara simplemente en las sombras de la muerte, sino en la muerte de las muertes. Y esta es la muerte que “gustó” …En aquella hora ofreció lo único que hace tolerable la vida. Su cuerpo, exhausto y martirizado en la cruz, es una débil representación de la agonía de su alma abandonada… “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”.

Esta palabra ofrece más dificultades que las anteriores si pretendemos aplicarla a nosotros mismos. El estado en que fue pronunciada nos resulta sencillamente inconcebible a quienes encontramos consuelo en tantas cosas que no son Dios y para quienes el pecado carece de importancia. Cuando falla la religión, nos consolamos con el arte; cuando nos defraudan el amor o la ambición, nos abandonamos a los placeres físicos; cuando el cuerpo se niega a responder, nos refugiamos en nuestro indomable orgullo; y cuando todo se derrumba, pensamos en el suicidio y en el infierno como la solución más tolerable. En nuestro apasionado afán por hacernos soportables a nosotros mismos, parece no existir abismo al que no podamos caer.

Esa palabra, pues, carece de sentido para la mayoría de nosotros. Para Jesucristo, cuando la visión beatífica quedó ahogada por las sombras, no hubo nada en el cielo ni en la tierra…” Busqué quien me consolase y no lo hallé…”. La tragedia continúa en medio de la oscuridad: oímos los gemidos, vemos los ojos del torturado, su rosto macilento tras el cual se oculta su alma crucificada; andamos a tiendas, hacemos conjeturas, intentamos suavizar la imagen de tan augusta realidad; pero eso es todo.

Sin embargo, de todo lo dicho se derivan dos lecciones que, traducidas a nuestros términos, quizá lleguemos a comprender: Puede suceder que en nuestra vida espiritual alcancemos un punto en el que la amistad con Cristo sea nuestro principal gozo entre los muchos que Dios nos concede. El hecho de poder conocerle y tratarle nos resulta tan consolador que llegamos a considerar insignificante la mayor de las penas. (Es obvio que esto no exige un nivel especial en el terreno espiritual y, de hecho, es imposible perseverar sinceramente en la vida interior sin experimentarlo antes o después). Pues bien, supongamos que, una vez alcanzado este punto y sin ser conscientes más que de nuestra habitual negligencia y falta de fe, este gozo espiritual desaparece súbita y completamente. ¿Cuál puede ser nuestra reacción?

Como indicábamos más arriba, nuestra respuesta consiste en encontrar consuelo en cualquier otro lugar. Buscamos “distracciones”, es decir, centramos nuestra atención en otras cosas. Es aún más común la actitud del que se rinde y, dejando a un lado las prácticas que exigen un esfuerzo, se queja amargamente del modo en que le trata su Amigo. Por supuesto, una petición de auxilio es no sólo justificable, sino realmente meritoria, pues también nuestro Señor clamó en la cruz. El error no está en gritar, sino en el sentimiento que invade al que grita. En nuestro amor propio no nos creemos merecedores de lo que nos sucede, como si por nuestra parte tuviéramos algún derecho a la presencia del Amigo. ¿Es posible avanzar sin esa renuncia? ¿Cómo aferramos a nuestro Amigo cuando parece desprenderse de nuestras manos? ¿Cómo debe ser esa auténtica fe, que echa sus raíces y las hunde en la roca, cuando el viento desolador del sufrimiento amenaza con desarraigada? Lo más honroso es beber de una vez la tribulación más intensa y las heces más amargas. Poner nuestros labios en la copa que apuró nuestro Salvador – aunque su amargura esté diluida por la misericordia divina – supondría un honor que nos daría la paz.

La segunda lección se refiere a la etapa en la que Dios lo es todo para el alma, una etapa a la que, obviamente, aspiramos todos. No basta con que la amistad de Cristo sea nuestro interés primordial. Cristo no es meramente “el primero”: es el alfa y omega, el principio y el fin. No es comparativamente el más importante: es el absoluto y el único. La religión no es uno de los aspectos que complementan nuestra vida – eso es la religiosidad -, sino que forma parte de todos ellos; es la trama en la que deben ir tejidos el arte, la literatura, los afanes cotidianos, la diversión, los negocios o el amor humano. Si no es así, no se trata de religión en absoluto.

La suprema dificultad de la vida interior radica en llegar a vivir así. Y vivir la religión, no como una parte integrante del conjunto de la vida, sino como el elemento dominante en todos sus aspectos, de tal modo que esa exigencia sea, siempre y en todo momento, imperativa; no en el sentido de que el alma se desinterese por todo, excepto por las formas de culto, la teología, la ascética o la moral – lo que podría calificarse de mera religiosidad -, sino de un modo de percibir inconscientemente la voluntad, el poder o la belleza de Dios en todos las cosas, y de que “nada es completamente secular excepto el pecado”.

Esta es, pues, recordémoslo, la vida del alma, y en la medida en que nos acerquemos a ella, estaremos cumpliendo mejor o peor nuestro destino. Y para el alma que ha alcanzado ese estado, Dios lo es todo, se hace “todo” porque no hay nada ajeno a Él: “Ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios”. La vida en su conjunto parece iluminada por la presencia divina; todas las cosas subsisten en Él y nada tiene valor excepto en relación con Él.

El alma cristiana debe, pues, aspirar a este estado y esforzarse por alcanzarlo, ya que en él radica la plenitud de la amistad de Cristo. Sólo en estas condiciones puede ser Jesús todo para el alma. Y aún más: es el único estado en el que es posible el auténtico abandono.

Perder a Jesús si ocupa las nueve décimas partes de nuestra vida produce realmente un dolor extraordinario; sin embargo, aún quedaría una décima parte en la que no se advertiría la pérdida, una fracción de intereses en los que el alma se podría refugiar en busca de consuelo. Pero si ocupa la vida entera, si no hay un momento del día, un movimiento de los sentidos, una percepción de la mente, o un acto de los que Él no sea el fundamento, entonces, cuando se retira, el sol se oscurece y la luna no brilla; entonces, ciertamente, se pierde el gusto por la vida, se marchita el color del cielo, y se desvanecen la belleza de las formas y la armonía de los sonidos. Entonces, y solamente entonces, un alma como esta puede atreverse, sin presunción, a poner en sus labios las palabras del mismo Cristo y clamar: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿Por qué me has abandonado? Pues perdiéndote a ti, lo pierdo todo”.


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