viernes, 15 de julio de 2016

¿Bajo cuál rey? por Mgr. Robert Hugh Benson



                                                  ¿Bajo cuál rey?

Todo conocimiento como éste, venga o no de Dios,
puede ser una pequeña prueba para el alma en vías de perfección.
Si se confía en tal, o si, mejor dicho, en esto no hay cuidado en rechazarlo
Llevará a un gran mal…porque todos los peligros e inconvenientes de las
Aprehensiones y muchas más, se encuentran aquí.
                                                                                              El Ascenso al Monte Carmelo

Uno o dos días después de nuestra conversación sobre Santa Teresa, le pregunté al anciano sacerdote sobre lo que se ha llamado “quietismo”. Un amigo me dio una vieja copia de la Guía Espiritual, de Molinos, y yo sabía que el escritor había sido condenado y encarcelado de por vida, pero no entendía en qué radicaba su crimen.
- “Es difícil ponerlo en palabras” – dijo el sacerdote – “o incluso entender por qué ciertas expresiones son condenadas, siendo que es posible encontrar que paralelamente a ellos hubo otros místicos católicos cuyos nombres son honrados. Sin embargo, está el hecho que el resultado de la enseñanza de Molinos fue el olvido de los sacramentos y del significado externo de la gracia, lo cual no existe en el caso de las escuelas de los otros místicos.
Te contaré una historia” – continuó – “para ilustrar el efecto de semejante tipo de misticismo y tú juzgarás si mi amigo actuó bien o mal con su decisión, porque en primer lugar, debo decirte que el incidente no me ocurrió a mí. Sobre este asunto puedo darte mi propia opinión en términos generales pero no te diré cuál es esta, ya que a veces estoy fuertemente inclinado a cambiarla. ¿Escucharás la historia? ¿Podemos dar un paseo por la terraza?”
Cuando llegamos a la terraza, él comenzó:
-“Mi amigo era un sacerdote de unos treinta años (esto sucedió hace alrededor de unos cuarenta años atrás) y estaba trabajando en el país en ese momento. Tenía mucho tiempo libre para la lectura y él lo ocupaba principalmente en el estudio de varios místicos, la mayoría de ellos de la escuela quietista. Tú sabes, también, que una de sus líneas características de pensamiento radica en el abandono de todo esfuerzo por salvarse y adherirse a Dios, e incluso esto debe ser más pasivo que un esfuerzo activo. El alma debe permanecer inmóvil, dice uno de ellos, y debe ser llevada como por una cuerda al Monte de la Perfección. El más leve movimiento comprobará o desviará este acercamiento rápido y constante hacia Dios.
Sin embargo, mi amigo no solamente estudió a los autores de esta escuela de modo intelectual, sino que se puso más o menos bajo su dirección espiritual. Me dijo después que a él le parecía que si manejaba los sacramentos fielmente y si encontraba que su devoción por ellos no se enfriaba, podía estar lo suficientemente protegido contra posibles extravagancias o herejías en sus lecturas espirituales.  También me contó que sus meditaciones diarias comenzaron a ser más significativas para él, más que nunca antes en su vida. La presencia de Dios pareció más real y accesible y por sobre todo, la guía de Dios en su vida diaria era más evidente. El tiempo que realmente importa – me dijo una vez – es el que transcurre entre nuestras prácticas religiosas. Durante ese tiempo Dios también se manifiesta. De hecho de todo lo que él me dijo, yo tuve una pequeña gran duda: que su carácter y vida espiritual fueran ambas profundizadas y purificadas de algún modo a la primera, por sus estudios devocionales de aquellos místicos.
Una palabra más antes de comenzar la historia. Te acabo de decir que la guía de Dios comenzó a ser más clara en su vida cotidiana. Para poder solucionar y llegar a una decisión frente a esto hay principalmente dos caminos y ambos son posibles para un hombre religioso. Uno es hacer hincapié en el lado intelectual para sopesar los argumentos cuidadosamente y decidir, por así decirlo, sólo razonando. El otro es hacer comparativamente menos hincapié en los argumentos y en el lado intelectual en general y hacer que el esfuerzo principal radique en la aspiración de la voluntad en dirección a Dios. Podemos llamarlas respectivamente más o menos como la intelectual y la intuitiva. Desde luego que mi amigo de los estudios místicos estaba inclinado más hacia esto último. De hecho, me señaló que incluso en el más común de los asuntos, esto es, en las visitas  a su gente, en sus prédicas, en su trato con las almas, él comenzó cada vez más a rechazar la luz intelectual, en su lugar confiar en la inmediata guía interior del Espíritu Santo. En más de una ocasión, por ejemplo, él dejó de lado el sermón que había preparado mientras estaba en el púlpito, y predicó un texto que al parecer le había sido sugerido. Desde luego que desde el punto de vista literario no era de lo mejor, pero para él esto con justa razón no era el asunto más importante para tener en cuenta al momento de juzgar un sermón. Me contó que a él le parecía encontrar que su poder espiritual se había desarrollado en todos los sentidos, tanto en su vida interior como en sus relaciones con otros.
También durante sus conservaciones permitía que llegaran largos silencios si a él le parecía que Dios no le movía a hablar. En otros momentos, él dejaría los modos convencionales del lenguaje y diría cosas que, juzgadas humanamente, estaban calculadas para ser lo más opuesto a lo que él personalmente deseaba. En tal caso, algunas veces su deseo se conseguiría y otras veces no, pero en ambos casos él se esforzaba para considerarlo para sí mismo como un éxito. En pocas palabras, él actuaba y hablaba obedeciendo a este movimiento interior e ignorando completamente las consecuencias. Y esto, no necesito decirlo, es un camino a la paz interior.
Finalmente sucedió una cosa asombrosa:
Había sido cometido un crimen, aunque yo no tengo idea cuál fue. Dos hombres estaban involucrados en las consecuencias. Uno, al cual llamaremos A., había cometido el crimen, pero él solamente podía ser enjuiciado si B., que había sido seriamente herido, consentía tomar acciones. Mi amigo estaba profundamente interesado en A., y creía saber que tenía la oportunidad para salvar a A, radicaba en estarle permitido quedar impune. Pero Lord B.,  (quien a propósito era un noble irlandés de poca monta, aunque su padre había sido muy conocido por ser un hombre duro y vengativo) había anunciado públicamente su intención de arruinar a A. Ante tal estado de los acontecimientos mi amigo había pedido interceder por A., y sus amigos.
Lord B., vivía en una enorme casa de campo a unas cuatro o cinco millas de la casa de mi amigo. Era un hombre soltero, pero tenía su hermosa casa llena de amigos, los cuales no tenían la mejor de las reputaciones.
 Hacia el final de una lluviosa tarde de otoño, mi amigo llegó a la casa para una cita con B., al cual no conocía personalmente. A pesar de su ansiedad él había resuelto guiarse, como usualmente lo hacía, por aquella voz interior en la cual él había aprendido a confiar, y apenas había pensado en tan sólo un argumento que pudiera usar. Con todo, él se sentía confiado en que estaba en lo correcto al ir, e igualmente confiaba en que  sabría qué decir cuando llegara la hora. Mientras se acercaba a la casa este sentimiento de confianza en la guía se incrementó a tal punto que casi lo aterrorizó. Le pareció como si caminara bajo una lluvia que caía desde las ramas amarillas y  como  si una fuerte, aunque psicológica, opresión lo empujara hacia adelante. Como en un sueño él vio al criado aparecer en respuesta a su llamado y escuchó, como desde una gran distancia, al hombre diciéndole que Lord B., que había llegado un poco rato antes, estaba ahora esperándolo en el cuarto de fumar.
Al entrar en la casa aquellas curiosas sensaciones, las cuales con dificultad intentó describírmelas, parecieron disminuir un poco y él se sintió más frio y seguro. Me dijo que la sensación de opresión que reposaba sobre él, se fue disipando como por una brisa y atravesó el corredor en el piso inferior en camino hacia el cuarto de fumar en el ala oeste de la casa.
El sirviente abrió de golpe la puerta y lo anunció. Mi amigo pasó a través de ella y la puerta se cerró tras suyo sin embargo, en el momento en que había cruzado el umbral sintió que algo andaba mal. Había un círculo de hombres, algunos con ropa de caza y otros como si hubieran estado fuera todo el día, sentados en cómodas sillas alrededor del fuego a la derecha de la puerta. Mi amigo  mientras estaba detenido en la puerta pudo ver la mayoría de los rostros y al de Lord B. entre ellos. Ninguno de ellos se ofreció para moverse, aunque todos los miraron con curiosidad.
Hubo un instante de silencio, y entonces Lord B., dijo súbita y fuertemente:
- Muy bien, por fin está aquí el cura, con sermón y todo.
Y los demás hombres se rieron.
Mi amigo observó por supuesto que Lord B., había arreglado la entrevista de esa manera, simplemente con el fin de insultarlo, y que él después de todo no sería capaz de hablarle en forma privada tal como esperaba. Me dijo que en su corazón hubo un gran arranque de ira por este ofensivo comportamiento, pero que hizo su mayor esfuerzo para aplacarlo y permanecer de pie sin hablar. No tenía idea acerca de qué hacer o de qué decir, así que se mantuvo de pie y esperó.
Lord B., se levantó un instante y encendió un cigarrillo de espaldas a mi amigo y luego se volteó hacia él, enfrentándolo apoyado en la repisa de la chimenea.
-Bueno – dijo – todos estamos esperando.
El silencio se mantuvo. Uno de los hombres que estaba más apartado del fuego rio de repente.
- Por el amor de Dios – dijo Lord B., impacientemente – diga lo que vino a decir y váyase.
Al terminar esta frase mi amigo sintió una curiosa sensación fluyendo sobre él, como aquella que ya había experimentado en el parque, pero más fuerte. Nunca pudo darme una descripción de ello, excepto diciendo que parecía como si una fuerza estuviera apoderándose de él en cada remota fibra de su ser corporal y espiritual. Su propia voluntad parecía estar rendida al control de alguna fuerte mano y sintió la sensación de estar estabilizado y paralizado. Luego, estuvo consciente de que su propia voz dijo una sola frase con media docena de palabras, pero aunque  escuchaba cada una de ellas, estas fueron borradas de su mente.  Después en la descripción que me dio de todo esto, dijo que fueron como  las palabras que escuchamos inmediatamente antes de dormirnos en una sala de lectura o en el vagón de un tren: cada palabra está en inglés y se entienden, pero las frases no transmiten ideas.
Mientras su voz habló por quizás dos o tres segundos, sus ojos estaban fijos en el rostro de Lord B., y en el momentáneo intervalo vio un miedo terrible y un estupor repentino impreso sobre él. La boca abierta y suelta con el cigallo cayéndose de los labios y las manos de Lord B., se levantaron instintivamente como queriendo mantener a mi amigo alejado. También uno de los hombres, en la parte más lejana del círculo,  se levantó de súbito tieso con la misma clase de horror suplicante en su cara.
Eso fue todo lo que mi amigo tuvo tiempo de ver porque el mismo poder que había estado junto a él, lo volvió inmediatamente hacia la puerta, la abrió y salió hacia afuera por el corredor. Cuando salió esta extraña sensación cesó, pero sintió un sudor picante en el piel y entonces levantó su rostro, y escuchó mientras alcanzaba el final del corredor, una campana replicando violentamente en alguna parte. Pasó por fuera del hall y al tiempo que abría la puerta principal, un sirviente pasó de prisa por su lado por el mismo corredor por el cual él había llegado.
Se fue directo a casa, sintiéndose terriblemente cansado y sobreexcitado. Al llegar a su casa tuvo que ir derecho a la cama torturado por una neuralgia. Dos horas después le fue traída una nota por un mozo de cuadra de parte de Lord B., escrita con una mano tiritona, con una abyecta disculpa por su recepción en la tarde. Le suplica no volver a nombrar el asunto de nuevo, al cual se refirió en la sala de estar con una apenas oculta oferta de soborno y una enfática promesa de retirar todos los procedimientos contra A.
Dijo que al día siguiente Lord B., aparentemente estaba enfermo y la casa de fiestas había sido apresuradamente terminada la noche anterior. Desde aquel día no tuvo la menor idea de lo que dijo en esa frase que provocó tal milagro.”
- Es una historia de lo más curiosa – dije - ¿cómo te la tomaste?
El sacerdote sonrió.
-“Te contaré cómo se la tomó mi amigo. Renunció a sus estudios de misticismo, aunque sin condenar ninguna de las líneas de pensamiento de las cuales te he hablado. Sus razones para esto, tal como me lo explicó después de haber tomado la decisión, fueron que aquellas visitas tanto podían como no podían provenir de Dios. Si no venían de Dios, se probó que él se había estado entrometiendo en cosas muy elevadas y que de alguna forma  se había deslizado bajo algún control ajeno. Si venía de Dios esto había sido precisamente en vistas a un gran propósito gracias al cual él fue llevado tan lejos, pero él no se atrevió a proseguir en ese camino sin alguna señal más evidente. En cualquier caso – dijo-  ningún alma puede perderse por seguir el simple y bien marcado camino de la común devoción y de la oración”.
Volvió por tanto a las formas de meditación intelectual, tal como lo hace la mayoría de los cristianos. Él murió pocos años después, lleno de santidad y de buenas obras.
Para ti las opiniones están abiertas, ya sea que fuera un fuerte e intenso caso de transferencia hipnótica desde Lord B., a mi amigo  y que más tarde sólo hubiera hablado mecánicamente de algo que reposaba en la mente del primero; o puedes decidir que todo el asunto fue del maligno.  Tal vez para  A., habría sido mejor ser enjuiciado y que de alguna manera el maligno había encontrado una entrada en la tensa y perturbada naturaleza de mi amigo y utilizándolo para su propio propósito; o que el don profético estaba concebido para él, pero que la rigurosa prueba era demasiado feroz y él, a su vez, demasiado cobarde para reclamarlo. Y bueno, que existen otras soluciones también no caben dudas.

Yo me he formado mi propia opinión, pero prefiero, como diría Heródoto, guardarla para mí mismo.

                                                                          R.H. Benson, The Light Invisible