La oración, el ayuno y la limosna
Las
tentaciones del mundo, las asechanzas del diablo, la fatiga de esta vida, los
placeres de la carne, el oleaje de estos tiempos tumultuosos, y todo tipo de
adversidad, corporal o espiritual, han de ser superados, contando con la ayuda
misericordiosa de Dios nuestro Señor, mediante la limosna, el ayuno y la
oración. Estas tres cosas han de enfervorizar la vida entera del cristiano,
pero sobre todo cuando se acerca la solemnidad de Pascua, que, al repetirse todos
los años, estimula nuestras mentes, renovando en ellas el saludable recuerdo de
que nuestro Señor, el hijo único de Dios, nos otorgó su misericordia, ayunó y
oró por nosotros. En efecto, limosna es un término griego que significa “misericordia”.
¿Qué misericordia pudo descender sobre los desdichados mayor que aquella que
hizo bajar del cielo al creador del cielo y revistió de un cuerpo terreno al
creador de la tierra? Al que desde la eternidad permanece igual al Padre, le
hizo igual a nosotros por la mortalidad, otorgó forma de siervo al señor del mundo,
de forma que el pan sintió hambre, la saciedad sed, la fortaleza se hizo débil,
la salud fue herida y la vida murió. Y todo ello para saciar nuestra hambre,
regar nuestra sequedad, consolar nuestra debilidad, extinguir la iniquidad, e
inflamar la caridad. El creador es creado, el señor sirve, el redentor es
vendido, quien exalta es humillado, quien resucita muere: ¿hay mayor
misericordia? Con la referencia a la limosna, se nos ordena que demos el pan al
necesitado; él, para darse a nosotros, que estábamos hambrientos, se entregó antes
por nosotros a gente desalmada. Se nos manda que recibamos al peregrino; él
vino por nosotros a su propia casa, y los suyos no lo recibieron. Bendígalo
nuestra alma a él, que se muestra misericordioso con todas las iniquidades de
ellos; a él, que sana todas sus dolencias, que libra su vida de la corrupción,
que la corona en su compasión y misericordia; él, que sacia de bienes sus deseos.
Ejercitemos, pues, el deber de la limosna, tanto más generosa y frecuentemente
cuanto más se acerca el día en que celebramos la limosna que se nos hizo a
nosotros. El ayuno, sin misericordia, de nada sirve a quien lo hace.
Ayunemos
también con la humildad de nuestras almas al acercarse el día en que el maestro
de la humildad se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte de cruz.
Imitemos su crucifixión traspasando las pasiones indómitas con los clavos de la
continencia. Castiguemos nuestro cuerpo y reduzcámoslo a servidumbre; y para
que la carne indómita no nos conduzca a lo ilícito, quitémosle algo de lo lícito
para domarla. Siempre ha de evitarse la crápula y la embriaguez; pero en estos
días ha de prescindirse de los banquetes lícitos. En todo tiempo se ha de execrar
y huir del adulterio y la fornicación, pero en estos días ha de usarse con
moderación del matrimonio. La carne te obedecerá dócilmente en no irse tras lo
ajeno si está acostumbrada a dominarse en lo suyo. Estate atento a no cambiar
en vez de disminuir tus placeres. Hay quienes, en lugar del vino acostumbrado,
buscan licores raros, y, privándose del de la uva, se sienten compensados con
los jugos más deliciosos de otras frutas; con tal que no sean carnes, se
procuran con diligencia los más variados y suculentos manjares, y se entregan en
este tiempo, como si fuera el más adecuado, a exquisiteces que en otra ocasión
sería vergonzoso buscar. De esta forma, la observancia de la cuaresma, en lugar
de ser freno a las antiguas pasiones, sirve de ocasión para nuevos deleites.
Vigilad, cuanto podáis, hermanos, para que estas cosas no se introduzcan, sin
daros cuenta, en nuestra vida. Que el ayuno vaya unido a la economía. Como hay
que evitar la hartura del vientre, hay que estar alerta ante los incentivos de
la gula. No se trata de detestar ninguna clase de alimentos, sino de refrenar
el placer carnal. Esaú no fue reprobado por comer carne de toro o aves cebadas,
sino que apetecer, de forma inmoderada, lentejas. El santo David se arrepintió
de haber deseado el agua más de lo que era justo. Por tanto, no ha de repararse,
o más bien sostenerse, nuestro cuerpo en los días de ayuno con alimentos
costosos y difíciles de encontrar, sino con los comunes y más baratos.
En
estos días, nuestra oración sube al cielo con la ayuda de las piadosas limosnas
y los parcos ayunos, pues no es ningún descaro que un hombre pida a Dios
misericordia si él no la ha negado a otro hombre y si la serena mirada del
corazón de quien pide no se encuentra turbada por las confusas imágenes de los
deleites carnales. Sea, pues, casta nuestra oración, no sea que deseemos no lo
que busca la caridad, sino lo que ambiciona la pasión; evitemos pedir cualquier
mal para los enemigos, no sea que, pudiendo dañarles o vengarnos de ellos, mostramos
nuestra crueldad en la oración. Del mismo modo que nosotros alcanzamos la buena
disposición para orar mediante la limosna y el ayuno, así también la misma oración
se convierte en limosnera cuando se eleva no solo por los amigos, sino hasta
por los enemigos, y se abstiene de la ira, del odio y de otros vicios perniciosos.
Si nosotros nos abstenemos de los alimentos, ¡Cuánto más debe abstenerse de
ella de los venenos! Además, aunque nosotros reponemos fuerzas tomando a su debido
tiempo algunos alimentos, nunca hemos de ofrecerle a ella los alimentos antes
mencionados. Sea el suyo un ayuno perpetuo, porque ella tiene un alimento
propio que se le ordena tomar incesantemente. Absténgase, pues, siempre del
odio y aliméntese siempre del amor.
San Agustín de Hipona, Sermón 207
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