sábado, 19 de octubre de 2019

El último toque de silencio, por el R.P. Reginald J.J. Watt


Nota de Beatrice: hoy se celebra un nuevo aniversario del fallecimiento de R.H.Benson, el número 105. Este aniversario está marcado no solo por la profunda pena que me da saber que su casa y capilla están a la venta, sino que también porque ahora no sé donde yacen sus restos y por más que he preguntado nadie me ha dado una respuesta. Si alguno de mis lectores pudiera averiguar algo o tuviera más información acerca de dónde está enterrado ahora Hugh Benson me lo hace saber.
Traduzco para ustedes el último capítulo del libro de su amigo el padre Watt.

El Último Toque de Silencio

Volviendo atrás podemos ver ahora que desde el momento en que él insistió en ir a Roma para predicar, demasiado pronto después de su operación, la salud de Hugh Benson comenzó a declinar. Durante doce meses luchó por recuperarse para estar bien de nuevo hasta la siguiente Cuaresma, la de 1914, cuando fue a Nueva York. Estando ahí estuvo muy enfermo y no hizo reposo, sino que predicó con una temperatura de 40 grados. Le mostré la carta en la cual él me contó esto a un viejo y apreciado amigo suyo, el que solo hizo un comentario: “Este es el principio del fin.”

Y así fue.  Hubo una oportunidad para él cuando volvió, pero ya iba cuesta abajo. Cuando en el norte de Inglaterra se sintió enfermo siguió el consejo médico y tuvo que dejar de fumar, lo que de verdad fue un gran golpe para él. También estuvo de acuerdo en tomar unas largas vacaciones que decidió pasar en Hare Street, pero la decisión tomada fue demasiado tarde.

Estaba en ese momento como capellán del Ejército en Bedford y una mañana recibí una carta suya hablándome sobre esto. “Tengo lo que el doctor llama una "falsa angina”, escribió, “Voy a tomarme unas largas vacaciones.  ¿Puedes arreglártelas para venir y cazar los jueves?” Yo estaba en verdad  respondiendo esta carta cuando me llegó un telegrama anunciando su muerte, y unos pocos días después estaba parado en su pórtico para recibir su cuerpo. Había muerto lejos del hogar, y habían fracasado todas sus características-cuidadosas preparaciones. Por años había guardado un conjunto de vestimentas con los cuales él iba a ser sepultado y, que yo sepa, aún están en el cofre en el cual las  conservaba. Había sido su deseo que su sotana de monseñor debía ser sepultada con él, pero ellas se perdieron en este último viaje entre Manchester y Buntingford. Casi la primera instrucción que me dio cuando estuve en Hare Street fue con respecto a un pequeño cáliz que permanecía en la repisa del hall afuera del recibidor:

“Quiero este cáliz puesto dentro de mi ataúd.  Lo hice expresamente para ello” - dijo él. “Si alguien trata de evitar que lo pongas ahí, no lo permitas.”

Yo no lo tomé a él muy en serio y nunca hasta ahora pensé sobre su muerte excepto con una certeza muy remota. 

“¿Por qué alguien se opondría?” - pregunté.

“Oh, ellos lo objetarán lo suficientemente bien. Yo sé exactamente lo que dirán”.

“¿Qué dirán?” dije yo.

“Oh...Solo piense cual útil es este cáliz en una parroquia pobre” “Estoy seguro de que si estuviera aquí ahora no desearía ser sepultado con él” ...y esa clase de cosas. Bueno, tú solo tienes que decirles que él lo desearía y que además ¡no es algo bueno para ninguna parroquia pobre porque es de co- cobre, por tanto, ahí!”

El pequeño cáliz no fue puesto dentro de su ataúd, pero fue colocado encima suyo y enterrado con él, y tal como lo había profetizado, y casi con idénticas palabras, hubo algunos que se opusieron.

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Se dispuso que antes del funeral su cuerpo reposara en su capillita. Ahí reposó este enorme, elegante, pero extrañamente incongruente ataúd, rodeado de toda la gente y de las cosas que el más había amado sobre la tierra. Esta capillita, tan particularmente suya, había sido por años su base y su arsenal. Era una antigua cervecería, con sus vigas originales y el suelo de ladrillo, nunca se formó una más cercana aproximación al establo de Belén en una capilla. Aquellas grandes toscas vigas, las altas maderas desnudas que separan el altar del resto de la capilla forman la base para la superposición de varias cosas calculadas para estimular su devoción: toscas, crudas y realistas figuras de madera, algunas de origen nacional y otras importadas de Bélgica y, entre ellas, una indecorosa de San Sebastián, de la cual él diría: “Llegó hasta sin las flechas, así que yo mismo las hice y se las pegué”. La imagen de Nuestra Señora, tallada en uno de sus propios perales, fue incrustada con joyas recolectadas entre sus amigos. El mismo altar, un enorme cofre de roble que en sus inicios había cumplido la misión de almacenar discos de gramófono, se mejoró con las pinturas heráldicas.

Era la casa de su Amo, preparada por su devoto sirviente. La personalidad de R.H.B estaba en todas partes. Era como si él se hubiese vuelto hacia Dios y le hubiera dicho: “Aquí están todas las cosas que yo más amo en el mundo. Ven y habita en medio de ellas conmigo”.

Era un maravilloso lugar pequeñito, un hogar de grandes sucesos. En él lograba inspiración para sus trabajos públicos. Los sermones destinados a animar a miles tomaban forma primero en esta capillita; los libros que ahí pensaba  y que luego circularían hasta los confines de la tierra. Ahí oraba con sus amigos y seguidores. Gente grande y pequeña, sabios y tontos, princesas y penitentes, pobres y ricos, propietarios de tierras y caminantes de la superficie de la tierra adoraron ahí. Había acunado una nueva parroquia. En el pequeño confesionario almas angustiadas buscaron y encontraron confort y consolación. Fueron tomadas grandes decisiones y grandes eventos tuvieron sus pequeños comienzos. Si quieres conocer a Hugh Benson, solo ahí puedes obtener su atmósfera. Él la llamaba “la capilla más devota de todo el mundo”  y es su más adecuado memorial.

Mientras él reposaba ahí, el gran catafalco asumió enormes proporciones en el pequeño edificio, mientras sus más cercanos y más queridos amigos estaban arrodillados en oración por su alma, durante la última más solemne Misa de Requiem. Una sensación de pérdida personal se sentía en cada deudo, desde su Ordinario engalanado con toda la gloria de su oficio episcopal, hasta el más pequeño niño del pueblo asomado por la puerta. Él fue una pérdida no solo para su Iglesia y su país, sino que para cada individuo que le conoció.

Lo sepultamos en su propia huerta, bajo la sombra de un crudo y árido Calvario erigido con sus propias manos. La sombra de la cruz se extendía a través de su sepultura, la cruz que él ayudó a cientos a llevar.

Mientras avanzamos por aquellos senderos del jardín, o deambulamos hacia la capillita, tan diferente y sin embargo tan igual a lo que era, hay una sensación de vacío, con un ocasional resplandor de anticipación. Uno casi espera verlo apurado a la vuelta de la esquina. Estampó su propio carácter sobre el lugar, que sigue siendo suyo y lo recuerda.

Pero en el huerto hay un montículo y debajo descansa el cuerpo de Robert Hugh Benson, novelista, predicador y director de almas, amigo y consejero, soldado y líder en el Ejército de Cristo, carmalengo papal, católico y sacerdote de Dios. El está muerto y  aún no hay nadie que tome su lugar.

Dejemos que este cansado cuerpo descanse ahí de su trabajo hasta que El Último Toque de Silencio suene y él se levante de nuevo en la gloria de su Señor y presente su gran ejército al Rey que él sirvió tan bien.
                         Robert Hugh Benson: Capitán del Ejército de Dios
                                                  por el R.P. Reginald J.J. Watt. 1920