martes, 28 de marzo de 2017

El padre Manuel Lacunza en la Historia de Chile de don Jaime Eyzaguirre


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 "Son jesuitas expulsos, radicados en Italia, los mejores teólogos chilenos del siglo. Jerónimo Boza Solís, uno de ellos, publica en Venecia en 1774 con su último apellido una Laurea theologica para defender el culto al Sagrado Corazón que impugnaba un abogado romano. Diego José Fuenzalida (1774-1803), que ocupó cátedra de teología moral en el Seminario de Imola y fue teólogo del obispo de esta ciudad, dio a luz diversos escritos polémicos en lengua italiana para combatir el jansenismo. Pero sin duda el chileno que más sobresalió en las ciencias sagradas fue Manuel Lacunza (1731-1801)

          Era Lacunza natural de Santiago y se distinguió por su apasionado interés en las matematicas y la astronomía, y, sobre todo, en los estudios bíblicos. Al producirse la expulsión de la orden, en 1767, se instaló en la ciudad italiana de Imola. Ahí llevó hasta su muerte, una existencia recoleta, por entero consagrada a la oración y al estudio.

           Fruto de sus largas meditaciones fue su obra La venida del Mesías en gloria y majestad. Aparece suscrita por un supuesto hebreo-cristiano, Juan Josafat Ben-Ezra, apellido el último de un rabino expulsado de España y que escribió en el destierro, y es dirigida al sacerdote Cristóforo. Sus páginas defienden la primacía de la interpretación literal de la Biblia frente a la alegórica y reviven la antigua doctrina del milenarismo sustentada por numerosos Padres de la Iglesia en sus cuatro primeros siglos. Según ella hay que distinguir en Cristo dos venidas a la tierra: una sufriente, ya realizada, y otra triunfal, que se aguarda. Pero la última, según Lacunza, a diferencia de la interpretación dominante entre los doctos, no coincidirá con el fin del mundo y juicio universal, sino que abrirá un período largo de reinado de Cristo en la tierra con sus escogidos, previo a la resurrección general de los muertos y juicio postrero.


          Conforme a la exégesis de Lacunza, el retorno de Cristo será precedido del triunfo del Anticristo. Este no es una persona, sino un cuerpo moral integrado por todas las fuerzas contrarias a Cristo que han ido desarrollándose en el curso de la historia y que, al acercarse su término, alcanzará un poder avasallador. Una de las formas del Anticristo será el deísmo, que reconoce un Dios abstracto y una moral fundada sólo en el orden social. A este proceso de apostasía universal se sumará una parte del sacerdocio católico que pretenderá exigir de los fieles que se "acomoden con el tiempo por el bien de la paz" y que por ella obedezcan al Anticristo y no lo resistan. En fin, Lacunza añade como otro signo precursor del segundo advenimiento de Cristo la agrupación en un Estado de la diversa nación judía, que al fin de la historia reconocerá a Cristo como Mesías y recobrará ostensiblemente su condición nunca perdida de pueblo escogido. ( destacado nuestro)



          En su extenso trabajo, que importa la elaboración de una teología de la historia, Lacunza hace gala de un conocimiento extraordinario de las Sagradas Escrituras. Con suma destreza asocia y conecta trozos distantes y busca a lo largo de toda la Biblia un hilo conductor y unificador de su sentido. Su dominio del texto escriturístico va unido a una ágil dialéctica que le permite criticar y destruir las hipótesis contrarias y relevarse como un polemista brillante, no exento de fina ironía. Y este combate, por demás prolongado, lo efectúa sin desmayo en el estilo y debilitamiento en la tensión temática. El uso fluido y rico de la lengua, que se exhibe además en su correspondencia epistolar, lo acredita como el primer prosista chileno de su siglo y uno de los mejores escritores americanos de todos los tiempos.


          Lacunza concluyó su libro en 1790 y de inmediato comenzaron a circular copias manuscritas de él por Europa y a componerse extractos y traducciones en latín, italiano, francés e inglés. La novedad y audacia de algunos de sus planteamientos levantaron grandes polémicas que se prolongaron durante todo el siglo xix. En él La Venida del Mesías fue impresa en varios países e idiomas y alcanzó así una resonancia internacional no lograda hasta entonces por ninguna otra obra chilena.

                                                              Jaime Eyzaguirre, Historia de Chile, vol 1, Ed. Zig-Zag, 1973.



miércoles, 22 de marzo de 2017

La muerte, por Mgr. Ronald Knox

Nota: habrán notado que no estoy publicando post propios. Se me ha complicado la vida con demasiados quehaceres, y me queda poco tiempo y tranquilidad para escribir, sin embargo estoy en eso y tendré en unos días una nueva historia de Mateo. Mientras tanto les transcribo esta amena y llena de sentido común meditación sobre el delicado tema de la muerte tomada de "Retiro para gente joven",  de Monseñor Knox. Espero les aproveche.
Beatrice

                                                             La muerte

                                                                    Por Monseñor Ronald A. Knox
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          Érase una vez un caballero que tenía mucho dinero y pensaba que esta vida no es tan mala, después de todo. Lo único que le preocupaba era que se estaba haciendo viejo y que cualquier día tendría que abandonarla. Cierta noche, alguien se le apareció en sueños y le dijo que si salía al jardín y buscaba en el basurero encontraría un silbato mágico, como esos de los cuentos de hadas. Si lo tocaba mientras expresaba un deseo, este se haría realidad; ahora bien, solo podía tocar tres veces, por lo que tendría que tener cuidado con lo que pedía...Cuando el caballero se despertó, fue corriendo al basurero, donde, en efecto, encontró el silbato. Lo limpió bien con un pañuelo y se dispuso a tocar lo único que sabía ( unos compases de la Marcha Real) al tiempo que expresaba su deseo. Ya os habréis imaginado cuál era: la inmortalidad.
         
          Al principio no las tenía todas consigo. ¿Habrá dicho aquella aparición la verdad? Pero, a medida que fue pasando el tiempo se convenció: perdió un poco de oído, estuvo enfermo dos o tres veces, pero pronto se recobró. Los médicos estaban asombrados porque, según le dijeron, tenía el corazón como un joven de veinte años y era perfecta su presión arterial. Siguió, pues, viviendo, sosegado y feliz, aunque pronto algo vino a perturbar su tranquilidad: todos sus amigos fueron muriendo uno tras otro, hasta que se quedó solo. Además, nadie quería hablar con él, porque siempre contaba las mismas historias de tiempos pasados, que, ni que decir tiene, eran mucho mejor que los presentes. Luego, empezó a cansarse de todo: de la casa, de las comidas, de los libros...y, por supuesto, de la televisión. Hasta que, un buen día, tomó una resolución: fue a su escritorio, sacó el silbato, tocó la Marcha Real y expresó otro deseo: morir, sí, pero en el momento que él mismo escogiera; ni antes, ni después.

         Pero nada cambió. Después de todo, ¿qué prisa tenía en morir, ahora que podía escoger el momento? Siguió viviendo, pues, con la misma tranquilidad. Y así, después de desayunar, resolvía los jeroglíficos del periódico y hacía crucigramas hasta la hora de almorzar. ¿Cómo iba a desear morir sin haberlos terminado? Luego, después de comer, se echaba la siesta y a las cinco tomaba el té, lo cual le daba vigor y una sensación de bienestar que borraba la idea de la muerte. A veces, sí, le rondaba la idea después de cenar, pero le parecía que hubiese sido descortés despertar al servicio en plena noche, llamar a la funeraria y todas esas cosas, solo porque a él se le antojaba morir.

          Cuando pasó cierto tiempo empezó a admitir que se estaba engañando, que, en el fondo, temía la muerte. Quería estar muerto, pero no morir, y cuando pensaba en el trance de la muerte, se echaba para atrás. Imposible enumerar todos los intentos que hizo: bebió como un cosaco con objeto de animarse a desear la muerte, pero, cuando más bebía, más ganas le entraban de vivir; leyó novelas rusas para convencerse que vivir no valía la pena, pero se quedaba dormido a la mitad. Hasta que, finalmente, sintiéndose como una especie de gusano al no tener más remedio que admitir que le faltaba valor para afrontar el trance definitivo, fue por el silbato, tocó la tercera vez la Marcha Real y pidió morir cuando Dios quisiera, como todo el mundo. Pero como era - olvidé decirlo - un hombre piadoso, formuló un último deseo: que no se lo llevase hasta haber terminado de hacer los nueve primeros viernes del mes...

         Se puso, pues, a hacerlos y experimentó un gran alivio. Como ya había pedido la terrible responsabilidad de escoger la hora de su propia muerte, empezó a interesarse por los problemas del prójimo, y cuando los pocos amigos que le quedaban iban a verlo, se quedaban sorprendidos por su cambio de actitud y la tranquilidad con que aguardaba la muerte.

         Ni que decir tiene que fue haciendo todos los primeros viernes de mes, hasta que llegó el último. Ese día se despertó temprano, y como le sobraba tiempo para llegar a Misa, se quedó un rato en la cama, pensando en las revelaciones de Paray-le-Mon y preguntándose si, después de todo, las promesas del Sagrado Corazón a Santa Margarita María de Alocoque serían ciertas, ya que al fin y al cabo, eran unas revelaciones privadas y no formaban parte del depósito de la fe; además, no estaba seguro de haber hecho buenas confesiones, pues había algunas cosillas de las que no estaba arrepentido del todo; y luego estaba el Purgatorio, que sin duda le esperaba por haber sido egoísta y comodón...Y empezó a sudar, y a tener miedo. Y entonces se despertó, porque, como ya habréis sospechado, toda esta historia del silbato es pura fantasía, y el anciano caballero solo la soñó. Os la he contado para haceros ver que el hecho de la muerte, mejor dicho, el hecho de no saber cuándo moriremos, es lo que más nos conviene.

          Moriremos, sí, pero no sabemos cuándo. Lo cual nos hace comprender, de entrada, que este mundo no es nuestra definitiva patria; estaremos aquí algún tiempo, pero ese tiempo siempre se nos antojará demasiado corto, por mucho que vivamos; algo así como si tuviéramos reservada plaza en un hotel durante unas cortas vacaciones y, al final, tuviéramos que dejarla a un nuevo huésped. O como decía Santa Teresa de Jesús, que comparaba la vida con una mala noche en una pobre posada.


         Ni que decir tiene que tal situación es consecuencia del Pecado Original, pero es un hecho innegable. El padre Vaugham, famoso predicador jesuita, lo explicaba con vivas pinceladas, poniendo de relieve la participación de Eva en el asunto, lo que solía irritar bastante a su auditorio femenino. Una vez una señora que le escuchaba, le interpeló diciendo: "De acuerdo, Eva pecó, pero ¿dónde estaría usted si no hubiera existido?" A lo que el buen jesuita replicó con humor. "Señora: estaría sentado a la sombra de uno de los árboles del Paraíso, disfrutando de lo lindo..." Bromas aparte, es indudable que sin la Caída de nuestros primeros Padres, no existirían ni el dolor ni la muerte. Pero la realidad es que existen, que esta vida es corta y que es inútil y estúpido intentar hacer de la tierra morada permanentemente, como lo prueba el cuento del anciano caballero. A la larga, terminaríamos hartándonos de esta vida terrena. ¿No es un indicador, acaso, el elevado número de suicidios, en aumento en aquellos países que gozan de un nivel de vida más alto? Me viene a la memoria el caso de un joven de Eton que se suicidó en la misma pensión en que se alojaba; la patrona no podía explicarse por qué lo había hecho, así que, al día siguiente, convocó a todos sus huéspedes y les preguntó si tenían idea de los motivos. Nadie quería decir nada hasta que un estudiante tímidamente apuntó: "Bueno, quizá tengo algo que ver con la comida"...Sí, indudablemente, quien se suicida tiene motivos para hacerlo, aunque, como en este caso, puedan ser desproporcionados o ridículos. Y es que si se pierde el sentido trascendente de esta vida, si se la considera como lo único que existe, nos aferramos a ella cuando es placentera y la rechazamos cuando nos fastidia o nos aburre.

          Es bueno, por eso, saber que, aunque no sepamos cuándo, hemos de morir, y pensar en ello. Somos tan miopes, tan limitados, que constantemente tendemos a aferrarnos a lo que nos rodea: amigos, placeres, riquezas. Seguramente habrás experimentado, como yo, lo que ocurre cuando alguien a quien no conoces demasiado te invita a una fiesta. Supones que te divertirás, pero como no has estado nunca, a medida que se acerca el momento,te apetece cada vez menos asistir e incluso te arrepientes de haber aceptado la invitación, y tienes que hacer un esfuerzo. Además, para colmo, tus amigos se van al cine, donde se seguro que lo pasarán pipa. Al final, terminas yendo a la fiesta, porque eres hombre de palabra, pero a regañadientes. Y, sin embargo, una vez allí, comprendes que eras un estúpido incapaz de salir de la rutina, porque la fiesta es espléndida, y lo pasas estupendamente...Pues bien, ¿no es parecida nuestra postura muchas veces cuando pensamos en el Cielo? Sabemos que allí seremos felices, y, sin embargo, el hábito y la rutina de nuestras diarias ocupaciones y entretenimientos nos atraen de tal manera que no nos permiten pensar en el otro mundo, y nos mostramos reacios a la idea de emprender el viaje definitivo.

          Pero Dios conoce nuestra debilidad; sabe que la vida de aquí abajo se nos antoja más real que la del Paraíso y nos atrae con más fuerza. Por eso se ha tomado la molestia de dejar en sus manos el momento del viaje, ya que nosotros no seríamos capaces de tomar la iniciativa. Es como ese amable anfitrión que pone a nuestra disposición un taxi para que venga a recogernos y no lleguemos tarde a la fíesta.

         Eso es la muere: un taxi divino que nos espera a la puerta. Supón que fueras un prisionero, encerrado en una celda, en espera de ser ejecutado; supón que esa celda fuera relativamente amplia y confortable; supón que, cada mañana, el verdugo viniera a verte para saber lo que necesitabas y al final te dijera: "¿Quier ser ejecutado hoy, señor?". Seguro que le responderías: "No, mejor déjelo para mañana". Y así, día tras día, porque siempre tendrás algo que hacer; terminar de leer un libro, escribir un poema, pintar un cuadro o algo por el estilo. Y es que si nos dejaran escoger el momento de la muerte, jamás estaríamos preparados para recibirla. ¿Qué de extraño tiene que, en tales circunstancias, Dios se haya reservado ese derecho?

          Hay además otra razón por la que es bueno saber que hemos de morir, y recordarlo d vez en cuando: que nos espolea  a obrar bien y a hacer las cosas cuanto antes. A menudo, el motivo por el  que emprendemos tareas difíciles o costosas es que el tiempo nos apremia. Quizá algunos conozcáis la anécdota de un catedrático de Cambrigde al que le desagradaba profundamente que las chicas estudiasen y no desperdiciaba la ocasión de meterse con ellas en sus clases.Un día que estaba hablando de las Islas Salomón, donde al parecer hay muchos más hombres que mujeres dijo: "De hecho, se estima que, allí, hasta las chicas universitarias no tendrían dificultad en encontrar marido". Naturalmente, las que asistían a clase se dieron por aludidas, se  pusieron en pie, tomaron sus libros y empezaron a abandonar el aula. Viendo lo cual, el catedrático hizo el siguiente comentario: " No veo por qué tienen ustedes tanta prisa, ya que el próximo barco no sale hasta el sábado...".
   
         Es ese sentimiento de urgencia el que espolea, incluso a los más perezosos, a hacer algo.  Los turistas, cuando visitan una ciudad, quieren verlo todo en un día, porque tienen prisa. Sin embargo, los que viven allí, no se toman esa molestia. Piensan que ya tendrán tiempo de ver este o aquel monumento, este o aquel museo y, al final, muchos se mueren sin verlo. Recuerdo que, una vez, al pasar en coche por un pequeño pueblo, pregunté a un viandante cómo se llamaba aquel sitio. A lo que respondió: "No sé; solo llevo viviendo aquí una semana..."

         El tiempo apremia. La vida es corta. Eso es lo que hace que los que son ambiciosos empiecen pronto, demasiado pronto a veces, a escribir libros, a medrar en la política, a aparecer en las pantallas cinematográficas o a lo que sea. Y eso es lo que deberías hacer, si eres buen cristiano, que te preguntaras con frecuencia: ¿Me doy cuenta de que esta vida es un capital que hay que hacer producir? ¿Me acuerdo de que tengo un alma?¿No será ya tiempo de enfrentarme seriamente con mi comodidad, con mi pereza, con mi rutina? ¿A qué espero para esforzarme por hacer oración, tener presencia de Dios, amar a los demás y sacrificarme por ellos?...Mucho me temo que todavía no te hayas planteado seriamente todo esto. Si es así, créeme: plantéatelo cuanto antes. No tienes ni idea de lo pronto que te encontrarás al filo de los cuarenta.

         Otro aspecto de la cuestión es que la muerte puede sorprendernos en cualquier momento. Lo cual quiere decir que, si no somos unos insensatos, debemos estar preparados para recibirla en todo momento, siempre.

        Al llegar a este punto, algunos predicadores suelen ponerse serios y decir con voz engolada: "Dentro de un año, alguno de los que me escucháis habrá muerto..." Yo no pienso hacerlo, entre otras cosas porque desconozco las actuales estadísticas sobre la mortalidad juvenil. Lo que sí os diré es que Nuestro Señor insistió una y otra vez en que estuviésemos preparados; que fuéramos como esos servidores fieles que están esperando siempre que llegue su amo para atenderle y así, si aparece por sorpresa, nunca les encontrará fumándose sus cigarros puros en la biblioteca.

          Conocí una vez a una señora que me contó que una noche, encontrándose en la Riviera, empezaron a hacer experimentos con un potentísimo reflector. Una amiga suya, con la que estaba paseando por la playa, se asustó sobremanera al proyectarse en el cielo aquel haz de luz y, creyendo que se acercaba el fin del mundo, cayó de rodillas en la arena y empezó a confesar sus culpas. Pero cuando se dio cuenta de que se trataba tan solo de un reflector, se sintió avergonzadísima y casi le dio un ataque de nervios.

         Aquello fue solo un cómico error, pero lo cierto es que, cuando mueras, una potentísima luz iluminará tu conciencia y verás hasta los más oscuros rincones de tu vida. Ojalá, en ese momento, no tengas nada grave de qué arrepentirse, porque no tendrás tiempo.

          Sí, deberíamos pensar un poco más en la muerte. Lo cual no quiere decir que tengamos que comprarnos un diccionario médico para empaparnos de todas las enfermedades habidas y por haber y descubrir sus síntomas. No. La vida es algo sumamente frágil y no hace falta comprarse un diccionario médico para saber que podemos morir en cualquier momento; basta con leer los periódicos...Me contaron una vez que la madre de un joven que se encontraba en China cuando estalló allí la guerra civil, le puso un telegrama que decía: "Dime dónde te encuentras. Temo por ti". A lo que el joven respondió con otro redactado así: "Estoy en Pekín. Temo por mi". Y es que lo que debemos hacer cuando pensamos en la muerte, en nuestra propia muerte, es resolvernos inmediatamente a portarnos bien, a confesarnos frecuentemente y a mantenernos siempre en la gracia y en la presencia de Dios.
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          Recuerdo con qué sencillez monseñor Paine - que ya ha muerto también - me contó el fallecimiento de su amigo, monseñor Dunn. Fue a verle al hospital en que se hallaba internado y se encontró en el pasillo al médico que le atendía, el cual le dijo que aunque estaba plenamente consciente, no tardaría en morir. Así pues, entró en la habitación y se lo comunicó a monseñor Dunn, que estaba oyendo la radio: "Amigo, el médico que ha dicho que el  momento se acerca...vas a morir". A lo que el enfermo respondió: "¿Ah, sí?...Entonces quita la radio, sal al pasillo cinco minutos y  vuelve luego para oírme en confesión". Murió media hora más tarde; estoy seguro que monseñor Paine ha tenido una muerte tan tranquila y sosegada como aquél; ojalá nosotros la tengamos también.

          Sí, la muerte puede sobrevenir en cualquier momento. Y conviene que sea así. Somos criaturas tan frágiles, tan olvidadizas y perezosas, que si supiéramos a ciencia cierta que habíamos de vivir todavía diez años, por ejemplo, pasaríamos nueve sin esforzarnos demasiado. ¿Acaso estudiamos intensamente una asignatura cuando sabemos que quedan todavía seis meses para examinarnos?. El centinela que tiene que velar toda la noche, se mantiene despierto no solo porque no sabe cuándo pasará el oficial su ronda habitual, sino también porque puede llegar en cualquier momento. Así nos ocurre a nosotros. Somos soldados que cumplimos con nuestro deber, y deberíamos estar orgullosos de ello; pero no nos mantendríamos siempre vigilantes si supiéramos la hora exacta del relevo. Nos dejaríamos llevar más fácilmente por la tentación si estuviéramos absolutamente seguros de que íbamos a tener tiempo para arrepentirnos.

         Quizás te parezca que al obrar así Dios no nos trata como un amigo, sino más bien como un profesor severo. Bien, eso sería cierto si hubiese en el mundo muchos hombres que, a su vez, le trataran a Él como Amigo y no como un profesor severo. Pero no es así. Muchos hombres le tienen miedo, le traicionan con frecuencia y tratan de esquivar sus mandamientos. No ocurre así con los santos, que son sus amigos más sinceros. Y te diré una cosa. A muchos de ellos, Dios les concede la gracia de saber cuándo van a morir, precisamente porque están siempre dispuestos. Y es que en la medida en que tu vida se desarrolle en la amistad con Dios, el temor a la incertidumbre de la muerte desaparece.

          Hay, por fin, un último aspecto de la muerte que merece la pena tener en cuenta: que es la coronación de nuestras vidas. En primer lugar, porque después de ella viene el juicio particular de cada uno y ya no hay rectificación posible. Cabe, por supuesto, arrepentirse en el último momento y estoy convencido de que muchos lo hacen; si no, el Cielo estaría más bien vacío. Pudiera ser que - Dios no lo quiera - alguno de vosotros equivocara su vida, hiciera oídos sordos a las enseñanzas que ha recibido y se alejara de Dios. Pues bien, que no dude jamás de que si en el último momento de su vida pidiera perdón sinceramente a Dios e hiciera un acto de contrición invocando a Nuestro Señor Jesucristo, se salvaría. Aunque olvidéis todo lo demás que os he dicho, recordad esto.

          Pero la muerte debe ser la coronación de nuestras vidas también en otro sentido. En el sentido de que es la hora en la que todo se consuma, en la que todo se cumple. No uso estas palabras en el sentido en que se utilizan para rendir tributo a la memoria de esos grandes hombres que realizan grandes hazañas,no. Lo que los demás piensen sobre nosotros cuando muramos importa más bien poco. Para nosotros, los cristianos, la consumación de una vida, sus verdaderos logros, nada tiene que ver con esas grandes hazañas que provocan la admiración del público. Cuando Nuestro Señor, al morir en la Cruz, dijo: "Todo está consumado", se refería al sacrificio redentor de su vida, que ofrecía al Padre.

          Y nosotros, si de verdad hemos comprendido lo que el Señor quiere, debemos hacer lo mismo: ofrecer nuestra vida en sacrificio al Padre en unión con Él. Decirle, ya desde ahora y cuando llegue el momento: "Toma mi vida, Señor. Sé que a menudo no me he portado bien. No siempre he seguido tus huellas y me he extraviado muchas veces. Pero, a pesar de todo, quiero ofrecerte mi vida en sacrificio redentor, como tu Hijo. Tómala en tus manos y haz con ella lo que quieras..."

         Así debe ser la vida de un cristiano, así debe ser su muerte.






viernes, 3 de marzo de 2017

O todo o nada, John Henry cardinal Newman


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"Debes aceptarlo todo o rechazarlo todo. La atenuación sólo consigue debilitar y la amputación mutilar. Es frívolo acoger todo menos una parte que es tan integrante como cualquier otra porción. Y, por otro lado, es algo solemne aceptar una parte, puesto que, antes de que sepas dónde estás, podrás ser empujado por una severa necesidad lógica a aceptar el todo. (...)
Al ser uno solo el cristianismo, todas sus doctrinas son necesariamente desarrollos de una sola y, por ello, son consistentes por necesidad unas con otras, es decir, forman un todo."
                                                     El desarrollo del dogma, II, 3,2-4

"Las afirmaciones de un Padre o un Doctor particular pueden ciertamente tener la máxima importancia. Pero un único teólogo no es igual que una Cadena. Debemos disponer de una doctrina unitaria establecida por una Iglesia unitaria. La verdad católica en cuestión está constituida por un conjunto de proposiciones distintas, cada una de las cuales, si se afirman excluyendo al resto, es una herejía."

                                                El desarrollo del dogma, Introducción, 10