viernes, 30 de marzo de 2018

Las siete palabras, nuestro amigo, crucificado, por Mgr. R.H. Benson, parte 1 de 3


1.- “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”

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  Nuestro amigo ha subido al Calvario; sus verdugos le despojan de las vestiduras y le tienden en la cruz que Él ha cargado desde el atrio del pretorio; después, eligen y preparan los clavos…Jesús, extendido en la cruz, siente las miradas despectivas de quienes le rodean, y también las de todos los que los seguirán: ese número incontable de almas que Él desea hacer suyas. Y mientras le clavan, profiere su primera palabra: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

¿Es posible hablar así? Incluso ¿puede afirmar el amor divino que “no saben lo que hacen”? Cristo vivió tres años como servidor y amigo de todos, socorrió a cualquiera que se le acercara, dio de comer al hambriento, sanó al enfermo, libró del demonio al poseso. No se sabe de nadie que recurriera a Él y fuera rechazado. Tanto los que el mundo consideraba como depreciables ruinas humanas, el publicano y la prostituta, como los que habían perdido toda relación con los demás, encontraron un amigo en Él. Todo esto era innegable; más aún, era del dominio público. Imposible pretender que el mundo rechazaba a Cristo porque Él hubiera rechazado al mundo; imposible alegar que el mundo ignoraba su generosidad y grandeza de corazón. Fue el amigo de todos. Sus enemigos sólo pudieron aducir un motivo: no era amigo del César.

Pero no sabían que quien había obrado así era su Dios; que quien había sido tan tierno con las criaturas era su Creador; que al que tenían en sus manos era el Señor de su vida. Creían que se la quitaban, sin comprender que Él mismo la entregaba. Creían que acababan con una serie de favores que les irritaban, sin saber que estaban cooperando con la plenitud de la gracia.

No sabían lo que hacían.

Sabían que condenaban a un amigo humano, pero no a un amigo divino.

Sabían que pecaban contra todas las reglas de honradez, de gratitud y de justicia.

Sabían, como lo supo Pilatos, que mataban a un justo, que estaban vertiendo sangre inocente sobre sus propias cabezas.

Pero no sabían que estaban crucificando al Señor de la gloria, que estaban tratando de acallar la palabra eterna.

En su favor se puede decir: “Conocían el horror, pero no todo el horror de lo que hacían. Así pues, perdónalos, Padre”.

“Como era en el principio, ahora y siempre”. Jesucristo, es el mismo ayer, hoy y siempre. En el mundo hay una sociedad, la Iglesia, en la que Jesucristo vive eternamente, y esta sociedad, como el mismo Cristo, es divina y humana al mismo tiempo. Está comprometida en obras divinas y humanas y, como el mismo Cristo (y como toda empresa en favor del bien), es víctima de sorprendentes ingratitudes. De nuevo en nuestros días – como hace cuatro siglos en Inglaterra, o en Roma hace diecisiete -, la Iglesia se ve amenazada por los mismos a los que trata de llevar consuelo y salvación.
Y es imposible decir que, en parte por lo menos, los hombres no saben lo que hacen.

Saben que la civilización europea se apoya en cimientos cristianos.

Saben que, muchos siglos antes de que el Estado soñara con hacer lo mismo – y antes, ciertamente, de que existiera un Estado -, la Iglesia dio de comer al hambriento, enseñó al ignorante, acogió al proscrito e hizo tolerable la vida a los desdichados.

Saben que la Iglesia fue la madre de los ideales, del arte más noble y de la belleza más pura. En todos los países de Europa se usan hoy, con fines seculares, edificios que ella construyó para el culto a Dios.

Saben que la moral de los hombres encuentra su sanción definitiva en la enseñanza de la Iglesia, y que donde impera su doctrina desaparece el crimen.

Y una vez más, se la acusa de no ser amiga del César, es decir, de ningún sistema que organice la sociedad de espaldas a Dios.

Sin embargo, el amor divino puede, gracias a Dios, continuar intercediendo por los hombres, unos hombres que no son conscientes del tremendo horror de lo que hacen. Y es que ignoran que esa Iglesia es la amada, la esposa del Hijo; que es esa ciudad eterna que “desciende del cielo” y que, a través de los sufrimientos de los suyos, aplica el sacrificio de Jesucristo por los pecados de los mismos que lo crucifican.

Saben que ultrajan a la justicia humana; que tratan a una comunidad universal como no lo harían con nación alguna; que están quebrando la rama que los sostiene.

Ignoran, por otra parte, que la justicia humana es un derecho divino; que esta sociedad es un cuerpo que reúne no sólo las vidas de los hombres, sino la vida encarnada de Dios; que están asesinando, no a un profeta ni a un siervo, sino al Hijo Unigénito de Dios.

Por último, Jesús ruega por nosotros, puesto que, en nuestra insensata ignorancia, también hemos pecado. Los católicos hemos recibido tesoros de verdad y de gracia, pero no siempre los hemos transmitido al mundo que nos rodea. Nos acusamos de un poco de tibieza y de pereza, de algo de avaricia, de cierta falta de generosidad. “Sabemos lo que hacemos” en parte; sabemos que no somos fieles a las inspiraciones divinas; que no hacemos todo lo que podríamos; que pecamos de amor propio, de un poco de rencor, de cierta disculpable cólera…Confesamos todas estas cosas y recibimos fácilmente la absolución.

Y aún así, no sabemos lo que hacemos.

No sentimos la urgencia de la necesidad de Dios, ignoramos la trascendencia de los asuntos que ha dejado a nuestro cargo, el tremendo valor de cada alma y de los actos, palabras y pensamientos que ayudarían a decidir su destino. Desconocemos la tensa expectación con la que el cielo observa nuestras veleidades.

Ignoramos las oportunidades concretas en las que se ocultan los gérmenes de nuevos mundos, que pueden nacer para Dios o desaparecer en embrión por culpa de nuestra negligencia.

Robamos las joyas que nos entrega y olvidamos que cada una de ellas merece el rescate de un rey.

Jugamos como niños en un jardín, pisoteando las flores que Dios puede reemplazar, pero nunca reparar.

Si pudiéramos, veríamos a Jesús a nuestro lado, mostrándonos las señales de su pasión y esperando un “consolador” que “no encuentra”. Está a nuestro lado, y nosotros charlamos distraídos, mientras recorremos el camino donde tiene lugar la tragedia; donde, entre el cielo y la tierra, descendido del uno y rechazado por la otra, cuelga nuestro Dios, al que tratamos como a nuestro esclavo y que desea ser nuestro amigo.

Padre, por la plegaria de Tu Hijo crucificado, perdónanos también, porque no sabemos lo que hacemos.

Sin embargo, lo más sorprendente es nuestra ignorancia en todo lo que se refiere a la vida espiritual. Como cristianos, tenemos la continua experiencia de encontrarnos con un Dios que busca nuestra amistad. Son muy pocos los que, al menos una vez en su juventud – o quizá en la edad madura -, no han advertido que Cristo pretende algo más que una obediencia formal o una adoración meramente externa. Su deseo es entablar con ellos una amistad que signifique el inicio de una conversión interior.

Para cualquier cristiano, es una experiencia maravillosa descubrir el conmovedor hecho de que su Dios es también su amante. Pero después, como suele suceder en el amor humano, el romance se agosta, y el alma que pocos años antes todo lo centraba en Cristo, que cambió su vida para crecer más y más en la identificación con su amigo; que se entregó a la piedad como tarea prioritaria; que concentró sus intereses, sus emociones y su saber solamente en Él; que inició una vida nueva y un nuevo modo de obrar; que, a la luz de Su presencia, se deshizo de sus pecados casi sin esfuerzo…Esa alma, cuando con el paso del tiempo se inicia en ella el proceso de la vía purgativa, cuando se agota la imaginación o la madurez embota las intensas emociones de la adolescencia, o cuando los monótonos sucesos de cada día centran por completo su atención, como el único tema de interés, esa alma, en lugar de aferrarse a la fe, en lugar de tratar de apoyar en Él su debilidad, renuncia a la gozosa realidad de su relación personal con Cristo y considera que Él y su amistad son fruto de aquellas ilusiones que, normales en los primeros años, desaparecen con la experiencia. Continúa satisfecha de tratarle como a su Dios, como al ideal de la humanidad, como al salvador de los hombres, pero no como al amante que le desea entre miles, como al príncipe que la despertó con un beso y al que, desde entonces, pertenece plenamente.

¡Y aun así, suele saber lo que hace! Quizá lo lamente un poco. Piensa que lo perfecto habría sido perseverar, incluso envidia ligeramente a los que han perseverado. Sabe que fue deseada, pero no sabe cuánto. Y no sabe que ha perdido la posibilidad de alcanzar la santidad; que ha desperdiciado mil ocasiones que no volverán. Y no sabe que, si no fuera por la misericordia divina, habría perdido ciertamente incluso la posibilidad de salvarse.

2.- “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”

Ha transcurrido aproximadamente una hora…

Las burlas y las blasfemias de los dos ladrones en el suplicio se han convertido en lamentos, y los lamentos en el silencio de la extenuación. Y en el silencio han obrado la gracia de Dios y los recuerdos del pasado.

Uno de los condenados, absorto en su sufrimiento, se retuerce cambiando de postura para intentar aliviarlo. Por otra parte, percibe que junto a él hay algo más que su propio dolor, que ese dolor no es el principio y el fin de todas las cosas. Cegado por la sangre, las lágrimas y el polvo que levanta la encrespada muchedumbre, vislumbra al que cuelga en medio de ellos. Su compañero también lo ha visto, sin embargo, considera la paciencia de Jesús como un reproche a su propio tormento…” ¿Acaso no eres el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero Dimas ve más allá del horror y la tragedia; quizá ha oído la primera palabra que el reo pronunció mientras los clavos le atravesaban la carne; y apoyándose en este detalle – o en algún otro – su mente oscurecida, la mente de un niño salvaje, empieza a discurrir.

Y en una misteriosa operación sobre esa mente cegada y obtusa, la gracia empieza a brillar como la luz en un sucio tugurio…Nuestra teología no enseña casi nada sobre ese proceso divino. Sabemos muy poco de su itinerario y sólo algo de sus efectos. Hemos extraído algunas conclusiones, pero no más. No obstante, sí sabemos una cosa: aquel hombre no pensaba únicamente en sí mismo; aún llevaba en su interior la suficiente receptividad a la gracia.

Poco a poco, la verdad (no osamos decir toda la verdad) empezó a abrirse paso. En las miradas que iban, venían y volvían, la mente oscurecida empezó a captar el hecho supremo que aquellos sabios fariseos ignoraban: que el criminal no era sólo una burla, que el letrero de la cruz iba más allá del desprecio…Cuando la gracia está presente, el dolor es un extraño mago, un iniciador en secretos, un sacerdote que dispensa misterios, unos misterios desconocidos para el que no ha sufrido.

Por lo menos, sabemos que el ladrón habló por fin - ¡un milagro mayor que el de la burra de Balaam! -, que un asesino descubrió al Señor de la vida, que un embustero dijo la verdad, que un proscrito se rindió a su rey: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”.

Pide, por lo tanto, lo último que podría pedir: que ese rey que algún día entrará en su reino se acuerde de un tal Dimas, aquél que en una ocasión padeció a su lado. Ya no expresa la duda, “Si eres el Cristo…”, sino que le llama Señor rotundamente. Ya no le pide alivio: “sálvate a ti mismo y a nosotros”, sino un recuerdo en el futuro. Quizá algún día, en cualquier momento, recordará…

Y tras las palabras, viene el milagro, un milagro que se produce siempre que un alma humillada ocupa el último puesto. En cuanto aprendemos a reconocernos siervos, ocupamos el lugar de los amigos y recibimos ese nombre: “Amigo, sube más arriba”, “No os llamaré siervos, sino amigos”. Porque Él es el único rey “a quien servir es reinar”, cuyo servicio es la libertad perfecta. “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.

Nos encontramos aquí ante una de las más profundas leyes de la vida espiritual y una de las más difíciles de aprender porque, como todas las leyes fundamentales de la gracia, se presenta como una paradoja: “Si alguno quiere ser el primero, hágase el último y el servidor de todos”. “El que se humille será enaltecido”.

Ahora bien, mientras el ego domine nuestra alma, nos veremos instintivamente inclinados al amor propio, aunque esté disfrazado de amor a Dios. Ciertamente, un alma puede llegar al cielo si lo desea perseverantemente; pero es también cierto que el amor propio le impedirá alcanzar un lugar elevado y, menos aún, la posición de un amigo íntimo de Cristo en la tierra. Es decir, mientras reine nuestro yo, mientras no lo rechacemos y crucifiquemos, el alma no podrá ser – en el sentido más elevado – discípula de Cristo. Generalmente, proyectamos nuestra vida espiritual tratando de mejorar, de progresar, de realizar algo por Dios, de hacernos indispensables, en cierto modo, para la causa divina. Ponemos en las cosas espirituales el mismo afán de emulación y la misma ambición que nos llevarían al éxito en los negocios humanos. En cierto modo, tratamos de imponer nuestra amistad a Cristo e insistir en esa relación en la que hemos puesto todo nuestro empeño. Intentamos acomodar a la nuestra la voluntad divina, y alcanzar nuestra unión con Dios procurando que sea Él quien cambie y no nosotros.

Y, por supuesto, fracasamos lamentable e ignominiosamente. Para ir bien en el terreno espiritual debemos transformar nuestro comportamiento. Ciertamente, “bienaventurados los que tienen hambre”; son bienaventurados por tener ese afán. Pero es un afán que debe llevar no a la autoafirmación, sino a la negación de sí mismos. “Bienaventurados los mansos!, “bienaventurados los pobres de espíritu”, “bienaventurados los que lloran”.

Y una vez más, aunque aspiremos a vivir una vida cristiana, la falta de visión sobrenatural nos hará sentirnos desalentados y descorazonados. No avanzamos y, aunque no renunciamos a la búsqueda, empezamos a desfallecer.

Y, de repente, el alma hace un descubrimiento deslumbrador. Por primera vez, quizá, ve su auténtica imagen en los ojos de la faz desvelada de la humanidad. Después, los descubrimientos se suceden velozmente. En primer lugar el alma comprende que no merecía la pena poner el corazón en su propio yo; se da cuenta de que ninguna de sus buenas acciones anteriores fueron auténticamente buenas; que las que eran fruto de una mera generosidad natural procedían del amor propio; que cuando adelantaba, lo hacía en la dirección equivocada; que estaba acumulando méritos escasamente meritorios; que se decía que agradaba a Dios con unas acciones en las que se buscaba a sí misma; en fin, que, después de todo, aquel progreso se había limitado a un aumento de su egocentrismo, y que el dominio de sí que había adquirido gracias a sus esfuerzos era una “victoria fracasada” (en palabras de San Agustín). Había estado luchando por conquistar a Dios en lugar de rendirse a Él.

Entonces el grito surge espontáneamente: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino…Señor acuérdate de mí…no me dejes ser tal y como soy cuando alcances el poder y reines incluso en este corazón que durante tanto tiempo se rebeló contra ti. Acuérdate de mí cuando tenga lugar el acto supremo de amor y la naturaleza humana se someta a la divina… ¡Amado Jesús, en ese día no seas un juez para mí, sino mi salvador!”
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Y entonces, paradojamente, todo se le concede. Y en ese instante el alma obtiene todo lo que desea. En su oración pedía aprender a servir, y al expresar su plegaria se encontró sabiendo reinar: había aprendido la lección de Aquél que tomó la forma de un siervo, del que era manso y humilde de corazón. Y en ese instante, el alma siente que Él la rodea con sus brazos, la besa en los labios y le dice al oído; “¡Hoy estarás conmigo en el paraíso!”. Sube más arriba, desde mis pies a mi corazón, amiga mía. Ahora que, por fin, te entregas a mí, yo me entrego a ti. Tomas mi mano y ven conmigo, tú, que deseas seguirme…y caminaremos juntos por el paraíso”.

Amistad de Jesús con el arrepentido. Hasta ese momento sólo tres íntimos estaban junto a la cruz de Jesús: a un lado María, la Madre inmaculada, con Juan, el discípulo amado; al otro, Magdalena, purificada y anegada en llanto. Ahora, se ha unido a ellos el ladrón de corazón destrozado, el que quiso servir y por lo tanto, mereció reinar…Y también él espera ya en el paraíso.

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