1.- “Padre, perdónalos
porque no saben lo que hacen”
Nuestro amigo ha subido al Calvario;
sus verdugos le despojan de las vestiduras y le tienden en la cruz que Él ha
cargado desde el atrio del pretorio; después, eligen y preparan los
clavos…Jesús, extendido en la cruz, siente las miradas despectivas de quienes
le rodean, y también las de todos los que los seguirán: ese número incontable
de almas que Él desea hacer suyas. Y mientras le clavan, profiere su primera
palabra: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.
¿Es posible hablar
así? Incluso ¿puede afirmar el amor divino que “no saben lo que hacen”? Cristo
vivió tres años como servidor y amigo de todos, socorrió a cualquiera que se le
acercara, dio de comer al hambriento, sanó al enfermo, libró del demonio al
poseso. No se sabe de nadie que recurriera a Él y fuera rechazado. Tanto los
que el mundo consideraba como depreciables ruinas humanas, el publicano y la
prostituta, como los que habían perdido toda relación con los demás,
encontraron un amigo en Él. Todo esto era innegable; más aún, era del dominio
público. Imposible pretender que el mundo rechazaba a Cristo porque Él hubiera
rechazado al mundo; imposible alegar que el mundo ignoraba su generosidad y
grandeza de corazón. Fue el amigo de todos. Sus enemigos sólo pudieron aducir
un motivo: no era amigo del César.
Pero no sabían que
quien había obrado así era su Dios; que quien había sido tan tierno con las
criaturas era su Creador; que al que tenían en sus manos era el Señor de su
vida. Creían que se la quitaban, sin comprender que Él mismo la entregaba.
Creían que acababan con una serie de favores que les irritaban, sin saber que
estaban cooperando con la plenitud de la gracia.
No sabían lo que
hacían.
Sabían que pecaban contra
todas las reglas de honradez, de gratitud y de justicia.
Sabían, como lo supo
Pilatos, que mataban a un justo, que estaban vertiendo sangre inocente sobre
sus propias cabezas.
Pero no sabían que
estaban crucificando al Señor de la gloria, que estaban tratando de acallar la
palabra eterna.
“Como era en el
principio, ahora y siempre”. Jesucristo, es el mismo ayer, hoy y siempre. En el
mundo hay una sociedad, la Iglesia, en la que Jesucristo vive eternamente, y
esta sociedad, como el mismo Cristo, es divina y humana al mismo tiempo. Está
comprometida en obras divinas y humanas y, como el mismo Cristo (y como toda
empresa en favor del bien), es víctima de sorprendentes ingratitudes. De nuevo
en nuestros días – como hace cuatro siglos en Inglaterra, o en Roma hace
diecisiete -, la Iglesia se ve amenazada por los mismos a los que trata de
llevar consuelo y salvación.
Y es imposible decir
que, en parte por lo menos, los hombres no saben lo que hacen.
Saben que la
civilización europea se apoya en cimientos cristianos.
Saben que, muchos
siglos antes de que el Estado soñara con hacer lo mismo – y antes, ciertamente,
de que existiera un Estado -, la Iglesia dio de comer al hambriento, enseñó al
ignorante, acogió al proscrito e hizo tolerable la vida a los desdichados.
Saben que la Iglesia
fue la madre de los ideales, del arte más noble y de la belleza más pura. En
todos los países de Europa se usan hoy, con fines seculares, edificios que ella
construyó para el culto a Dios.
Saben que la moral de
los hombres encuentra su sanción definitiva en la enseñanza de la Iglesia, y
que donde impera su doctrina desaparece el crimen.
Y una vez más, se la
acusa de no ser amiga del César, es decir, de ningún sistema que organice la
sociedad de espaldas a Dios.
Sin embargo, el amor
divino puede, gracias a Dios, continuar intercediendo por los hombres, unos
hombres que no son conscientes del tremendo horror de lo que hacen. Y es que
ignoran que esa Iglesia es la amada, la esposa del Hijo; que es esa ciudad
eterna que “desciende del cielo” y que, a través de los sufrimientos de los
suyos, aplica el sacrificio de Jesucristo por los pecados de los mismos que lo
crucifican.
Saben que ultrajan a
la justicia humana; que tratan a una comunidad universal como no lo harían con
nación alguna; que están quebrando la rama que los sostiene.
Por último, Jesús
ruega por nosotros, puesto que, en nuestra insensata ignorancia, también hemos
pecado. Los católicos hemos recibido tesoros de verdad y de gracia, pero no
siempre los hemos transmitido al mundo que nos rodea. Nos acusamos de un poco
de tibieza y de pereza, de algo de avaricia, de cierta falta de generosidad.
“Sabemos lo que hacemos” en parte; sabemos que no somos fieles a las
inspiraciones divinas; que no hacemos todo lo que podríamos; que pecamos de
amor propio, de un poco de rencor, de cierta disculpable cólera…Confesamos
todas estas cosas y recibimos fácilmente la absolución.
Y aún así, no sabemos
lo que hacemos.
No sentimos la
urgencia de la necesidad de Dios, ignoramos la trascendencia de los asuntos que
ha dejado a nuestro cargo, el tremendo valor de cada alma y de los actos,
palabras y pensamientos que ayudarían a decidir su destino. Desconocemos la
tensa expectación con la que el cielo observa nuestras veleidades.
Ignoramos las
oportunidades concretas en las que se ocultan los gérmenes de nuevos mundos,
que pueden nacer para Dios o desaparecer en embrión por culpa de nuestra
negligencia.
Robamos las joyas que
nos entrega y olvidamos que cada una de ellas merece el rescate de un rey.
Jugamos como niños en
un jardín, pisoteando las flores que Dios puede reemplazar, pero nunca reparar.
Si pudiéramos,
veríamos a Jesús a nuestro lado, mostrándonos las señales de su pasión y
esperando un “consolador” que “no encuentra”. Está a nuestro lado, y nosotros
charlamos distraídos, mientras recorremos el camino donde tiene lugar la
tragedia; donde, entre el cielo y la tierra, descendido del uno y rechazado por
la otra, cuelga nuestro Dios, al que tratamos como a nuestro esclavo y que
desea ser nuestro amigo.
Padre, por la plegaria
de Tu Hijo crucificado, perdónanos también, porque no sabemos lo que hacemos.
Sin embargo, lo más
sorprendente es nuestra ignorancia en todo lo que se refiere a la vida
espiritual. Como cristianos, tenemos la continua experiencia de encontrarnos
con un Dios que busca nuestra amistad. Son muy pocos los que, al menos una vez
en su juventud – o quizá en la edad madura -, no han advertido que Cristo
pretende algo más que una obediencia formal o una adoración meramente externa.
Su deseo es entablar con ellos una amistad que signifique el inicio de una
conversión interior.
Para cualquier
cristiano, es una experiencia maravillosa descubrir el conmovedor hecho de que
su Dios es también su amante. Pero después, como suele suceder en el amor
humano, el romance se agosta, y el alma que pocos años antes todo lo centraba
en Cristo, que cambió su vida para crecer más y más en la identificación con su
amigo; que se entregó a la piedad como tarea prioritaria; que concentró sus
intereses, sus emociones y su saber solamente en Él; que inició una vida nueva
y un nuevo modo de obrar; que, a la luz de Su presencia, se deshizo de sus
pecados casi sin esfuerzo…Esa alma, cuando con el paso del tiempo se inicia en
ella el proceso de la vía purgativa, cuando se agota la imaginación o la
madurez embota las intensas emociones de la adolescencia, o cuando los
monótonos sucesos de cada día centran por completo su atención, como el único
tema de interés, esa alma, en lugar de aferrarse a la fe, en lugar de tratar de
apoyar en Él su debilidad, renuncia a la gozosa realidad de su relación
personal con Cristo y considera que Él y su amistad son fruto de aquellas
ilusiones que, normales en los primeros años, desaparecen con la experiencia.
Continúa satisfecha de tratarle como a su Dios, como al ideal de la humanidad,
como al salvador de los hombres, pero no como al amante que le desea entre
miles, como al príncipe que la despertó con un beso y al que, desde entonces,
pertenece plenamente.
¡Y aun así, suele
saber lo que hace! Quizá lo lamente un poco. Piensa que lo perfecto habría sido
perseverar, incluso envidia ligeramente a los que han perseverado. Sabe que fue
deseada, pero no sabe cuánto. Y no sabe que ha perdido la posibilidad de
alcanzar la santidad; que ha desperdiciado mil ocasiones que no volverán. Y no
sabe que, si no fuera por la misericordia divina, habría perdido ciertamente
incluso la posibilidad de salvarse.
2.-
“Hoy estarás conmigo en el Paraíso”
Ha transcurrido
aproximadamente una hora…
Las burlas y las
blasfemias de los dos ladrones en el suplicio se han convertido en lamentos, y
los lamentos en el silencio de la extenuación. Y en el silencio han obrado la
gracia de Dios y los recuerdos del pasado.
Uno de los condenados,
absorto en su sufrimiento, se retuerce cambiando de postura para intentar
aliviarlo. Por otra parte, percibe que junto a él hay algo más que su propio
dolor, que ese dolor no es el principio y el fin de todas las cosas. Cegado por
la sangre, las lágrimas y el polvo que levanta la encrespada muchedumbre,
vislumbra al que cuelga en medio de ellos. Su compañero también lo ha visto,
sin embargo, considera la paciencia de Jesús como un reproche a su propio
tormento…” ¿Acaso no eres el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero
Dimas ve más allá del horror y la tragedia; quizá ha oído la primera palabra
que el reo pronunció mientras los clavos le atravesaban la carne; y apoyándose
en este detalle – o en algún otro – su mente oscurecida, la mente de un niño
salvaje, empieza a discurrir.
Por lo menos, sabemos
que el ladrón habló por fin - ¡un milagro mayor que el de la burra de Balaam!
-, que un asesino descubrió al Señor de la vida, que un embustero dijo la
verdad, que un proscrito se rindió a su rey: “Señor, acuérdate de mí cuando
estés en tu reino”.
Pide, por lo tanto, lo
último que podría pedir: que ese rey que algún día entrará en su reino se
acuerde de un tal Dimas, aquél que en una ocasión padeció a su lado. Ya no
expresa la duda, “Si eres el Cristo…”, sino que le llama Señor rotundamente. Ya
no le pide alivio: “sálvate a ti mismo y a nosotros”, sino un recuerdo en el
futuro. Quizá algún día, en cualquier momento, recordará…
Y tras las palabras,
viene el milagro, un milagro que se produce siempre que un alma humillada ocupa
el último puesto. En cuanto aprendemos a reconocernos siervos, ocupamos el
lugar de los amigos y recibimos ese nombre: “Amigo, sube más arriba”, “No os
llamaré siervos, sino amigos”. Porque Él es el único rey “a quien servir es
reinar”, cuyo servicio es la libertad perfecta. “Hoy estarás conmigo en el
paraíso”.
Nos encontramos aquí
ante una de las más profundas leyes de la vida espiritual y una de las más
difíciles de aprender porque, como todas las leyes fundamentales de la gracia,
se presenta como una paradoja: “Si alguno quiere ser el primero, hágase el
último y el servidor de todos”. “El que se humille será enaltecido”.
Ahora bien, mientras
el ego domine nuestra alma, nos veremos instintivamente inclinados al amor
propio, aunque esté disfrazado de amor a Dios. Ciertamente, un alma puede
llegar al cielo si lo desea perseverantemente; pero es también cierto que el
amor propio le impedirá alcanzar un lugar elevado y, menos aún, la posición de
un amigo íntimo de Cristo en la tierra. Es decir, mientras reine nuestro yo,
mientras no lo rechacemos y crucifiquemos, el alma no podrá ser – en el sentido
más elevado – discípula de Cristo. Generalmente, proyectamos nuestra vida
espiritual tratando de mejorar, de progresar, de realizar algo por Dios, de
hacernos indispensables, en cierto modo, para la causa divina. Ponemos en las
cosas espirituales el mismo afán de emulación y la misma ambición que nos
llevarían al éxito en los negocios humanos. En cierto modo, tratamos de imponer
nuestra amistad a Cristo e insistir en esa relación en la que hemos puesto todo
nuestro empeño. Intentamos acomodar a la nuestra la voluntad divina, y alcanzar
nuestra unión con Dios procurando que sea Él quien cambie y no nosotros.
Y, por supuesto, fracasamos
lamentable e ignominiosamente. Para ir bien en el terreno espiritual debemos
transformar nuestro comportamiento. Ciertamente, “bienaventurados los que
tienen hambre”; son bienaventurados por tener ese afán. Pero es un afán que debe
llevar no a la autoafirmación, sino a la negación de sí mismos. “Bienaventurados
los mansos!, “bienaventurados los pobres de espíritu”, “bienaventurados los que
lloran”.
Y una vez más, aunque
aspiremos a vivir una vida cristiana, la falta de visión sobrenatural nos hará
sentirnos desalentados y descorazonados. No avanzamos y, aunque no renunciamos
a la búsqueda, empezamos a desfallecer.
Y, de repente, el alma
hace un descubrimiento deslumbrador. Por primera vez, quizá, ve su auténtica
imagen en los ojos de la faz desvelada de la humanidad. Después, los descubrimientos
se suceden velozmente. En primer lugar el alma comprende que no merecía la pena
poner el corazón en su propio yo; se da cuenta de que ninguna de sus buenas
acciones anteriores fueron auténticamente buenas; que las que eran fruto de una
mera generosidad natural procedían del amor propio; que cuando adelantaba, lo
hacía en la dirección equivocada; que estaba acumulando méritos escasamente
meritorios; que se decía que agradaba a Dios con unas acciones en las que se
buscaba a sí misma; en fin, que, después de todo, aquel progreso se había
limitado a un aumento de su egocentrismo, y que el dominio de sí que había
adquirido gracias a sus esfuerzos era una “victoria fracasada” (en palabras de
San Agustín). Había estado luchando por conquistar a Dios en lugar de rendirse
a Él.
Entonces el grito
surge espontáneamente: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino…Señor
acuérdate de mí…no me dejes ser tal y como soy cuando alcances el poder y
reines incluso en este corazón que durante tanto tiempo se rebeló contra ti.
Acuérdate de mí cuando tenga lugar el acto supremo de amor y la naturaleza
humana se someta a la divina… ¡Amado Jesús, en ese día no seas un juez para mí,
sino mi salvador!”
Y entonces, paradojamente,
todo se le concede. Y en ese instante el alma obtiene todo lo que desea. En su
oración pedía aprender a servir, y al expresar su plegaria se encontró sabiendo
reinar: había aprendido la lección de Aquél que tomó la forma de un siervo, del
que era manso y humilde de corazón. Y en ese instante, el alma siente que Él la
rodea con sus brazos, la besa en los labios y le dice al oído; “¡Hoy estarás
conmigo en el paraíso!”. Sube más arriba, desde mis pies a mi corazón, amiga
mía. Ahora que, por fin, te entregas a mí, yo me entrego a ti. Tomas mi mano y
ven conmigo, tú, que deseas seguirme…y caminaremos juntos por el paraíso”.
Amistad de Jesús con
el arrepentido. Hasta ese momento sólo tres íntimos estaban junto a la cruz de Jesús:
a un lado María, la Madre inmaculada, con Juan, el discípulo amado; al otro, Magdalena,
purificada y anegada en llanto. Ahora, se ha unido a ellos el ladrón de corazón
destrozado, el que quiso servir y por lo tanto, mereció reinar…Y también él
espera ya en el paraíso.
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