sábado, 31 de marzo de 2018

Las siete palabras, nuestro amigo crucificado por Mgr. R.H. Benson parte 3 de 3


5.- “Tengo sed”

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Termina la agonía del alma de Cristo mientras avanza la de su cuerpo. Cuelga en la cruz desde la mañana, y ahora, bajo el ardiente sol del mediodía – apagado durante unos instantes por las tinieblas que ocultaron el tormento de su alma -, los minutos transcurren lentamente. Y, como una marea de fuego, aparece la sed del crucificado, un tormento que, según se dice, es l peor en esta acerba forma de muerte.

Hasta este momento su clamor al Padre ha sido el punto culminante de la humillación de Cristo, una petición de ayuda por parte de la sagrada humanidad abandonada voluntariamente, su confesión al mundo de que la oscuridad invade su alma. Ahora baja el peldaño más profundo de la humillación y pide ayuda al hombre.

¡Cristo pide ayuda al hombre!

Él la ofreció durante toda su vida: alimentó a las almas hambrientas y a los cuerpos hambrientos; abrió los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos; enderezó las manos paralizadas y fortaleció las rodillas débiles. En pie, en medo del templo, llamó a los sedientos para calmar su sed, ahora, por el contrario, pide de beber y lo acepta. También David, en el fragor de la batalla, había gritado: “¡Quién me diera poder beber agua de la cisterna que está a la puerta de Belén!”, Porque tanto David, como el hijo David, eran lo suficientemente fuertes como para ceder a la debilidad.

En el secular calvario de la historia del mundo, Jesús clama pidiendo ayuda al hombre: el dador de todas las cosas se humilla hasta la súplica.

En realidad, ha habido llamadas anteriores: el Señor habla al alma egoísta con la voz del Sinaí: “No robarás”; y a la que hace ciertos progresos le promete apoyo y recompensa: “Bienaventurados tales y tales hombres porque recibirán su premio. Pero existen numerosas almas sordas para el cielo y para el infierno, almas para las cuales el futuro no significa nada o casi nada, almas tan osadas que no temen el infierno, o tan indiferentes que no desean el cielo. Y a ellas dirige su último y conmovedor mensaje: “Si no queréis aceptar mi ayuda, ayudadme al menos. Si no queréis beber de mis manos, dadme al menos de beber de las vuestras. Tengo sed.”

Resulta sorprendente comprobar hasta qué situación redujeron los hombres a Cristo. Y también resulta sugerente pensar que los hombres que no reaccionaron por su propio bien reaccionarán algunas veces por el de Él.

“Mirad, clama Jesucristo, habéis abandonado la búsqueda, os habéis apartado de la puerta y no queréis llamar. No os tomaréis la molestia de pedir. De modo que yo tendré que hacerlo todo. Mirad, yo soy el que busca al que se ha perdido; soy yo el que se ha convertido en un mendigo…Tened compasión de mí. El Señor me ha contristado. Ya no os ofrezco agua, sino que os la pido: sin ella, me muero”.

Algunas veces nos conviene considerar la vida espiritual desde un punto de vista completamente distinto. En ciertos momentos la religión representa para nosotros una pesada carga: cuando la búsqueda, larga e infructuosa, nos harta; cuando, a pesar de nuestras insistentes llamadas, las puertas no se abren; cuando pedimos y no recibimos respuesta. En tales momentos nos rendimos; incluso llegamos a creer que nuestras peticiones no merecen ser satisfechas; que la piedad llega a un punto detrás del cual ya no hay nada; que fallan nuestros deseos y que ya no ambicionamos el cielo. La verdad es que somos seres limitados, y que la “inquietud por lo divino”, el anhelo de infinito y la ilimitada pasión por Dios son dones divinos, lo mismo que la fuerza para alcanzarlos y vencer. Dios no es sólo nuestro Señor y nuestra recompensa, sino que Él mismo debe ser el camino para encontrarle. No podemos desearlo ardientemente si no contamos con su ayuda.

Y cuando nos cansamos de desear, cuando el mismo deseo se extingue, Jesús nos dice la palabra desde la cruz.

Hemos hablado de la amistad divina como si se tratara de una relación recíproca; como si se tratara de una relación recíproca; como si, estando Cristo a un lado y nosotros al otro, nos uniera un lazo común. Pero en realidad sólo existe un lado. No podemos desear al Cristo exterior si no contamos con la ayuda del Cristo interior. Y el Cristo interior debe gritar: “Tengo sed” antes de que el Cristo exterior pueda darnos el agua viva.

Esta llamada debe ser, entonces, nuestro estímulo último cuando fallen todos los demás. Está Jesucristo tan golpeado y despreciado que ha tenido que pedir compasión para sí mismo antes de compadecerse de nosotros.

Si no encontramos nuestro cielo en el Señor, dejémosle, al menos, que Él encuentre su cielo en nosotros.

Si ya no podemos decir: “Mi alma tiene sed del Dios vivo”, escuchémosle al menos clamar desde la cruz: “Mi alma tiene sed de vosotros”.

Si no le permitimos servirnos, contentémonos para nuestra vergüenza, con servirle.

Este es, de nuevo, el grito de Cristo que brota incesantemente en su Iglesia. Vivimos días llenos de temor y de amenazas. En otro tiempo la doctrina de la Iglesia iluminaba a Europa: era aclamada como “la que viene en nombre del Señor”. Llegaba haciendo el bien, ofreciendo el agua viva y distribuyendo el pan de vida. Ahora, recorre ante nuestros ojos el camino del dolor, está subiendo al Gólgota; está pendiente de la cruz…El mundo ha vencido de nuevo como pareció vencer en el Calvario. Los hombres se niegan a que les sirva; es más, no le permiten regirse a sí misma. Le atribuyen las características de un gobierno secular; le han arrebatado su gloria; se mofan de ella diciéndole que no puede salvar a los demás, puesto que no es capaz de salvarse a sí misma.

¿Qué esperanza no queda? ¿Cómo podrán bendecir unas manos clavadas? ¿Cómo podrán unos pies trabados salir en busca de los que se han perdido? Y ¿Cómo unos labios abrasados y agrietados por los tormentos podrán predicar el mensaje de la libertad divina?

Para nuestro consuelo, recordemos ahora que es Jesús quien clama y que cuando expresó su petición junto al pozo de Jacob y en la cruz del Gólgota, una mujer samaritana, una extranjera en el pueblo de Dios, y unos soldados del imperio enfrentado con el reino de Dios tuvieron compasión de Él y le dieron de beber.

6.- “Todo está cumplido

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La trémula luz de la tarde ilumina ahora el Calvario, las tres cruces y el pequeño grupo que aguarda el final. Del rostro de Cristo ha desaparecido la expresión de agonía. Desde su cuerpo destrozado y su alma torturada pidió compasión a Dios y a los hombres, y ellos respondieron. Ahora, ese rostro demacrado por las tinieblas del alma, con los ojos hundidos por el sufrimiento, se transforma en un rostro radiante ante la mirada de los que le contemplan. La respiración se acelera; el cuerpo clavado por las extremidades se endereza hasta conseguir la fuerza suficiente no sólo para hablar, sino para gritar de un modo tan sonoro y triunfal que sorprende y asusta al centurión, que ha visto morir a muchos hombres, pero a ninguno como este. El grito resuena como el clamor de un rey en el momento de la victoria. Y en un instante, el fracaso, los trabajos y la amargura desaparecen para siempre. Consummatum est…¡Todo está acabado!

Cristo vino al mundo para llevar a cabo la tarea más importante, más que el acto absoluto de la voluntad divina por el cual todas las cosas llegaron al ser desde la nada, más que esa constante fuente de energía que mantiene todas las cosas en el ser, las estrellas en su curso, los átomos en cohesión, y los mundos del espíritu y de la carne en sus mutuas relaciones. Y es que restaurar lo creado es un acto más grande que crear; lograr que el desobediente vuelva a la obediencia, más que darle la existencia; reconciliar a los enemigos, más que crear adoradores; redimir, más que crear. Que Dios creara al hombre era un acto de poder; que lo redimiera fue un acto de amor.

Vista desde esa perspectiva, toda la historia del Calvario es un esfuerzo incesante por llevar a cabo la redención. Ningún cordero vertió su sangre en vano, ningún profeta habló ni ningún rey reinó, excepto como eslabones de la cadena de la que el Cordero de Dios, el siervo del Señor y el Rey de Reyes es el final y la culminación que lo justifica todo. Abraham vio este día y se gozó; David habló en su canto del nacimiento del Señor y de sus manos y pies heridos; Isaías habló de la sepultura entre los impíos y del sepulcro en el huerto de un rico. Dios cumplió y culminó todo esto, y ahora Consummatum est.

Y si damos un salto de dos mil años y volvemos de nuevo nuestra mirada hacia el Calvario, vemos que todo lo que Dios ha hecho desde entonces nace de ahí: todas las inspiraciones de la gracia, todos los sacrificios y las oraciones, todas las mociones divinas, toda la correspondencia de las almas de los hombres, todos los pecados perdonados, todas las nuevas vidas recomenzadas, todas las muertes de los justos, todos los nacimientos de nuevas almas inocentes, todo extrae su fuerza y su auténtica existencia del torrente de amor que brota a los pies de la cruz de Cristo.

En ese momento, cuando de su corazón traspasado cae la última gota de sangre, Jesús, con una fuerza increíble en un moribundo, grita: “Todo está cumplido”.

En el cuerpo de Cristo se ha reanudado ahora la amistad entre Dios y el hombre: ha desaparecido la antigua e irreconciliable enemistad entre el pecado de la criatura y la justicia del Creador, entre la mancha del alma y la santidad del Padre de las almas. Ya somos aceptados “entre los que ama”.

En primer lugar, se ha abierto para el pecador la puerta de la salvación. De ahora en adelante no hay pecados imperdonables. Se dice que la caridad consiste en perdonar lo imperdonable y amar lo imposible de amar. Y como canta el profeta, esa sangre preciosísima “será una fuente en la que se laven el pecador y el impuro”. O, como escribió el apóstol, “donde nos purifiquemos del pecado”. La amistad se abre a toda alma que la desee.

Sin embargo, hay algo más. La muerte de Cristo no sólo hizo posible una mera amistad, sino distintos grados de ella a los que ni siquiera los ángeles pueden aspirar. Y, gracias a esa preciosísima sangre, un alma no sólo puede pasar de la muerte a la vida, sino que, por sucesivos peldaños, etapas y niveles, puede llegar a la perfección de la santidad misma. David tuvo sed de Dios; David intentó incesantemente “despertar en la presencia del Señor” que es la suprema satisfacción del alma. Sin embargo, hasta después de la muerte de Cristo ningún alma pudo llegar a esa meta – como era su deseo y el de Dios – que ahora encuentra a su alcance siempre que esté dispuesta a los sacrificios necesarios.

Por la fuerza de esa Preciosísima sangre vertida, y por las gracias de los sacramentos, el alma puede lograr ser fiel a Cristo en cada uno de sus pensamientos, palabras y acciones. Y por esa misma fuerza, puede alcanzar un punto de unión con Él, tan vivo y tan pleno, que realmente la lleve a afirmar: “Estoy clavado con Cristo en la cruz. Ya no soy yo el que vive: es Cristo quien vive en mí”.

Pues bien: la tarea de Cristo quedó “cumplida” en la cruz; cumplida, sí, pero no clausurada, sino liberada del doloroso proceso que la motivó; acabada como el pan que, después de amasarlo y cocido, está listo para ser consumido, como el vino procedente del lagar, como el cuerpo del niño cuando le da a luz su madre.

Terminada, para un nuevo y glorioso comienzo. El torrente que mana de sus heridas inunda las almas de los hombres lo mismo que su carne desgarrada los alimenta. Porque ahora, la Pasión de Cristo comienza a realizarse en su Cuerpo místico, que pone “lo que falta a la Pasión de Cristo”. Ahora, el terrible proceso que martirizó y destrozó su naturaleza humana asumida empieza a repetir la misma tarea de redención en el cuerpo de la Iglesia que, místicamente, es el cuerpo en el que Cristo mora para siempre. El sol se pone para que otro sol – que es el mismo – siga su curso. “La mañana y la tarde son el día”.

Y nosotros, sus amigos, que gracias a su amistad somos capaces de vivir, morir y resucitar con Él, vivimos generalmente como si no hubiera muerto. Comparemos la vida de un pagano culto y responsable. Saquémoslos de su ambiente y situémoslos el uno junto al otro. ¿Son tan grandes las diferencias? Algunas aparecen en los símbolos religiosos de ambos: uno lleva a Apolo y el otro un crucifijo. Uno venera a una diosa egipcia con el hijo en los brazos y el otro, a la Madre inmaculada de Jesús con su Niño bendito. Sus conversaciones, sus ropas, sus casas – signos completamente indiferentes para la vida del alma -, son distintas. Pero ¿son tan distintas sus virtudes, sus esperanzas de eternidad, su dolor ante las tumbas abiertas, sus ilusiones junto a la cuna…? Incluso antes de que Cristo muriera, los hijos amaban a los padres y los padres a los hijos. ¿Han llegado los cristianos a alcanzar ese asombroso grado de amor que exige “aborrecer a su padre y a su madre” para llegar a ser discípulos del Señor? Antes de que Cristo muriera, la castidad era una virtud. ¿Hemos adelantado tanto hoy en la pureza de corazón sin la cual nadie puede ver a Dios? Incluso un emperador romano predicó el dominio de uno mismo y la practicó. ¿Son nuestros hogares los mejores modelos de paz fraternal entre quienes viven juntos?

¿Llevó Cristo a cabo su obra sólo para que la sociedad no se pudriera más?¡Qué Dios nos ayude! Cuando contemplamos la llamada sociedad cristiana hoy tenemos la impresión de que Cristo no la ha empezado aún.

Del Calvario brota un enorme río de gracias, un caudal que debería hacer feliz a la Ciudad de Dios. Hay enormes embalses de gracia rebosando de los sacramentos, empapando el suelo bajo nuestros pies y refrescando el aire que respiramos. Y nosotros continuamos aferrados a nuestra odiosa falta humildad como si la perfección fuera un sueño, y la santidad el privilegio de los que ven a Dios en la gloria.

En el nombre de Cristo, empecemos, porque Cristo ha terminado.

7.- “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”

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Con su sexta palabra, nuestro Señor proclamaba que había dado fin al “asunto de su Padre” del que hablara años atrás en el templo. Ahora deja caer lentamente la cabeza sobre el pecho y, con las frases que aprendió en las rodillas de su madre – y que todo niño judío repite al confiar su alma a Dios cuando llega la noche -, rinde el espíritu en manos del Padre. Cae la tarde y se acerca el Sabbath en el cual, Dios, viendo todo lo que ha hecho, pronuncia de nuevo su “es bueno” y descansa de su tarea.

La paz de la muerte de nuestro amigo divino es uno de los aspectos más conmovedores de la Pasión. Durante treinta y tres años se dedicó a su obra, y desde su primer aliento de vida en el inhóspito portal de Belén, nunca descansó realmente. Incluso mientras dormía, su corazón velaba.

Su tarea consistió, entre otras cosas, en la colocación de los cimientos para la reforma del mundo. Si tenía que perdurar la civilización, todo – desde el desarrollo del Imperio Romano, hasta la evolución de los pueblos bárbaros, etc.- debía remodelarse sobre las bases que Cristo estableció, o perecer. Aún más: fundí el mayor reino jamás imaginado, la suprema sociedad sobrenatural que debe inspirar los decretos de los reyes y conceder a las repúblicas el derecho de gobernar. Porque el sucesor de su vicario será “padre de príncipes y reyes, y señor del mundo”. Y mientras tanto, hubo de llevar a cabo incontables gestos de misericordia: no despedirá a las almas solitarias, ningún cuerpo enfermo quedará sin sanar, y ninguna necesidad, insatisfecha. Y todo ello lo llevó a cabo un Hombre. En realidad, sólo Dios pudo hacerlo. No hay reformador, filósofo o monarca que haya soñado con fundar un reino como éste. Y todo lo llevó a cabo una naturaleza humana: fueron labios mortales los que dijeron aquellas cosas; fueron manos mortales las que prepararon aquellos cimientos; un cerebro mortal lo organizó y lo tradujo al lenguaje humano haciendo realidad los sueños de Dios. Ciertamente Dios no puede cansarse, pero hizo que el Hombre se cansara miles de veces.

¡Merecía, pues un profundo descanso! Y finalmente lo obtuvo. El alma que ha sufrido tan terrible agonía reposa ya en un lugar de descanso y de paz, donde las almas que han servido a Dios por medio de su correspondencia a la gracia esperan la primera llegada de su redentor. El cuerpo que ha soportado el peso del día y del calor, que se ha agotado a causa del trabajo y del quebrantado por los sufrimientos, y que, por fin, ha sido golpeado, herido y destrozado a manos de los mismos por los que soportó todo, yace en un frío sepulcro excavado en la roca, envuelto en un suave lino y ungido con mirra y perfumes, esperando el soplo de la energía divina que de nuevo recorrerá sus venas, nervios, y músculos, transformándolo en la imagen divina. Y, al no estar ya sometida a ninguna limitación, fatiga o deterioro, su alma no volverá a sentir tristeza, sino que disfrutará del gozo eterno. Nuestro amigo duerme por fin.

La paz de Dios que sobrepasa a todo entendimiento es, con mucho, el mayor de sus dones, por encima de la salud y de la riqueza, por encima, en cierto modo, de las virtudes mismas puesto que es su corona y su premio. Esta paz de Cristo es lo único necesario, y, como Él mismo nos dice, es esa “mejor parte”, mejor que toda la actividad y toda la energía, y que “no nos será quitada”.

Por esta razón nos planteamos la muerte con una esperanza que nos tranquiliza y reconcilia ante esa brusca interrupción de la actividad, que supone el mayor horror para la imaginación de un alma dinámica y vital. Incluso algunas veces la muerte tiene un enorme atractivo (o quizá podríamos decir que debería tenerlo) para ciertas almas que han padecido los sinsabores de la vida.

Y es que, de vez en cuando, el hecho de vivir exige un esfuerzo intolerable, no sólo por el cansancio que para el cuerpo supone obedecer a las exigencias del alma, sino por el esfuerzo, aún mayor, que para el alma supone responder adecuadamente a las inspiraciones y peticiones de la gracia. Si fuera posible, pediríamos que terminara esa lucha para descansar plenamente en Dios sin ni siquiera un esfuerzo de la voluntad; para reposar y hundirnos en Él, nuestro único descanso. Sin embargo, no debemos hacerlo, pues eso sería caer en el quietismo – esa curiosamente seductora teoría que implica letargo e inactividad -, esa modorra de un alma que ha sido creada para obrar, y de una voluntad que debe responsabilizarse del mérito o el demérito de sus actos. Ese estado únicamente es posible en la “divina necesidad” del purgatorio, y en ese caso, solamente porque es necesario.

Por otra parte, existe una paz de Dios incluso mientras vivimos. A causa de su falta, muchas almas se debaten y atormentan profundamente ante las rígidas barreras de sus propias limitaciones. Esa paz debe nacer de una única razón: del perfecto equilibrio de nuestras almas con el entorno para el que fueron creadas, de la respuesta perfecta por parte de nuestra amable y amante naturaleza a la única naturaleza adorable, la única que puede entendernos. En una palabra, esa paz sólo podemos encontrarla en todo lo que hemos venido considerando: en la íntima, afectuosa y voluntaria amistad con Cristo, que nos hizo para Él y preparó su propia Encarnación para que esa unión fuera completa.

La actividad, pues, es buena y necesaria en su lugar adecuado. La obra de Dios no puede hacerse sin ella. Pero es imprescindible que el alma goce de paz interior para que esa actividad cumpla sus objetivos. Vamos y venimos, acertamos o fracasamos. No tiene demasiada importancia, ya que no hay baremos en este mundo que nos permitan calibrar los resultados.

Pero la paz interior es necesaria puesto que nuestra verdadera “vida está oculta con Cristo en Dios”; esa paz que, como Él mismo nos dice, el mundo no puede darnos ni quitarnos, una paz que, a diferencia de otras emociones gratificantes, es completamente ajena a las cosas externas. En esta paz entró Cristo en cuerpo y alma cuando rindió su espíritu en manos del Padre, esa paz del Sabbath que Él inauguró y que “permanecerá…para el pueblo de Dios”.

La muerte ya no es temible y la vida ya no es gravosa, porque detrás de la escalofriante quietud de la muerte y de la enloquecedora prisa de la vida, Cristo y el alma moran juntos en la minúscula estancia del corazón, excavada en lo que es más duro que la roca. Esta roca no es la que se partió cuando se abrieron los sepulcros sembrando el terror aquí y allá, cuando hemos aprendido a morir a todo excepto a Cristo, cuando es todo nuestro, Él es también nuestra paz.

Contemplemos por última vez el sagrado Cuerpo que pende de la cruz. Ha corrido la sangre, el alma ha partido y nuestro amigo descansa. Vayamos también nosotros para ser enterrados con Él. Y que nuestras almas y las almas de todos los fieles, los que viven y los que marcharon , ¡descansen en Él!.

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