5.- “Tengo sed”
Termina la agonía del
alma de Cristo mientras avanza la de su cuerpo. Cuelga en la cruz desde la
mañana, y ahora, bajo el ardiente sol del mediodía – apagado durante unos
instantes por las tinieblas que ocultaron el tormento de su alma -, los minutos
transcurren lentamente. Y, como una marea de fuego, aparece la sed del
crucificado, un tormento que, según se dice, es l peor en esta acerba forma de
muerte.
¡Cristo pide ayuda al
hombre!
Él la ofreció durante
toda su vida: alimentó a las almas hambrientas y a los cuerpos hambrientos;
abrió los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos; enderezó las manos
paralizadas y fortaleció las rodillas débiles. En pie, en medo del templo,
llamó a los sedientos para calmar su sed, ahora, por el contrario, pide de
beber y lo acepta. También David, en el fragor de la batalla, había gritado:
“¡Quién me diera poder beber agua de la cisterna que está a la puerta de
Belén!”, Porque tanto David, como el hijo David, eran lo suficientemente
fuertes como para ceder a la debilidad.
En el secular calvario
de la historia del mundo, Jesús clama pidiendo ayuda al hombre: el dador de
todas las cosas se humilla hasta la súplica.
En realidad, ha habido
llamadas anteriores: el Señor habla al alma egoísta con la voz del Sinaí: “No
robarás”; y a la que hace ciertos progresos le promete apoyo y recompensa:
“Bienaventurados tales y tales hombres porque recibirán su premio. Pero existen
numerosas almas sordas para el cielo y para el infierno, almas para las cuales
el futuro no significa nada o casi nada, almas tan osadas que no temen el
infierno, o tan indiferentes que no desean el cielo. Y a ellas dirige su último
y conmovedor mensaje: “Si no queréis aceptar mi ayuda, ayudadme al menos. Si no
queréis beber de mis manos, dadme al menos de beber de las vuestras. Tengo sed.”
Resulta sorprendente
comprobar hasta qué situación redujeron los hombres a Cristo. Y también resulta
sugerente pensar que los hombres que no reaccionaron por su propio bien
reaccionarán algunas veces por el de Él.
“Mirad, clama
Jesucristo, habéis abandonado la búsqueda, os habéis apartado de la puerta y no
queréis llamar. No os tomaréis la molestia de pedir. De modo que yo tendré que
hacerlo todo. Mirad, yo soy el que busca al que se ha perdido; soy yo el que se
ha convertido en un mendigo…Tened compasión de mí. El Señor me ha contristado.
Ya no os ofrezco agua, sino que os la pido: sin ella, me muero”.
Algunas veces nos
conviene considerar la vida espiritual desde un punto de vista completamente
distinto. En ciertos momentos la religión representa para nosotros una pesada
carga: cuando la búsqueda, larga e infructuosa, nos harta; cuando, a pesar de
nuestras insistentes llamadas, las puertas no se abren; cuando pedimos y no
recibimos respuesta. En tales momentos nos rendimos; incluso llegamos a creer
que nuestras peticiones no merecen ser satisfechas; que la piedad llega a un
punto detrás del cual ya no hay nada; que fallan nuestros deseos y que ya no
ambicionamos el cielo. La verdad es que somos seres limitados, y que la
“inquietud por lo divino”, el anhelo de infinito y la ilimitada pasión por Dios
son dones divinos, lo mismo que la fuerza para alcanzarlos y vencer. Dios no es
sólo nuestro Señor y nuestra recompensa, sino que Él mismo debe ser el camino
para encontrarle. No podemos desearlo ardientemente si no contamos con su
ayuda.
Y cuando nos cansamos
de desear, cuando el mismo deseo se extingue, Jesús nos dice la palabra desde
la cruz.
Hemos hablado de la amistad
divina como si se tratara de una relación recíproca; como si se tratara de una
relación recíproca; como si, estando Cristo a un lado y nosotros al otro, nos
uniera un lazo común. Pero en realidad sólo existe un lado. No podemos desear
al Cristo exterior si no contamos con la ayuda del Cristo interior. Y el Cristo
interior debe gritar: “Tengo sed” antes de que el Cristo exterior pueda darnos
el agua viva.
Esta llamada debe ser,
entonces, nuestro estímulo último cuando fallen todos los demás. Está Jesucristo
tan golpeado y despreciado que ha tenido que pedir compasión para sí mismo
antes de compadecerse de nosotros.
Si no encontramos
nuestro cielo en el Señor, dejémosle, al menos, que Él encuentre su cielo en
nosotros.
Si ya no podemos
decir: “Mi alma tiene sed del Dios vivo”, escuchémosle al menos clamar desde la
cruz: “Mi alma tiene sed de vosotros”.
Si no le permitimos
servirnos, contentémonos para nuestra vergüenza, con servirle.
Este es, de nuevo, el
grito de Cristo que brota incesantemente en su Iglesia. Vivimos días llenos de
temor y de amenazas. En otro tiempo la doctrina de la Iglesia iluminaba a
Europa: era aclamada como “la que viene en nombre del Señor”. Llegaba haciendo
el bien, ofreciendo el agua viva y distribuyendo el pan de vida. Ahora, recorre
ante nuestros ojos el camino del dolor, está subiendo al Gólgota; está
pendiente de la cruz…El mundo ha vencido de nuevo como pareció vencer en el
Calvario. Los hombres se niegan a que les sirva; es más, no le permiten regirse
a sí misma. Le atribuyen las características de un gobierno secular; le han
arrebatado su gloria; se mofan de ella diciéndole que no puede salvar a los
demás, puesto que no es capaz de salvarse a sí misma.
¿Qué esperanza no
queda? ¿Cómo podrán bendecir unas manos clavadas? ¿Cómo podrán unos pies
trabados salir en busca de los que se han perdido? Y ¿Cómo unos labios
abrasados y agrietados por los tormentos podrán predicar el mensaje de la
libertad divina?
Para nuestro consuelo,
recordemos ahora que es Jesús quien clama y que cuando expresó su petición
junto al pozo de Jacob y en la cruz del Gólgota, una mujer samaritana, una
extranjera en el pueblo de Dios, y unos soldados del imperio enfrentado con el
reino de Dios tuvieron compasión de Él y le dieron de beber.
6.-
“Todo está cumplido”
La trémula luz de la
tarde ilumina ahora el Calvario, las tres cruces y el pequeño grupo que aguarda
el final. Del rostro de Cristo ha desaparecido la expresión de agonía. Desde su
cuerpo destrozado y su alma torturada pidió compasión a Dios y a los hombres, y
ellos respondieron. Ahora, ese rostro demacrado por las tinieblas del alma, con
los ojos hundidos por el sufrimiento, se transforma en un rostro radiante ante
la mirada de los que le contemplan. La respiración se acelera; el cuerpo clavado
por las extremidades se endereza hasta conseguir la fuerza suficiente no sólo
para hablar, sino para gritar de un modo tan sonoro y triunfal que sorprende y
asusta al centurión, que ha visto morir a muchos hombres, pero a ninguno como
este. El grito resuena como el clamor de un rey en el momento de la victoria. Y
en un instante, el fracaso, los trabajos y la amargura desaparecen para
siempre. Consummatum est…¡Todo está acabado!
Cristo vino al mundo
para llevar a cabo la tarea más importante, más que el acto absoluto de la
voluntad divina por el cual todas las cosas llegaron al ser desde la nada, más
que esa constante fuente de energía que mantiene todas las cosas en el ser, las
estrellas en su curso, los átomos en cohesión, y los mundos del espíritu y de
la carne en sus mutuas relaciones. Y es que restaurar lo creado es un acto más
grande que crear; lograr que el desobediente vuelva a la obediencia, más que
darle la existencia; reconciliar a los enemigos, más que crear adoradores;
redimir, más que crear. Que Dios creara al hombre era un acto de poder; que lo
redimiera fue un acto de amor.
Vista desde esa perspectiva,
toda la historia del Calvario es un esfuerzo incesante por llevar a cabo la
redención. Ningún cordero vertió su sangre en vano, ningún profeta habló ni
ningún rey reinó, excepto como eslabones de la cadena de la que el Cordero de
Dios, el siervo del Señor y el Rey de Reyes es el final y la culminación que lo
justifica todo. Abraham vio este día y se gozó; David habló en su canto del
nacimiento del Señor y de sus manos y pies heridos; Isaías habló de la
sepultura entre los impíos y del sepulcro en el huerto de un rico. Dios cumplió
y culminó todo esto, y ahora Consummatum est.
Y si damos un salto de
dos mil años y volvemos de nuevo nuestra mirada hacia el Calvario, vemos que
todo lo que Dios ha hecho desde entonces nace de ahí: todas las inspiraciones
de la gracia, todos los sacrificios y las oraciones, todas las mociones
divinas, toda la correspondencia de las almas de los hombres, todos los pecados
perdonados, todas las nuevas vidas recomenzadas, todas las muertes de los
justos, todos los nacimientos de nuevas almas inocentes, todo extrae su fuerza
y su auténtica existencia del torrente de amor que brota a los pies de la cruz
de Cristo.
En ese momento, cuando
de su corazón traspasado cae la última gota de sangre, Jesús, con una fuerza
increíble en un moribundo, grita: “Todo está cumplido”.
En primer lugar, se ha
abierto para el pecador la puerta de la salvación. De ahora en adelante no hay pecados
imperdonables. Se dice que la caridad consiste en perdonar lo imperdonable y
amar lo imposible de amar. Y como canta el profeta, esa sangre preciosísima “será
una fuente en la que se laven el pecador y el impuro”. O, como escribió el apóstol,
“donde nos purifiquemos del pecado”. La amistad se abre a toda alma que la
desee.
Sin embargo, hay algo
más. La muerte de Cristo no sólo hizo posible una mera amistad, sino distintos
grados de ella a los que ni siquiera los ángeles pueden aspirar. Y, gracias a
esa preciosísima sangre, un alma no sólo puede pasar de la muerte a la vida,
sino que, por sucesivos peldaños, etapas y niveles, puede llegar a la
perfección de la santidad misma. David tuvo sed de Dios; David intentó
incesantemente “despertar en la presencia del Señor” que es la suprema satisfacción
del alma. Sin embargo, hasta después de la muerte de Cristo ningún alma pudo
llegar a esa meta – como era su deseo y el de Dios – que ahora encuentra a su
alcance siempre que esté dispuesta a los sacrificios necesarios.
Por la fuerza de esa
Preciosísima sangre vertida, y por las gracias de los sacramentos, el alma
puede lograr ser fiel a Cristo en cada uno de sus pensamientos, palabras y acciones.
Y por esa misma fuerza, puede alcanzar un punto de unión con Él, tan vivo y tan
pleno, que realmente la lleve a afirmar: “Estoy clavado con Cristo en la cruz.
Ya no soy yo el que vive: es Cristo quien vive en mí”.
Pues bien: la tarea de
Cristo quedó “cumplida” en la cruz; cumplida, sí, pero no clausurada, sino
liberada del doloroso proceso que la motivó; acabada como el pan que, después de
amasarlo y cocido, está listo para ser consumido, como el vino procedente del
lagar, como el cuerpo del niño cuando le da a luz su madre.
Terminada, para un
nuevo y glorioso comienzo. El torrente que mana de sus heridas inunda las almas
de los hombres lo mismo que su carne desgarrada los alimenta. Porque ahora, la
Pasión de Cristo comienza a realizarse en su Cuerpo místico, que pone “lo que
falta a la Pasión de Cristo”. Ahora, el terrible proceso que martirizó y
destrozó su naturaleza humana asumida empieza a repetir la misma tarea de
redención en el cuerpo de la Iglesia que, místicamente, es el cuerpo en el que
Cristo mora para siempre. El sol se pone para que otro sol – que es el mismo –
siga su curso. “La mañana y la tarde son el día”.
Y nosotros, sus
amigos, que gracias a su amistad somos capaces de vivir, morir y resucitar con
Él, vivimos generalmente como si no hubiera muerto. Comparemos la vida de un
pagano culto y responsable. Saquémoslos de su ambiente y situémoslos el uno
junto al otro. ¿Son tan grandes las diferencias? Algunas aparecen en los
símbolos religiosos de ambos: uno lleva a Apolo y el otro un crucifijo. Uno
venera a una diosa egipcia con el hijo en los brazos y el otro, a la Madre
inmaculada de Jesús con su Niño bendito. Sus conversaciones, sus ropas, sus
casas – signos completamente indiferentes para la vida del alma -, son
distintas. Pero ¿son tan distintas sus virtudes, sus esperanzas de eternidad,
su dolor ante las tumbas abiertas, sus ilusiones junto a la cuna…? Incluso
antes de que Cristo muriera, los hijos amaban a los padres y los padres a los
hijos. ¿Han llegado los cristianos a alcanzar ese asombroso grado de amor que
exige “aborrecer a su padre y a su madre” para llegar a ser discípulos del
Señor? Antes de que Cristo muriera, la castidad era una virtud. ¿Hemos
adelantado tanto hoy en la pureza de corazón sin la cual nadie puede ver a
Dios? Incluso un emperador romano predicó el dominio de uno mismo y la
practicó. ¿Son nuestros hogares los mejores modelos de paz fraternal entre
quienes viven juntos?
¿Llevó Cristo a cabo
su obra sólo para que la sociedad no se pudriera más?¡Qué Dios nos ayude!
Cuando contemplamos la llamada sociedad cristiana hoy tenemos la impresión de
que Cristo no la ha empezado aún.
Del Calvario brota un enorme
río de gracias, un caudal que debería hacer feliz a la Ciudad de Dios. Hay
enormes embalses de gracia rebosando de los sacramentos, empapando el suelo
bajo nuestros pies y refrescando el aire que respiramos. Y nosotros continuamos
aferrados a nuestra odiosa falta humildad como si la perfección fuera un sueño,
y la santidad el privilegio de los que ven a Dios en la gloria.
En el nombre de
Cristo, empecemos, porque Cristo ha terminado.
7.-
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”
Con su sexta palabra,
nuestro Señor proclamaba que había dado fin al “asunto de su Padre” del que
hablara años atrás en el templo. Ahora deja caer lentamente la cabeza sobre el
pecho y, con las frases que aprendió en las rodillas de su madre – y que todo
niño judío repite al confiar su alma a Dios cuando llega la noche -, rinde el
espíritu en manos del Padre. Cae la tarde y se acerca el Sabbath en el cual,
Dios, viendo todo lo que ha hecho, pronuncia de nuevo su “es bueno” y descansa
de su tarea.
La paz de la muerte de
nuestro amigo divino es uno de los aspectos más conmovedores de la Pasión. Durante
treinta y tres años se dedicó a su obra, y desde su primer aliento de vida en
el inhóspito portal de Belén, nunca descansó realmente. Incluso mientras
dormía, su corazón velaba.
Su tarea consistió,
entre otras cosas, en la colocación de los cimientos para la reforma del mundo.
Si tenía que perdurar la civilización, todo – desde el desarrollo del Imperio
Romano, hasta la evolución de los pueblos bárbaros, etc.- debía remodelarse
sobre las bases que Cristo estableció, o perecer. Aún más: fundí el mayor reino
jamás imaginado, la suprema sociedad sobrenatural que debe inspirar los
decretos de los reyes y conceder a las repúblicas el derecho de gobernar. Porque
el sucesor de su vicario será “padre de príncipes y reyes, y señor del mundo”.
Y mientras tanto, hubo de llevar a cabo incontables gestos de misericordia: no
despedirá a las almas solitarias, ningún cuerpo enfermo quedará sin sanar, y
ninguna necesidad, insatisfecha. Y todo ello lo llevó a cabo un Hombre. En realidad, sólo Dios pudo
hacerlo. No hay reformador, filósofo o monarca que haya soñado con fundar un
reino como éste. Y todo lo llevó a cabo una naturaleza humana: fueron labios
mortales los que dijeron aquellas cosas; fueron manos mortales las que
prepararon aquellos cimientos; un cerebro mortal lo organizó y lo tradujo al
lenguaje humano haciendo realidad los sueños de Dios. Ciertamente Dios no puede
cansarse, pero hizo que el Hombre se cansara miles de veces.
¡Merecía, pues un profundo
descanso! Y finalmente lo obtuvo. El alma que ha sufrido tan terrible agonía
reposa ya en un lugar de descanso y de paz, donde las almas que han servido a
Dios por medio de su correspondencia a la gracia esperan la primera llegada de
su redentor. El cuerpo que ha soportado el peso del día y del calor, que se ha
agotado a causa del trabajo y del quebrantado por los sufrimientos, y que, por
fin, ha sido golpeado, herido y destrozado a manos de los mismos por los que
soportó todo, yace en un frío sepulcro excavado en la roca, envuelto en un
suave lino y ungido con mirra y perfumes, esperando el soplo de la energía
divina que de nuevo recorrerá sus venas, nervios, y músculos, transformándolo en
la imagen divina. Y, al no estar ya sometida a ninguna limitación, fatiga o
deterioro, su alma no volverá a sentir tristeza, sino que disfrutará del gozo
eterno. Nuestro amigo duerme por fin.
La paz de Dios que sobrepasa
a todo entendimiento es, con mucho, el mayor de sus dones, por encima de la
salud y de la riqueza, por encima, en cierto modo, de las virtudes mismas puesto
que es su corona y su premio. Esta paz de Cristo es lo único necesario, y, como
Él mismo nos dice, es esa “mejor parte”, mejor que toda la actividad y toda la
energía, y que “no nos será quitada”.
Por esta razón nos planteamos
la muerte con una esperanza que nos tranquiliza y reconcilia ante esa brusca
interrupción de la actividad, que supone el mayor horror para la imaginación de
un alma dinámica y vital. Incluso algunas veces la muerte tiene un enorme
atractivo (o quizá podríamos decir que debería tenerlo) para ciertas almas que
han padecido los sinsabores de la vida.
Y es que, de vez en
cuando, el hecho de vivir exige un esfuerzo intolerable, no sólo por el
cansancio que para el cuerpo supone obedecer a las exigencias del alma, sino
por el esfuerzo, aún mayor, que para el alma supone responder adecuadamente a
las inspiraciones y peticiones de la gracia. Si fuera posible, pediríamos que terminara
esa lucha para descansar plenamente en Dios sin ni siquiera un esfuerzo de la
voluntad; para reposar y hundirnos en Él, nuestro único descanso. Sin embargo,
no debemos hacerlo, pues eso sería caer en el quietismo – esa curiosamente
seductora teoría que implica letargo e inactividad -, esa modorra de un alma
que ha sido creada para obrar, y de una voluntad que debe responsabilizarse del
mérito o el demérito de sus actos. Ese estado únicamente es posible en la “divina
necesidad” del purgatorio, y en ese caso, solamente porque es necesario.
Por otra parte, existe
una paz de Dios incluso mientras vivimos. A causa de su falta, muchas almas se
debaten y atormentan profundamente ante las rígidas barreras de sus propias
limitaciones. Esa paz debe nacer de una única razón: del perfecto equilibrio de
nuestras almas con el entorno para el que fueron creadas, de la respuesta perfecta
por parte de nuestra amable y amante naturaleza a la única naturaleza adorable,
la única que puede entendernos. En una palabra, esa paz sólo podemos encontrarla
en todo lo que hemos venido considerando: en la íntima, afectuosa y voluntaria
amistad con Cristo, que nos hizo para Él y preparó su propia Encarnación para que
esa unión fuera completa.
La actividad, pues, es
buena y necesaria en su lugar adecuado. La obra de Dios no puede hacerse sin
ella. Pero es imprescindible que el alma goce de paz interior para que esa
actividad cumpla sus objetivos. Vamos y venimos, acertamos o fracasamos. No
tiene demasiada importancia, ya que no hay baremos en este mundo que nos
permitan calibrar los resultados.
Pero la paz interior
es necesaria puesto que nuestra verdadera “vida está oculta con Cristo en Dios”;
esa paz que, como Él mismo nos dice, el mundo no puede darnos ni quitarnos, una
paz que, a diferencia de otras emociones gratificantes, es completamente ajena
a las cosas externas. En esta paz entró Cristo en cuerpo y alma cuando rindió
su espíritu en manos del Padre, esa paz del Sabbath que Él inauguró y que “permanecerá…para
el pueblo de Dios”.
La muerte ya no es
temible y la vida ya no es gravosa, porque detrás de la escalofriante quietud
de la muerte y de la enloquecedora prisa de la vida, Cristo y el alma moran
juntos en la minúscula estancia del corazón, excavada en lo que es más duro que
la roca. Esta roca no es la que se partió cuando se abrieron los sepulcros
sembrando el terror aquí y allá, cuando hemos aprendido a morir a todo excepto
a Cristo, cuando es todo nuestro, Él es también nuestra paz.
Contemplemos por
última vez el sagrado Cuerpo que pende de la cruz. Ha corrido la sangre, el
alma ha partido y nuestro amigo descansa. Vayamos también nosotros para ser
enterrados con Él. Y que nuestras almas y las almas de todos los fieles, los
que viven y los que marcharon , ¡descansen en Él!.
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