La muerte de Mgr. R.H.B se presenta con tal dolor y sentido de pérdida, que ni siquiera el tiempo
de guerra y la gran lista de héroes muertos puede disminuir u oscurecer. Aquellos
ligados a él por lazos espirituales y por afectos personales tienen al menos
este consuelo: (y nosotros no ofrecemos ningún otro) aquellos lazos son
perdurables. El corazón sabe de amarguras con tales separaciones como a ningún
otro. Y a los más cercanos seguramente se les une la auténtica simpatía del
gran público católico que lo conoció solamente por sus trabajos, escritos y
obras; por referencias de su magnanimidad; de vista o de oído en los púlpitos y
en las conferencias. Estos estarán representados por uno que, cuando la noticia
fue telegrafiada desde Salford a Londres en la mañana del lunes después de un
silencio dijo: “Se siente como cuando uno ha perdido
a un familiar”. Justamente lo contrario del decir popular acerca de la
partida de un hombre público, uno siente que ha perdido a un amigo. Mgr. Benson
dejando a su propia familia entró a la gran familia de la Iglesia Católica y
encontró de hecho, cien veces más afecto en aquellos que hacen el supremo
sacrificio por amor a Cristo. Por tanto, sucede que cada católico ha perdido a
un familiar, y a un familiar que ha dejado tras de sí un legado. Parece como si
la pérdida de un hombre activo de finos talentos es irreparable. Al menos
dejemos que sea nuestro consuelo saber que sus actividades se conviertan en una
cosecha continua. Robert Hugh Benson, muriendo a la temprana edad de cuarenta y tres años logró
más en ese corto periodo que lo que es dado a contar en una larga vida. Los
once años de su vida católica juzgada por su laboriosidad, deben ser llamados en
una frase poética, once años de años. Un completo sometimiento de su voluntad
fueron sus notas, y una prueba evidente fue la infatigable labor de su pluma,
la cual fue por eso tan capaz de comprometerse con anticipación a incrédulos
editores con una certeza de cumplimiento.
Esto exigió un trabajo pesado para un hombre cuyo negocio estaba, en
cierto sentido, en su sensibilidad de aprehensión. Someter el ánimo a lo que
iban a ser sus propias “copias” puede apreciarse únicamente en escritores de su
propia categoría. Lo cierto es que tal esfuerzo no puede hacerse sin el peligro
eminente de colapsar. Un volantín ocioso en el aire con una larga vida
desaliñada no logra nada. Pero una máquina aérea, tal como aquellas con que el
autor del Señor del Mundo llenó nuestra atmósfera, tiene, con un vuelo alto y
decidido, una caída más desastrosa. Un pequeño tirón reporta muerte y
destrucción. Mgr. Benson sabía que un vuelo alto significaba la caída
aniquiladora, y buscando en “el brillante rostro del peligro” él no retrocedió
sobre las huellas su sentido del deber y del servicio por él marcado. ¿Por qué
iba a retroceder creyendo en lo que él
creía y siendo además, lógico? Fue característico de él, como uno que a su vez
era todas las cosas a todos los hombres y nada para ningún hombre, que hace
poco cuando un quiromántico le preguntó por su mano, él se la ofreció y al
serle dicho que podría morir antes de los cincuenta, exclamó: “¡Qué buenas
noticias!”.
Cuando Robert Hugh Benson después de
los días de Eton y Cambrigde, después de la ordenación, de la experiencia de
parroquia y de su intento de vida comunitaria siendo anglicano, entró a la
Iglesia Católica él solamente tenía treinta y dos, y no había dado ninguna
pequeña o pública señal del posible desenvolvimiento mental y espiritual. Poca
gente probablemente vislumbró su futuro, incluso con la adivinación que puede
estar en el destino del quiromántico. Tal vez se podría haber supuesto que su
importancia dependía de lo paradójico de su posición: que el hijo de un Primado
Protestante se convirtiera en católico – que el hijo del arzobispo de
Canterbury que habló con frivolidad de la Iglesia Católica en Inglaterra
llamándola como “la misión italiana” – se convirtiera en uno más entre sus
misioneros. Curiosamente, con las debidas distinciones, es lo que sucedería si
dijéramos que el hijo del Kaiser, caminando en la cautividad hoy por
Piccadilly, debido a su posición su suerte sería la de un suplente útil para
abrir un bazar del que su señoría estaba tan provocativamente carente.
Los
gentiles modales de este hombre joven de ojos azules y hermosos cabellos tal
vez favorecieron la noción de su abandono a tal destino, y es una prueba y un
triunfo de las hazañas de Mgr. Benson que su origen fuera rápidamente olvidado
por su propia originalidad y que llegara a ser más eminente por sí mismo que por ser
considerado o señalado nada más que por ser el hijo de su padre. Estas
actividades, que no se basaron en meros impulsos y que por tanto, le costaron
muy caro, fueron abarcadas en su totalidad, públicas y privadas, y emprendidas siempre
con un solo propósito: servir a los demás. Para tal fin las dificultades
existían solamente para ser superadas. Uno de sus hermanos cuenta de Robert
Hugh que, en la infancia, él le temía a entrar a una pieza oscura y siendo
interrogado porqué, dijo: “yo veo s-s-sangre”. Este arrancarse por temor a lo
desconocido se trasformó después en la vida, a mil y una renuncias a confrontarse
a cosas, lugares y rostros extraños.
Él
se aniquiló completamente a sí mismo de modo que luchó contra las dudas de
manera que nunca permitió que sus defectos en la entrega aminoraran sus apariciones en el púlpito o en las
tribunas. Las conferencias no podían ser aburridas cuando él estaba ahí para
darles vida, para entregarse literalmente tal como ahora lo comprobamos con su
propia vida. La ausencia en él de todo deseo de brillar, de toda vanidad, lo
cual para un severo moralista como Manning era sensiblemente sospechoso del
predicador popular, le permitió sin embargo, en cualquier servicio, en cada
ocasión, hablar sobre lo última cosa que él esperaba pensar o hablar: sobre
sí mismo.
La multitud de personas que él recibió en
la Iglesia: hombres de mundo, mujeres de noble corazón, no fueron pocos. Los pre-graduados
a quienes llamaban Bensonians en Cambridge, y que revivieron un verdadero campo
de batalla del apostolado de Cambridge desde los tiempos de Tennyson,
escucharon de él su propio camino y sendero que lo condujo a la Jerusalén
Celestial. Ellos sabían que como clérigo anglicano él constantemente había
escuchado confesiones y que consideraba a la confesión exactamente con la misma
reverencia y santidad que un católico, y que rezaba su rosario como una monja.
Ellos sabían que él se había apartado de las altas esferas críticas y que se
había volcado hacia el hombre de a pie y que por él “La religión del hombre
común” fue compuesta posteriormente. Y con relación a esto, el profesor von Harnack el presumido
intérprete de antiguos documentos, haciendo una parodia de lo común, dice que
el Hombre Común que corre puede leer. Monseñor Benson tampoco se abstuvo
de agradecer incluso a aquellos que lo clasificaban junto con la
literatura de Wardour Street. John
Inglesant tuvo una poderosa influencia en su joven imaginación y lo posicionó entre
las influencias que lo acercaron a la Iglesia. Y siempre hasta el final de
todos los recuentos vino la profesión: “todos los días de mi vida le agradezco
a Dios más y más que soy católico”. Todos los días también este agradecimiento
fue hecho manifiesto en más que meras palabras. Sus trabajos, fácilmente
recordados por todos los que leen, no necesita mayor enumeración. Si él no
estaba componiendo una novela con algún propósito, él estaba compilando un
libro de oraciones, o escribiendo una obra de misterio, o hablando en las
esquinas y predicando un ciclo de sermones en Roma, o en Londres, o en sus
últimas horas en Salford. O estaba instruyendo y recibiendo a los conversos, o
bautizando al hijo de alguien para complacer a la madre. O llamando a un
envejecido lisiado para agradar a una joven hija; o dando conferencias, o
escribiendo versos, los cuales eran en sí mismos una revelación de su carácter
y una revelación que ahora podemos hacer pública. Y en cuanto a lo que para él era su tiempo de ocio, estuvo la
elaboración de un esquema para una colonia de católicos; o decorando con sus
propias manos sus producciones en Hare Street House en Buntingford. Solamente la
última semana nosotros imprimimos, a solicitud de él, un conmovedor pedido
para que pudiera ser salvado, lo más posible, del creciente y exigente
castigo por tanta publicidad: la recepción de una enorme bolsa de cartas. Pues
entre sus muchas tareas sacerdotales, una empresa personal fue la de ser un
prolífero escritor de cartas, un ejercicio permanente de su pluma que nosotros
no vamos aquí a intentar hacer mayores apreciaciones.
De
sus novelas históricas en general él se inclinaba a decir muchas veces lo que
señaló en “¡Ven potro, ven soga”!: “Me temo que este es el tipo de libro del
cual cualquiera que conozca la historia, educación y costumbres de la era
Isabelina, no debiera encontrar dificultad en la escritura”. Sí, en este tipo
de novela el autor probó conspicuamente su laboriosidad y su facilidad, poco comunes, pero no una rara
facultad. Entonces en “Iniciación” y otros estudios de la vida actual, él no
era nadie más que un individuo, pues en esto él pertenecía a su época y no a
otra. Ahí fue él mismo y no otro. La sensibilidad no estuvo ausente en estos
libros y ni en la producción de otros. Cuando
en los romances históricos él describió el martirio, tenemos también su propio
comentario al respecto: “A mí me parece que para alguien que nunca ha estado en
el potro, yo he tenido un éxito bastante bueno escribiendo sobre cómo se debe
haber sentido estar ahí, y el estado mental al que debió haber
inducido. Cuando hube terminado de escribir la escena, estaba consciente de la
gran e inconfundible, incluso ligera sensación de dolor en mis propias muñecas
y tobillos.” Obviamente existió una aprehensión
necesaria por el tipo de libro el
cual benefició grandemente al otro, y la
actual experiencia del héroe en “Iniciación” pudo no haber sido transmitida si
por sí mismo si el autor no se hubiera sometido sin anestesia a una
dolorosa operación en una clínica y que ayudó también a darle una realidad
terrorífica al registro del potro. De modo similar es la descripción de los
dolores de cabeza del héroe (¡cuán héroe real!) en “Iniciación”, la más vívida
descripción de este tipo en toda la
literatura inglesa, la cual solamente pudo haber sido escrita por alguien que
lo ha sufrido personalmente. Y sufrido con una sensibilidad que es por fortuna
la corona de acero conferida solamente a muy poco elegidos. Ser tan capaz
de sufrir y aun así enfrentarlo, tal como lo podemos decir acerca de lo que acabamos
de contar, para abordarlo y abrazarlo, es una de las muchas maravillas de la
ahora terminada – o para la nunca terminada – carrera de Mgr. Benson. Su muerte fue apropiada a su perpetuo sentido
de desapego, lejos de su hogar. La falla del corazón fue una paradoja final en
la historia de un hombre cuyo corazón nunca había fallado antes. Fue un
alma herida para ser sanada, o incluso
una no pactada bondad para ser hecha.
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