miércoles, 30 de octubre de 2013

El momento de la muerte, por Mgn. Ronald Knox


          ¡Con cuánta facilidad concedemos a un amigo nuestro que acaba de morir el beneficio de la duda! “Descansa en paz”, decimos, o “Dios habrá acogido su alma”, o “Ahora tendrá su recompensa”. Hay una duda, desde luego; lo sabemos; lo admitimos. Pero, a menos que tengamos poderosísimas razones para pensar lo contrario, el instinto nos dice que ese amigo nuestro es o será feliz pronto, mientras que el instinto pagano daba por supuesto que sería desgraciado. ¿A qué se debe esto? ¿Cuál es la causa de tal cambio de actitud?

         La diferencia, a mi juicio, es simplemente esta: que los paganos consideran que la felicidad en el otro mundo dependía exclusivamente de los méritos que el difunto hubiese acumulado en esta vida, mientras que nuestra esperanza en una gloria eterna no reposa solo en nuestros propios méritos, ¡qué poca cosa tendríamos! ¡Qué vacías estarían nuestras manos sin la gracia divina! ¿Cuántas personas conoces de las que podrías decir con certeza que han hecho más bien que mal?¿Qué dirías si, en este mismo momento, tuvieras que comparecer ante el Tribunal de Dios y se te preguntara qué alegas para ir al Cielo, y yo también? No por el bien que hayamos hecho, no por servicio que podamos haber prestado a la Iglesia de Dios, sino, simplemente, por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo y nuestra amistad con Él.

        Precisamente porque nuestra esperanza de ir al Cielo y, por tanto, de no ir al Infierno, está basada en esa relación personal, pienso que deberíamos ser capaces de considerar el  tema de la otra vida sin olvidar lo que os he repetido tantas veces: la necesidad de tener una religión personal. Quizá este punto de vista te sorprenda; estamos tan acostumbrados a pensar en los horrores del Infierno como una forma saludable de despertar nuestra conciencia, que tal vez supongas que al hablarte de religión personal voy a prescindir del Infierno. Nada de eso; verdad es que si procuramos ser amigos de Dios no debemos pensar demasiado en los castigos que tiene preparados para los pecadores impenitentes, aunque esos castigos sean capaces de poner los pelos de punta a cualquier cristiano que no haya perdido la Fe; ahora bien, hay otro aspecto del Infierno que, si bien no significa gran cosa para los pecadores empedernidos, importa mucho, muchísimo, a los que aman a Dios. Ese aspecto es que, en el Infierno, no se ve a Dios, se permanece apartado de Él por toda la eternidad. Por eso, al hablar de la otra vida, de lo que nos espera después de la muerte, seguiré haciendo hincapié en la idea de vivir una religión personal, de la necesidad de cultivar la amistad con Dios.

          Supón que estás en el lecho de muerte y que no has perdido tus facultades mentales. Viene el sacerdote y escucha tu confesión; le cuentas dos o tres cosas de tu vida pasada porque piensas que no estás suficientemente arrepentido de ellas, y mientras llega el último momento, sigues pensando en tus faltas y pecados; recuerdas no solo lo malo que has hecho, sino lo mucho bueno que has dejado de hacer. Ves, sin necesidad de descender a detalles, lo poca cosa que eres, lo poco que has sido capaz de imitar y seguir a Jesucristo, tu Amigo. Y piensas: ¡Qué distinto hubiera sido todo si hubiese sido más consciente de su presencia a mi lado, si hubiese vivido siempre de cara a Él! Y mientras piensas eso, te sobreviene un estremecimiento, te falta aire, suspiras y notas como si el cuerpo ya no te perteneciera. Luego, de repente, te encuentras en la presencia de Dios. Eso es la muerte.

         Dios está frente a ti, muy cerca de ti. Ya lo estaba mientras vivías en este mundo, pero ahora, por primera vez, eres consciente de su presencia con absoluta evidencia y claridad. Y al cobrar esa conciencia evidente de su presencia, eres consciente también, plenamente consciente, de tus pecados y de tu pequeñez. ¿No te ha ocurrido alguna vez, estando solo en un cuarto, que alguien entre sin darte cuenta y te sorprenda hablando en voz alta o haciendo algo que no debías hacer? ¿Verdad que se siente como un inevitable sobresalto? Pues bien, ese sobresalto no es nada comparado con lo que sentiremos cuando comparezcamos ante Dios en nuestro juicio Particular. Nos daremos cuenta, de repente, que Dios acaba de entrar; mejor dicho: que siempre había estado allí, a nuestro lado, y no habíamos reparado en Él. Algo así como lo que le ocurrió al centinela que se quedó dormido durante una guardia y al despertarse se encontró con que Napoleón en persona montaba guardia por él.

          Y, al darnos cuenta de que Dios estaba allí, a nuestro lado, comprenderemos también que nos hemos comportado muchas veces como si no estuviera. Comprobaremos que, aunque queríamos ser sus amigos, a menudo, le hemos vuelto la espalda, hemos despreciado su gracia y hecho oídos sordos a sus consejos. Y no solo eso: sabremos también, a ciencia cierta, que Él sufría, porque nos amaba. Nos sentiremos como San Pedro en el patio del Palacio del Sumo Pontífice, cuando el Señor se volvió y le miró después de que Pedro, por tercera vez, negara conocerle. Una mirada de reproche en los ojos d ese Amigo que tanto nos ama y al que tan mal hemos correspondido: eso será nuestro juicio; eso será suficiente para desear ir al Purgatorio para reparar y volver purificado ante su divina presencia. Ahora bien, supón por un momento que Dios te mira con amor, pero luego aparta la vista de tu rostro y se aleja; que tú te das cuenta de que eres absolutamente indigno de ver su rostro y que permanecerás apartado de Dios por toda la eternidad. ¿No es eso el Infierno, la condenación eterna?

         Hubo una vez un hombre ciego de nacimiento que quiso saber cómo eran los colores. Sus amigos trataron de explicárselos y empezaron por el rojo. Al terminar su prolija explicación, el ciego dijo: “Si, creo que lo he comprendido. Algo así como el sonido de la trompeta”…Algo parecido nos ocurre a nosotros cuando alguien trata de explicarnos cómo será la vida en el otro mundo. Hablar de arpas y de prados floridos o de pozos profundos llenos de pez ardiente y de serpientes es algo parecido a comparar el color rojo con el sonido de una trompeta. Y es que carecemos de un órgano apropiado para captar la realidad de la otra vida; además, nuestra imaginación es limitada.

         Pero hay otra razón que hace este tema difícilmente comprensible: no somos lo suficientemente santos para ver la gloria del Cielo o los horrores del Infierno con sus verdaderos colores. El pecado, nuestros pecados, nos impiden comprender lo que la santidad significa.

         Recuerdo un chiste – bastante irreverente por cierto – que cuenta cómo dos gánsteres de Chicago murieron al mismo tiempo y fueron al Infierno. Al poco de llegar allí uno de ellos se acercó al otro sonriendo, y le dijo: “El Cielo es mejor que Chicago, ¿no es cierto?”. A lo que el otro respondió: “Sí, pero esto no es el Cielo”.

         Todo depende del punto de partida. Y el punto de partida es un mundo imperfecto habitado por naturalezas caídas. Por eso no nos es nada fácil apreciar el “aroma”, por decirlo así, de una existencia en la que la Justicia y la Misericordia divina resplandecen.

         Así pues, no trataré de sugeriros ningún tipo de representación sensible, ni siquiera las habituales de arpas y serpientes, ya que son solo metáforas que no superan las experiencias terrenas. Lo único que cabe hacer es esforzarse en pensar en las mejores y en las peores experiencias que hayamos tenido en nuestra vida, en nuestras mayores alegrías y en nuestras más profundas penas, y tratar de potenciarlas, multiplicarlas hasta el infinito, de tal forma que nos sugieran algo de lo que nos espera al traspasar las fronteras de la muerte: una felicidad inmensa, si somos fieles, o una pena eterna.
 
                                                        Ronald A. Knox, Retiro para gente joven

 

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