Cristo, nuestro Amigo, Crucificado.
"Padre,
perdónalos porque no saben lo que hacen”
Nuestro Amigo ya subió la
colina. Fue despojado de su ropa y extendido
sobre esa Cruz que llevó desde los escalones del Pretorio. Los verdugos
preparan todo, eligen los clavos… La gente, cuyo amor Él vino a buscar, se
agacha a mirar ese rostro que se alza para verlos. En ellos ve a todos aquellos
a quienes ellos están representando, esos incontables corazones que El quisiera
conquistar. Un martillo se alza, y, al caer, Jesús pronuncia su primera
palabra:
I. Pero ¿puede decirlo,
realmente? ¿Puede decir alguien, incluyendo al Dios de Caridad infinita, que no
lo sabían? Jesús había vivido con ellos, abiertamente, durante tres años, como
su sirviente y amigo. Había ayudado a todos los que habían venido a él,
alimentando al hambriento, sanando a los enfermos, aliviando a los atribulados.
Sabían que no rechazó nunca a ninguno de
los que acudieron a Él. Aun aquellos a quienes el mundo despreciaba, las
últimas ruinas de la humanidad, el publicano y la prostituta, los caídos en desgracia,
todos encontraban en Él un amigo. Todo esto era innegable; era público y notorio.
No podían pretender que el mundo lo rechazaba porque Él había rechazado al
mundo, o que ignoraban la obra de
Su incansable e inmensa
caridad. Había sido un amigo para todos.
Entonces se inventó la excusa
de que no era amigo del César. Pero también es cierto que había algo que no sabían.
Y lo afirma la misma caridad divina para perdonarlos. Y es que era su Dios el
que hacía todas esas buenas obras. Era el Creador el que había sido tan
compasivo con Su criatura. Era al Señor de la vida al que tenían en ese momento
en sus manos. Pensaban que eran ellos los que estaban quitándole la vida; no
sabían que era El mismo el que se anonadaba. Creían terminar con una especie de
filántropo que les molestaba; pero no sabían que estaban cooperando con la obra
culminante de la misericordia divina. Ellos no sabían lo que estaban haciendo.
Sabían, entonces, que estaban
acabando de la peor manera con un amigo, pero no que estaban asesinando a un
Amigo divino. Sabían que estaban traicionando a un compañero, que estaban
pecando contra los códigos más
elementales de la gratitud, la justicia y la dignidad humana; sabían, como
Pilato, que estaban matando a un justo, a un santo, que estaban echando sobre sus cabezas la sangre de un inocente.
Pero no sabían que estaban crucificando al Señor de la Gloria, que pretendían
silenciar al Verbo eterno de Dios.
Esto, por lo menos, se puede
decir en su favor. Sabían que lo que hacían era horrendo, pero no conocían la
magnitud de ese horror. Por eso, Padre, perdónalos.
II. Como era en el principio,
ahora y siempre…
El mundo, casi como Jesucristo,
es el mismo ayer, hoy y para siempre. Y hay una Institución en el mundo en el
que Cristo Jesús mora perpetuamente. Y es, como Jesucristo, a la vez divina y
humana. Ella lleva a cabo incesantemente obras divinas y humanas. Y, como
Jesucristo mismo (y como toda actividad bienhechora), encuentra una asombrosa ingratitud. Al punto que no hay momento en la
Historia en el que no sea crucificada por aquéllos cuyo auxilio y salvación
quiere lograr. Es, de hecho, una realidad que va a durar tanto cuanto el mundo
siga siendo lo que es, aunque en algunos períodos sea más manifiesto que en
otros. Y no puede decirse que no saben, al menos en parte, lo que están
haciendo. Por ejemplo, saben que toda la civilización europea tiene fundamentos
católicos. Saben que la Iglesia alimentó a los hambrientos, enseñó a los
ignorantes, acogió a los marginados e hizo
la vida más soportable para los
enfermos, y todo eso siglos antes de que
el Estado soñara con hacerlo, y aún antes de que existiera algo llamado Estado
que pudiera hacerlo. Ellos saben que ella ha sido madre de ideales, de las
artes más nobles y de la belleza más pura. Hoy se usan en todos los países de
Europa, sea para fines seculares o semi-sagrados, edificios que ella levantó
para el propio culto de su Dios. Ellos saben que la moral de los hombres, en
definitiva, se aprende en su enseñanza, y que cuando ésta se eclipsa campea la
delincuencia. Y aquí, nuevamente, el único cargo contra ella es que ella no es
amiga del César, ni de ningún régimen que pretenda organizar la sociedad
apartándose de Dios.
Pero, ¡gracias a Dios!, la
caridad divina todavía puede alegar, a favor de los hombres, que no conocen
todo el horror de lo que hacen, que todavía piensan que mutilar y torturar a la
Iglesia de Dios es hacer un gran servicio. Porque no saben que ella es Su
preferida, y la Amada de Su Hijo; que ella es la Ciudad Eterna que viene de
Dios, que desciende del cielo; y que, en sus sufrimientos, ella participa y aplica la divina expiación por los pecados
de aquellos que la crucifican.
Ellos saben que atentan contra
la justicia humana, que tocan a una comunidad mundial de una manera en la que
no se atreverían a lidiar con cualquier nación. Saben que están cortando la
misma rama en la que ellos mismos se apoyan. Pero no saben que en este caso la
tal justicia es en realidad el Derecho divino; que esa Institución que atacan
es un Cuerpo que incorpora, no las vidas de los hombres, sino la Vida encarnada
de Dios; que están matando, no un profeta o un siervo de Dios, sino al mismo Hijo
engendrado del Padre.
Esta oración tenemos que
aprender a hacerla nuestra. Y en
el preciso momento
de nuestra última agonía saber decir: Perdónalos, porque
no saben lo hacen.
III. Por último, en esa oración
estamos incluidos también nosotros, ya que también nosotros hemos pecado en
clamorosa ignorancia. Porque aquí estamos nosotros, católicos, a quienes se
confiaron los tesoros de la verdad y de la gracia; y ahí está el mundo a quien no
se lo hemos transmitido. Bien
podemos confesarnos de pereza y letargo, de avaricia y falta de generosidad.
Nosotros sabemos lo que hacemos, en buena medida: sabemos que no somos fieles a
nuestras altas inspiraciones, sabemos que no hemos hecho todo lo que hubiéramos
podido.
Mientras tanto, y en el fondo,
no sabemos lo que hacemos. No llegamos a apreciar el apremio de la necesidad de
Dios, ni la magnitud de lo que El hizo por nosotros, ni la enormidad del valor
de cada alma, así como de cada acto, de cada palabra, de cada pensamiento que
ayuden a forjar su destino eterno. No conocemos tampoco la tensa expectativa
con la que el cielo está pendiente de nuestros impulsos. Ni cómo aquí, en estas
pequeñas oportunidades de cada día, se esconden los gérmenes de nuevos mundos
que pueden nacer para Dios, o para ser aplastados, en embrión, por nuestro
descuido. Jugueteamos con las joyas que Él nos dio, olvidando su valor incalculable;
correteamos como niños en medio del jardín, pisoteando las flores que Dios
podría, sí, reemplazar, pero ya nunca restaurar…
Así crucificamos todos los días
el Plan divino, y así insultamos la honra y el nombre de Dios. Y Jesús, en
medio de nosotros, nos muestra las marcas de Su agonía y espera compasión, y
alguno que lo con- suele, pero no encuentra ninguno. Nosotros miramos,
murmuramos y seguimos nuestro camino, mientras el drama de Jesús sigue
ocurriendo, mientras Él sigue pendiendo
entre el cielo y la tierra,
habiendo descendido de uno y habiendo sido rechazado por la otra, y mientras
Jesús, a quien tratamos como a un nuestro esclavo, sigue queriendo ser nuestro
Amigo.
Por eso, Padre, por esta
oración de Tu Hijo crucificado perdónanos también, porque no sabemos lo que hacemos.
Y cuántas cosas ignoramos, acerca de la vida espiritual. Cuántas veces
ignoramos a Jesús que viene a nosotros como un Amigo. Y a cuántos les ha ocurrido
que, sea en la juventud, sea en la madurez, de pronto despiertan al hecho de
que Cristo desea, más que mera obediencia,
simple fe o sola adoración, una
verdadera amistad con El. Y eso produce, rápidamente, una primera y efectiva
conversión moral.
¡Es tan admirable y hermoso ver
a alguien que, como una joven que se entera que es amada, descubre con el
corazón encendido que Dios es su enamorado! Tan admirable y hermoso como ver
que, tantas veces, Dios vino a los Suyos, y los Suyos lo recibieron.
Y sin embargo muchas veces
ocurre lo mismo que en los amores humanos, en este romance divino. El amor
puede enfriarse, en la misma persona que pocos años atrás centraba todo en
Cristo Jesús, y había reformado su vida hasta en los detalles, con el único
objeto de parecerse cada vez más a su Amigo. Puede sucederle al mismo cristiano
que había hecho de la devoción su principal ocupación, que había concentrado
sus capacidades, hasta su sentido estético, sus intereses, sus emociones, su entendimiento,
única- mente en El, que había empezado una nueva vida centrada en El, y que había como extinguido
sus pecados, casi sin un esfuerzo, en la luz de Su Presencia. Puede
ocurrir en esa misma
persona que, cuando comienzan a
sacudirla las pruebas de la vía purgativa, ve que se fatigan sus ilusiones, que
la madurez enfría los ardientes entusiasmos de la adolescencia, y que la rutina
mundana reitera su pretensión de ser el único objeto adecuado de consideración.
Esa persona, poco a poco, en lugar de agarrarse más fuerte que nunca a su
Amigo, en vez de afirmarse en una fe casi desesperada, en vez de sostenerse en
esa que ha sido la experiencia más real y vital de su vida, en lugar de tratar
de transferir la imagen de Jesús, desde ese romanticismo tal vez apagado, al estado maduro en el que
se ha encontrado, en lugar de aferrarse a Él desde su debilidad, cuando las
fuerzas naturales la abandonaron, por el contrario, empieza a situar semejante
realidad vivida entre los cuentos de hadas de la juventud, y termina por
reducir la Amistad con Cristo, y a El
mismo, a una de esas ilusiones que, aunque naturales en esos años inexpertos,
deben dejar lugar a las nuevas experiencias de la vida.
Y aunque todavía ve a Jesús
como Dios, y como el ideal y el Salvador de los hombres, ya no lo trata como el
Amante que la prefiere entre miles, como el príncipe que la despertó con un
beso, y a quien en adelante ella debe enteramente pertenecer. Irá enfriándose
sin mucha conciencia de ello y tal vez la- mentándolo, y sintiendo allá en el
fondo que hubiera sido más perfecto perseverar, y hasta envidiando a aquellos
que han perseverado.
Este cristiano sabe que falló,
pero no sabe cuánto, ni se da cuenta de que está renunciando a la posibilidad
de ser santo, y que está dejando pasar oportunidades que pueden no volver más,
y que, si no fuera por la misericordia de Dios, habría perdido ciertamente
incluso la probabilidad de su salvación.
La Amistad de Cristo,
Monseñor Robert Hugh Benson.
(Traducción
de Jorge Benson)
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