Pues por la fe, cuando estoy necesitado,
Brillan
los destellos de una puerta semi abierta, y a través de ella
Se muestra
la luz del fuego en el suelo.
Un cántico
de las cosas comunes.
Una mañana nos sentamos en la sala
común en el centro de la casa. Durante la noche había estado cayendo la lluvia,
y pensamos que era mejor que el anciano no se sentara en el jardín hasta que el
sol hubiera secado la tierra, y por tanto, en vez de esto, nos sentamos
adentro, pero con la puerta de par en par abierta, la que mira a un rectángulo
de pasto que está frente a la casa. Antiguamente había un camino que conducía a
esta puerta a través de un pórtico con pedestales y esferas de piedra, y que
estaban situadas exactamente al frente, a unas quince yardas de distancia. Sin
embargo, el camino hacía tiempo ya que estaba cubierto de césped, aunque se mostraba levemente bajo
dos pequeñas protuberancias en el pasto que corría desde el pórtico hasta la
puerta.
Por otro lado el césped rodeado por un
antiguo muro de ladrillo que estaba oculto tras una frondosa hiedra, mostraba
una exquisita masa de colores con cabezas de lirios morados y amarillos y
alhelíes rojizos.
El viejo había estado silencioso en el
desayuno. En la mañana había ofrecido el Santo Sacrificio de manera usual en la
pequeña capilla de arriba, y yo había
notado que también ahí parecía preocupado. Durante el desayuno había
hablado muy poco, respondiendo a cuenta gotas a los temas que yo le proponía.
Al final entendí que sus pensamientos estaban muy lejos en el pasado y no quise
importunarlo.
Estábamos los dos sentados en unas talladas
sillas altas en la entrada. Sus pies permanecían envueltos con unas mantas y
sus ojos miraban constantemente y con tristeza la decoración del pórtico de
hierro. Afuera, al otro lado, altos pastos que no han sido cortados se apoyaban
contra el muro o empujaban su plumosa cabeza a través de él.
Vi de pronto que el sacerdote estaba
mirando el pórtico, dejando que sus ojos recorrieran cada detalle de la planta
trepadora, de la forja del hierro y del viejo ladrillo, y no, como yo había
pensado desde el inicio, meramente contemplando la difusa distancia de los años
pasados.
Súbitamente él rompió el largo silencio:
-“¿Alguna vez te conté” – preguntó – “sobre
lo que vi ahí afuera en el jardín?” Ahora se ve
bastante normal, aunque lo que yo vi ahí supongo que no lo veré de nuevo
en este lado de la muerte o en último caso, no hasta que esté en el
mismísimo gran pórtico de la muerte”.
Yo también observé el pórtico. La atmósfera
estaba llena de lo que es “el claro brillo después de la lluvia”, tal como lo
canta el rey David. El aire estaba visible y radiante gracias a la unión de la
luz y el agua, las más alegres creaturas de Dios. Un gran árbol de castañas
desaparecía más allá de la puerta.
-“Si puedes, cuéntamelo” – le dije – “Sabes
que me encanta escuchar aquellas historias”.
- “Tal vez ya lo sepas, pero años atrás, no
mucho tiempo después de mi ordenación, estaba trabajando en Londres. Por
entonces mi padre vivía aquí, tal como lo hizo el suyo antes que él. El escudo
de armas en el centro del pórtico de hierro fue puesto por él al poco tiempo de
haber heredado la propiedad. Yo solía venir acá de vez en cuando para respirar
un poco de aire campestre. Difícilmente encuentro algo que me cause más placer
que venir a respirar el glorioso aire de campo, lejos del humo y del ruido de
Londres; o volar despierto por las noches con el susurro de los pinos afuera de
mi ventana, en vez del incesante tumulto humano de la ciudad.
En fin, sin previo aviso vine una vez aquí,
en una tarde de verano, trayendo graves noticias. No es preciso entrar en
detalles, sería inútil hacerlo. Sólo decir que las noticias no afectaban ni a
mi familia ni a mí. Después de todo, fue una curiosa serie de circunstancias
las que me llevaron a ser el portador de tales noticias. Fue por una pura
casualidad que una damisela pasó a alojarse con mi familia. Yo la conocía muy
poco, de hecho la había visto una única vez anteriormente. Las noticias
llegaron a mis oídos en Londres. Yo sabía que a quien concernían, las ignoraba,
y que los que las conocían no se atrevían ni a escribir ni a telegrafiar, y yo
voluntariamente traje estas nuevas.
Fue así que caminé desde la estación con el
corazón apretado, y el camino me pareció intolerablemente corto, pues yo sabía
que las noticias romperían el corazón a aquella que tenía que escucharlas.
Entré por la puerta que está al final de la avenida” – él hizo un gesto con la
mano hacia la derecha – “y pasé directamente hacia la parte trasera de la casa,
justo detrás nuestro. La puerta en la que estamos sentados era la puerta de entrada,
pues el camino había sido sembrado con césped y usábamos la puerta trasera en
su lugar. El césped de aquí era mucho más grande que como se ve ahora.
Únicamente el camino se notaba claramente como una larga lápida a través del
pasto.
Al entrar por la puerta trasera, vi que
ella estaba saliendo con un libro y con una silla de mimbre para sentarse en el
jardín. Mi corazón se estremeció terriblemente de dolor por todo lo que me iba
a tocar decir en el momento en que mi negocio fuese hecho. No habría lugar para
una tranquila tarde en el jardín y la mirada de serena felicidad se extinguiría
de su rostro.
Por un instante ella no me reconoció en la
entrada oscura y dio un paso a atrás cuando entré. Después me dijo:
-¿Por qué está usted aquí? Usted ha venido
a casa y yo no sabía que se le esperaba.
Yo respiré profundo para recuperarme.
- A mí no se me esperaba – le respondí y
luego después de un instante le dije:
- ¿Puedo hablar con usted?
-¿Hablar conmigo? ¿Por qué? Ciertamente,
¿en el jardín o aquí?
- Aquí – contesté – Fui junto a ella y abrí
la puerta de esta habitación. Entró conmigo y permaneció de pie aquí junto a la
puerta, sosteniendo aún el libro, con sus dedos entre las hojas.
Me imagino que te estarás preguntando
porqué no conseguí a una mujer para que
le trajera estas noticias. Bueno, yo lo estuve reflexionando desde que me ofrecí
como voluntario para ser el portador de estos hechos. Por una parte tenía miedo
de ser un cobarde, o llámalo orgullo si lo deseas, y por otra parte existen
razones, las cuales no necesito mencionar, que me obligaban a cumplir
literalmente mi promesa. Pensé además que ella preferiría que las noticias
fueran conocidas por el menor número de personas posible. Por último, si yo juzgué
correcta o erróneamente mi decisión, ya estaba aquí con mi cometido.
Ella permaneció ahí ( el anciano siguió apuntando el batiente de
la puerta a la derecha) y yo acá ( y
señaló el sitio una yarda más atrás). La puerta estaba entera abierta así como
ahora y el fragante aire de la tarde penetró al interior de la habitación. Su rosto
estaba parcialmente a la sombra, pero en sus ojos se notaba que había un
progresivo asombro por mi brusquedad, quizás con un leve matiz de ansiedad,
pero nada más que eso.
- He venido – dije lentamente mirando hacia
afuera, al jardín – con un encargo muy
difícil – y no pude continuar. Me volteé y la miré. ¡Ah! La ansiedad se
había profundizado un poco.
– Y
le concierne a Usted y a su felicidad.
Yo la miré de nuevo, y recuerdo como su
rostro había cambiado: sus labios estaban separados y sus ojos abiertos de par
en par, los cuales brillaban mitad a la sombra, mitad a la luz, y sobre su frente habían unas
pequeñas líneas. Entonces se lo dije en una o dos frases, y cuando la miré
nuevamente sus labios estaban cerrados y sus manos apretaban la moldura del
batiente de la puerta. Pude ahora ver sus anillos brillando a la luz que se
derramaba a través de los castaños, que en aquel tiempo eran más pequeños,
hacia la habitación. Luego ella movió los labios un par de veces. Su mano se
aflojó con titubeo y avanzó sin tregua a través de la habitación. Había ahí un
gran sofá y cuando lo encontró, se
arrojó de bruces sobre el brazo y el respaldo.
Yo esperé en la entrada mirando el pórtico
de hierro. La pena era algo nuevo para mí por aquel entonces. No había
aprendido a entenderlo o a estar tranquilo a pesar de ella. Yo sabía que al
mirar a la habitación de atrás encontraría una terrible contienda. Frente a mí
estaba el jardín lleno de paz y dulzura, con el suave brillo de la luz del sol,
y detrás de mí había algo muy similar al infierno. Yo permanecía entre la vida
y la muerte.
Después de un momento, recordé que yo era
sacerdote y que debía ser capaz de decir algo. Tan sólo unas palabras del
Divino mensaje que el Salvador trae, pero no pude. Sentí que me hundía en aguas
profundas. Incluso Dios me parecía tan lejano y ajeno, tan intolerablemente
sereno y apartado. Yo anhelaba con todas mis fuerzas humanas rezar y dar un
poco de luz a la lucha que ocurría ahí detrás y de la cual yo me sentía
separado por un ancho canal. Fue entonces cuando Dios una vez más me otorgó una
clara visión.
Observa el pórtico de hierro (continuó el viejo apuntado) pues bien, justo
entre los dos pilares, un poco por encima de ellos, colocado claramente contra
el árbol de castañas, un poco más allá, estaba la figura de un hombre.
No sé cómo explicarlo, pero yo estaba
consciente que sobre este mundo material de luz y color hay un corte de plano
con el mundo espiritual, y que yo soy capaz de poder mirar ahí donde los planos
se cruzan y ver lo que está más allá. Era como ver el humo traspasado por la
luz de los rayos del sol. Uno hace visible al otro.
Pues bien, esta figura de hombre estaba
arrodillada en el aire. Es la única forma que tengo para describirlo. Su rostro
estaba vuelto hacia mí, pero hacia arriba. La cosa más curiosa que me impresionó
en ese momento fue que él estaba, por llamarlo de alguna manera, inclinado en
un ángulo de 90° hacia un lado, sin embargo esto no me pareció grotesco. En
cambio, el mundo parecía inclinarse. El castaño afuera parecía estar
perpendicular y el muro fuera de la horizontal. El verdadero nivel era el del
hombre.
Sé que suena tonto, pero me pareció que el
mundo espiritual era el mundo real y que el mundo de los sentidos era,
comparativamente, el irreal, tal como el
dolor de la mujer ahí detrás era más real que los rayos del sol sobre mi
cabeza.
Comparado con la figura arrodillada, el
castaño y el pórtico parecían insustanciales y sombríos. Yo sé que los hombres
que tienen visiones nos cuentan que usualmente éstas son de otra forma, pero puedo decirte que no fue así conmigo.
Tal como te lo he dicho, esta figura estaba arrodillada y su túnica ondeaba
lejos detrás suyo junto con una gran capa que estaba estirada de un modo tirante hacia atrás desde
la espalda como si estuviese siendo batida por un fuerte viento, el viento de
la Gracia, supongo, que siempre sopla desde el Trono. Sus brazos estaban
extendidos frente a él, pero lo suficientemente abiertos como para que pudiera
ver su rostro, y su rostro estará siempre conmigo en mi memoria hasta que me
muera con el favor de Dios. Tenía el inconfundible rostro sin barba y tedioso
de un sacerdote.
Ahora ya sabes cuán cerca conviven el
intenso dolor y la intensa alegría. Sus fronteras están muy cerca. En el rostro
de este hombre ellos se encontraban juntos: la angustia y el éxtasis eran uno.
Sus ojos estaban abiertos, sus labios estaban separados. No sabría decirte si
él era joven o viejo, pues su rostro no tenía edad, como todos los rostros de
aquellos que miran a Aquel que habita en la eternidad. Él se encontraba
rezando, no puedo decir nada más. Tenía
su corazón abierto a la pena de esta mujer y lo había hecho propio. Ahí se
encontraron: en la petición si te place llamarlo así; o en la resignación si
prefieres darle ese nombre; o en la adoración, si deseas denomínalo así
también. Todo esto es verdad, pero a su vez es insuficiente. Mas, esta pena se
encontró ahí purificada con su propia voluntad, la cual ha llegado a ser una en la eterna voluntad de
Dios y yo te diré como es que lo sé.
Lo miré, y a mis oídos llegaban los sollozos
de la habitación de atrás. Sin embargo, mientras yo miraba la gloria de la profunda angustia en
su rostro, el sollozo detrás se redujo y cesó. Yo escuché susurrar el nombre de
Dios y de su Hijo y entonces la visión que estaba frente a mí desapareció y ahí
estaba de nuevo el árbol de castañas tan real y hermoso como antes, y cuando me
volteé hacia la mujer, ella se había puesto de pie y la luz de la conquista
estaba en sus ojos.
Ella extendió su mano hacia mí, yo me
incliné y se la besé, pero no me atreví a tomarla por mi propia cuenta porque
ella había estado en un lugar celestial. Yo había visto su pena llevada y
puesta frente al Trono de Dios por uno más grande que nosotros dos y algo de su
gloria descansaba en ella”.
La voz del anciano cesó. Cuando me volví a
mirarlo él tenía la vista fija en el pórtico de hierro en el muro, y sus ojos
estaban brillando como el radiante aire de fuera. Después de un momento dijo: “Yo
no sé si ella está viva o muerta, pero ofrecí el Santo Sacrificio esta mañana
por la paz de su alma en cualquier estado en que ella esté”.
Robert Hugh Benson, The Light Invisible
Da un cierto pudor decirlo, pero creo que es lo más bello escrito por mano humana que jamas haya leído.
ResponderEliminarGracias.
Gracias J, es verdad, y se nota la exquisita sensibilidad de Benson respecto a la oración y su recurrente postura frente al problema del dolor.
ResponderEliminarEspero no traicionar el texto con mis traducciones.
Un abrazo para usted
Beatrice