sábado, 14 de febrero de 2015

La paciencia de Dios, por Mgr. Ronald A. Knox



                   La Paciencia de Dios

Y dijo al encargado de su viña: Mira, van ya tres años que vengo buscando el fruto de esta higuera y no encuentro ninguno. Por tanto, échala abajo. ¿Para qué está obstruyendo la tierra? Lc. 13, 7.

      Hemos visto que, a pesar de los trabajos que Nuestro Divino Señor se tomó para curar las heridas de nuestra naturaleza caída, siempre quedarán, de acuerdo con su propia profecía, miembros malos, miembros poco satisfactorios de la Iglesia que Él deseó y compró para sí con su preciosa sangre. Y hemos visto que aunque Él lo sabe, no nos permite que pongamos como excusa la presciencia divina; como si ésta necesitara nuestros pecados: el alma individual es responsable de los escándalos que pueda crear en la Iglesia, por mucho que esos escándalos estén previstos en el plan del Arquitecto divino. Y ahora llegamos a otra pregunta: ¿Cuáles son las condiciones – no podemos atrevernos a decir la explicación -  de la paciencia divina frente al pecado humano? ¿Cómo es posible que Dios vea a los hombres pecando y prevea que nunca abandonarán sus pecados ni ganarán su entrada al Reino de los cielos, y, sin embargo, no intervenga para vindicar su propia ley, y terminar de una vez con la vida humana de la que tan mal uso se hace, y que sólo puede dañar a los que la rodean? Y hay otra pregunta complementaria planteada desde el lado del hombre: ¿Cuáles son las condiciones de nuestro contrato? ¿Hasta dónde podemos permitirnos desdeñar las llamadas y las inspiraciones del Espíritu Santo? ¿Cuándo y cómo se nos puede ofrecer una segunda oportunidad?

         Se trata de un tema muy amplio que contiene profundos misterios de teología y lecciones prácticas de la máxima importancia moral. Además, es un tema al que recurre continuamente la enseñanza de Nuestro Señor.

       Comencemos con la parábola de la semilla, que crece en secreto porque la alegoría que contiene está estrechamente relacionada con las que hemos estudiado anteriormente. “Así es el Reino de Dios, como si un hombre arrojara semilla en la tierra, y se acostara y se levantara, noche y día, y la semilla brotara y creciera sin que él lo supiese. Y cuando el fruto ha aparecido, inmediatamente empuña la hoz, porque la cosecha ha llegado” (Mc. 4, 26-28). Si suponemos que el Reino de Dios significa el fin del mundo y el juicio final, tendremos que identificar al Reino con la cosecha. Pero si, de acuerdo con el principio que hemos seguido hasta ahora, consideramos al Reino de Dios como un segundo nombre para la Iglesia, entonces el Reino de Dios, el período de la lucha de la Iglesia, se compara aquí al período completo que media entre la siembra y la cosecha. Recordad una vez más cuál era la clase de reino que los judíos esperaban: una manifestación abierta del poder de Dios, una teofanía en la que Dios respondería al grito milenario de sus siervos: “Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Despierta, y no estés siempre ausente de nosotros”Ps.43, 23. Él haría surgir en Judá un héroe nacional, o algo más que un héroe nacional, un triunfo visible sobre los paganos. En ese milenio que iba a venir, los hombres aprenderían al fin, para su beneficio o para su pérdida, que existe un Dios que dirige los destinos humanos y se ocupa del bienestar de sus siervos.

      En lugar de esto, Dios duerme. Nuestro Señor nos lo dice así en su parábola: Dios duerme. Dos veces en las parábolas se nos dice que Dios duerme, y dos veces que se va de viaje a un país alejado. Sabemos, naturalmente, que Dios, aunque mora en la luz inaccesible, está, sin embargo, presente en todos los tiempos a todas sus criaturas, y que nada de lo que ocurre en todo el espacio y en toda la existencia puede quedar fuera de su conocimiento y noticia. La idea que mencionamos es, pues, una idea metafórica, pero se trata de una metáfora que los oyentes de Nuestro Señor entenderían en seguida. Cuando el profeta Elías se burlaba de los sacerdotes de Baal porque su dios no les ayudada, les decía: “Gritad más alto, porque a lo mejor se ha ido de viaje, o a lo mejor está dormido y tenéis que despertarle” (3 Reyes, 18, 27). Un dios que duerme o que está de viaje significa un dios que se porta como si no le interesara el bienestar de sus siervos, y los dejara entregados a ellos mismos. Y así ocurre en muchos pasajes de los Salmos, como el que acabo de citar: “Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Despierta, y nos esté siempre ausente de nosotros”. Los judíos, pues, pensaban en el Reino como el momento en que Dios despertaría de un sueño. Nuestro Señor les dice que el Reino será como si Dios despertara sólo para sembrar nueva semilla en su campo, y luego se volviera a dormir. El labrador de la parábola despierta de su sueño todos los días; esto puede querer decir que Dios interviene de cuando en cuando providencialmente en la historia del mundo, pero en general nuestra lección es la de que Dios nos sigue dejando entregados a nosotros mismos, sigue dejando a cada hombre que obre a su manera sin obstáculos, mas sin que por ello sanciones o apruebe su acción. Así seguirá siendo hasta la cosecha. La cosecha, lo mismo que la vez anterior, es el fin del mundo, y Nuestro Señor en esta ocasión, como en otras, no quiere dar a sus oyentes ninguna indicación acerca de cuándo ocurrirá tal acontecimiento.

       Pero, para sus oyentes judíos, la paciencia de Dios es un tema de importancia inmensa, mucho más importante de lo que ellos mismos creen. Ellos mismos, el pueblo escogido, están siendo juzgados. Y parece ser que poco tiempo antes de la Pasión Nuestro Señor les abre los ojos acerca de la posición que ocupan casi con los mismos términos. Me refiero naturalmente, a la parábola de los malos viñadores (Lc. 20, 9-16). En esta ocasión, los agentes humanos a que se refiere no son comparados con hojas que brotan y van madurando para la cosecha, sino con los cultivadores de la cosecha misma. Aquí habla de viña, utilizando un símbolo que no podía dejar de ser reconocido. ¿No se había quejado David de que la viña que Dios había sacado de Egipto, y que era su pueblo escogido, yacía ahora sin empleo, de modo que los que pasaban arrancaban sus racimos? ¿No había cantado Isaías, en nombre de Dios que hablaba por él, una canción referente a su viña – la viña que había sido tan cuidadosamente plantada y vallada, con una torre para guardarla y una prensa para recoger el fruto-, la viña cuya cosecha de uva se aguardaba y que sólo había producido uva silvestre? Este pasaje tuvo que saltar al recuerdo de los oyentes de Nuestro Señor. Y cuando siguió hablando del seto y de la torre y de la prensa para el vino, no podía ya caber ninguna duda. “Escuchad. ¡Está hablando de nosotros! Al fin, sin pretender ocultarlo, está hablando de nosotros”. ¿Y los sirvientes que habían sido apedreados y golpeados y expulsados de la viña, quiénes podían ser sino los viejos profetas, los profetas cuyas tumbas habían construido los fariseos con tanto entusiasmo, pero no sin escrúpulos de conciencia acerca de la actitud de sus padres, que habían sido los asesinos de los profetas? Se os había dado una oportunidad tras otra – les dice Nuestro Señor -, mensaje tras mensaje os fue enviado para apartaos de vuestra vía de pecado, ¡y ése era el provecho que sacabais de tales oportunidades! Apenas podían negar sus argumentos, pero ¿a dónde iría a parar?

                              

“Por tanto, teniendo todavía un hijo, el más querido para él, lo mandó también a ellos en último lugar, diciendo: Por lo menos prestarán reverencia a mi hijo” (Lc. 20, 13). ¿Qué quiere decir ahora? Durante un momento los oyentes estaban desconcertados, mas pronto apunta en ellos lo que estas palabras suponen. Ahora comprenden lo que el nuevo Profeta pretende ser.  ¿Y qué hicieron? Le crucificaron. “Porque se proclamó a sí mismo Hijo de Dios” – en esta parábola de los malos viñadores fue donde encontraron la base de su acusación -. La parábola significa: “A vosotros los judíos se os han estado ofreciendo una y otra vez nuevas oportunidades. Ahora llega la prueba suprema. Ahora tenéis que decidir lo que vais a hacer con el Hijo de Dios”. Y le crucificaron. ¿Se ha dado nunca a una nación advertencia más franca? ¿Ha habido asesinos que obraron con los ojos tan completamente abiertos? Pero recordad que no terminaba aquí la parábola. La acusación presentada contra Él fue la de haberse hecho Hijo de Dios, pero había nuevos motivos para su odio en las palabras con que concluía Nuestro Señor: “Él vendrá y destruirá a esos viñadores y dará la viña a otros”. ¡A otros! ¡A los gentiles! ¿Qué tiene que decir Nicodemo, qué tiene que decir José de Arimatea en defensa de esto? Echadle fuera, ¡echadle fuera! ¡Crucificadle!

        No podríamos dejar de reconocer en la historia del pueblo judío la indecible paciencia de Dios en su trato con él. Primero un profeta y luego otros fueron llamados, instruidos, enviados en misión; una calamidad tras otra fueron lanzadas contra el pueblo rebelde; una liberación tras otra se produjeron cuando ya toda liberación parecía imposible, y siempre el pueblo volvía a sus pecados y olvidaba su Alianza. Y ahora al fin las arenas se habían secado. Habrá una nueva misión y esta vez el emisario es el propio Dios. Se trata de matar o de curar: Israel ha llegado a la crisis de su larga vacilación: “Sin duda, prestarán reverencia a mi hijo”. Pero no; podéis ver desde los mismos comienzos de la misión de Nuestro Señor cuál había  de ser la decisión. Teniendo ojos no ven, y teniendo oídos no oyen, ni tampoco comprenden. ¿Por qué? Sin duda, no es difícil de entender. Con cada una de sus negativas para aceptar a los mensajeros de Dios, el hábito de la rebelión se ha arraigado más fuertemente en el corazón judío; un acto de apostasía tras otro han moldeado su espíritu hasta que se encuentra preparado para la mayor de las apostasías. Nunca es demasiado tarde para arrepentirse. Los judíos podían haber aceptado, como pueblo, la ocasión que tantos judíos individuales aceptaron, de arrepentirse y retornar a Dios, pero, a causa de los hábitos que la historia había creado en ellos, era casi seguro que fracasarían en la prueba.

      Y éste es, sin duda, el camino que sigue Dios con los pecadores también bajo la nueva ley. Su paciencia parece infinita; una y otra vez les concede la oportunidad de borrar el pasado. Y no porque la gracia sea rechazada se hace más débil la oferta siguiente. Por el contrario, si pensáis en que la última oportunidad que se dio a los judíos fue también la mejor de todas, ya que Dios Todopoderoso bajó de los cielos para intentar llevarlos a Él, encontraréis incluso razones para suponer que cuando más yerra el pecador más poderosa es la acción de la gracia para animarle a que vuelva. Pero Dios no se inmiscuye en la composición de nuestra naturaleza, y ésta es de tal índole, que tanto nuestros buenos hábitos como los malos crecen en respuesta a cada uno de los actos que los ponen en funcionamiento. Pasamos fácilmente de un pecado venial a otro, y a cada vez la gracia habitual que actúa en nosotros ofrece resistencia, pero la dominamos. La gracia no disminuye según van pasando las semanas, pero el hábito que se está imprimiendo en nuestro carácter queda más profundamente grabado con cada fracaso sucesivo. El primer mensajero enviado a la viña es golpeado por los colonos, el segundo herido, el tercero muerto. Y entonces, al fin, llega la tentación decisiva, la tentación al pecado mortal, y con ella viene la gracia, lo sabemos, la gracia suficiente para resistirlo, un impulso de gracia más fuerte que los que hemos sentido hasta entonces. Pero se ha afianzado el hábito, la facilidad de marchar en dirección equivocada, ¡y cuántas veces se impone el hábito! Transferid todo este proceso al caso de un alma que ha perdido ya la primera gracia por un pecado mortal y que, al volver a experimentar los estímulos piadosos de una gracia nueva como única protección contra las tentaciones, los desobedece, una y otra vez. Su última oportunidad llega a la hora de la muerte: el hábito de la impenitencia ha crecido; ante él se alza la última tentación: la de la impenitencia final. ¿Quién podrá decir las oleadas de gracia que riegan este corazón, las oraciones que la Madre de los Dolores ofrece por su conversión? Pero tropieza con el hábito…De tener un mal fin, del poder del demonio, líbranos, Señor.

         Aún hay otra parábola cuya tesis principal está estrechamente ligada a la de los viñadores, la parábola de la higuera. Pese a todos los cuidados y a la esperanza ansiosa de su propietario, la higuera sigue siendo estéril. Córtala, dice, ¿para qué he de ocupar la tierra en balde. (Lc. 13, 6-7) Y agrega un terrible sentido a esta parábola, en que la higuera representa claramente a la nación judía, el hecho de que Nuestro Señor, como recordaréis, hizo efectivamente que se secara una higuera que había a la entrada de Jerusalén, al ver que no tenía fruto, como en testimonio contra el pueblo que le había rechazado. Pero observad que en este caso tenemos un nuevo personaje: el jardinero. Resiste la sugerencia del propietario y le pide que dé permiso para que el árbol sea conservado un año más, en que cavará a su alrededor y le echará estiércol, y hará todo lo posible para volverlo fructífero. Creo que no puede haber duda de que  este jardinero es Nuestro Señor en su sagrada humanidad, intercediendo ante su Padre en favor del pueblo de su antiguo convenio. ¿Qué esfuerzo dejó de realizar con este fin? ¿Qué camino de arrepentimiento dejó de abrir a sus súbditos rebeldes? Y pidió por ellos hasta el final: “Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí este cáliz”. ¿No había aquí un pensamiento para Judas, un pensamiento para sus perseguidores, cuyas antorchas ya brillaban entre los cercanos árboles? Sin duda, el jardinero de la parábola es el Jardinero que velaba en Getsemaní.

        Si el orden que da San Lucas a los acontecimientos tiene algún significado, esta parábola fue dicha inmediatamente después de la pregunta planteada acerca de los galileos, cuya sangre mezcló Pilato con sus sacrificios, y sobre los dieciocho hombres, encima de los cuales cayó la torre de Siloé (Lc. 13, 4). Debía suponerse que esos hombres eran especialmente pecadores, para merecer tal suerte? Nuestro Señor contesta que no, y añade: “Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente”. No es la muerte del cuerpo lo que importa, es la disposición del alma que la recibe, y el pecador que, dándose tiempo para el arrepintiendo, no hace uso de la oportunidad, no sale mejor liberado que si le hubieran lanzado violentamente a la eternidad como a aquellos. Y en este momento llega la parábola de la higuera, que nos advierte  de que hay un límite  a la larga la paciencia de Dios Todopoderoso. Pero parece, por lo que oímos del jardinero, que es posible una intervención que prolongue el plazo de la tolerancia divina. No cabe duda que esto es importante. ¿Puede ser que nuestras oraciones sirvan para ganar al pecador un plazo que le permite arrepentirse?

       Claro que pueden. Otras dos parábolas, poco conocidas y tal vez menos comprendidas, arrojan alguna luz sobre la dudas que todos sentimos a veces de que la oración humana pueda modificar las intenciones – así nos parece – del Dios eterno. La del amigo importuno que consigue que le presten los panes que pide, pese a estar ya en la cama el dueño de la casa, gracias a su insistencia impertinente (Lc. 11, 5-10). La de la viuda pobre que consigue del mismo modo obtener reparación de la injusticia, a pesar de caer en manos de un juez malo (Lc. 18, 2-5).¿Por qué – preguntamos – se compara aquí a Dios con un amigo bastante mal dispuesto; por qué, sobre todo, con un juez injusto que ni teme a Dios ni respeta a hombre alguno? La respuesta, creo, es la que estamos buscando: en ambas parábolas, la insistencia consigue algo que no parecía que pudiera obtenerse dadas las circunstancias. ¿No quiere esto decir que nuestras oraciones pueden realmente variar la marcha de los acontecimientos en forma diferente a la esperada? Dios previó desde toda la eternidad el ofrecimiento de estas oraciones; no hay, pues, alteración en el propósito divino, pero nuestras oraciones han conseguido algo. La insistencia importuna ha prevalecido.

        Debemos recordar esta verdad teológica cuando meditemos sobre la parábola de la higuera. No sólo el Jardinero, que es el mismo Señor, puede interceder por los pecadores, sino que también nosotros a través de sus méritos, podemos conseguir que se prolongue la paciencia de Dios. Pensad en vosotros, si os gusta, como niños que habéis sido autorizados a cultivar cada uno un pequeño rincón del gran jardín; unas cuantas almas para quienes podemos conseguir la gracia con nuestras oraciones. Leed las vidas de aquellas almas escogidas que vivían muy próximas a Dios, como Santa Catalina de Siena o Santa Gemma Galgani, y veréis cómo luchaban con Dios, casi podría decirse cómo le obligaban a llevar a cabo la conversión de los pecadores más endurecidos. Dios sabe que nuestras oraciones, comparadas con las de ellas, tendrán poco peso, pero siempre tendrán alguno. Mirad alrededor del mundo y veréis el pecado sin castigo y la virtud sin recompensa y podréis creer que Dios duerme, que no toma interés por la cosecha que ha sembrado, pero no es así. En general, no se inmiscuye entre nosotros con evidencia externa de su poder y advertencias claras del peligro que corremos, pero dentro de los corazones humanos testarudos, los corazones que rechazan a sus mensajeros y crucifican de nuevo al Hijo de Dios, la influencia misericordiosa de su gracia sigue obrando; sigue dispuesta a obrar si nosotros intercedemos por ella.
                                      Ronald A. Knox,  Sermones Pastorales.



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