La
Paciencia de Dios
Y
dijo al encargado de su viña: Mira, van ya tres años que vengo buscando el
fruto de esta higuera y no encuentro ninguno. Por tanto, échala abajo. ¿Para
qué está obstruyendo la tierra? Lc. 13, 7.
Hemos visto que, a pesar de los trabajos
que Nuestro Divino Señor se tomó para curar las heridas de nuestra naturaleza
caída, siempre quedarán, de acuerdo con su propia profecía, miembros malos,
miembros poco satisfactorios de la Iglesia que Él deseó y compró para sí con su
preciosa sangre. Y hemos visto que aunque Él lo sabe, no nos permite que
pongamos como excusa la presciencia divina; como si ésta necesitara nuestros
pecados: el alma individual es responsable de los escándalos que pueda crear en
la Iglesia, por mucho que esos escándalos estén previstos en el plan del
Arquitecto divino. Y ahora llegamos a otra pregunta: ¿Cuáles son las
condiciones – no podemos atrevernos a decir la explicación - de la paciencia divina frente al pecado
humano? ¿Cómo es posible que Dios vea a los hombres pecando y prevea que nunca
abandonarán sus pecados ni ganarán su entrada al Reino de los cielos, y, sin
embargo, no intervenga para vindicar su propia ley, y terminar de una vez con
la vida humana de la que tan mal uso se hace, y que sólo puede dañar a los que
la rodean? Y hay otra pregunta complementaria planteada desde el lado del
hombre: ¿Cuáles son las condiciones de nuestro contrato? ¿Hasta dónde podemos
permitirnos desdeñar las llamadas y las inspiraciones del Espíritu Santo?
¿Cuándo y cómo se nos puede ofrecer una segunda oportunidad?
Se trata de un tema muy amplio que
contiene profundos misterios de teología y lecciones prácticas de la máxima
importancia moral. Además, es un tema al que recurre continuamente la enseñanza
de Nuestro Señor.
Comencemos con la parábola de la
semilla, que crece en secreto porque la alegoría que contiene está
estrechamente relacionada con las que hemos estudiado anteriormente. “Así es el
Reino de Dios, como si un hombre arrojara semilla en la tierra, y se acostara y
se levantara, noche y día, y la semilla brotara y creciera sin que él lo
supiese. Y cuando el fruto ha aparecido, inmediatamente empuña la hoz, porque
la cosecha ha llegado” (Mc. 4, 26-28). Si suponemos que el Reino de Dios
significa el fin del mundo y el juicio final, tendremos que identificar al
Reino con la cosecha. Pero si, de acuerdo con el principio que hemos seguido
hasta ahora, consideramos al Reino de Dios como un segundo nombre para la Iglesia,
entonces el Reino de Dios, el período de la lucha de la Iglesia, se compara
aquí al período completo que media entre la siembra y la cosecha. Recordad una
vez más cuál era la clase de reino que los judíos esperaban: una manifestación
abierta del poder de Dios, una teofanía en la que Dios respondería al grito
milenario de sus siervos: “Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Despierta, y no
estés siempre ausente de nosotros”Ps.43, 23. Él haría surgir en Judá un héroe
nacional, o algo más que un héroe nacional, un triunfo visible sobre los
paganos. En ese milenio que iba a venir, los hombres aprenderían al fin, para
su beneficio o para su pérdida, que existe un Dios que dirige los destinos
humanos y se ocupa del bienestar de sus siervos.
En lugar de esto, Dios duerme. Nuestro
Señor nos lo dice así en su parábola: Dios duerme. Dos veces en las parábolas
se nos dice que Dios duerme, y dos veces que se va de viaje a un país alejado.
Sabemos, naturalmente, que Dios, aunque mora en la luz inaccesible, está, sin embargo,
presente en todos los tiempos a todas sus criaturas, y que nada de lo que
ocurre en todo el espacio y en toda la existencia puede quedar fuera de su
conocimiento y noticia. La idea que mencionamos es, pues, una idea metafórica,
pero se trata de una metáfora que los oyentes de Nuestro Señor entenderían en
seguida. Cuando el profeta Elías se burlaba de los sacerdotes de Baal porque su
dios no les ayudada, les decía: “Gritad más alto, porque a lo mejor se ha ido
de viaje, o a lo mejor está dormido y tenéis que despertarle” (3 Reyes, 18,
27). Un dios que duerme o que está de viaje significa un dios que se porta como
si no le interesara el bienestar de sus siervos, y los dejara entregados a
ellos mismos. Y así ocurre en muchos pasajes de los Salmos, como el que acabo
de citar: “Despierta, Señor, ¿por qué duermes? Despierta, y nos esté siempre
ausente de nosotros”. Los judíos, pues, pensaban en el Reino como el momento en
que Dios despertaría de un sueño. Nuestro Señor les dice que el Reino será como
si Dios despertara sólo para sembrar nueva semilla en su campo, y luego se
volviera a dormir. El labrador de la parábola despierta de su sueño todos los
días; esto puede querer decir que Dios interviene de cuando en cuando
providencialmente en la historia del mundo, pero en general nuestra lección es
la de que Dios nos sigue dejando entregados a nosotros mismos, sigue dejando a
cada hombre que obre a su manera sin obstáculos, mas sin que por ello sanciones
o apruebe su acción. Así seguirá siendo hasta la cosecha. La cosecha, lo mismo
que la vez anterior, es el fin del mundo, y Nuestro Señor en esta ocasión, como
en otras, no quiere dar a sus oyentes ninguna indicación acerca de cuándo
ocurrirá tal acontecimiento.
Pero, para sus oyentes judíos, la
paciencia de Dios es un tema de importancia inmensa, mucho más importante de lo
que ellos mismos creen. Ellos mismos, el pueblo escogido, están siendo
juzgados. Y parece ser que poco tiempo antes de la Pasión Nuestro Señor les
abre los ojos acerca de la posición que ocupan casi con los mismos términos. Me
refiero naturalmente, a la parábola de los malos viñadores (Lc. 20, 9-16). En
esta ocasión, los agentes humanos a que se refiere no son comparados con hojas
que brotan y van madurando para la cosecha, sino con los cultivadores de la
cosecha misma. Aquí habla de viña, utilizando un símbolo que no podía dejar de
ser reconocido. ¿No se había quejado David de que la viña que Dios había sacado
de Egipto, y que era su pueblo escogido, yacía ahora sin empleo, de modo que los
que pasaban arrancaban sus racimos? ¿No había cantado Isaías, en nombre de Dios
que hablaba por él, una canción referente a su viña – la viña que había sido
tan cuidadosamente plantada y vallada, con una torre para guardarla y una
prensa para recoger el fruto-, la viña cuya cosecha de uva se aguardaba y que
sólo había producido uva silvestre? Este pasaje tuvo que saltar al recuerdo de
los oyentes de Nuestro Señor. Y cuando siguió hablando del seto y de la torre y
de la prensa para el vino, no podía ya caber ninguna duda. “Escuchad. ¡Está
hablando de nosotros! Al fin, sin pretender ocultarlo, está hablando de
nosotros”. ¿Y los sirvientes que habían sido apedreados y golpeados y
expulsados de la viña, quiénes podían ser sino los viejos profetas, los profetas
cuyas tumbas habían construido los fariseos con tanto entusiasmo, pero no sin
escrúpulos de conciencia acerca de la actitud de sus padres, que habían sido
los asesinos de los profetas? Se os había dado una oportunidad tras otra – les
dice Nuestro Señor -, mensaje tras mensaje os fue enviado para apartaos de
vuestra vía de pecado, ¡y ése era el provecho que sacabais de tales
oportunidades! Apenas podían negar sus argumentos, pero ¿a dónde iría a parar?
“Por tanto, teniendo todavía un hijo, el
más querido para él, lo mandó también a ellos en último lugar, diciendo: Por lo
menos prestarán reverencia a mi hijo” (Lc. 20, 13). ¿Qué quiere decir ahora?
Durante un momento los oyentes estaban desconcertados, mas pronto apunta en
ellos lo que estas palabras suponen. Ahora comprenden lo que el nuevo Profeta
pretende ser. ¿Y qué hicieron? Le
crucificaron. “Porque se proclamó a sí mismo Hijo de Dios” – en esta parábola
de los malos viñadores fue donde encontraron la base de su acusación -. La
parábola significa: “A vosotros los judíos se os han estado ofreciendo una y
otra vez nuevas oportunidades. Ahora llega la prueba suprema. Ahora tenéis que
decidir lo que vais a hacer con el Hijo de Dios”. Y le crucificaron. ¿Se ha
dado nunca a una nación advertencia más franca? ¿Ha habido asesinos que obraron
con los ojos tan completamente abiertos? Pero recordad que no terminaba aquí la
parábola. La acusación presentada contra Él fue la de haberse hecho Hijo de
Dios, pero había nuevos motivos para su odio en las palabras con que concluía
Nuestro Señor: “Él vendrá y destruirá a esos viñadores y dará la viña a otros”.
¡A otros! ¡A los gentiles! ¿Qué tiene que decir Nicodemo, qué tiene que decir
José de Arimatea en defensa de esto? Echadle fuera, ¡echadle fuera!
¡Crucificadle!
No podríamos dejar de reconocer en la
historia del pueblo judío la indecible paciencia de Dios en su trato con él.
Primero un profeta y luego otros fueron llamados, instruidos, enviados en
misión; una calamidad tras otra fueron lanzadas contra el pueblo rebelde; una
liberación tras otra se produjeron cuando ya toda liberación parecía imposible,
y siempre el pueblo volvía a sus pecados y olvidaba su Alianza. Y ahora al fin
las arenas se habían secado. Habrá una nueva misión y esta vez el emisario es
el propio Dios. Se trata de matar o de curar: Israel ha llegado a la crisis de
su larga vacilación: “Sin duda, prestarán reverencia a mi hijo”. Pero no;
podéis ver desde los mismos comienzos de la misión de Nuestro Señor cuál
había de ser la decisión. Teniendo ojos
no ven, y teniendo oídos no oyen, ni tampoco comprenden. ¿Por qué? Sin duda, no
es difícil de entender. Con cada una de sus negativas para aceptar a los
mensajeros de Dios, el hábito de la rebelión se ha arraigado más fuertemente en
el corazón judío; un acto de apostasía tras otro han moldeado su espíritu hasta
que se encuentra preparado para la mayor de las apostasías. Nunca es demasiado
tarde para arrepentirse. Los judíos podían haber aceptado, como pueblo, la
ocasión que tantos judíos individuales aceptaron, de arrepentirse y retornar a
Dios, pero, a causa de los hábitos que la historia había creado en ellos, era
casi seguro que fracasarían en la prueba.
Y éste es, sin duda, el camino que sigue
Dios con los pecadores también bajo la nueva ley. Su paciencia parece infinita;
una y otra vez les concede la oportunidad de borrar el pasado. Y no porque la
gracia sea rechazada se hace más débil la oferta siguiente. Por el contrario,
si pensáis en que la última oportunidad que se dio a los judíos fue también la
mejor de todas, ya que Dios Todopoderoso bajó de los cielos para intentar
llevarlos a Él, encontraréis incluso razones para suponer que cuando más yerra
el pecador más poderosa es la acción de la gracia para animarle a que vuelva.
Pero Dios no se inmiscuye en la composición de nuestra naturaleza, y ésta es de
tal índole, que tanto nuestros buenos hábitos como los malos crecen en
respuesta a cada uno de los actos que los ponen en funcionamiento. Pasamos
fácilmente de un pecado venial a otro, y a cada vez la gracia habitual que
actúa en nosotros ofrece resistencia, pero la dominamos. La gracia no disminuye
según van pasando las semanas, pero el hábito que se está imprimiendo en
nuestro carácter queda más profundamente grabado con cada fracaso sucesivo. El
primer mensajero enviado a la viña es golpeado por los colonos, el segundo
herido, el tercero muerto. Y entonces, al fin, llega la tentación decisiva, la
tentación al pecado mortal, y con ella viene la gracia, lo sabemos, la gracia
suficiente para resistirlo, un impulso de gracia más fuerte que los que hemos
sentido hasta entonces. Pero se ha afianzado el hábito, la facilidad de marchar
en dirección equivocada, ¡y cuántas veces se impone el hábito! Transferid todo
este proceso al caso de un alma que ha perdido ya la primera gracia por un
pecado mortal y que, al volver a experimentar los estímulos piadosos de una
gracia nueva como única protección contra las tentaciones, los desobedece, una
y otra vez. Su última oportunidad llega a la hora de la muerte: el hábito de la
impenitencia ha crecido; ante él se alza la última tentación: la de la
impenitencia final. ¿Quién podrá decir las oleadas de gracia que riegan este
corazón, las oraciones que la Madre de los Dolores ofrece por su conversión?
Pero tropieza con el hábito…De tener un mal fin, del poder del demonio,
líbranos, Señor.
Aún hay otra parábola cuya tesis
principal está estrechamente ligada a la de los viñadores, la parábola de la
higuera. Pese a todos los cuidados y a la esperanza ansiosa de su propietario,
la higuera sigue siendo estéril. Córtala, dice, ¿para qué he de ocupar la tierra
en balde. (Lc. 13, 6-7) Y agrega un terrible sentido a esta parábola, en que la
higuera representa claramente a la nación judía, el hecho de que Nuestro Señor,
como recordaréis, hizo efectivamente que se secara una higuera que había a la
entrada de Jerusalén, al ver que no tenía fruto, como en testimonio contra el
pueblo que le había rechazado. Pero observad que en este caso tenemos un nuevo
personaje: el jardinero. Resiste la sugerencia del propietario y le pide que dé
permiso para que el árbol sea conservado un año más, en que cavará a su
alrededor y le echará estiércol, y hará todo lo posible para volverlo
fructífero. Creo que no puede haber duda de que este jardinero es Nuestro Señor en su sagrada
humanidad, intercediendo ante su Padre en favor del pueblo de su antiguo
convenio. ¿Qué esfuerzo dejó de realizar con este fin? ¿Qué camino de
arrepentimiento dejó de abrir a sus súbditos rebeldes? Y pidió por ellos hasta
el final: “Abba, Padre, todas las cosas son posibles para ti; aparta de mí este
cáliz”. ¿No había aquí un pensamiento para Judas, un pensamiento para sus
perseguidores, cuyas antorchas ya brillaban entre los cercanos árboles? Sin
duda, el jardinero de la parábola es el Jardinero que velaba en Getsemaní.
Si el orden que da San Lucas a los
acontecimientos tiene algún significado, esta parábola fue dicha inmediatamente
después de la pregunta planteada acerca de los galileos, cuya sangre mezcló
Pilato con sus sacrificios, y sobre los dieciocho hombres, encima de los cuales
cayó la torre de Siloé (Lc. 13, 4). Debía suponerse que esos hombres eran
especialmente pecadores, para merecer tal suerte? Nuestro Señor contesta que
no, y añade: “Si no hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente”. No es
la muerte del cuerpo lo que importa, es la disposición del alma que la recibe,
y el pecador que, dándose tiempo para el arrepintiendo, no hace uso de la
oportunidad, no sale mejor liberado que si le hubieran lanzado violentamente a
la eternidad como a aquellos. Y en este momento llega la parábola de la
higuera, que nos advierte de que hay un
límite a la larga la paciencia de Dios
Todopoderoso. Pero parece, por lo que oímos del jardinero, que es posible una
intervención que prolongue el plazo de la tolerancia divina. No cabe duda que
esto es importante. ¿Puede ser que nuestras oraciones sirvan para ganar al pecador
un plazo que le permite arrepentirse?
Claro que pueden. Otras dos parábolas,
poco conocidas y tal vez menos comprendidas, arrojan alguna luz sobre la dudas
que todos sentimos a veces de que la oración humana pueda modificar las
intenciones – así nos parece – del Dios eterno. La del amigo importuno que
consigue que le presten los panes que pide, pese a estar ya en la cama el dueño
de la casa, gracias a su insistencia impertinente (Lc. 11, 5-10). La de la
viuda pobre que consigue del mismo modo obtener reparación de la injusticia, a
pesar de caer en manos de un juez malo (Lc. 18, 2-5).¿Por qué – preguntamos –
se compara aquí a Dios con un amigo bastante mal dispuesto; por qué, sobre
todo, con un juez injusto que ni teme a Dios ni respeta a hombre alguno? La
respuesta, creo, es la que estamos buscando: en ambas parábolas, la insistencia
consigue algo que no parecía que pudiera obtenerse dadas las circunstancias.
¿No quiere esto decir que nuestras oraciones pueden realmente variar la marcha
de los acontecimientos en forma diferente a la esperada? Dios previó desde toda
la eternidad el ofrecimiento de estas oraciones; no hay, pues, alteración en el
propósito divino, pero nuestras oraciones han conseguido algo. La insistencia
importuna ha prevalecido.
Debemos recordar esta verdad teológica
cuando meditemos sobre la parábola de la higuera. No sólo el Jardinero, que es
el mismo Señor, puede interceder por los pecadores, sino que también nosotros a
través de sus méritos, podemos conseguir que se prolongue la paciencia de Dios.
Pensad en vosotros, si os gusta, como niños que habéis sido autorizados a
cultivar cada uno un pequeño rincón del gran jardín; unas cuantas almas para
quienes podemos conseguir la gracia con nuestras oraciones. Leed las vidas de
aquellas almas escogidas que vivían muy próximas a Dios, como Santa Catalina de
Siena o Santa Gemma Galgani, y veréis cómo luchaban con Dios, casi podría
decirse cómo le obligaban a llevar a cabo la conversión de los pecadores más
endurecidos. Dios sabe que nuestras oraciones, comparadas con las de ellas,
tendrán poco peso, pero siempre tendrán alguno. Mirad alrededor del mundo y
veréis el pecado sin castigo y la virtud sin recompensa y podréis creer que
Dios duerme, que no toma interés por la cosecha que ha sembrado, pero no es
así. En general, no se inmiscuye entre nosotros con evidencia externa de su
poder y advertencias claras del peligro que corremos, pero dentro de los
corazones humanos testarudos, los corazones que rechazan a sus mensajeros y
crucifican de nuevo al Hijo de Dios, la influencia misericordiosa de su gracia
sigue obrando; sigue dispuesta a obrar si nosotros intercedemos por ella.
Ronald A. Knox, Sermones Pastorales.
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