Primero, entonces, la misa del Jueves
Santo. El altar está iluminado con luces, oro y flores, y desde un costado de
la capilla viene el resplandor desde la expectante tumba. Hay tres sacerdotes,
vistosos y brillantes, y la misa comienza como es usual apaciblemente
espléndida. En la entonación del Gloria hay un evento para mí inesperado que inunda toda el alma con tal pasión que puede
levantar tanto tormenta como felicidad. Porque cuando finaliza la voz del
sacerdote hay un acorde estridente desde el gran órgano y un tumulto de
campanas, y es como si el cielo se hubiera partido, y un loco disturbio se vierte
uno tras otro. El coro se funde, cambia, encera el volumen. El aire está lleno con el
vibrato del bajo, con el bramido del viento de la torre, y el estridente sonido
argento de las campanitas reunidas en el altar de la iglesia para saludar a la
recién nacida Eucaristía. Incesantemente el corazón se torna y vibra, y el cerebro está exaltado
con la música. Los tres sacerdotes se signan a sí mismos con la Cruz, y hay
silencio.
Cuando la misa termina, cantando sin acompañamiento con una especie de tranquila alegría, se forma una procesión y
el Cuerpo del Señor es transportado en procesión, durante el Pange Lingua, hacia
el sepulcro que lo espera y donde yacerá por un día y por una noche. Las
paredes están decoradas con flores y los candeleros con velas permanecen a
cada lado. Ahí queda incensado reposando con solemne alegría.
Pero todo el asunto no es lo que
parece. Tiene un aire de dolor debajo de la belleza, como el inevitable perfume
de la muerte que surge de un ataúd repleto de flores y rodeado de luces. ¡Oh
sí! Las vestiduras son blancas y doradas, el órgano repica, las velas flamean,
pero no es bueno. Es desesperadamente difícil mantener arriba la exultación. La
mente consiente, como siempre, al instinto litúrgico se regocija con la
inauguración de la cena-matrimonial del Cordero, pero el corazón recuerda que
la Carne y el Vino sobre la tabla solamente ha sido posible a través de la
muerte del Cordero a quien nosotros
amamos. “Comed y bebed” – clama La
Sabiduría – “mirad el vino que yo he mezclado y el pan que partí para vos.
Levanten sus corazones y canten”. Pero, aunque nosotros la observamos, sus ojos
están llenos de un dolor secreto y sobre sus labios una palidez dolorosa.
De hecho es así la Última Cena de la
cual nos hablan los Evangelios. “Ahora el Hijo del Hombre es glorificado” –
exclama Jesús, con sus ojos brillosos y con el Corazón roto, “y Dios es
glorificado con Él…” “Y cantando los himnos, salieron camino del Monte de los
Olivos”. Salieron cantando y orando,
disimulando desesperadamente que todo estaba bien. Ellos miraron hacia la Vid
de Oro en la gloria de una luna pascual…y luego siguió la agonía y el sudor de
sangre.
Volví nuevamente mi mirada a la iglesia
esa tarde a la puesta del sol, y supe que yo estaba en lo correcto. La capilla
ardiente estaba ante mí. Una avenida de flores blancas y llamas amarillas,
pesadas y fragantes y en el medio entronado yace Jesucristo. No como cuando a
través de la puerta del tabernáculo brilla con instinto de vida, sino con un
aspecto de una muerte terrible. Sus guardias eran dos niños que venían de la
escuela cercana, con velos blancos sobre sus cabezas, y mientras me arrodillé y
miré, ellos inmediatamente se pararon y extendieron sus brazos en cruz para
recordarle a Él mejor. Entonces ellos se mantuvieron de pie minuto tras minuto
hasta que los delgados brazos cayeron y temblaron, y nuevamente se levantaron
con resolución, intentando explicar con gestos su piedad y su amor. “Venid,
pues, a Vuestra Sabiduría” – exclamó Ricardo, el ermitaño hace seis siglos
atrás – “enciende mi corazón con amor y compasión, para avivar la chispa de
Vuestra Pasión”.
Aunque Jesús no muere aún, sin embargo para esta Iglesia
que vive en la eternidad, que todavía saluda a María como si ella estuviera
arrodillada en Nazaret; y que ve el Juicio viniendo al final del día sobre las
nubes del cielo, para quien el tiempo es nada – nada más que una línea
imaginaria en el globo de la eternidad – mientras ella adora al Cuerpo de Dios
en un momento en diez mil lugares diferentes, para esta Iglesia todas las cosas
son posibles. Ella sepulta a su Señor el jueves, lo eleva el viernes, lo
crucifica diez minutos más tarde, y canta su misa de Pascua mientras Él aún
yace en la tumba. Todo es uno para ella: el Calvario, Belén y el Cielo – porque
ella “ve a Dios en un punto”
El Viernes, por tanto, llega el
climax, y es tan simple como la muerte de un niño.
Entonces primero vi a tres
sacerdotes en blanco y negro acercarse al altar. Ahí fue la lectura de un
libro, la oración de colecta, el canto de la Pasión – un largo lastimero canto recitado por varias
voces. Una serie de súplicas. Por la paz y estabilidad de la Iglesia; la
bendición para el Vicario de Cristo; por el obispo de la diócesis; por todos
los sacerdotes; por los catecúmenos; por el mundo; por el alivio de los
moribundos; por la conversión de los herejes; por los judíos y por los paganos
– Por esto se pidió mientras estábamos en el Gólgota. Siguió entonces la
adoración de la Cruz.
¿Cómo podría describirlo sino diciendo que fue la cosa más simple que haya visto jamás, tan clara y natural
como una piscina de agua, aunque amarga como la salmuera? El crucifijo puesto
con tierno amor sobre un suave cojín, es acercado a todos quienes están
presentes. Yo también subí. Yo, un hereje y un marginado, porque Jesucristo
vino a salvar a los pecadores. Me arrodillé ahí, temblando, entre dos niños que
parecieron acercarme esta figura herida,
limpiando sus pies suavemente después de cada beso. También besé el suave marfil,
debajo de los clavos… ¡y Él no me golpeó!
También observé una cosa: una anciana
se acercó de rodillas sobre las piedras gimiendo y murmurando, envuelta en un
chal, y lo besó a Él como una madre lo haría, sus pies taladrados, sus rodillas
lastimadas, su costado herido… ¡Dios mío qué bello fue! Y todo sucedió mientras
replicaban los reproches:
“¡Oh Pueblo mío! ¿Qué te he hecho? ¿En
qué te he contristado? ¡Dímelo! ¡Dímelo! Yo te saqué de Egipto y tú has
preparado una cruz a tu salvador.”
Siguió luego un rugido griego, extraño
y sonoro:
Agios
O Theos…agios ischyros…Agios athanatos, eleison imas.
Entonces como en un delirio un hombre
habló en una lengua largamente olvidada
ahora, cuando su corazón está arrendado, la Iglesia Católica cae veinte siglos
sin esfuerzo, y habla como ella habló en las catacumbas de Roma, y en la casa
rentada de Pablo, en Creta, en Alejandría, y en Jerusalén.
“Yo te planté, mi hermosa vid” gemía
el coro, “y tú me has salido vid amarguísima. Pues vinagre me diste de beber en
mi sed y con lanza agujereaste el costado a tu Salvador…Yo descargué el azote
por ti sobre Egipto, y tú me entregaste azotado…Yo sumergí al Faraón, y tú me
entregaste a los Príncipes de los sacerdotes…Yo abrí el paso en el Mar Rojo, y
tú con lanza abriste mi costado…Yo te alimenté con maná en el desierto, y tú me
heriste con bofetadas y azotes…yo te di a beber el agua saludable de la piedra,
y tú me diste a beber hiel y vinagre…Yo te di un cetro real, y tú pusiste sobre
mi cabeza una corona de espinas. ¡Oh Pueblo Mío! ¿Qué te hice o en qué te he contristado?”
Entonces fuimos todos juntos al
sepulcro, sacaron Su propio Cuerpo y clamando mientras avanzábamos con una tremenda
alegría viendo cómo los estandartes del Rey salían glorificando la Cruz que
hicimos para Él y de la cual Él pende alabando la fuente de salvación, lo
colocamos sobre el altar, incensado en silencio, y llegamos al final con una
incoherente prisa.
No hay sacrificio ese día, porque
todo es sacrificio. No hay necesidad de que el Espíritu Santo descienda para hacer el Cuerpo del Hijo y toque el corazón del
Padre, porque hoy todo el mundo es un Calvario. A pesar de esto, fragmentos de
la misa son pronunciados por un sacerdote designado. El Padre Nuestro es
cantado, son dichas las oraciones, el Espíritu es consumado, y en un instante
todo se acaba. La nube negra se vuelca, el abismo está lleno, las rocas
desgarradas están quietas nuevamente, y yo…yo fui como un hombre que despierta y que
ve la luz del sol en su cuarto….
Un cuento para Semana Santa
ResponderEliminarVoy a contarles una historia como lo hizo mi esposa, algunos hechos fueron cambiados y los nombres no aparecerán, sucedió en una gran ciudad y, tal vez, sus habitantes se hayan olvidado de ello. Esta historia nos va a decir algo importante a todos en estos tiempos.
Había un hombre que vivía con su mujer en el campo, el hombre se dedicaba a vender creo artículos de limpieza, el hombre y la mujer eran buenos. Un día otro hombre acompañado por unos secuaces secuestró al vendedor de artículos de limpieza, lo descuartizó y lo dejó en el baúl de su auto. Los asesinos estaban drogados.
Para aquellos que preguntan cuál fue el motivo por el que los asesinos lo mataron, les daré la única razón que existe para hacer algo así, por maldad.
El asesino fue enjuiciado y condenado y se lo puso en la cárcel. En la cárcel el asesino no tuvo que trabajar para pagarle los sufrimientos y daños a la mujer, si trabajaba limpiando la celda como un adolescente limpia su cuarto el Estado, o sea, todos los ciudadanos incluída la víctima le pagaban un sueldo, también el Estado, o sea, todos los ciudadanos incluída la víctima le pagaron durante su estadía en la cárcel el alojamiento, la comida, los guardias que lo cuidaban, la asistencia sanitaria, la educación, etc.
Ese criminal estudió abogacía, eso se lo permitieron no solamente las leyes, los jueces, sino también la misma universidad y recibió el título de abogado, por supuesto, especializado en derecho penal porque gran parte de los criminales que estudian abogacía por algún motivo oculto se especializan en derecho penal.
Hace unas semanas nos fuimos con mi esposa a dar una vuelta por el campo y paramos en una vivienda que era de un tambero y que estaba cerca del río. El hombre nos recibió muy bien con su mujer, él se llamaba Sergio y ella Alejandra. Estaba preparando unos pescados y tenía cerca de la casa los terneritos para cuidarlos. La gente del campo tiene una amabilidad especial. Ese hombre y esa mujer trabajaron duro para pagarle la educación al delincuente.
Hace unos años mi mujer se encontró con la víctima, la esposa del vendedor, estaba desolada, le contó que el que había asesinado a su marido estaba en libertad y ahora era un abogado, ella tenía cáncer, mi mujer sugirió que era por la injusticia que sufría.
Pueden los abogados penalistas afirmar que el sujeto pagó su deuda a la sociedad pero en realidad la sociedad y la víctima son las que le pagaron al delincuente la habitación, el vestido, la comida y la educación superior en condiciones más que favorables, por supuesto, que después de recibido como profesional no debió devolverle al Estado, o sea, a la sociedad y a la víctima lo que se había invertido en educación y en su custodia ni tampoco indemnizó con su trabajo a la víctima.
Podrá algún profesor de derecho penal afirmar que se lo reinsertó exitosamente en la sociedad y que el sistema funciona pero la verdad es que si se lo dejaba en libertad sin ponerlo en la cárcel nadie podía asegurar que necesariamente volvería a delinquir por lo que nadie puede asegurar que la carcel lo hizo mejor persona y, por otra parte, nadie puede asegurar que no vuelva a delinquir porque sea un abogado.
Hace dos días atrás encontré al abogado hablando con un político en una esquina seguramente de las garantías y los derechos para los delincuentes. Doy vuelta la cuadra y venía esa mujer, encorvada, con la tristeza en la cara y me dije: sin duda para crucificar a Jesús se necesita liberar a Barrabás.
Ella me miró y sentí que veía a Jesucristo llevando su Cruz hacia el Calvario.
Uno pensaría que la pregunta a formular es ¿por qué Dios permite tales injusticias? Pero, a decir verdad, la respuesta me la dió mi mujer, luego de ver el noticiero la noche del Martes afirmó antes de apagar la luz: los argentinos debemos haber hecho algo muy grave para que pase todo ésto y recordé, en ese momento, los docentes de la Facultad de Derecho, sus directivos y los políticos del Congreso y recordé a un pueblo que elige siempre a Pilatos y a Herodes.
Alberto Ramón Althaus