lunes, 7 de septiembre de 2020

El fallecido Monseñor Robert Hugh Benson, por el R.P. Joseph H. McMahon, ph.d.

 


Si Monseñor Benson hubiera vivido hasta el 18 de noviembre de 1914, habría cumplido cuarenta y tres años. Sin embargo, en la madrugada del 20 de octubre (nota de la traducción: en realidad el 19 de octubre) llegó la gran cita: la llama que había ardido con tanta fuerza durante dos décadas de su vida activa ardió tenuemente y cesó en forma gentil dejando a numerosos corazones llorando su fallecimiento y al mundo más pobre debido a su pérdida.

 Las circunstancias  de su muerte son, quizás, bien conocidas. Ellas han sido registradas por su amigo el Canónico Sharrock. En septiembre, aunque no se sentía tan bien como siempre, Mgr. Benson había escrito al Canónico para decirle que al final no se sorprendiera si era incapaz de completar su compromiso de predicar en la Catedral de Salford los domingos de octubre. Era característica su puntillosidad en mantener sus compromisos. El que escribe puede dar testimonio de su conocimiento personal de cómo sagradamente Mgr. Benson considerada este deber declinando absolutamente renunciar a un compromiso en la más pobre de las iglesias de la provincia en favor de una invitación a la más elegante iglesia metropolitana. Su carta al Canónico, por lo tanto, era una indicación de que él consideraba su condición como algo serio. Sin embargo, fue a Salford y predicó el 4 de octubre. No obstante, se notó que carecía de su acostumbrado vigor. Al día siguiente él insistió en ir a un convento, en una ciudad adyacente, donde pasó la semana predicando un retiro.

Se predicó el segundo sermón de la serie en Salford el 11 de octubre. Dos cosas fueron inusuales. No pudo subir los escalones sin dificultad, ya que generalmente él subía corriendo. Después de su sermón se sentó exhausto en una silla en la sacristía y permaneció inmóvil por un momento. Al día siguiente partió a Londres, pero en el camino a la estación de trenes experimentó tal agudo ataque de dolor en su pecho que fue llevado de vuelta a la casa del Obispo y puesto en la cama, y se llamó a un doctor. El diagnóstico fue “falsa angina de pecho.” A partir del hecho que la neumonía sobrevino rápidamente y en vistas al desacuerdo entre los doctores sobre la existencia de la “falsa angina de pecho”, pareció que los síntomas iniciales eran en realidad los de una neumonía. De cualquier forma fue esto lo que hizo sucumbir a Mgr. Benson. Cuando se le anunció que se consideraba prudente administrar los últimos sacramentos, él se comportó con la más edificante fortaleza, efectuando las respuestas y evidenciando el más vivo interés en todo lo relacionado con los solemnes ritos. Como era su característica preguntó cómo debería comportarse en esta nueva experiencia. En cierto momento, justo antes de su muerte, interrumpió las oraciones por los moribundos para hacer alguna petición o para enviar un mensaje. Retuvo su conciencia maravillosamente hasta unos pocos minutos antes del fin, y dio un ejemplo de piedad y de confianza en Dios que fue lo más impresionante para aquellos que rodeaban su cama, entre ellos estaba su hermano A.C. Benson.

De acuerdo a sus instrucciones escritas, su cuerpo fue llevado a Hare Street House, cerca de Buntingford, a la capillita en la cual él había gastado tanto trabajo y afectuoso trabajo. Sus exequias fueron celebradas en la presencia del Cardenal Arzobispo de Westminster, sus parientes inmediatos y los más cercanos amigos, mientras que cientos esperaban afuera en los prados aterciopelados sobre los cuales él había trabajado tantas veces. Un sexteto de coristas muy bien preparados de la gran catedral católica de Inglaterra cantó exquisitamente el sublime réquiem, bajo la dirección personal del Sr. Terry. Y así él fue recostado para descansar a los pies de la gran cruz en su adorado jardín. Es entendido que ahora la finca es propiedad de la Diócesis de Westminster para ser usada como residencia de verano del Ordinario, y así su carácter será preservado.

 Por una feliz elección su querido amigo, el R.P. Cyril Martindale, el culto jesuita, ha sido seleccionado como su biógrafo. La simpatía, intimidad, los gustos literarios, la elocuencia de estilo, la distinción, caracterizarán la historia de su vida tan escasa y simple de hechos en un sentido, y sin embargo, tan intrincada en razón de su relación con los demás. Hasta que la biografía tan ansiosamente esperada aparezca, sería inapropiado aventurar detalles biográficos. Sin embargo, ahora es el tiempo apropiado para registrar impresiones.

Sin ser irreverente séame permitido acomodar a Robert Hugh Benson la frase que la Sagrada Escritura usa para describir la Presencia de Dios: “una llama de fuego.” La intensidad que todo lo absorbiera y que todo lo consumiera fueron las características dominantes de su vida. Los teólogos definen a Dios como acto simple. Con la debida mesura los Escolásticos describen la perfección de la actividad , totus in eo. El poeta pagano pone sucintamente el rol de la acción perfecta: Age quod agis. Lo que fuera que Robert Hugh Benson hizo lo hizo poderosamente, con toda su energía, con todo su ser. Esto fue cierto tanto si la ocupación era la prédica que él consideraba más elevada o lo más simple; la diversión de su pequeño amigo “Jim” de Iniciación, o los coristas de dulce voz de Westminster, de quienes era muy aficionado. La intensidad se mostraba en cada relación de su vida y en toda su variedad. Por ejemplo, en la mesa del desayuno él prácticamente era inconsciente de la comida y comía mecánicamente, tan absorto estaba en la lectura de su enorme correspondencia. Su interés en las conversaciones de mesa otras veces, lo hacían inconsciente de las viandas ya sea que fuera una sencilla comida de una casa del clero o una suntuosa mesa de un millonario. La abstinencia era la regla de la comida para él.

 Su actitud hacia su voluminosa correspondencia revela su misma intensidad. Fue consultado sobre casos de conciencia por numerosas personas de diferentes partes del mundo. Muchos de aquellos nunca intercambiaron una palabra hablada con él; muchos más lo conocían solo a través de sus libros; sin embargo, la mayoría de ellos había sido su audiencia de los maravillosos sermones que él predicó en dos hemisferios, mientras que otros lo han consultado personalmente. Su correo era una clínica espiritual. De las consultas que tuvo conmigo deduje su variado carácter. Curiosamente aunque no tuvo una confesionario regular, los crímenes más extraños y repugnantes de la degradada humana naturaleza llegaban a él para ser juzgados. Su interés en las pobres víctimas del pecado y del crimen era a la vez patético e intenso. Entre él y sus corresponsales se estableció un perfecto entendimiento. Su maravillosa percepción de la naturaleza humana le resultó muy útil.

Fueron muchos los viajes emprendidos y dio extrañas entrevistas, algunas veces de un hemisferio a otro, para ayudar a un alma que luchaba por hacer lo correcto. Las cartas sin respuestas fueron una constante obsesión para él. Cuando la enfermedad lo confinó a la cama, yo tuve que traer un taquígrafo para tomar su dictado. Su mente no descansaba si pensaba que alguna pobre alma estaba esperando las palabras necesarias de consejo o confort, o a veces, de severa reprimenda.

 En los detalles de su trabajo sobresalía esta misma intensidad. A menudo cuando se encontraba viajando en diversos medios de transporte, ya sea el metro lleno de gente común o un tranvía, o en un lujoso automóvil de uno de sus amigos considerado como un hijo, cuando partíamos pedía permiso para leer su oficio que, a menos que estuviera imposibilitado bajo un estrés físico real, insistía en leer a diario a pesar de la enorme presión de trabajo que incluía a veces cinco sermones o alocuciones al día en puntos muy distantes.

Tal era su concentración que era inconsciente de todo lo que lo rodeaba. El resultado de tan maravillosa facultad era que leía muy rápidamente. Desafiado un día después de la tremenda hazaña de terminar de leer un libro difícil en unas pocas horas, Benson respondió mostrando su disposición a ser preguntado sobre el libro entero y allí expuso sus características más destacadas.

En la preparación de sus sermones fue notable esta misma característica. La rapidez en el hablar y la vehemencia con la cual él derramada el torrente de palabras bien escogidas, aunque sencillas, ponían frente a los oyentes imágenes verbales que lo llevaban a casa. Verdades impactantes deleitadas con frases elegantes, estimuladas por perspectivas de visión inusuales. Todo parecía tan fácil y natural como para engañar al oyente en cuanto al exigente esfuerzo de producción. En la conversación familiar Benson solía decir que por tres años había escrito cuidadosamente cada sermón que había dado. Consideraba estos años perdidos. La experiencia le fue guiando a adoptar un sistema que involucraba una tremenda labor, pero que producía un espléndido resultado. Antes de poner una palabra en el papel, el sermón entero había sido pensado en sus líneas generales. Entonces era analizado en sus principales divisiones, y luego en sus subdivisiones. Todo esto era puesto en forma prolija y precisa en una página de su maravilloso cuaderno (el análisis de un sermón nunca se excedió de una página). Bajo cada encabezado era anotada una indicación de alguna llamativa ilustración, un lema o alguna frase pintoresca. Muchas de estas fueron escritas mucho después de que el sermón hubiera sido predicado. Todo era aprovechado. En consecuencia, sus cuadernos presentan una fascinante imagen de su vida y experiencia personal. Cuando estaba hablando, la página del cuaderno pendía frente a su visión mental como una imagen. Si algo ocurría que lo perturbada, se avergonzaba y, a veces, se sentía irremediablemente perdido. No podía componérselas y mucho menos hacer algo improvisado. Cualquiera perturbación en la feligresía era apta para resultar fatal. Esto rompía la intensidad de su concentración de la imagen mental de su sermón. Este hecho explica su pronunciación vacilante y el tartamudeo cuando hablada en una habitación pequeña o a un número reducido de oyentes. Tomaba consciencia de ellos en un sentido más individual que cuando se dirigía a una multitud. No le era molesta la vaga percepción de un gran número, pero tener consciencia de unos pocos lo avergonzaba y quebraba su concentración. Todo esto exigía una labor paciente y persistente. Le he escuchado dar el mismo sermón varias veces bajo diferentes circunstancias. A excepción de los cambios necesarios para adaptarlos a estas circunstancias, no había la más mínima variación, sin embargo, la preparación inmediata requería horas de trabajo. Él solía decir que se comprometería a convertir en predicador a cualquier hombre que siguiera su planificación. Creo que poco emprenderían esto si supieran el trabajo, muchas veces repugnante, de cómo fue repasar una y otra vez la complejidad de esos esqueletos, por no decir el esfuerzo intelectual necesario para pensarlo todo de antemano en el vacío.

La misma flameante intensidad mostró en su vida religiosa. Fue el más ardiente y persistente buscador de la verdad. Incluso en la conversación ordinaria él insistía en un grado notable sobre esta precisión. Cuando se llegaba a una verdad religiosa su mente no estaba satisfecha hasta que las preguntas se desgranaban hasta su base definitiva. Cuando mediante aquellas muy ligeras ocurrencias que él ha mencionado en sus Confesiones de un Converso sus convicciones como anglicano fueron perturbadas, hubo de seguir lo inevitable. Afortunadamente para él, su profundo sentimiento religioso y su cepa mística lo condujeron a la visión católica de la revelación y de la autoridad. Al fin con su mente permanentemente tranquila con respecto a los estupendos fundamentos de su fe religiosa, su pasión se convirtió en su amor personal por la Iglesia Católica. A él, más allá que la mayoría de los hombres, le fue dada la visión de la Iglesia como el cuerpo místico de Cristo, y su amor personal por Cristo inflamó su amor a ella con quien Él se ha identificado así místicamente a Sí mismo. No pudo ni entender ni simpatizar con lo que yo me aventuro a llamar la actitud práctica de tantos católicos hacia la Iglesia. Su amor era una llama de fuego. De ahí la inspiración de su prédica, de ahí también la desconcertante variedad de su obra. Con la voz, en el contacto personal; a través de la novela, en el escenario; mediante el sermón, la novela, la obra de teatro, él trató de hacer que los hombres conocieron y amaran, como él lo hizo, el Cuerpo Místico del Señor.

Cualquiera que alguna vez lo escuchó predicar el sermón sobre la parábola de la red, sabrá lo que quiero decir. La hermosa, y en algunos casos encantadora, descripción de la Misa, notable en “¿Con qué autoridad?”, también nos ilustrará el punto. El sermón tan a menudo predicado como uno de caridad al estilo inglés es igualmente esclarecedor. Nadie que alguna vez lo escuchó puede olvidar su apasionada respuesta a la sórdida objeción de que los católicos prodigamos demasiado dinero en la belleza de nuestras iglesias, rituales, etc. Su fulminante contraste al uso de piedras preciosas para adorno de las mujeres, y el destello de inventiva con el cual él casi gritando al final dio la respuesta: que si no coronaban al Salvador con oro y joyas, Él aún podría usar la Corona de Espinas.

A pesar de que muy pocos de los cientos de miles que lo escucharon predicar durante la corta década de su vida católica se dieron cuenta de la intensidad del trabajo ligado a sus fascinantes discursos, sin embargo, cada auditor reconoció la tensa energía de su entrega. Aparentemente Mgr. Benson tuvo muchos obstáculos. De figura delgada y por debajo de la estatura media, con el rostro y rasgos que, aunque eran llamativos al mismo tiempo no eran atractivos; una voz que era estridente y no modulada; un tartamudeo en el hablar que en la conversación privada algunas veces se tornaba doloroso; una pobreza en los gestos que era notable. Un orador profesional podría haber indicado cada una de las razones de porqué Benson debiera haber fracasado como predicador. Pero cuando uno se acostumbraba, la voz áspera se hacía suave a medida que su tema se desarrollaba. Su delgada figura se estremecía en vibrante respuesta a los sentimientos que se conmovían a través de todo su ser, reconociendo la reprimida vehemencia y el nervioso vigor que causaba que ese ágil cuerpo se columpiara de arriba abajo, a un lado y al otro, balanceándose ridículamente sobre sus dedos de los pies, amenazando constantemente con perder el equilibrio, pero siempre restableciéndolo para atarlo a las fluidas bandas de soprano púrpura y luego proceder nerviosamente a desatarlo. Mientras, la mente se deslumbraba, el gusto se saboreaba, el corazón se movía, la voluntad se despertaba por el torrente de palabras que, como un río cristalino, llevaba a su seno visiones de gloria, revelaciones de belleza, manifestaciones de poder, y así uno se daba cuenta del hechizo del don divino, del poder de la palabra de Dios reflejada en la palabra del ser humano en acción.

El esfuerzo de Mgr. Benson fue llegar al hombre común. Cuando uno ve, como tantas veces lo vi, grandes multitudes paralizadas sin aliento por sus palabras, supe que las más altas verdades encontraban reconocimiento y alojamiento en las mentes y corazones más humildes. Se puede dar uno cuenta del efecto de una llama intensa que, ardiendo  en el crisol de su propia mente y corazón toda la verdad que él había tan trabajosamente asimilado y hecho suya, se lanza a su lugar de reposo en los corazones y mentes humanas, y que en adelante viviría en ellos como la “palabra que procede de la boca de Dios.”

Nos queda lamentar su pérdida. Él no lamentó su temprana muerte. Cuando, tan frecuentemente sucedía, sus amigos íntimos, o puedo calificarlo diciendo amigos al comienzo de su intimidad, se quejaban de su hormigueante actividad y de la continua tensión que parecía oponerse a la ordinaria humana prudencia, la respuesta desaprobatoria era invariablemente: “Es mejor así. Yo lo sé. Lo mejor es dejarme llevar mi vida como yo sé.” Y así la llama de fuego ardió brillantemente hasta el fin inesperado, y al cesar ha hecho que la oscuridad diga cuan brillantemente había ardido.

American Catholic Historical Society of Philadelphia, marzo 1915, vol.26, N°1, págs., 55-63

Traducción de Beatrice Atherton, para Bensonians

 Texto original en inglés aquí