lunes, 16 de marzo de 2020

La Oración, por Ronald A. Knox

Aunque yo sea polvo y cenizas, me he propuesto hablar a mi Señor, y hablaré.
Génesis 18, 27.


         ¿Qué es lo que hacemos cuando decimos nuestras oraciones? Si puedo daros una comparación muy sencilla, con el fin de aclarar las cosas, dejad que os sugiera que estamos haciendo un "aparte" al público. Si habéis trabajado en alguna función de teatro aficionado, probablemente habréis tropezado al aprender vuestro papel con una instrucción escénica que decía: "Actor X (aparte, al público." El resto de la compañía tenía que pretender no darse cuenta de lo que hacíais, y vosotros os acercabais a las candilejas, os tapabais seguramente la boca con la mano, y decíais: "No sabe que es mi hermano, tanto tiempo perdido", a algo semejante. Por una vez abandonabais la ficción - no es más que una ficción - de estar hablando a los otros actores, gentes vestidas con ropas extrañas y que representan, como vosotros, a personajes imaginarios; y hablabais, en cambio, a la gente verdadera sentada ante vosotros en la oscuridad.
         
         No hacía falta ser un actor y dramaturgo como Shakespeare para decirnos que "todo el mundo es un escenario y todos los hombres no son sino actores". Lo mismo hemos sentido nosotros al volver de alguna fiesta donde hemos pasado toda la tarde hablando a una serie de desconocidos. "Todo esto me resulta irreal - nos decimos-. Parece como si volviéramos del teatro." Y desde luego estábamos en lo cierto, y toda la vida es así. Cuando trabajáis en el teatro nada os parece real en ese momento, salvo el espacio brillantemente iluminado de unos poco metros cuadrados en que os encontráis; más allá no hay sino gran oscuridad que parece un puro vacío. Pero en esa oscuridad está la gente de verdad, para cuya satisfacción estáis trabajando; buscáis su aplauso, y no el de los otros actores. Cuando, dirigiéndoos a esa oscuridad, decís vuestro "aparte", estáis hablando por una vez a la gente de verdad. Y esto mismo es la oración; significa emplear vuestros medios de palabra, pensamiento y voluntad para poneros en comunicación con aquel mundo de verdad que nos parece oscuro, el mundo sobrenatural, en lugar de malgastarlas charlando con otros cómicos de la función.

         Hay una diferencia evidente. Cuando el actor se acerca a las candilejas y dice: "No sabe que es mi hermano, tanto tiempo perdido", está comunicando al público algo que no sabía. Pero cuando decimos nuestras oraciones no le decimos a Dios nada que no sepa; nuestros pecados son para Él informes atrasados, nuestras necesidades son algo que no hacía falta decir. Si un ser humano que hubiese sido educado, en caso de que ello fuera posible, sin ninguna noción de religión, os viera arrodillados junto a la cama y murmurando palabras a la colcha, os tomaría por un loco. ¿Por qué hablamos de "decir" nuestras oraciones, por qué no simplemente las "pensamos" - como hacemos a veces -, en lugar de decirlas? Si pensamos en ello, tendremos que admitir que hacemos este trabajo de mover nuestros labios en la oración no porque Dios lo necesite, ni porque la Virgen y los santos lo necesiten, sino porque lo necesitamos nosotros. Queremos sentirnos seguros, queremos acostarnos sintiendo que hemos dicho nuestras oraciones, y si no hiciéramos más que pensarlas, tendríamos miedo de irnos a la cama creyendo nada más que las habíamos pensado.

         Pero, naturalmente, si decís todo eso, no habréis satisfecho la curiosidad de vuestro amigo ateo. "Aunque vuestros labios no se muevan - o dirá -, estáis ahí formando ideas en vuestra mente acerca de lo agradecido que estáis a Dios, de lo mucho que lamentáis vuestros pecados, de qué necesitamos estáis de esta o aquella gracia. ¿Por qué habría Dios de querer, por qué habría de esperar, que hagáis eso? El sabe lo que necesitáis mejor que vosotros, y si lo considera conveniente, ya os lo dará sin necesidad de que se lo pidáis." De esto hablaremos más adelante. Por el momento, lo que queremos aclarar es que la oración no significa necesariamente pedir cosas. Los cristianos creemos que Dios realmente nos concede favores especiales en respuesta a nuestra petición. Pero, aunque no lo hiciera, aún sería posible rezar, y sería nuestro deber rezar, y aún desearíamos rezar. Porque la oración en su esencia no es pedir cosas a Dios, sino simplemente hablar con Dios. Le hablamos, y nuestras necesidades y las de nuestros amigos van saliendo por sí solas en la conversación.

          No necesito decir que nuestro crítico no nos dejará tranquilos con esto. Cuando decimos que "hablamos con Dios", ¿no estamos usando una metáfora? ¿No estamos representando una comedia cuando nos apartamos de la compañía humana y nos ponemos de rodillas, diciéndonos que queremos estar solos con Dios y hablar Él? Cuando dos seres humanos se hablan hay un intercambio constante de ideas, noticias y chismes; cada una de las partes comunica a la otra algo de sus propias apreciaciones, de sus entusiasmos, y cada una, a su manera, trata de conocer a la otra mejor. Pero en la oración, ¿qué intercambio de pensamiento puede haber? A no ser que Dios considere conveniente darme una revelación sobrenatural, cuando me levanto a rezar sé exactamente lo mismo acerca de Él que sabía cuando me arrodillé. Y Él lo sabe ya todo acerca de mí; no le puedo decir nada nuevo. ¿No es, pues, un abuso de lenguaje el decir que en la oración estamos "hablando con Dios"?

          Es fácil rebatir esta dificultad. Incluso en los asuntos comunes de la vida humana hay que decir algunas veces las cosas más obvias. El hombre que os hace un regalo generoso no dudará de que os sentís agradecido; sin embargo, es costumbre decírselo. Y si habéis pisado a una señora, es fácil que ella suponga que lo sentís, pero la cortesía exige que vuestro sentimiento se exprese con palabras. ¿Y no vamos nunca a molestarnos en dar las gracias al Dador de todos los bienes, en pedir perdón al Dios a quien todas las culpas ofenden? Pero esto es tan sólo una respuesta dialéctica, en parte porque reduciría el contenido de la oración a un mínimo formal y en parte por un motivo más íntimo. Algunas personas que han vivido en más estrecho contacto con Dios han descubierto que, en la medida en que llegaban a conocerle mejor, su oración se simplificaba; podían ahorrarse las palabras e incluso los pensamientos, o al menos los pensamientos consecutivos y claramente articulados. El campesino francés a quien se preguntó qué ocurría cuando se sentaba a rezar delante del tabernáculo, y contestó: "Yo le miro y Él me mira", había dado sin duda con el secreto de la cuestión. Una mera adhesión del alma a Dios, a un Dios que no se representa a la mente por medio de imágenes, sino velado en una oscuridad que sin embargo es luminosa a los ojos de la fe; sin multiplicidad alguna de actos, de tal modo que una mística declaró que nunca decía nada en sus oraciones salvo la palabra "Sí": esto es oración, y oración de un orden muy elevado, tal vez del más elevado. ¿Y dijimos que no había conversación sin intercambio de ideas? Tal vez no en la conversación humana ordinaria, pero nuestra conversación tiene lugar en el cielo.

          ¿Qué es, pues, de nosotros, que rezamos de un modo tan poco simplificado y tan lleno de imágenes? Y no sólo de imágenes piadosas, sino de recuerdos y lamentaciones de nuestros ensueños, que brotan en medio de nuestras oraciones y constantemente las distraen. ¿Estamos simplemente perdiendo el tiempo al charlar con Dios Todopoderoso en lugar de guardar silencio en su presencia? No creo que tengamos que verlo de esta manera. Los pensamientos que corren por nuestra cabeza, cuando estamos de rodillas, aun los menos santos, podrán no ser esenciales en la oración, pero son su acompañamiento natural. Como paja, si queréis, que flota en la corriente, o mejor aún, como motas de polvo que bailan a la luz del sol y que sirven de apoyo y sustancia a sus rayos. Al rezar, damos constancia de alguna resolución para el mejor ordenamiento de nuestra vida; nos resignamos a la voluntad divina en alguna prueba que está cerca; nos acordamos de la necesidades de algún amigo, demasiado olvidadas; descansamos en la contemplación de algún misterio predilecto o en la idea de algún santo cuya protección nos atrevemos a reclamar, y todo ello son símbolos donde vuestro deseo de llegar a una mayor intimidad con Dios se envuelve y toma forma. Las cosas de la vida común se transforman, como las motas iluminadas por el rayo del sol, al ser acogidas en vuestra oración. Del mismo modo, los cien chismes sin importancia que llenan la carta de un amante se transforman, para quien la lee, porque son el símbolo de su amor. Únicamente en este caso la transformación se verifica sólo para nosotros; no podemos saber lo que estos símbolos nuestros le parecerán a Dios; no podemos decir lo que ninguna cosa le parecerá a Dios.

          Al mismo tiempo, hemos de recordarnos que la oración no es simplemente una actitud o un ejercicio por nuestra parte. Significa hablar con Dios, apartarnos de la cháchara que los seres humanos mantenemos en la vida común, para dirigirnos a un público que todo lo ve y todo lo oye, y que está en la oscuridad. Pero esto no es todo; la oración significa pedir cosas y conseguirlas. La petición no es precisamente la esencia de la oración. El modelo de todas las oraciones cristianas es el Padrenuestro, y en el Padrenuestro hay más de un cincuenta por ciento que no es petición. Lo que pedimos, visto en sí mismo, es de importancia secundaria; es sólo el símbolo mediante el cual expresamos nuestra plena dependencia de Dios y nuestra total confianza en Él. Cualquier símbolo sirve para ello; un chico que pide unos patines nuevos puede rezar tan bien como una madre que ruega por la salud de su hijo. Ni tampoco termina todo aquí. Dios, en su sabiduría, ha unido algunas de sus bendiciones, no sabemos de qué manera ni en qué medida, a nuestra confianza y a nuestra paciencia para pedirlas. Quiero que recemos y sabe que algunos de nosotros lo hacemos con pereza; quiere que los cristianos seamos buenos vecinos, y por eso ha establecido este amable lazo de las oraciones que nos unen unos a otros y a la Santa Iglesia. Pedid y recibiréis; no quiere que nos torturemos la cabeza sobre el funcionamiento de todo ello; quiere que vayamos a Él como niños, que no nos avergoncemos de decir lo que desea nuestro corazón. Pero, al final de todo, el objeto de la oración no es hacer que Dios quiera lo que nosotros queremos, sino hacer que nosotros queremos lo que Dios quiere. En su voluntad reside nuestra paz.

                                                                                                                Mgr. Ronald A. Knox
                                                                                               Tiempos y fiestas del año litúrgico