¡Con cuánta facilidad concedemos a un amigo nuestro que acaba de morir
el beneficio de la duda! “Descansa en paz”, decimos, o “Dios habrá acogido su
alma”, o “Ahora tendrá su recompensa”. Hay una duda, desde luego; lo sabemos;
lo admitimos. Pero, a menos que tengamos poderosísimas razones para pensar lo
contrario, el instinto nos dice que ese amigo nuestro es o será feliz pronto,
mientras que el instinto pagano daba por supuesto que sería desgraciado. ¿A qué
se debe esto? ¿Cuál es la causa de tal cambio de actitud?
La
diferencia, a mi juicio, es simplemente esta: que los paganos consideran que la
felicidad en el otro mundo dependía exclusivamente de los méritos que el
difunto hubiese acumulado en esta vida, mientras que nuestra esperanza en una
gloria eterna no reposa solo en nuestros propios méritos, ¡qué poca cosa
tendríamos! ¡Qué vacías estarían nuestras manos sin la gracia divina! ¿Cuántas
personas conoces de las que podrías decir con certeza que han hecho más bien
que mal?¿Qué dirías si, en este mismo momento, tuvieras que comparecer ante el
Tribunal de Dios y se te preguntara qué alegas para ir al Cielo, y yo también?
No por el bien que hayamos hecho, no por servicio que podamos haber prestado a
la Iglesia de Dios, sino, simplemente, por los méritos de Nuestro Señor
Jesucristo y nuestra amistad con Él.
Precisamente porque nuestra esperanza de ir al Cielo y, por tanto, de no
ir al Infierno, está basada en esa relación personal, pienso que deberíamos ser
capaces de considerar el tema de la otra
vida sin olvidar lo que os he repetido tantas veces: la necesidad de tener una
religión personal. Quizá este punto de vista te sorprenda; estamos tan
acostumbrados a pensar en los horrores del Infierno como una forma saludable de
despertar nuestra conciencia, que tal vez supongas que al hablarte de religión
personal voy a prescindir del Infierno. Nada de eso; verdad es que si
procuramos ser amigos de Dios no debemos pensar demasiado en los castigos que
tiene preparados para los pecadores impenitentes, aunque esos castigos sean
capaces de poner los pelos de punta a cualquier cristiano que no haya perdido
la Fe; ahora bien, hay otro aspecto del Infierno que, si bien no significa gran
cosa para los pecadores empedernidos, importa mucho, muchísimo, a los que aman
a Dios. Ese aspecto es que, en el Infierno, no se ve a Dios, se permanece
apartado de Él por toda la eternidad. Por eso, al hablar de la otra vida, de lo
que nos espera después de la muerte, seguiré haciendo hincapié en la idea de
vivir una religión personal, de la necesidad de cultivar la amistad con Dios.
Supón que estás en el lecho de muerte y que no has perdido tus
facultades mentales. Viene el sacerdote y escucha tu confesión; le cuentas dos
o tres cosas de tu vida pasada porque piensas que no estás suficientemente
arrepentido de ellas, y mientras llega el último momento, sigues pensando en
tus faltas y pecados; recuerdas no solo lo malo que has hecho, sino lo mucho
bueno que has dejado de hacer. Ves, sin necesidad de descender a detalles, lo
poca cosa que eres, lo poco que has sido capaz de imitar y seguir a Jesucristo,
tu Amigo. Y piensas: ¡Qué distinto hubiera sido todo si hubiese sido más
consciente de su presencia a mi lado, si hubiese vivido siempre de cara a Él! Y
mientras piensas eso, te sobreviene un estremecimiento, te falta aire, suspiras
y notas como si el cuerpo ya no te perteneciera. Luego, de repente, te
encuentras en la presencia de Dios. Eso es la muerte.
Dios está frente a ti, muy cerca de ti. Ya lo estaba mientras vivías en
este mundo, pero ahora, por primera vez, eres consciente de su presencia con
absoluta evidencia y claridad. Y al cobrar esa conciencia evidente de su
presencia, eres consciente también, plenamente consciente, de tus pecados y de tu
pequeñez. ¿No te ha ocurrido alguna vez, estando solo en un cuarto, que alguien
entre sin darte cuenta y te sorprenda hablando en voz alta o haciendo algo que
no debías hacer? ¿Verdad que se siente como un inevitable sobresalto? Pues
bien, ese sobresalto no es nada comparado con lo que sentiremos cuando
comparezcamos ante Dios en nuestro juicio Particular. Nos daremos cuenta, de
repente, que Dios acaba de entrar; mejor dicho: que siempre había estado allí,
a nuestro lado, y no habíamos reparado en Él. Algo así como lo que le ocurrió
al centinela que se quedó dormido durante una guardia y al despertarse se
encontró con que Napoleón en persona montaba guardia por él.
Y,
al darnos cuenta de que Dios estaba allí, a nuestro lado, comprenderemos
también que nos hemos comportado muchas veces como si no estuviera.
Comprobaremos que, aunque queríamos ser sus amigos, a menudo, le hemos vuelto
la espalda, hemos despreciado su gracia y hecho oídos sordos a sus consejos. Y
no solo eso: sabremos también, a ciencia cierta, que Él sufría, porque nos
amaba. Nos sentiremos como San Pedro en el patio del Palacio del Sumo
Pontífice, cuando el Señor se volvió y le miró después de que Pedro, por
tercera vez, negara conocerle. Una mirada de reproche en los ojos d ese Amigo
que tanto nos ama y al que tan mal hemos correspondido: eso será nuestro
juicio; eso será suficiente para desear ir al Purgatorio para reparar y volver
purificado ante su divina presencia. Ahora bien, supón por un momento que Dios
te mira con amor, pero luego aparta la vista de tu rostro y se aleja; que tú te
das cuenta de que eres absolutamente indigno de ver su rostro y que
permanecerás apartado de Dios por toda la eternidad. ¿No es eso el Infierno, la
condenación eterna?
Hubo una vez un hombre ciego de nacimiento que quiso saber cómo eran los
colores. Sus amigos trataron de explicárselos y empezaron por el rojo. Al
terminar su prolija explicación, el ciego dijo: “Si, creo que lo he
comprendido. Algo así como el sonido de la trompeta”…Algo parecido nos ocurre a
nosotros cuando alguien trata de explicarnos cómo será la vida en el otro
mundo. Hablar de arpas y de prados floridos o de pozos profundos llenos de pez
ardiente y de serpientes es algo parecido a comparar el color rojo con el
sonido de una trompeta. Y es que carecemos de un órgano apropiado para captar
la realidad de la otra vida; además, nuestra imaginación es limitada.
Pero hay otra razón que hace este tema difícilmente comprensible: no
somos lo suficientemente santos para ver la gloria del Cielo o los horrores del
Infierno con sus verdaderos colores. El pecado, nuestros pecados, nos impiden
comprender lo que la santidad significa.
Recuerdo un chiste – bastante irreverente por cierto – que cuenta cómo
dos gánsteres de Chicago murieron al mismo tiempo y fueron al Infierno. Al poco
de llegar allí uno de ellos se acercó al otro sonriendo, y le dijo: “El Cielo
es mejor que Chicago, ¿no es cierto?”. A lo que el otro respondió: “Sí, pero
esto no es el Cielo”.
Todo depende del punto de partida. Y el punto de partida es un mundo
imperfecto habitado por naturalezas caídas. Por eso no nos es nada fácil
apreciar el “aroma”, por decirlo así, de una existencia en la que la Justicia y
la Misericordia divina resplandecen.
Así pues, no trataré de sugeriros ningún
tipo de representación sensible, ni siquiera las habituales de arpas y
serpientes, ya que son solo metáforas que no superan las experiencias terrenas.
Lo único que cabe hacer es esforzarse en pensar en las mejores y en las peores
experiencias que hayamos tenido en nuestra vida, en nuestras mayores alegrías y
en nuestras más profundas penas, y tratar de potenciarlas, multiplicarlas hasta
el infinito, de tal forma que nos sugieran algo de lo que nos espera al traspasar
las fronteras de la muerte: una felicidad inmensa, si somos fieles, o una pena
eterna.
Ronald A. Knox, Retiro para gente joven
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