Mgr. Benson predicando
La amistad humana se inicia generalmente por algún detalle externo. Captamos una frase, percibimos una inflexión de voz, advertimos una forma de mirar o un modo de caminar. Y estas leves impresiones nos parecen el comienzo de un mundo nuevo. Consideramos estos detalles como la señal de todo un universo que se oculta tras ellos; creemos haber descubierto al alma que coincide exactamente con la nuestra, al temperamento que, por su semejanza o por su armoniosa diferencia, es perfectamente adecuado para ser el compañero del nuestro. Así comienza el proceso de la amistad: nos damos a conocer y conocemos al otro; encontramos, paso a paso, lo que habíamos esperado, y comprobamos lo que imaginábamos. Y el amigo, por su parte, sigue el mismo itinerario, hasta que llega el momento en que, por una crisis o tras un periodo de prueba, podemos descubrir que nos hemos equivocado, que hemos defraudado al otro o que el proceso ha seguido un curso diferente. Y como ocurre con el paso de las estaciones, ya no hay más frutos que esperar de ninguna de las dos partes.
Pues bien, la amistad divina suele comenzar del mismo modo. Puede surgir en el momento de recibir algún sacramento - un hecho repetido miles de veces-, al arrodillarnos delante del nacimiento en Navidad o acompañando al Señor en un Via Crucis. Hemos hecho esos gestos o hemos participado en esas ceremonias frecuentemente, unas veces con indiferencia y otras con fervor. De repente, un día surge en nosotros un sentimiento nuevo. Por primera vez comprendemos que el Divino Niño que abre sus brazos en el pesebre, no sólo desea abrazar al mundo ( ¡tendría que ser tan pequeño!), sino a nuestra propia alma en particular. Contemplamos a Jesús, ensangrentado y exhausto, alzándose tras su tercera caída, y sentimos que nos pide ayuda para soportar su carga. La mirada de sus divinos ojos se cruza con la nuestra transmitiéndonos un sentimiento o un mensaje que nunca habíamos asociado a nuestras relaciones con Él. Y fueron sólo unos detalles en apariencia insignificante. Golpeó en nuestra puerta y la abrimos; nos llamó y le contestamos. De ahora en adelante, pensamos, Él es nuestro y nosotros somos suyos; por fin hemos encontrado al amigo que buscábamos hace tanto tiempo; aquí está el alma que se compenetra perfectamente con la nuestra; la única personalidad que puede dominarnos. Jesucristo ha dado un salto de dos mil años y está a nuestro lado: se ha salido del fresco; se ha levantado del pesebre..."Mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado".
Robert Hugh Benson, La amistad de Cristo, Rialp, 4ta. Edición, 2002.
continuará..... |
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