Hay muchos que no seremos jamás llamados a ser un Aragorn, o un
Gandalf, o un Frodo, o ni siquiera un Sam Gangee. La gran mayoría de nosotros
será los hobbits que nunca entendieron, en realidad, lo que estaba ocurriendo y
fueron incluso inconscientes del peligro de que los salvó el heroísmo de unos
cuantos aventureros desconocidos, que peleaban a enorme distancia de casa.
Pero es terrible la tentación de abandonar nuestros queridos sembradíos cuando,
mirando cada uno su “palantir” de bolsillo, ve las fuerzas del mal alineadas y listas
para destruír el mundo que amamos.
fin de seguir una vocación a salvar el mundo que no es, propiamente, la nuestra?
Lo evitaremos si descubrimos que las pequeñas realidades materiales pueden -
debido a la encarnación de Nuestro Señor- “llegar a ser parte de una obra mucho
mayor, que pueden conducir a la Bienaventuranza”; si descubrimos que las cosas
débiles y frágiles son, en realidad, más fuertes y duraderas que las maquinaciones
de quienes parecen poderosos en este mundo.
En un ensayo titulado “Una Navidad perdurable”, Hilaire Belloc, apologeta
católico, historiador y pensador político, escribe sobre el modo cómo las
entrañables y venerables tradiciones de la Navidad pueden dar continuidad y solaz
a los acontecimientos transitorios y tristes de la vida mortal. Belloc enumera una
multitud de aflicciones que entristecen la vida del hombre: “Las amenazas de
desesperación, el remordimiento, la necesidad de expiación, el insoportable
hastío, la tediosa repetición de cosas aparentemente estériles, innecesarias y
desprovistas de sentido, la lejanía, la mutua incomprensión de los espíritus”. Saber
que Belloc perdió a dos de sus hijos en las Guerras Mundiales agrega intensidad a
sus palabras, hasta que éstas alcanzan su clímax cuando dice que la pena “de los
hombres jóvenes que han muerto en la guerra antes que sus padres se debilitaran
con la edad; la pena de los peligros de enfermedad en el cuerpo y aun en el alma,
de la ansiedad, del honor acosado, de todas las amarguras del vivir – todo ello se
convierte en parte de una empresa mayor, que puede conducir a la
Bienaventuranza”.
Esta cita de Belloc es una explicación excelente y poética de la realidad
encarnacional de muestra religión: se adquiere la santidad y se da gloria a Dios
con las cosas ordinarias y difíciles de la vida; y no sólo con las ordinarias y difíciles
sino también con las bellas y gozosas.
En nuestros tiempos, cuando una increíble confusión y oscuridad permean
todos los niveles de la sociedad, es fácil olvidar esta verdad. Entre la corrupción
política, la puja por un nuevo echar a andar el mundo por no se sabe quién, y el
sínodo universal del Papa Francisco, es fácil perder de vista el hecho que las
cosas pequeñas y débiles de este mundo se han vuelto poderosas por la
encarnación de Nuestro Señor. San Pablo escribe:
“Dios escogió la necedad del mundo para confundir a los sabios, y Dios
eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; escogió Dios a lo vil, a lo
despreciable del mundo, a lo que no es nada, para destruír lo que es, de manera
que ningún mortal pueda gloriarse ante Dios” (1 Corintios 1, 27-29).
Esta verdad está maravillosamente descrita en la trilogía épica de Tolkien,
“El Señor de los Anillos”.
Los hobbits de Tolkien son la quintaesencia de lo doméstico y lo poco
aventurero. Pero, como reiteradamente observa Gandalf, un hobbit es más que lo
que ven los ojos. A pesar de su vida tranquila y rústica, los hobbits tienen fuerzas
escondidas, que ellos mismos desconocen. Cuando el Anillo llega a las manos de
Frodo, vemos en él un símbolo del mal, concentrado e hipócrita, que pasa a
depender del pueblo más sencillo de la Tierra Media. Pero aunque Frodo y sus
tres compañeros hobbits finalmente salvan de Sauron a su mundo, el resto de los
habitantes de la comarca participan poco o nada de la epopeya: siguen
preocupados de sus sembrados y de sus familias, ignorantes del desastre que los
amenaza.
¿Los culparemos por ello? No. Lo que hacen es cumplir con su deber,
siguiendo su personal vocación. Frodo habría hecho lo mismo si no hubiera sido
abordado por Gandalf. El no escogió ser el Depositario del Anillo. Pocos de
nosotros seríamos Depositarios del Anillo; por el contrario, los más de entre
nosotros están llamados a ser padres y madres, hermanos y amigos. Tenemos
que trabajar en nuestro pequeño sembradío para alimentar el futuro del mundo a
través del amor a nuestras familias y a nuestro patrimonio católico, a través de la
enseñanza de la verdad y de la creación de belleza y orden con nuestros mejores
esfuerzos. Aunque el libro se enfoca en la Hermandad, “El Señor de los Anillos” de
Tolkien contiene incisivos y bellos pasajes que pueden ayudarnos y animarnos en
nuestras vidas de hobbits hogareños.
Después de la batalla de Helm’s Deep, el Rey Théoden se asombra de los
Ents que lo ayudaron en la lucha, y que pensaba eran sólo creaturas legendarias.
Gandalf le contesta:
“Debieras alegrarte, Rey Théoden, porque ahora está en peligro no sólo la
vida de los Hombres, sino la vida de aquellas cosas que has creído eran de
leyenda. No careces de aliados, aunque no los conozcas”
Théoden contesta con uno de los pasajes más verdaderos y más tristes de
Tolkien:
“Pero también debería estar triste”, dijo Théoden. “Porque cualquiera sea el
rumbo que tome la guerra, ¿no podría terminar de un modo tal que mucho de lo
que fue bello y maravilloso desaparezca para siempre de la Tierra Media?”. “Sí,
podría ser”, dijo Gandalf. “El mal de Sauron no puede ser totalmente curado, ni se
puede hacer como si no hubiera existido. Pero estamos destinados a ese futuro.
Por ahora, ¡continuemos el viaje que hemos comenzado!”.
Es verdad, creo, que el mundo moderno ha visto la destrucción de cosas
que no volverán jamás. Y cada día hay más destrucción. Pero ello no significa que
se nos permita desesperar. Como dice Denethor:
“¿Pensaste acaso que los ojos de la Torre Blanca eran ciegos? No; he visto
más de lo que te imaginas, Necio Gris. Porque tus esperanzas no son más que
ignorancia. ¡Ve pues, y trabaja en tu curación! ¡Ve adelante y pelea! Vanidad. Por
un breve espacio, por un día, puede que triunfes en la lid. Pero no hay victoria
posible contra el Poder que está surgiendo ahora, que sólo ha tocado esta ciudad
con un dedo de su mano. Todo el Oriente está en marcha. Y en este preciso
instante el viento de tus esperanzas te está engañando, mientras hace avanzar
por el Anduin a una flota de velas negras. El Occidente ha fallado. Es tiempo de
que partan todos los que no quieren ser esclavos”. A esta diatriba, que culmina
con ese “El Occidente ha fallado”, replica Gandalf: ”Tales consejos sin duda harán
que se cumpla la victoria del Enemigo”.
¿Qué hemos de deducir de todo esto? Debemos aprender que tenemos
aliados que no conocemos, debemos darnos cuenta de que hay muchas cosas
que se están yendo de este mundo y que nosotros seremos los últimos en
recordar, y debemos darnos cuenta de que dudar de la fuerza de nuestra cultura
de Occidente -que se basa en la Cristiandad- hasta el punto de abandonarla, sólo
aumentará las probabilidades de la victoria del Enemigo.
Esta falta de fe en las riquezas de Occidente es, me parece, el centro de los
fracasos y de los éxitos a medias de tantas técnicas apologéticas y catequísticas
que han usado los católicos desde los años 1960. Y explica también por qué se ha
abandonado fácilmente tanto de nuestro patrimonio y por qué todavía se lo valora
tan poco. Si realmente creyéramos en la grandeza del canto gregoriano y de la
polifonía renacentista; si verdaderamente creyéramos en las grandes artes
sagradas; si verdaderamente creyéramos en la doctrina tradicional de la Iglesia en
materias de fe y de moral, ¿no estaríamos orgullosos y entusiasmados por
compartirlas? ¿no esperaríamos atraer con ellas a los hombres, gracias a su
intrínseca verdad y su atractivo?
En cambio, sostenemos que “hay que ir a encontrar a los hombres adonde
están”, “hablarles en su propio idioma”, o “hay que hacerse aceptables”. Jamás
obraríamos de este modo si ofreciéramos un helado gourmet, una marca favorita
de cerveza, o un exótico relleno de pizza. En tal caso, diríamos “Tienen que probar
esto”, y a continuación obligaríamos a nuestros amigos a probar un poco y ver qué
les parecía. Y si nuestros amigos no quedaran maravillados, les diríamos “¿Qué
les pasa a todos Uds.?
Sin embargo, mientras tenemos suficiente confianza en nuestras papilas
gustativas como para endilgar a nuestros amigos un helado, una cerveza o una
pizza, no confiamos suficientemente en una tradición que tiene 2.000 años de arte,
creencias y liturgia como para ofrecerla al hombre moderno como algo “que podría
gustarle”. En realidad, a pesar de que Juan Pablo II nos amonestó “No tengáis
miedo”, tenemos miedo de tanto de lo que tenemos que ofrecer.
Pero todo esto nos trae a mi punto final: nuestra labor está en el terreno que
nos es conocido.
Gandalf dice del Anillo: “Si es destruído, entonces él [Sauron] fracasará… Y
así un gran mal habrá sido arrojado de este mundo. Hay otros males que pueden
venir; porque Sauron no es más que un sirviente o emisario”. Y prosigue el mago,
pronunciando quizá el grito de batalla y el lema de nosotros, los hobbits que nos
quedamos en casa:
“Pero no nos corresponde dominar todas las mareas del mundo sino hacer
lo que está a nuestro alcance por auxiliar a los tiempos en que vivimos,
desarraigando el mal en los terrenos que conocemos, para que los que vengan
después de nosotros puedan tener una tierra limpia que arar. Qué clima les tocará,
no nos corresponde decidirlo”.
cada uno de nosotros tendrá, de un modo u otro, herederos, estudiantes, niños.
Para algunos -y quizá es lo mejor para la mayoría- se trata literalmente de
campos, de años de trabajo duro, de muchos niños, todo ello fruto de la
dedicación a la tierra y a la familia, de acuerdo con los criterios católicos de una
vida de hogar. Para otros, habrá campos, si no literales, verdaderos, de acción y
de labor; habrá quizá menos tiempo, y habrá quienes reciban su influencia
paternal a través de la enseñanza, de la tutoría, o de la dirección espiritual.
En otro nivel, debemos buscar en nosotros mismos males que erradicar.
Como escribió Paul McGuire en 1946, “Existe una solución al dilema moderno.
Está, curiosamente, en las manos, el corazón y la mente y la voluntad de todo
cristiano” (Integrity: segundo número, noviembre 1946). Porque estos campos
están en nuestro corazón, y si hay en ellos algún mal, siempre podremos hacer
algo al respecto, porque están dentro de nosotros mismos.
¿Cuándo nos vamos a destetar de los “palantires” de los smartphones y de
las redes sociales? ¿Cuándo vamos a desmalezar el terreno de nuestra alma con
oración diaria? ¿Cuándo vamos a negarnos a nosotros mismos y asumir
diariamente tareas manuales para limpiar y ordenar los espacios en que vivimos?
“Nosotros somos los mediocres, nosotros somos los donantes a medias, nosotros
somos los que aman a medias; nosotros somos la sal que ha perdido su sabor”
escribió Caryll Houselander incisivamente en su poema “Una tarde en la catedral
de Westminster”. Recuperemos nuestro sabor. Hagámonos donantes en plenitud,
y plenos amantes. Pero, ¿a quién daremos, a quién amaremos?
A quien más obligación tenemos de dar y de amar es nuestra familia. La
obligación de amar al prójimo como a sí mismo encuentra su plenitud en nuestra
mujer y en nuestra familia, a quienes podemos amar y darnos de un modo único y
asiduo. Escuchar la “llamada universal a la hobbitud” debiera hacernos apreciar
esto más plenamente, y recordarnos cómo la encarnación ha transformado las
cosas ordinarias de esta vida.
En un artículo sobre los principios del trabajador cristiano, Donald Hessler
ha escrito:
“Es una gran ley de la naturaleza y de la gracia, dice Pío XII, que la
similaridad abre las puertas al acercamiento y al afecto. Dios se hizo hombre para
salvar al hombre. Cristo se hizo trabajador para salvar a los trabajadores. San
Francisco y Peter Maurin se hicieron pobres para salvar a los pobres. Así se
prolonga la encarnación”.
En nuestra época, a menudo es la humanidad, en sus aspectos más
profundos - la familia, la naturaleza misma del hombre y de la mujer-, la que
necesita ser salvada. Hagámonos nuevamente humanos para salvar a la
humanidad. Amemos y respetemos nuestra naturaleza de hombres y de mujeres.
Como dice Dorothy Day, contémonos entre quienes están abiertos a recibir la
inspiración de “rebajar su estándar de vida y elevar su estándar de pensamiento y
de amor”. Esto no tiene por qué ser terriblemente desagradable, porque si las
penas de Belloc se convierten en “parte de la gran empresa de la
Bienaventuranza”, Dorothy Day nos recuerda: “Creo firmemente, con Santa
Catalina de Siena que todo el camino hacia el cielo es cielo, porque El dijo “Yo soy
el Camino””.
Redescubramos nuestra familia, nuestro corazón, nuestros campos y
redescubrámonos a nosotros mismos, perdiendo el miedo tanto a las sublimes
realidades de nuestra fe, como a las cosas más básicas de nuestra humanidad. El
poema de Houselander se lamenta:
“Hemos tenido miedo
Del penetrante rayo de la verdad;
De las sencillas leyes de nuestra propia vida.
Hemos temido la primordial belleza
De las cosas humanas,
Del amor y del nacimiento y de la muerte”.
Estas “cosas humanas” de “primordial belleza” pueden parece muy débiles
frente al zeitgeist global. Pero estas cosas débiles del mundo han sido
fortalecidas. De hecho, poseemos las más poderosas armas contra los
globalizados Saurons de nuestra época; besos por la mañana, huevos revueltos,
canciones de fogata, verduras cultivadas en casa y niños que lloran, son más
poderosos que los planes mejor pensados de la UE o la ONU, y que los más
secretos designios de Bill Gates o del cardenal Roche.
Estas pequeñas cosas están llenas de gracia porque María se hizo llena de
gracia. El Señor estaba con ella. Y el Señor está con nosotros: con nosotros en la
imbatible Misa inmemorial; con nosotros en nuestra devoción por el año litúrgico y
las prácticas tradicionales, como el Oficio Divino. Cuando entremos al próximo
Adviento temiendo el advenimiento de tantos acontecimientos grotescos y
temibles, hagamos nuestra la oración de Houselander:
“Pasemos hambre y sed;
Ardamos en las llamas;
Rompamos la corteza animal
De la complacencia.
Aviva en nosotros
La afilada gracia del deseo,
Brilla en nosotros,
Emmanuel,
Luz sin sombras:
Arde en nosotros,
Emmanuel,
Fuego de amor;
Quema en nosotros,
Emmanuel,
Estrella de la mañana:
¡Emmanuel,
Dios con nosotros!”
19 diciembre 2022
Crisis Magazine, traducción Augusto Merino
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