La Semana Santa, que iniciamos ayer Domingo de Ramos, constituye para nosotros los cristianos una excelente ocasión para detenernos por unos días en nuestros afanes, y reflexionar sobre lo que significa la Pasión de Nuestro Señor. Es bueno reflexionar sobre el dolor sufrido por el Señor por amor a nosotros para hacernos conscientes de nuestros pecados y que son ellos los que llevaron a Cristo a la muerte por el amor infinito que nos tiene a pesar de nuestras debilidades, miserias e imperfecciones. Parar el ajetreo, parar el afán por las cosas del mundo por unos días para contemplar el misterio de la muerte y resurrección de Cristo estoy segura nos conducirá a sacar frutos provechosos para nuestra vida espiritual. Quizás cambiar nuestras rutinas dándole un poco más de tiempo a la oración, o cualquier otro buen propósito que nos propongamos cumplir con la ayuda de la Gracia después de haber meditado sobre la Pasión de Nuestro Señor y de haber vivido esta Semana Santa acompañando al Señor y a su Madre, teniendo presente que después del dolor, por el que es necesario pasar, llegará el triunfo sobre la muerte y el pecado.
Les dejaré para esta semana una parte del capítulo dedicado a la agonía de Jesús en el huerto de los olivos del libro de Ana Catalina Emmerich, La Amarga Pasión de Cristo. He escogido este subcapítulo porque no le tomamos mucho el peso a esta parte de la Pasión y al espantoso dolor espiritual que padeció Nuestro Señor ahí. Las revelaciones de la beata Ana Catalina muestran el peso del pecado y lo cruel que fue el demonio con Él en ese momento. Pero antes de pasar al texto quiero citar al Cardenal Cañizares que escribe el prólogo del libro publicado por la Editorial VozdePapel: "Las visiones de este libro son revelaciones privadas que nadie está obligado a creer. No son dogma de fe y no añaden nada al depósito de la fe que custodia la Iglesia. Pero son una conmovedora ayuda para acercarnos a contemplar la Pasión de Cristo, esclarecen poderosamente nuestra comprensión de los hechos, y nos ponen cara a cara con nuestras responsabilidades y contradicciones. Las visiones de la beata Ana Catalina no son el credo ni los evangelios, pero robustecen nuestra fe, estimulan nuestro amor y fortalecen nuestra esperanza."
Precisamente es en este capitulo donde encontramos las visiones sobre cómo va a ser maltratado el Santísimo Sacramento, cómo sus ministros desatenderán y descuidarán el culto a Dios, como se despreciará a Cristo presente en el altar. Y ojo que circula gratis en internet una versión de la editorial Planeta que se salta completamente un par de páginas cuando la beata habla de esto y de la profanación del clero al Santísimo Sacramento. Realmente alucinante la omisión. Pueden encontrar visiones completas de la beata en este sitio
Jesús
en el monte de los olivos
"Eran
poco más de las nueve cuando Jesús llegó a Getsemaní con sus discípulos. La
luna había salido, y ya iluminaba el cielo, aunque la tierra estaba todavía
oscura. Jesús estaba cada vez más triste y advertía a los apóstoles de la
proximidad del peligro. Éstos se sentían sobrecogidos y Jesús dijo a ocho de
los que le acompañaban que se quedasen en Getsemaní, mientras Él iba a rezar.
Llevó consigo a Pedro, Juan y Santiago y con ellos entró en el huerto de los
Olivos. No hay palabras para describir la pena que oprimía su alma, pues el
tiempo de la prueba se acercaba. Juan le preguntó cómo Él, que se había
mostrado siempre tan sereno, podía estar tan abatido.
«Mi
alma tiene una tristeza de muerte», respondió Jesús;
y por todos lados veía acercarse la angustia y
la tentación como nubes cargadas de terribles prefiguraciones. Entonces, les
dijo a los tres apóstoles:
«Quedaos aquí, y velad conmigo. Recemos para
no caer en la tentación.»
Jesús bajó unos pocos escalones hacia la
izquierda, y se ocultó bajo un peñasco, en una gruta de seis pies de
profundidad, encima de la cual los apóstoles se acomodaban en una especie de
hoyo. El terreno se inclinaba ligeramente y las plantas que habían crecido
sobre el peñasco de la gruta formaban una especie de cortina a la entrada, de
modo que no podía ser visto.
Cuando Jesús dejó a sus discípulos, yo vi a su
alrededor un círculo de figuras horrendas que se le acercaban cada vez más.
Sintiendo tristeza y la angustia de su alma en aumento, temblando, penetró en
la gruta para orar, como un hombre que busca abrigo de la tempestad; pero las
horribles visiones lo seguían y eran cada vez más vividas. Aquella estrecha
caverna parecía contener el espantoso espectáculo de todos los pecados
cometidos desde la caída de Adán hasta el fin del mundo y el castigo a todos
ellos destinado. A ese mismo sitio, al monte de los Olivos, habían ido Adán y
Eva, tras ser expulsados del Paraíso, y en esta misma gruta habían gemido y
llorado. Sentí como si Jesús, al entregarse a la Divina Justicia en pago de
nuestros pecados, de algún modo, retornara al seno de la Santísima Trinidad;
así, concentrado todo él en su pura, amante e inocente humanidad, armado sólo
de la fuerza de su amor inefable, la sacrificaba a las angustias y los
padecimientos.
Postrado en tierra, sumergido en un mar de
tristeza, todos los pecados del mundo se le aparecieron bajo infinitas formas
en toda su auténtica deformidad; El los tomó todos sobre sí y ofrecióse en su
oración a la justicia de su Padre celestial para pagar esa terrible deuda. Pero
Satanás, entronizado en medio de todos esos horrores con diabólica alegría,
dirigía su furia contra Jesús; y, mostrando ante sus ojos visiones cada vez más
espantosas, gritaba a su adorable humanidad:
«¿También vas a tomar esto sobre ti?, ¿sufrirás
tú su castigo?, ¿estás listo para pagar por todo esto?»
Y entonces, se abrió el cielo y de él surgió
un rayo semejante a una vía luminosa. Era una procesión de ángeles que bajaban
hasta Jesús, y vi cómo lo consolaban y fortalecían. El resto de la gruta
permanecía lleno de las horrendas visiones de nuestros crímenes. Jesús los tomó
todos ellos sobre sí; pero su adorable corazón, rebosante del más perfecto amor
de Dios y de los hombres, se ahogaba bajo el peso de tanta abominación. Cuando
esa multitud de iniquidades pasó sobre su alma como un océano, Satanás puso
ante él, como en el desierto, innumerables tentaciones, se atrevió incluso a
presentar contra el Salvador una serie de acusaciones, diciendo:
«¿Cómo,
tú que no eres puro quieres tomar todo esto sobre ti?»
Entonces, con infernal impudencia, lo culpaba
de imaginarios crímenes. Le reprochaba las faltas de sus discípulos, los
escándalos que ellos habían provocado, la perturbación que habían causado en el
mundo, renunciando a los usos antiguos. Ningún fariseo, ni siquiera el más
hábil y severo podría haber superado a Satanás: atribuyó a Jesús haber sido la
causa de la degollación de los Inocentes, así como de los padecimientos de sus
padres en Egipto; no haber salvado a Juan el Bautista de la muerte, el haber
desunido familias y protegido a hombres infames, haberse negado a curar a
muchos enfermos, haber perjudicado a los habitantes de Gergesa, permitiendo a
los poseídos por el diablo entrar en sus tinas, y a los demonios precipitar sus
cerdos en el mar, haber abandonado a su familia, dilapidado los bienes de su
prójimo; en una palabra: Satanás presentó ante Jesús, para turbarlo, todo lo
que en el momento de la muerte hubiera reprochado a un hombre cualquiera que
hubiese llevado a cabo todas estas acciones sin un motivo superior; pues no
mencionaba que Jesús fuese el Hijo de Dios, y lo tentaba sólo como si fuera el
más justo de los hombres.
Nuestro
Divino Salvador permitió hasta tal punto que su humanidad predominara sobre su
divinidad, que sufrió todas las tentaciones que asaltan al hombre justo en la
muerte concernientes al mérito de sus buenas obras. Para apurar el cáliz de su
agonía, permitió que aquel mal espíritu tentara su sagrada humanidad como
podría haber tentado a un hombre que quisiera atribuir a sus buenas obras un
valor por sí mismas, por encima del que pueden tener por los méritos de Jesús.
No hubo ninguna de sus acciones que no estuviera enmarcada en una acusación y,
entre otras cosas, le reprochó a Jesús haberse gastado el valor de la propiedad
de María Magdalena, en Magdalum, que Él había recibido de Lázaro. Entre los pecados del mundo que pesaban sobre
el Salvador, vi también los míos; del círculo de tentaciones que rodeaban a
Nuestro Señor, vi venir hacia mí todas mis culpas. Durante todo este tiempo no
aparté los ojos de mi Esposo Celestial; con Él gemía y lloraba y con Él me
volvía hacia el consuelo de los ángeles. ¡Ay, Nuestro amado Señor se retorcía
como un gusano bajo el peso de su angustia y sus sufrimientos. Mientras Satanás
le hacía estas acusaciones, apenas podía yo refrenar mi cólera; pero cuando
habló de la venta de la propiedad de Magdalena, no pude contenerme y le dije:
«¿Cómo te atreves a reprochar como un crimen
la venta de esa propiedad? Yo misma he visto al Señor gastar esa cantidad que
le dio Lázaro, en obras de misericordia, y rescatar a veintiocho pobres de
prisión por deudas en Tirsa.»
Al principio, Jesús estaba arrodillado y oraba
con serenidad; pero después su alma se horrorizó ante los innumerables crímenes
de los hombres y su ingratitud para con Dios; sintió un dolor tan vehemente
que, temblando, exclamó:
«¡Padre
mío, si es posible, aleja de mí este cáliz! ¡Padre mío, omnipotente, aleja de
mí este cáliz!»
Pero
tras un momento, añadió:
«Hágase
vuestra voluntad, no la mía.»
Su
voluntad era una con la del Padre; pero abrumado por el peso de su naturaleza
mortal, temía la muerte.
Yo vi la caverna donde él estaba de rodillas,
llena de formas espantosas; vi todos los pecados, toda la maldad, todos los
vicios, todos los tormentos, todas las ingratitudes que oprimían al Salvador:
el espanto de la muerte, el terror que sentía como hombre ante los
padecimientos de la expiación, asediaban su Divina Persona bajo la forma de
pavorosos espectros. Sus rodillas vacilaban, juntaba las manos, su cuerpo
estaba inundado de sudor y el horror lo hacía estremecer. Por fin, se levantó:
las rodillas le temblaban tanto que apenas podían sostenerlo, estaba pálido, su
fisonomía completamente transformada, lívidos los labios y erizados los
cabellos.
Eran
cerca de las diez cuando se puso en pie, y tambaleándose, dando traspiés a cada
paso, bañado en sudor frío, se dirigió hacia donde estaban los tres apóstoles.
Fue ascendiendo como pudo desde la gruta, hasta donde ellos, rendidos de fatiga,
de tristeza y de inquietud se habían quedado dormidos.
Jesús iba a buscarlos como un hombre
angustiado cuyo terror lo lleva junto a sus amigos, pero también como el buen
pastor que, consciente de la cercanía de un peligro, visita su rebaño
amenazado; pues Jesús no ignoraba que también ellos sufrían la angustia y la
tentación. Las horribles visiones lo acompañaron también en ese corto tramo. Al
llegar, hallándolos dormidos, juntó las manos, cayó de rodillas junto a ellos y
lleno de tristeza e inquietud, dijo:
«Simón, ¿duermes?»
Entonces
se despertaron y al punto se levantaron, y Jesús les dijo en su desolación:
«¿Ni
siquiera una hora podíais velar conmigo?»
Cuando
lo vieron de aquel modo, descompuesto, pálido, tembloroso y empapado en sudor,
y oyeron su voz alterada y casi inaudible, no supieron qué pensar; y si no
hubiera llegado a ellos rodeado por un halo de luz radiante, no lo hubiesen
reconocido. Juan le dijo:
«Maestro,
¿qué te pasa? ¿Debo llamar a los otros discípulos? ¿Debemos huir?»
Jesús respondió:
«Si pudiese vivir, predicar y curar todavía
durante treinta y tres años más, no me bastaría para cumplir con lo que tengo
que hacer de hoy a mañana. No llames a los otros ocho: los he dejado allí,
porque no podrían verme en esta miseria sin escandalizarse, caerían en
tentación, olvidarían lo que ha pasado y dudarían de mí. Vosotros habéis visto
al Hijo del Hombre transfigurado, así que también podréis verlo en la oscuridad
y el naufragio de su espíritu; pero velad y orad para no caer en la tentación,
porque el espíritu está presto pero la carne es débil.»
Con estas palabras se refería tanto a él como
a ellos. Quería así exhortarlos a la perseverancia y advertirles del combate
que su naturaleza humana iba a librar contra la muerte, y también de la causa
de su debilidad. En su tristeza les habló de muchas cosas, y pasó casi un
cuarto de hora con ellos. Después volvióse Jesús a la gruta, con su angustia
siempre en aumento, mientras sus discípulos tendían las manos hacia Él,
lloraban, se abrazaban unos a otros y se preguntaban:
«¿Qué
tiene?, ¿Qué le ha sucedido? Parece hallarse en la más completa desolación.»
Se cubrieron la cabeza y empezaron a orar,
llenos de ansiedad y de tristeza. Desde que Jesús entró en el huerto de los
Olivos había transcurrido cerca de una hora y media. En efecto, como dicen las
Escrituras:
«Ni
siquiera habéis podido velar conmigo una hora»
Aunque estas palabras no deberían tomarse
literalmente, ni aplicar nuestra manera de contar el tiempo. Los tres apóstoles
que estaban con Jesús, habían orado primero y luego se habían quedado dormidos,
tras caer en la tentación de la falta de confianza en Dios.
Los otros ocho que habían permanecido fuera
del huerto no dormían. La tristeza y el sufrimiento que encerraban las últimas
palabras de Jesús, habían llenado sus corazones de funestos presagios, y
erraban por el monte de los Olivos buscando algún lugar donde esconderse en
caso de peligro.
En la ciudad de Jerusalén se veía poca
actividad. Los judíos estaban en sus casas, ocupados en los preparativos de la
fiesta; pero pude ver aquí y allí a amigos y discípulos de Jesús que caminaban
juntos, ansiosos, conversando en susurros, inquietos, como si estuviesen
esperando algún gran acontecimiento. La Madre del Señor, Magdalena, Marta,
María, hija de Cleofás y María Salomé, habían ido desde el cenáculo hasta la
casa de María, la madre de Marcos. María, que había oído lo que decían sobre
Jesús, quiso ir a la ciudad con sus amigas para saber noticias suyas. Lázaro,
Nicodemo, José de Arimatea y algunos parientes de Hebrón fueron a verla para
intentar tranquilizarla. Pues habiendo tenido conocimiento de las terribles
predicciones de Jesús en el cenáculo, habían ido a informarse a casa de los
fariseos conocidos suyos, y no habían oído que se preparase nada contra Nuestro
Señor.
Desconocedores de la traición de Judas, le
dijeron a María que el peligro no era muy grande, que no atacarían a Jesús tan
cerca de la fiesta. María les habló de cuán inquieto y alterado había estado
Judas en los últimos días, de qué manera tan abrupta se había ido del cenáculo.
Ella no dudaba de que había ido a denunciar a Jesús; cuántas veces no había
advertido a su hijo de que Judas sería su perdición. Las santas mujeres se
volvieron a casa de María, madre de Marcos.
Cuando Jesús volvió a la gruta, sin el menor
alivio para su sufrimiento, se prosternó con el rostro contra la tierra, los
brazos extendidos, y rogó al Padre Eterno; su alma sostuvo una nueva lucha que
duró tres cuartos de hora. Los ángeles bajaron para mostrarle, en una serie de
visiones, todos los padecimientos que había de padecer para expiar el pecado.
Presentaron ante sus ojos la belleza del hombre a imagen de Dios, antes de su
caída, y cuánto lo había desfigurado y alterado ésta. Vio el origen de todos
los pecados en aquel de Adán, la significación y la esencia de la
concupiscencia, sus terribles efectos sobre la fuerza del alma humana y también
la esencia y la significación de todas las penas para castigar la
concupiscencia. Le mostraron cuál debía ser el pago que diera a la Divina
Justicia, y hasta qué punto padecerían su cuerpo y su alma para cumplir todas
las penas, toda la concupiscencia de la humanidad: la deuda del género humano
debía ser satisfecha por la naturaleza humana exenta de pecado del Hijo de
Dios. Los ángeles le enseñaron todas estas cosas bajo diversas formas, y yo
entendía todo lo que decían, aunque no oía su voz.
Ningún
lenguaje puede expresar el dolor y el espanto que inundaron el alma de Jesús a
la vista de esta terrible expiación; su sufrimiento fue tan grande que un sudor
de sangre brotó de todos los poros de su cuerpo. Mientras la adorable humanidad
de Cristo estaba sumergida en esta inmensidad de padecimientos, los ángeles
parecieron tener un momento de compasión; hubo una pausa y yo noté que deseaban
ardientemente consolar a Jesús, por lo que oraron ante el trono de Dios.
Hubo un instante de lucha entre la
misericordia y la justicia de Dios, y el amor que se sacrificaba a sí mismo. Se
me permitió ver una imagen de Dios, pero no como tantas veces, sentado en un
trono, sino en una forma luminosa; yo vi la naturaleza divina del Hijo en la
persona del Padre, y como si hubiera sido apartada de su seno. El Espíritu
Santo, que procedía del Padre y del Hijo, estaba, por así decir, entre ellos y,
sin embargo, los tres no eran más que un solo Dios; pero todas estas cosas son
imposibles de explicar. Fue más bien una percepción interna que una visión con
formas distintas. Me pareció que la Divina Voluntad de Nuestro Señor se
retiraba del Padre para que fuera su sola humanidad la que cargara con todos
sus padecimientos, como si la voluntad humana de Jesús le pidiera a su Padre
que se alejara de Él.
Vi
todo esto a la vez que la compasión de los ángeles, cuando desearon consolar a
Jesús, y, en efecto, sintió en ese instante algún alivio. Entonces todo
desapareció, y los ángeles abandonaron al Señor, cuya alma iba a sufrir nuevos
asaltos.
Cuando Nuestro Redentor, en el monte de los
Olivos, quiso poner a prueba y dominar la violenta repugnancia de la naturaleza
humana hacia el dolor y la muerte, que no es más que una porción de todo el
padecimiento, le fue permitido al tentador ponerlo a prueba como lo hace con
cualquier hombre que quiera sacrificarse por una causa santa.
En la primera parte de la agonía, Satanás le
mostró al Señor la enormidad de la deuda que debía satisfacer y llevó su maldad
hasta buscar culpas en los actos del propio Salvador.
En
la segunda parte de la agonía, Jesús vio en toda su amplitud y amargura el
padecimiento expiatorio requerido para satisfacer a la Justicia Divina. Esto le
fue presentado por los ángeles, pues no corresponde a Satanás enseñar que la
expiación es posible; el padre de la mentira y de la desesperación no puede
presentar los frutos de la misericordia divina. Habiendo salido victorioso
Jesús de todos los asaltos, por su entera y absoluta sumisión a la voluntad del
Padre, una nueva sucesión de horribles visiones le fue presentada. La duda y la
inquietud que el hombre a punto de hacer un gran sacrificio siempre
experimenta, asaltaron el alma del Señor, que se hizo a sí mismo esta terrible
pregunta:
«¿Qué
resultará de este sacrificio?»
Y
el más espantoso panorama desplegado ante sus ojos vino a llenar de angustia su
amante corazón.
Cuando Dios creó al primer hombre, le mandó un
sueño; abrió su costado y, de una de sus costillas, creó a Eva, su mujer, la
madre de todos los vivos. Una vez creada, la condujo ante Adán, que exclamó:
«Ésta
es la carne de mi carne y el hueso de mis huesos; el hombre abandonará a su
padre y a su madre para unirse a su mujer y serán dos en una sola carne.»
Ése fue el matrimonio, del cual se ha escrito:
«Éste es un gran sacramento, en Jesucristo y en su Iglesia.» Jesucristo, el
nuevo Adán, también quería que sobre él viniera el sueño, el de su muerte en la
cruz; y que, de su costado abierto, surgiera la nueva Eva, su Esposa virginal,
la Iglesia, madre de todos los vivos. Y quería darle la sangre de su redención,
el agua de la purificación y su espíritu, las tres cosas que dan testimonio
sobre la tierra; quería darle los Santos Sacramentos, para que fuera una esposa
pura, santa y sin tacha; Él quería ser su cabeza, y nosotros seríamos los
miembros sometidos a la cabeza, el hueso de sus huesos, la carne de su carne.
Al tomar la naturaleza humana, para sufrir la muerte con nosotros, abandonó
también a su padre y a su madre, y se unió a su esposa, la Iglesia: y llegó a
ser con ella una sola carne, alimentándola con el Adorable Sacramento de la
Eucaristía, mediante el cual se une continuamente con nosotros. Quería
permanecer en la tierra con su Iglesia hasta reunimos a todos en su seno por
medio de Él, y le dejó dicho:
«Las puertas del infierno no prevalecerán
contra ella.»
A
fin de satisfacer su inexpresable amor hacia los pecadores, Nuestro Señor se
hizo hombre y hermano de esos mismos pecadores, para tomar sobre sí el castigo
de todos sus crímenes. Él había contemplado con terrible sufrimiento la
inmensidad de la deuda humana, y los padecimientos que debía satisfacer por
ella. Se había entregado gustoso, como víctima expiatoria, a la voluntad del
Padre; sin embargo, ahora veía los futuros combates, las heridas y los dolores
de su esposa celestial; veía, en fin, la ingratitud de los hombres.
El alma de Jesús contempló todos los
padecimientos futuros de sus apóstoles, de sus discípulos y de sus amigos; vio
la Iglesia primitiva, tan pequeña, y luego, a medida que el número de sus
seguidores se iba incrementando, vio llegar las herejías y los cismas, la nueva
caída del hombre por el orgullo y la desobediencia; vio la ambición, la
corrupción y la maldad de un número infinito de cristianos, la mentira y los engaños
de todos los orgullosos doctores, los sacrilegios de tantos sacerdotes
viciosos, y las fatales consecuencias de todos estos pecados; la abominación y
la desolación en el Reino de Dios, en el santuario de la ingrata humanidad que
Él quería redimir con su sangre con el coste de indecibles sufrimientos.
Nuestro Señor vio los escándalos de todos los
siglos hasta nuestros días y hasta el fin de los tiempos; todas las formas del
error, del loco fanatismo y de la maldad se desplegaron ante sus ojos; vio todos
los apóstatas, todos los herejes, los pretendidos reformadores con apariencia
de santidad, los corruptores y los corrompidos de todas las épocas,
ultrajándolo y atormentándolo como si a sus ojos no hubiera sido
suficientemente crucificado, o no hubiera sufrido tal como ellos entendían el
sufrimiento, o se lo imaginaban. Ante Él todos rasgaban las vestiduras de su
Iglesia, muchos lo maltrataban, lo insultaban y renegaban de Él.
Muchos, al oír su nombre, alzaban los hombros
y meneaban la cabeza en señal de desprecio; rechazaban la mano que Él les
tendía y se volvían a sumergir en el abismo. Vio a innumerables hombres que no
se atrevían a renegar de él abiertamente, pero que se alejaban con disgusto
ante las plagas de su Iglesia, como el levita ignoró al pobre asaltado por los
ladrones. Se alejaban de su esposa herida. Como hijos cobardes y sin fe
abandonan a su madre en mitad de la noche, a la vista de los ladrones a quienes
su propia negligencia o su maldad ha abierto la puerta. Vio todos esos hombres
tantas veces alejados de la Verdadera Viña y tendidos entre los racimos
silvestres, y tantas otras como un rebaño extraviado, abandonado a los lobos,
conducido por mercenarios a los malos pastos, y negándose en cambio a entrar en
el rebaño del buen pastor que da su vida por sus ovejas. Todos ellos erraban
sin patria en el desierto, entre tormentas de arena.
Estaban
determinantemente obstinados en no ver su ciudad edificada sobre la montaña,
donde no podía esconderse, la Casa de su Esposa, su Iglesia erigida sobre la
roca junto a la cual había prometido permanecer hasta el fin de los tiempos.
Edificaban sobre la arena chozas que continuamente hacían y deshacían, pero en
las cuales no había ni altar ni sacrificio. Colocaban veletas sobre los
tejados, y sus doctrinas cambiaban con el viento. Por eso se enfrentaban unos a
otros. No podían entenderse porque jamás mantenían una posición fija. Con
frecuencia destruían sus chozas y lanzaban las ruinas contra la piedra angular
de la Iglesia, que siempre permanecía inmutable.
Ocupando un lugar preminente en esas dolorosas
prefiguraciones que se mostraban ante el alma de Jesús, vi a Satanás, que le
arrebataba con violencia a toda multitud de hombres redimidos con su Sangre y
santificados por la unción de su Sacramento. El Salvador vio, con amargo dolor,
toda la ingratitud, toda la corrupción de los cristianos de todos los tiempos.
Y durante estas visiones, el tentador no cesaba de repetirle «¿Estás decidido a
sufrir por estos ingratos?» mientras las imágenes se sucedían a una velocidad
tan vertiginosa que una angustia indecible oprimía su alma. Jesús, el
Primogénito de Dios, el Hijo del Hombre, se debatía y suplicaba, caía de
rodillas, abrumado, y su voluntad humana libraba un combate tan terrible contra
su repugnancia a sufrir de un modo tal por una raza tan ingrata, que un sudor
de sangre empezó a caer de su cuerpo a grandes gotas sobre el suelo.
En medio de su amarga agonía miraba alrededor
en busca de ayuda, y parecía tomar el cielo, la tierra y las estrellas del
firmamento como testigos de sus padecimientos. Jesús, en su angustia, levantó
su voz y gritó de dolor. Los tres apóstoles lo oyeron, se despertaron, y
quisieron ir con Él. Pero Pedro detuvo a Juan y Santiago diciéndoles:
«Quedaos
aquí, yo voy con Él.»
Lo vi correr y entrar en la gruta exclamando:
«Maestro,
¿qué tienes?», pero, a la vista de Jesús aterrorizado y bañado en su propia
sangre, caído bajo el peso de una mortal angustia, se quedó paralizado, presa
del horror. Jesús no le respondió e hizo caso omiso de él. Pedro se reunió con
los otros y les dijo que el Señor no le había respondido, y que no hacía más
que gemir y suspirar. Su tristeza aumentó, cubriéronse la cabeza y llorando,
oraron.
Yo volví junto a mi Esposo Celestial en su
dolorosa agonía. Las imágenes de la futura ingratitud de los hombres, cuya
deuda ante la Justicia Divina tomaba sobre sí, eran cada vez más vividas y
terribles. Muchas veces le oí gritar:
«Padre mío, ¿tengo que sufrir por esta raza
tan ingrata? ¡Oh, Padre mío, si este cáliz no puede alejarse de mí, hágase
vuestra voluntad y no la mía.»
En medio de estas apariciones, yo veía a
Satanás moverse y adoptar varias formas a cual más horrible, que a su vez
representaban diversas clases de pecados. A veces aparecía bajo el aspecto de
una gigantesca figura negra, otras era un tigre, un zorro, un lobo, un dragón o
una serpiente. Éstas y muchas otras figuras diabólicas empujaban, arrastraban
ante los ojos de Jesús a toda esa multitud de hombres por cuya redención Él iba
a emprender el doloroso camino de la
cruz.
En un momento dado, me pareció ver una
serpiente que, en efecto, pronto apareció con una corona en la cabeza. El
odioso reptil era gigantesco y conducía las innumerables legiones de los
enemigos de Jesús de cada época y nación. Armados con todo tipo de destructivas
armas, lo llenaban de improperios y maldiciones, le herían, le pegaban;
atacaban al Salvador cada vez con renovada rabia.
Entonces supe que estos enemigos del Señor
eran los que insultaban y ultrajaban a Jesús realmente presente en el Santísimo
Sacramento. Reconocí entre ellos todas las especies de profanaciones de la
Sagrada Eucaristía. Vi con horror todas las irreverencias, las negligencias, la
omisión; la indiferencia y la incredulidad, los abusos y los más espantosos
sacrilegios. La adoración de ídolos, la oscuridad espiritual y el falso
conocimiento, o el fanatismo, el odio y la abierta persecución.
Entre
estos hombres había ciegos, paralíticos, sordos, mudos, e incluso niños. Ciegos
que nunca verían la verdad; paralíticos que no avanzarían en el camino de la
vida eterna; sordos que se negaban a oír las advertencias; mudos que nunca
utilizarían la voz para defenderlo, y, finalmente, niños guiados por sus padres
y maestros hacia el amor de las cosas materiales y el olvido de Dios. Los niños
me afligían más porque Jesús los amaba mucho, y entre ellos vi sobre todo a
muchos monaguillos maleducados, irreverentes y con malas inclinaciones que no
honraban a Jesucristo en las ceremonias sagradas. Sus culpas recaían en parte
sobre maestros y curas imprudentes.
Pero
también vi con espanto que muchos sacerdotes de alto y bajo rango, incluso
algunos que se tenían por piadosos y creyentes, contribuían a maltratar a
Jesucristo en el Santísimo Sacramento. Sólo mencionaré que creían, adoraban y enseñaban
la presencia de Dios vivo en el Santísimo Sacramento no se aplicaban
especialmente, y descuidaban y desatendían el palacio, el trono, la tienda, el
sitio y el adorno regio del Rey de Cielos y Tierra, es decir, la iglesia, el
altar, el sagrario, el cáliz, la custodia del Dios vivo, todos los vasos,
objetos, ornamentos, ropas litúrgicas y todo el servicio y adorno de su casa.
Todo esta indecoroso, todo estaba perdido y estropeado del polvo, el orín, el
moho y la inmundicia de muchos años. El culto del Dios vivo se había vuelto
descuidado y chapucero, y donde no estaba profanado interiormente por los menos
estaba deshonrado exteriormente.
Todo eso no era el fruto de una pobreza verdadera, sino de la indiferencia, de la pereza, de la preocupación de vanos intereses terrestres, y algunas veces del egoísmo y de la muerte interior; pues vi negligencias iguales en iglesias ricas, o a lo menos acomodadas. Vi otras muchas adonde un lujo mundano, grotesco y sin gusto había desplazado los magníficos y venerables ornamentos de tiempos más piadosos, para maquillar con falaces espectáculos policrómicos su impureza, corrupción, negligencia y desolación. Muchas veces los pobres estaban mejor asistidos en sus chozas que el Señor del cielo y de la tierra en su Iglesia. ¡Ah! ¡Cuánto contristaba a Jesús la inhospitalidad de los hombres, después de haberse dado a ellos como alimento! Seguramente que no se necesita ser rico para recibir al que recompensa centuplicado un vaso de agua dado en su nombre al que tiene sed; pero Él, que tiene tanta sed de nosotros, ¿no tiene derecho a quejarse cuando el vaso es impuro y el agua corrompida?
Por
consecuencia de estos descuidos, vi a los débiles escandalizados, el Sacramento profanado, la Iglesia abandonada, los sacerdotes despreciados, la impureza y la negligencia se extendían hasta las almas de los fieles: dejaban sin purificar el tabernáculo
de su corazón cuando Jesús bajaba a él, como dejaban el tabernáculo puesto sobre el altar. Aunque hablara un año entero, no podría contar todas las afrentas hechas a Jesús en el Santísimo Sacramento, que supe de esta manera.
Vi
a los autores de ellas asaltar al Señor, y herirlo con diversas armas, según la diversidad de sus ofensas. Vi cristianos irreverentes de todos los siglos, sacerdotes
frívolos o sacrílegos, una multitud de comuniones tibias o indignas, guerreros furiosos profanando los vasos sagrados, servidores del demonio empleando la Sagrada Eucaristía en los misterios de un culto infernal. Vi entre ellos gran número de doctores, esclavos de la herejía por sus pecados, atacando a Jesucristo en el Santísimo Sacramento de su Iglesia, y arrancando de su corazón por medio de sus seducciones una multitud de hombres por los cuales había vertido su sangre. ¡Qué espectáculo tan doloroso! Yo veía la Iglesia como el cuerpo de Jesús, y una multitud de hombres que se separaban de ella, y que rasgaban y arrancaban pedazos enteros de su carne viva. Jesús los miraba con ternura, y gemía al verlos perderse. El que se había dado a nosotros por alimento en el Santísimo Sacramento, a fin de juntar en un solo cuerpo, el de la Iglesia su esposa, a los hombres separados y divididos a lo infinito, se veía despedazado en ese mismo cuerpo, pues su principal obra de amor, la Eucaristía, adonde todos los hombres debían consumirse en la unidad, se convertía, por la malicia de los falsos doctores, en piedra de choque y de separación. Vi de este modo pueblos enteros arrancados de su seno, y privados de participación en el tesoro de la gracia legado a la Iglesia. Por fin, vi todos los que estaban separados de ella sumergidos en la incredulidad, la superstición, la herejía,
la falsa filosofía mundana: llenos de furor reuníanse en grandes bandos para atacar a la Iglesia, excitados por la serpiente que se agitaba en medio de
ellos; era lo mismo que si Jesús se hubiera sentido despedazar. Yo estaba tan llena de horror y de espanto, que una aparición de mi Esposo celestial me puso misericordiosamente la mano sobre el corazón, diciéndome estas palabras:
«Nadie ha visto eso todavía, y tu corazón se
partiría de dolor sí
yo no lo sostuviera».
Vi las gotas de sangre caer sobre la pálida faz del Salvador; sus cabellos estaban pegados y erizados sobre su cabeza, y su barba ensangrentada y en desorden, como si la hubieran querido arrancar. Después de la visión de que acabo de hablar, huyó fuera de la caverna, y volvió hacia los discípulos. Mas
su modo de andar era como el de un hombre cubierto de heridas, y que, cargado con una mole inmensa, tropezaba a cada paso. Cuando vino a los apóstoles no estaban éstos acostados para dormir como la primera vez: tenían la cabeza cubierta, doblegados sobre las rodillas, en la misma posición que tiene la
gente de ese país cuando está de luto o quiere orar. Quedáronse traspuestos, vencidos por la tristeza y la fatiga. Jesús, temblando y gimiendo, se acercó a ellos, y se despertaron. Pero cuando a la luz de la luna lo vieron delante, de pie, con la cara pálida y ensangrentada, el pelo en desorden y los ojos cansados, no lo conocieron de pronto, pues estaba muy desfigurado.
Al verle juntar las manos, se levantaron, lo tomaron por los brazos, lo sostuvieron con amor, y Él les dijo con tristeza que lo matarían al día siguiente, que lo prenderían dentro de una hora, que lo llevarían ante un tribunal, que sería maltratado, azotado y entregado a la muerte más cruel. Les rogó que consolasen a su Madre y también a Magdalena. No le respondieron, pues no sabían qué decir; tal sorpresa les había causado su presencia y sus palabras: hasta creían que estaba delirando. Cuando quiso volver a la gruta, no tuvo fuerza para andar. Juan y Santiago lo condujeron, y volvieron cuando entro en ella. Eran las once y cuarto, poco más o menos.
Durante esta agonía de Jesús, vi a la Virgen Santísima llena de tristeza y de amargura en la casa de María madre de Marcos. Estaba con Magdalena y María en el jardín de la casa, encorvada sobre una piedra y apoyada sobre sus rodillas. Muchas veces perdió el conocimiento, pues vio interiormente muchas cosas de la agonía de Jesús. Había enviado un mensajero a saber de Él, y no pudiendo esperar su vuelta, se fue inquieta con Magdalena y Salomé hasta el valle de Josafat. Iba cubierta con un velo, y con frecuencia extendía sus
brazos hacia el monte de los Olivos, pues veía en espíritu a Jesús bañado de un sudor de sangre, y parecía que con sus manos extendidas quería limpiar el rostro de su Hijo. Vi estos impulsos de su alma ir hasta Jesús, que se acordó de su Madre, y la miró como para pedirle socorro. Vi esta comunicación entre ambos, bajo la forma de rayos que iban del uno al otro. El Señor se acordó también de Magdalena, y tuvo piedad de su dolor, y por eso recomendó a los discípulos que la consolasen, pues sabía que su amor era el más grande después del de su Madre, y había visto que sufría mucho por Él y que no le volvería a ofender jamás.
En aquel momento los ocho apóstoles vinieron a la choza de follaje de Getsemaní, conversaron entre sí, y acabaron por dormirse. Esteban perplejos, sin ánimo, y atormentados por la tentación. Cada uno había buscado un sitio en donde poderse refugiar, y se preguntaban con inquietud:
«¿Qué
haremos nosotros cuando le hayan hecho morir? Lo hemos dejado todo por seguirle:
somos pobres y desechados de todo el mundo; nos hemos dado enteramente a Él, y ahora está tan abatido, que no podemos hallar en Él ningún consuelo».
Los otros discípulos habían andado errantes de una parte a otra, y habiendo sabido algo de las espantosas profecías de Jesús, se habían retirado los más a Betfagé.
Vi a Jesús orando todavía en la gruta; que luchaba contra la repugnancia de su naturaleza humana, y abandonándose a la voluntad de su Padre. Aquí el abismo se abrió delante de Él, y los primeros grados del limbo se le presentaron.
Vi
a Adán y a Eva, los Patriarcas, los Profetas, los justos, los parientes de su Madre y Juan Bautista, esperando su llegada al mundo inferior, con un deseo tan violento, que esta vista fortificó y animó su corazón lleno de amor. Su muerte debía abrir el cielo a estos cautivos.
Cuando Jesús hubo mirado con emoción profunda estos Santos del mundo antiguo, los ángeles le presentaron todas las legiones de los bienaventurados futuros que, juntando sus combates a los méritos de su Pasión, debían unirse por medio de Él al Padre celestial. Era ésta una visión bella y consoladora.
Vio la salvación y la santificación saliendo como un río inagotable del manantial
de redención, abierto después de su muerte.
Los apóstoles, los discípulos, las vírgenes y las mujeres, todos los mártires,
los confesores y los ermitaños, los Papas y los Obispos, una multitud de
religiosos, en fin, todo el ejército de los bienaventurados se presentó a su vista. Todos llevaban una corona sobre la cabeza, y las flores de la corona diferían de forma, de color, de olor y de virtud, según la diferencia de los padecimientos, de los combates, de las victorias con que habían adquirido la gloria eterna. Toda su vida y todos sus actos, todos sus méritos y toda su fuerza, como toda la gloria de su triunfo, venían únicamente de su unión con los méritos de Jesucristo.
La acción y la influencia recíprocas que todos esos santos ejercían unos sobre otros; el modo como participaban de la única fuente, del Santísimo Sacramento, y de la Pasión del Señor, ofrecían un espectáculo tierno y maravilloso. Nada en ellos parecía casual: sus obras, su martirio, sus
victorias, su apariencia y sus vestidos, todo, aunque bien diverso, se contundía en una armonía y unidad infinitas; y esta unidad en la diversidad era producida por rayos de un sol único, por la Pasión del Señor, del Verbo hecho hombre, en quien estaba la vida, luz de los hombres, que brilla en las tinieblas y que las tinieblas no han comprendido.
Era la comunión de los santos futuros que pasaba ante el espíritu del Salvador, el cual estaba entre los deseos de los Patriarcas y el ejército triunfante de
los bienaventurados futuros; estas dos muchedumbres, completándose la una a la otra, rodaban el Corazón amante del Redentor como una corona. Este espectáculo tierno dio al alma de Jesús un poco de alivio y de fuerza. Amaba tanto a sus hermanos y a sus criaturas, que hubiera aceptado gustoso todos los padecimientos que iba a sufrir por la redención de una sola alma. Como
estas visiones se referían a lo futuro, estaban a cierta altura.
Pero estas imágenes consoladoras desaparecieron, y los ángeles le presentaron su Pasión, que se acercaba. Vi todas las escenas presentarse delante de Él, desde el beso de Judas hasta las últimas palabras sobre la Cruz; yo vi allí todo lo que veo en mis meditaciones de la Pasión. La traición de Judas, la huida de los discípulos, insultos delante de Anás y de Caifás, la apostasía de Pedro, el tribunal de Pilatos, los denuestos de Herodes, los azotes, la corona de espinas, la condenación a muerte, el camino de la Cruz, el sudario de la Verónica, la crucifixión, los ultrajes de los fariseos, los
dolores de María, de Magdalena y de Juan, la abertura del costado; en fin, todo le fue presentado con las más pequeñas circunstancias. Aceptólo todo voluntariamente, y a todo se sometió por amor de los hombres.
Vio
y sintió también el dolor actual de su Madre, a quién la unión interior con sus padecimientos había hecho caer sin sentidos en los brazos de sus amigas que la
acompañaban por el valle de Josafat.
Al fin de las visiones sobre la Pasión, Jesús cayó sobre su rostro como un moribundo: los ángeles desaparecieron; el sudor de sangre corrió con más abundancia y atravesó sus vestidos. La más profunda oscuridad reinaba en la gruta.
Yo
vi un ángel bajar hacia Jesús; era mayor, mucho más parecido a un hombre que los que había visto antes. Estaba vestido como un sacerdote, y traía en sus manos un pequeño cáliz semejante al de la Cena; en la boca de este cáliz se veía una cosa ovalada del grueso de una haba, que esparcía una luz rojiza. El ángel, sin bajar hasta el suelo, extendió la mano derecha hacia Jesús, que se enderezó; le metió en la boca este alimento misterioso, y le dio de beber en el pequeño cáliz luminoso. Después desapareció.
Habiendo Jesús aceptado libremente el cáliz de sus padecimientos y recibido nueva fuerza, estuvo todavía algunos minutos en la gruta en meditación tranquila, dando gracias a su Padre celestial. Estaba todavía afligido, pero confortado naturalmente hasta el punto de poder ir al sitio donde estaban los discípulos, sin caerse y sin sucumbir bajo el peso de su dolor. Estaba pálido, como siempre, pero su paso era firme. Habíase limpiado la cara con un sudario y compuesto los cabellos que le caían sobre las espaldas empapados en sangre.
Cuando Jesús llego a sus discípulos, estaban éstos acostados, como la primera vez; tenían la cabeza cubierta, y dormían. El Señor les dijo que no era tiempo de dormir, que debían despertarse y orar.
«Ved
aquí la hora en que el Hijo del hombre será entregado en manos de los pecadores, les dijo; levantaos y andemos. El traidor está cerca: más le valdría no haber nacido».
Los
apóstoles se levantaron asustados, mirando alrededor con inquietud. Cuando se serenaron un poco, Pedro dijo con animación:
«Maestro, voy a llamar a los otros para que te defendamos».
Pero Jesús le mostró a cierta distancia del valle, del lado opuesto del torrente de Cedrón, una tropa de hombres armados que se acercaban con faroles, y le dijo que uno de ellos le había denunciado. Les habló todavía con serenidad; les recomendó consolar a su Madre, y les dijo:
«Vamos a su encuentro: me entregaré sin
resistencia en manos de mis
enemigos».
Entonces salió del Huerto de los Olivos con sus tres discípulos, y vino al encuentro de los soldados en el camino que estaba entre aquel y Getsemaní.
Cuando la Virgen Santísima volvió en sí entre los brazos de Magdalena y de Salomé, algunos discípulos que habían visto acercarse los soldados, vinieron a Ella y la llevaron a casa de María, madre de Marcos. Los soldados tomaron un camino más corto que el que había seguido Jesús viniendo del Cenáculo. La gruta en que Jesús acababa de orar, no era la misma donde tenía costumbre de hacerlo en el monte de los Olivos. Iba ordinariamente a otra más lejos, en donde un día, después de haber maldecido a la higuera estéril, había orado en suma aflicción, extendidos los brazos y recostado sobre una piedra.
Las huellas de su cuerpo y de sus manos quedaron estampadas en la piedra, y fueron veneradas más tarde; pero ya no se sabía en qué ocasión hubo de verificarse este prodigio. He visto muchas veces semejantes signos sobre la piedra, sea de profetas del Antiguo Testamento, sea de Jesús o de María, o de algunos apóstoles. He visto también los de Santa Catalina de Alejandría sobre el monte Sinaí; no eran muy profundos; se parecían a los que quedan apoyando la
mano sobre una pasta espesa.
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