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lunes, 13 de septiembre de 2021

RAZON Y FUERZA DEL SANTO ROSARlO

          El presente artículo corresponde a uno aparecido en la Revista Tizona de noviembre del año 1972, de autor desconocido. En estos tiempos que se ponen cada vez más duros y parece ser que "todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos" (II Timoteo 3, 12) debemos recurrir a María, nuestra dulce Madre. Seamos confiados en la palabra de María, como niños pequeños que acuden a su madre, ¿por qué nos cuesta tanto confiar así a ciegas en su protección? Es como si dijéramos: "sí, pero...es que no sé..." Cuánto podríamos solucionar, cuántos nudos de nuestra existencia podríamos desatar si rezáramos el Rosario a diario, acompañado de pequeños sacrificios, pequeñas renuncias en nuestras cómodas vidas modernas.

         Recemos a diario en Santo Rosario y no nos olvidemos de aquello que dijo Lucía de Fátima: "Desde que la Santísima Virgen ha dado una eficacia tan grande al Rosario, no existe ningún problema material, espiritual, nacional o internacional que no pueda ser resuelto por el Santo Rosario y por nuestros sacrificios"

RAZON Y FUERZA DEL SANTO ROSARlO

 

          La Santísima Virgen entregó a Santo Domingo, el Rosario, y el encargo de predicarlo. 

          EI Rosario es una devoción universal, extendida por toda la cristiandad, que ha alimentado la piedad de millares de seres humanos haciéndolos vivir unidos a Jesucristo y a su Santísima Madre.

         El Santo Rosario consiste en recitar quince decenas de Avemarías, encabezadas cada una por una invocación del misterio correspondiente y un Padrenuestro. Se termina con un Gloria Patri. Una parte del Rosario son cinco decenas. Son los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos. Basta con rezar una parte por día, impregnándose bien del espíritu de los misterios.

        Rezado a coro, por la familia reunida o un grupo de personas. alguien dirigirá el rezo. Enunciaré el misterio correspondiente. Por ejemplo: En el primer misterio gozoso, contemplamos la Anunciación del Ángel. Inmediatamente comenzará el Padrenuestro. El coro responderá: el pan nuestro de cada día..., etc. Así quedará abierto el camino para cada una de las diez Avemarías que rezarán, alternativamente, el director y el coro, diciendo el uno: Dios te salve María..., respondiendo el coro: Santa María, madre de Dios... De manera fácil y sencilla, al alcance de todos, el Rosario ha entrado en las costumbres populares, para ser la oración más inmediata y habitual en todos los hogares de todo el mundo.

         El origen del Rosario debe referirse a la acción del Espíritu Santo en el gobierno y vida de la Iglesia. Por ella, la Santísima Virgen entrega a Santo Domingo el Rosario y el encargo de predicarlo. Antes ya existía la costumbre de recitar cierto número de veces la oración dominical. Evidentemente el Pater y el Ave son oraciones universales; han existido siempre. A base de ellas, existieron modos de hacer oración. Sin embargo, con Santo Domingo el Rosario llega a ser tal, tomando estado y forma permanente, introduciéndose de manera fija e indeclinable, en la oración y vida de la Iglesia. La verdad cristiana, superabundante y perfecta, debía llegar a todos. Las almas simples debían beber en las fuentes puras de la fe; debía arder en sus corazones la llama de amor viva, que ardía en los caminantes de Emaús y que, a menudo, se extingue en los cursos y cursillos sobre "iniciación cristiana", cargados de arqueología o "historia" o psicología.

         QUE DICEN LOS PAPAS DE ESTA ORACIÓN

         Desde entonces la recomendación del Rosario ha estado en boca de todos los predicadores. Todos los Papas han recomendado el Rosario como oración individual y familiar.

          Dos cosas dicen reiteradamente los Papas del Rosario:

1°)  Es la oración por excelencia de la familia cristiana

      Familia que reza es familia que vive. Vive el alma de la vida divina, pero aún el cuerpo de la vida material, porque Dios provee a la familia que se esfuerza en estar unida a Él. 

      Así se ha podido decir: la familia que reza unida, permanece unida. El fruto del Rosario en familia, es la concordia de padres e hijos, une a los presentes con los ausentes y con los difuntos, ya todos en el amor de la Santísima Virgen. En vano se intentará restaurar las sociedad civil, si la sociedad doméstica no se conforma al Evangelio. El rezo del Rosario en familia, es el baluarte principal de la familia cristiana; baluarte significa obra de fortificación y defensa, en este caso, contra el demonio. El demonio puede ejercer una  acción conjunta contra el jefe de familia, contra la madre, contra la sujeción y obediencia de los hijos. Puede el padre sufrir las seducciones de una holgada posición, la madre rehuir la maternidad y crianza de los hijos, los hijos creer que los principios tradicionales son antiguallas, y creer en las normas funestas de algún "aggiornamento" de la Iglesia, periodístico y sensacionalista, cuando no de la subversión marxista. Todo esto puede reducirse a la acción del espíritu del mal.

    Contra todo esto, el rezo diario del Santo Rosario es un baluarte; es un lugar de fortaleza y de luz. Cuando la duda y la confusión invaden los espíritus y los transforman en un campo de incertidumbres y contiendas, la reiteración del Avemaría levanta en las conciencias, criterios seguros de pensamiento y de acción, conformes a la fe y la salvación personal. El Rosario conserva la fe, la presencia de Dios, recuerda las virtudes de Jesucristo y su Santísima Madre. Habiendo rezado el Rosario, nos aproximamos mejor dispuestos para la Santa Misa. El Rosario es la mejor oración para los tiempos actuales, en que vivimos vaciados por tantos anti-valores consagrados por la publicidad y el espíritu mundano. El Rosario, conversación con Jesús y su bendita Madre, comunión silenciosa con los misterios de Cristo, nos coloca en soledad interior, con Jesús y con nosotros mismos; en los esplendores de Dios, y nuestra propia pequeñez; allí nos despojamos de "la gloria de Salomón", para quedar como los lirios del campo, de los cuales dice el Evangelio que ni hilan, ni trabajan, y sin embargo crecen bajo la paternal providencia de Dios (Lucas 12, 28).

2°) Se instituyó contra las herejías y fue siempre la gran arma contra los enemigos de la Iglesia.

    La derrota de los herejes albigenses, la victoria de Lepanto atribuida por San Pío V al Rosario, en cuyo aniversario se celebra la fiesta de Nuestra Sra. del Rosario, la liberación de Viena por Juan Sobieski y otras victorias contra los turcos, al Rosario de deben según los Papas. Pues dice León XIII: "...se destaca muchísimo que el Rosario se instituyó especialmente para implorar la protección de la Madre de Dios contra los enemigos del catolicismo (...), pues no sólo en la devoción particular sino en las públicas circunstancias conviene que este modo de rezar ocupe nuevamente aquel sitio de honor que lograra mucho ha, cuando todas las familias cristianas no dejaron pasar un día sin rezar el Rosario" (1)

     El dio fuerza a los Vendeanos para luchar contra la Revolución Francesa; acompañó a los mejicanos al martirio aclamando a Cristo Rey, cuando la persecución de Calles y otros revolucionarios masónicos marxista; fue la oración de los requetés en la gran Cruzada española contra el comunismo. Por algo pudo decir San Pío X: Dadme un ejército que rece el Rosario y vencerá al mundo.

                 Y los Papas dicen que así como esta oración fue el sostén de los cristianos en las grandes                 luchas de la Fe y la civilización cristiana, así debemos recurrir a ella para mover el corazón de                 nuestra Madre del Cielo, que tiene el poder de destruir todas las herejías, en el combate contra            el combate contra el comunismo, el ateísmo y la inmoralidad modernas.

      Por ello, Lucía, la vidente de Fátima, ha dicho: "desde que la Santísima Virgen ha dado una eficacia tan grande al Rosario, no existe ningún problema material, espiritual, nacional o internacional que no pueda ser resuelto por el Santo Rosario y por nuestros sacrificios".

LA RAZÓN DE SU EFICACIA

         "Y cuánto se apartan del camino de la verdad los que reputan esa devoción como fastidiosa fórmula repetida con monótona  cantilena..."

          Pues, "tanto la piedad como el amor, aun repitiendo muchas veces las mismas palabras, no por eso repiten siempre la misma cosa, sino que siempre expresan algo nuevo, que brota del íntimo sentimiento de caridad. Además, este modo de orar tiene el perfume de la sencillez evangélica y requiere la humildad del espíritu, sin el cual, como enseña el Divino Redentor, nos es imposible la adquisición del reino celestial: en verdad os digo que si no es hiciereis pequeños como los niños, no entraréis en el reino de los cielos." (2)

         En esta humildad está el secreto de su eficacia. Así llegamos al corazón de esta Omnipotencia Suplicante que es la Santísima Virgen. Por ella vino Cristo Nuestro Señor al mundo en carne y hueso hace casi 2000 años y es por Ella que viene a cada alma que lo desea y al mundo que sin Él se muere.

                           (1) Carta "Salutaris Ille Spiritus", del 25 de diciembre de 1883.

                           (2) Pío XI, "Ingravescentibus malis", del 29 de septiembre de 1937.

                                                                                    QUE DICE LA MISMA SANTÍSIMA VIRGEN

              En Lourdes, como en Pompeya, la misma Santísima Virgen ha querido mostrar con innumerables gracias cuánto le agrada esta oración. En Fátima la pidió del modo más apremiante:

"Rezad el Rosario todos los días, para alcanzar la paz del mundo y el fin de la guerra", dijo el 13 de mayo de 1917. "Quiero que (...) recéis el Rosario todos los días", repitió en su aparición del mes siguiente, mostrando un Corazón rodeado de espinas que se clavaban en él.

"Quiero que continuéis rezando el Rosario todos los días" volvió a manifestar el 13 de julio cuando les mostró el infierno a los Pastorcitos y les anunció los próximos castigos si el mundo no se convertía, que Rusia esparciría sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones a la Iglesia, y el triunfo por fin de su Inmaculado Corazón. Y luego dijo: "Cuando recéis el Rosario, decid siempre después de cada misterio:

"¡Oh Jesús mío!, Perdónanos nuestras culpas; líbranos del fuego del infierno; lleva al Cielo a todas las almas y socorre especialmente a las más necesitadas de tu misericordia".    

           Y el 19 de agosto del mismo año: "Quiero que continuéis rezando el Rosario todos los días". Y, tomando un aspecto muy triste agregó: "rezad mucho y haced sacrificios por los pecadores, que muchas almas van al infierno por no haber quién se sacrifique y ruegue por ellas."

           "Continuad rezando el Rosario para alcanzar el fin de la guerra", dijo el 13 de septiembre, y un mes después, el día del gran milagro del sol que giraba y se acercaba a la tierra, visto por más de 70.000 personas y hasta a 20 kms. a la redonda, nuestra Señora volvió a urgir: "Continuad siempre rezando el Rosario cada día, la guerra va a terminar..."

          Y la guerra terminó un año después, pero como los hombres no escucharon el Mensaje de su Madre sino creyeron en la sabiduría humana, al mes de esta última aparición se desató la Revolución bolchevique en Rusia, y sus errores y horrores asolaron al mundo. Más tarde sobrevino una Guerra mundial peor que la primera, hasta hoy, que nos amenaza la guerra nuclear y son una realidad el terrorismo marxista llevado a cabo por las élites intelectuales y la inmoralidad y la droga llevadas a extremos inconcebibles hasta hace poco.

CONCLUSIÓN

          Al caer de la tarde es la hora del Rosario. La familia se congrega a esa hora de la puesta del sol, para invocar en común a la Santísima Virgen. Cuando las tareas han terminado, el padre o la madre toman la iniciativa y reúnen a todos los suyos para rezar con la Madre de Dios.

          Los negocios, los intereses, los estudios, los trabajos, los quehaceres domésticos, todo hace alto, para elevar la mente hacia el Padre que está en los cielos, para pedirle por las necesidades, para rogar por la eterna salvación, para pedir por los difuntos, para suplicar el perdón de los pecados, para vivir siempre en la gracia de Dios y glorificarle en todas las cosas, grandes y pequeñas.

         Al sucederse las Avemarías, todas las peticiones del corazón de los que rezan, van penetrando en el cielo; son recogidas por la Madre de Dios y presentadas ante su Hijo.

         Todos tenemos problemas y necesidades. Es necesario darse cuenta que una inteligencia de los problemas humanos requiere una clara inteligencia de lo sobrenatural. Todo lo más o menos ligado a la vida moral del hombre, depende, en última instancia de la vida de la gracia y de lo sobrenatural. Si ponemos nuestra esperanza en Dios, los problemas económicos se presentan diferentes que si ponemos las esperanzas en las cosas del mundo. El egoísmo, la avaricia, la usura, las comodidades, tienen enloquecido al mundo, que ya no sabe pensar en Dios, y sólo ve y piensa en las cosas del hombre.

         La felicidad familiar, en su sentido más amplio y total depende en gran parte de la oración, y de que esa familia viva en la gracia de Dios.

          Nadie puede dudar del poder de la Madre de Dios y madre nuestra. Suficientemente la Escritura nos sugiere ese poder ante su Hijo. Tal poder de intercesión trae la gracia divina sobre los miembros de la familia que reza en común Esto lo hemos visto y lo hemos palpado; personas que habían perdido totalmente el sentido de lo sobrenatural, han vuelto por el Rosario; personas extraviadas por una educación materialista o naturalista, con prescindencia de lo sobrenatural, han conservado la fe, y al final han muerto con los sacramentos. Es difícil, sobre todo para el hombre de nuestro tiempo, conservarse en el ámbito de la fe, y conservar en su familia el sentido de Cristo, y una vida auténtica de santificación. El rezo del Rosario nos lleva precisamente a elevar las miras del espíritu. Nos conduce a pensar en nuestra salvación, que viene por la gracia de Dios, por los méritos de la Pasión del Señor y su bendita Madre.
          


 

 

  

 

 

 

 

          

 

         
           

lunes, 7 de junio de 2021

Novedad Editorial: ¿Con qué autoridad?, de Monseñor Robert Hugh Benson, prólogo Juan Manuel de Prada

 


Hemos recibido de parte de la Editoral Didaskalos la buena noticia de la publicación en español de la novela ¿Con qué autoridad? de Monseñor R.H. Benson, que cuenta además con el prólogo de Juan Manuel de Prada que, con permiso de la Editorial, copio a continuación, junto con el enlace donde pueden comprarla.  

Puede adquirirse aquí: https://www.editorialdidaskalos.org/libro/con-que-autoridad_113241/

También puede comprarse en Chile y en Argentina aquí: https://www.buscalibre.cl/libro-con-que-autoridad/9788417185480/p/53266474

                                                                                  Prólogo

          Pocos casos tan paradójicos (y tan reveladores, al mismo tiempo, de la insidiosa acción del odium fidei) podremos hallar como el de Robert Hugh Benson (1871-1914), en su tiempo una de las figuras más descollantes de la literatura inglesa, hoy arrinconado en los desvanes de la incuria y el olvido.

 Criado en el seno de una de las familias más ilustres de la Inglaterra eduardiana, hijo del todopoderoso Edward White Benson, arzobispo de Canterbury y hermano pequeño de otras dos lumbreras intelectuales, Robert Hugh Benson completó el itinerario biográfico menos complaciente que uno imaginarse pueda. Nombrado pastor anglicano en 1895 por su mismo padre, renunciará a una promisoria carrera para convertirse a la fe católica en 1903 y ordenarse posteriormente sacerdote, causando una conmoción sin precedentes (o con el único precedente de John Henry Newman) en la sociedad de su época.

           Su conversión, además, será el acicate de una férvida vocación literaria, que en apenas once años brinda una abrumadora cantidad de novelas, relatos y obras devocionales y apologéticas. Pero, tras su prematura muerte, Benson será aherrojado en las mazmorras del olvido, en una sórdida operación comandada por los enemigos de la fe, tristemente secundada por cierta estolidez católica que solo en las últimas décadas parece corregirse, merced sobre todo a la recuperación de su magistral Señor del mundo (1907), que imagina las postrimerías de la historia humana y el reinado del Anticristo.

           Entre la producción narrativa de Benson merece destacarse especialmente su ciclo de novelas históricas, que se estrena con esta ¿Con qué autoridad? (1904), ahora accesible al lector español gracias a la benemérita labor de la editorial Didaskalos. La pasión de Benson por el género histórico (y más concretamente por las narraciones ambientadas en el turbulento siglo XVII inglés, marcado por la aciaga ruptura con la Iglesia y la ensañada persecución de los católicos) se suscita tras la lectura de John Inglesant (1881), una novela muy discursiva de Joseph Henry Shorthouse que narra las aventuras y vicisitudes espirituales de un anglicano educado por jesuitas. 

        Aunque el héroe epónimo de Shorthouse permanece finalmente anglicano —tras considerar seriamente hacerse católico—, la lectura de la novela infunde en Benson una encendida admiración que inspirará su posterior acercamiento al género, muy preocupado por dilucidar las circunstancias, a veces gozosas, a veces atribuladas —sobre todo en aquella época en que la profesión de fe católica podía acarrear el martirio—, que envuelven la decisión de abrazar la luz de Roma. Fruto de esta inquietud acuciante, Benson escribe un puñado de novelas inaugurado por By What Authority?, a la que siguen (formando una trilogía ambientada en la época de la Reforma) The King’s Achievement (1905) y The Queen’s Tragedy (1907), así como Come Rack! Come Rope! (1912), que Joseph Pierce considera la más cuajada de todas.

          Convendría situar biográficamente ¿Con qué autoridad?, cuya escritura Benson aborda precisamente en el año de su conversión, cuando se retira por un tiempo en el convento dominico de Woodchester, antes de ser recibido en la Iglesia el 11 de septiembre de 1903. Su hermano Arthur lo describirá luego, cuando evoque este pasaje de su vida, como «un húsar que agota las riendas de su caballo ante la inminente batalla». Y será ese húsar presto al combate el que escriba esta soberbia novela, antes de marchar a Roma, para comenzar los estudios que conducirán a su ordenación como sacerdote.

          Se trata, pues, de una obra concebida y realizada en un estado de honda vibración espiritual por un joven que se asoma al vértigo de una transformación vital sin precedentes. Benson, desde luego, no tendrá que PRÓLOGO 11 afrontar la persecución cruenta que sus personajes sufren en el trance de la conversión a la fe católica. Pero (dada su peculiar posición social) comprende a la perfección las dudas y perplejidades —con frecuencia desgarradoras— que rodean tan intrépido paso; y saborea, como sus personajes, los beneficios incalculables de la gracia, capaces de convertir en nonada las congojas y adversidades más disuasorias.

          Benson no es, como su inspirador Shorthouse, un escritor discursivo cuyas inquietudes espirituales actúen en detrimento del interés de la trama novelesca. Tampoco es un erudito que, en afán de puntillosidad histórica, asfixie la aventura personal de sus personajes. Por el contrario, ¿Con qué autoridad? despliega ante el lector un tapiz riquísimo, pródigo en peripecias, millonario en intrigas, atento siempre a los avatares del corazón, con personajes de una viveza y una verosimilitud que asombra. Y, además, en su tratamiento de una materia tan propensa a la parcialidad se muestra refractario a los estereotipos, dueño de una perspicacia psicológica que abarca por igual a las criaturas de ficción y a los personajes históricos.

          Especialmente logrado resulta, en este sentido, su retrato de la reina Isabel, a veces piadosa y a veces impía, a veces proterva y a veces benéfica, a veces diáfana y a veces inescrutable, de una ambigüedad plena de matices y contrastes. También la figura heroica de Edmund Campion, el jesuita martirizado por su defensa de la fe, relumbra con trazos palpitantes que desbordan la mera evocación del personaje histórico.

          Pero ¿Con qué autoridad? destaca, sobre todo, por su creación de personajes ficticios, que bullen con vida propia, distintivos y muy bellamente delineados, inmersos en una tupida red de relaciones humanas donde las aventuras de la fe se entrelazan con los idilios amorosos, donde las angustias de la persecución se barajan con las intrigas políticas.

         La acción de la novela se desarrolla en el pequeño pueblo inglés de Great Keynes, donde conviven las familias Maxwell y Norris, católica la primera, puritana la segunda. Cuando el joven Hubert Maxwell se enamore de Eliza Norris se desatará una serie de acontecimientos imprevisibles que pondrán a prueba las convicciones de todos los personajes, atrapándolos en un conflicto de ideales por momentos conmovedor, por momentos trágico, pero siempre ameno y edificante.

           Mientras Hubert Maxwell, en su afán por complacer a Eliza, abjura de su fe y se alista en la Armada, la inquisitiva Eliza inicia un lento peregrinaje espiritual hacia la antigua religión, bajo la influencia de Mistress Margaret, una anciana monja que le descubrirá pasadizos de su alma hasta entonces cegados por el obtuso puritanismo. Entretanto su hermano, Anthony Norris (en quien, sin duda, Benson refleja las circunstancias de su propio proceso de conversión), que sirve en la corte del arzobispo de Canterbury, sufrirá una transformación vital tras el martirio de Campion, que lo empujará a participar clandestinamente en unos ejercicios espirituales jesuíticos… Y el hombre abrumado de dudas y acechado por el escepticismo saldrá profundamente transformado y dispuesto a arrostrar riesgos que hasta entonces le parecían horrendos e inaceptables.

         En ¿Con qué autoridad?, Benson dosifica magistralmente los remansos sentimentales y las trepidaciones propias de la aventura. Y puebla su novela con personajes que, sin dejar de ser fieles a sí mismos, ilustran las tensiones de una época que los obligaba a la bajeza o al heroísmo, en una disyuntiva atroz, revolviendo a vecinos contra vecinos, a veces incluso a miembros de una misma familia entre sí. Especial mención reclama, en medio de tan agitada turbamulta, la figura de Sir Nicholas, el noble patriarca de la familia Maxwell, sólido como una roca en la profesión de fe, que acoge en su hogar a sacerdotes perseguidos, a sabiendas de que la ira de la reina terminará cayendo también sobre él.

             Benson nos lleva en volandas por la campiña inglesa, haciéndonos partícipes de las angustias de los sacerdotes que huyen de una persecución cada vez más feroz; y, en una pirueta prodigiosa, nos conduce hasta los salones palaciegos, permitiéndonos presenciar las audiencias de una reina que se debate entre la magnanimidad y la fiereza más implacable. Y entre la corte y la aldea, paseándose por el delgado filo de la navaja que separa la luz y la sombra, Benson compone personajes que, en su afán por obedecer a su reina y mantenerse leales a su fe, se ven sometidos a las tensiones interiores más sobrehumanas, que acaban venciendo de la única manera (sobrehumana) posible, que no es otra sino dejarse llevar por la voz de su conciencia, que es voz divina cuando no la enturbian los afanes mundanos.

      Afirmaba Gide que «no se hace buena literatura con buenas intenciones ni con buenos sentimientos». Pero ¿Con qué autoridad? prueba la falsedad de este aserto, logrando que las pasiones más nobles e inspiradoras resplandezcan vibrantes, en una narración que hermana las virtudes del  «romance» (en la mejor tradición colorista de Walter Scott) con la exploración delicada de las almas. Robert Hugh Benson, que sin duda fue uno de los más grandes novelistas ingleses de su tiempo (en un tiempo y en un lugar en los que menudeaban los grandes novelistas), se ha convertido hoy en un gran desconocido que urge reivindicar, para escándalo de quienes han convertido la literatura en un aquelarre de malos sentimientos. Ojalá la recuperación de ¿Con qué autoridad?, la primera de sus novelas históricas, sirva como detonante de tan necesario rescate. 

                                                                                                  Juan Manuel de Prada

domingo, 4 de abril de 2021

Sermón de Pascua, John Henry cardinal Newman

 ES DIFÍCIL DARNOS CUENTA DE LOS PRIVILEGIOS SAGRADOS QUE RECIBIMOS, sermón para el Domingo de Pascua, por John Henry cardinal Newman



«Éste es el día que hizo el Señor,

exultemos y alegrémonos en él» (Sal 118,24)

 

Siempre es muy difícil caer en la cuenta de cualquier alegría grande o dolor grande. No podemos caer en la cuenta solo queriéndolo. Lo que nos hace comprender los dolores y las alegrías de este mundo, son las circunstancias y las consecuencias. Cuando muere un amigo, al principio no podemos creer que ya no esté sobre la tierra; como también nos cuesta creer que estemos en un sitio nuevo cuando acabamos de llegar allí. Cuando nos dan alguna noticia, asentimos y no dudamos, pero no la sentimos como verdadera, no la entendemos como un hecho que ha ocupado un sitio o una posición en nuestros esquemas mentales, algo que influye en nuestro modo de actuar, algo que hay que considerar como real; es decir, no caemos en la cuenta. En parte, esta es la razón por la que cuando Dios Todopoderoso se revela en la Escritura a un hombre, este responde pidiendo algún signo que le asegure que es Dios quien le habla. Por supuesto, la debilidad y el pecado humano se insinúan en esas preguntas, como en el caso de Zacarías, que siendo sacerdote en el Templo, el mismísimo lugar de la presencia del Dios vivo, el lugar donde —¿y cuál si no?— los ángeles estaban presentes, el lugar donde —¿y cuál si no?— Dios habla al hombre, no debería haber necesitado nada para caer en la cuenta del poder de Dios, del ojo de Dios que todo lo ve, de la fidelidad de Dios para con la casa de Israel y sus sacerdotes. Lo mismo le ocurrió, aunque sin culpa por su parte, a Gedeón cuando preguntó por el milagro del vellón de lana (Jc 6,37). No podía creerse que le fuera a pasar a él lo que el ángel de Dios había dicho. Pues, ¿qué?, él, el menor de la casa de su padre, una familia pobre de Manasés, ¿cómo iba a figurarse que sería el gran capitán de los israelitas contra los madianitas? No es que lo dudara, ya que Dios lo había dicho; pero no podía sentirlo, pensar, hablar y obrar como si fuera verdad. Y de intentarlo, sería de una forma irreal, hablaría y actuaría de manera antinatural, como en teoría, con una visión de las cosas que sería la suya durante un momento y que olvidaría inmediatamente. El gran favor de Dios, que le dijo a través de un ángel: «el Señor está contigo, valiente» (Jc 6,12), le parecía un sueño y le llenaba de confusión. Por eso dijo: «si ha de ser así, se seguirán algunas consecuencias; si Dios está conmigo, si es el Dios de los milagros el que está conmigo, el que puede cambiar las criaturas a su voluntad, ¡que se digne hacerlo!, que mi alma, mi corazón, mi mente se llenen de lo que mi razón ha recibido, que se me haga familiar esta extraña y arrolladora Providencia, que sea elevado yo sobre mis hermanos y hecho ministro de Dios para su bien». Y pidió, primero, que el vellón se mojara y luego que permaneciera seco, no como una evidencia en que apoyar su fe, sino como una prueba grabada en la imaginación y en todo su ánimo.

La Escritura también nos habla de Jacob en una línea parecida. «Le dieron la noticia: José vive todavía y él es quien manda en todo el país de Egipto. Jacob no se conmovió porque no les creía. Entonces le contaron todo lo que les había dicho José y, «al ver los carros que José mandaba para transportarle, Jacob, su padre, recobró el ánimo» (Gn 45,26-27). Jacob dudó de lo que le decían sus hijos porque no se fiaba de ellos; y tampoco la visión de los carros le sirvió como prueba de que decían la verdad: su imaginación permaneció perpleja del todo sin lograr hacerse a una noticia recibida tan de repente. La noticia era más increíble que la poca confianza que le merecían los informantes.

Así nosotros, cristianos, aunque hayamos nacido al reino de Dios en la niñez, aunque hayamos sido escogidos, por encima de todos los demás hombres, para ser herederos del cielo y testigos ante el mundo, y aunque seamos conscientes y creamos esta verdad firmemente, encontramos grandes dificultades, y nos lleva muchos años darnos cuenta de lo que significa ese privilegio. Por supuesto, nadie lo comprende en su integridad; de esto no hay duda, pero es que ni siquiera alcanzamos un mediano dominio de sus consecuencias prácticas. Y aquí estamos, incluso este día grande de la Pascua, este Día de los días, en el que Cristo resucitó de entre los muertos, aquí estamos este día como niños pequeños, gateando por el suelo, desvalidos y sin sentir, sin ojos para ver ni corazón para entender quiénes somos.

Esa es la verdad. Y es innegable que tenemos mucho que hacer, mucho, antes de llegar a entender en qué consiste nuestra nueva naturaleza y sus privilegios, y aprender a regocijarnos en el Día que ha hecho el Señor. «Iluminando los ojos de vuestro corazón, para que sepáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuáles las riquezas de gloria dejadas en su herencia a los santos, y cuál es la suprema grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa. Él la ha puesto por obra en Cristo resucitándole de entre los muertos y sentándole a su derecha en los cielos» (Ef 1,18-20). Por desgracia, cuando oímos estas palabras tan augustas, nos suenan como meras palabras. Como mucho, las creemos, pero no caemos en la cuenta de ellas, ni siquiera en cierta medida.

Esta insensibilidad o falta de aprehensión procede, sobre todo —no hará falta decirlo— de nuestra debilidad y condición de pecadores. El hombre viejo se enfrenta continuamente al nuevo: «la carne tiene deseos contrarios al espíritu» (Ga 5,17). Su deseo se orienta hacia este mundo. Este mundo es su alimento, sus ojos se ceban en este mundo. Por ser lo que es, se alía con el mundo. La carne y el mundo hacen un pacto; uno pide y el otro da. Por tanto, en la medida en que nos seduce para aceptar la compañía del mundo, en esa misma medida, por supuesto, el hombre viejo embota nuestra percepción de ese otro mundo que no vemos. Por eso una causa muy particular de la dificultad para ser conscientes del privilegio de nuestra elección para el Reino de los cielos es nuestra naturaleza caída que tanto nos familiariza con este mundo, reino de Satanás, y nos pesa, y nos tira para abajo cuando deberíamos levantar el corazón, levantarlo hasta el Señor. Esto es seguro; pero, además, hay otros motivos que nos hacen difícil aprehender nuestra situación, y provocan que lo hagamos poco a poco, y que no son culpa nuestra, sino que proceden de nuestra posición y de las circunstancias.

Nacemos a la plenitud de las bendiciones del cristianismo cuando nos faltan años para el uso de razón. Nos es imposible aprehenderlas en absoluto cuando recibimos el Bautismo, y no es culpa nuestra porque somos criaturas recién nacidas. Al igual que adquirimos la razón poco a poco, así también adquirimos el conocimiento de lo que somos poco a poco, y como no es una falta sino, al contrario, una bendición ser bautizados tempranamente, así por la fuerza de las cosas y no por falta alguna de nuestra parte, solo con lentitud nos damos cuenta de los privilegios que supone estar bautizado. Lo mismo sucede con cualquier conocimiento propio y de nuestra posición entre los hombres; lo obtenemos poco a poco. Los niños ignoran que son seres responsables, pero paulatinamente no solo van sintiendo que lo son, sino que reflexionan en esa gran verdad y en lo que implica. Algunas personas recuerdan el momento en que, de niños, se les ocurrió preguntarse quién soy yo, de dónde vengo, a dónde voy, por qué vivo, qué se espera de mí. Se les ocurrieron estas preguntas mucho después de saber y hablar de Dios; y es que al final, empezaron a caer en la cuenta de lo que les habían dicho, y a reflexionar sobre sí mismos. Lo mismo sucede en los asuntos del mundo. A medida que la mente se va abriendo, entendemos mejor nuestra posición en sociedad. Tenemos la noción de rango y de clase social, de nación, de país. Empezamos a ver cuál es nuestra posición en relación con los demás. Un hombre no es lo mismo que un niño; tiene una visión general de las cosas, capta las relaciones entre ellas, ve cuál es su propia posición, cómo va él evolucionando, qué se espera de él, cuáles son sus deberes en la comunidad, cuáles sus derechos. Entiende su lugar en el mundo y, en una palabra, se siente a gusto en él.

¡Qué gran lástima que mientras así crecemos en conocimiento de las cosas de la vida y del sentido común, sigamos siendo niños en el conocimiento de nuestros privilegios sobrenaturales! Dice san Pablo que cuando el Señor resucitó, «con él nos resucitó y nos hizo sentar en los cielos por Cristo Jesús» (Ef 2,6). Esto es lo que aún tenemos que aprender: nuestro sitio, lugar y situación como «hijos de Dios, miembros de Cristo y herederos del Reino de los cielos». Hemos resucitado, y no lo sabemos. Lo primero que hacemos en el catecismo es confesar que hemos resucitado, pero lleva toda una larga vida aprehender lo que confesamos. Somos como quien se despierta del sueño, que no es capaz de recuperar de golpe la conciencia o saber dónde está. Poco a poco, la verdad se abre paso ante nosotros. Así somos en el mundo presente, hijos de la luz, que poco a poco se despiertan al conocimiento de sí mismos. Meditemos, recemos y esforcémonos en esto: en obtener poco a poco una aprehensión real de lo que somos. Así, poco a poco, ganaremos primero una cosa, después otra. Poco a poco dejaremos atrás las sombras y encontraremos la sustancia. Esperando en Dios día tras día, avanzaremos día tras día y nos acercaremos a la visión clara y verdadera de lo que Él nos ha hecho ser en Cristo. Año tras año, ganaremos algo, y cada Pascua, cuando llegue, nos permitirá alegrarnos con más corazón y más conocimiento en la gran salvación que Cristo nos ganó.

Veremos que esta es una gran providencia que surge de esos deberes que Él nos exige. Nuestros deberes para con Dios y los hombres no son solo deberes que hacemos para con Él, sino medios de iluminar nuestros ojos y de que nuestra fe tenga más capacidad de aprehensión. Cada acto de obediencia tiene la virtud de fortalecer nuestras convicciones sobre el cielo. Cada sacrificio nos hace más fervorosos. Este es el efecto, también, de la observancia de los tiempos litúrgicos, que nos hacen desprendernos de este mundo, e imprimen en nosotros la realidad del mundo invisible. Si obramos así, confiamos en que cada vez entenderemos mejor dónde estamos. Humildemente confiamos que, a medida que nos purificamos de este mundo, los ojos se nos iluminarán para ver las cosas que solo se pueden discernir espiritualmente. Esperamos que para nosotros se cumplirán en su debida medida las palabras de las bienaventuranzas: «Bienaventurados los limpios de corazón, porque verán a Dios» (Mt 5,8). Tenemos la esperanza, que no nos defraudará, de que si confiamos en Dios como han confiado siempre los santos, con ayunos y oraciones, si le buscamos como le buscó Ana, o san Pedro en Jope, o el santo profeta Daniel antes que ellos, Cristo se nos hará presente; amanecerá el día y la estrella de la mañana lucirá en nuestro corazón. Veremos el signo del Hijo de Dios en el cielo, comeremos el maná escondido y poseeremos ese secreto del Señor que habita con los que le temen. Y, como san Pablo, sabremos «en quién hemos creído, y seguros de que tiene poder para conservar nuestro depósito hasta aquel día» (2 Tm 1,12).

Al mismo tiempo que sentimos vivamente, como es nuestra obligación, que no alcanzamos a honrar debidamente este día santo con la alegría espontánea y religiosa que le es propia, no perdamos los ánimos, no desesperemos. Sí, nos sentimos alegres; más alegres de lo que somos conscientes. También alcanzamos a ver del mundo futuro más de lo que creemos ver. Si hemos hecho progresos durante este tiempo que acaba de terminar; si, con seriedad y sin concesiones, nos hemos mortificado en la comida, en la bebida y en otras satisfacciones, de acuerdo con nuestra salud; si hemos sido asiduos en la oración de acuerdo con nuestras posibilidades, no puede ser, sino que la bendición de Dios ha venido, y permanece sobre nosotros. Puede que no la percibamos, pero la percibiremos con el tiempo, cuando miremos hacia atrás. Lo que nos ha ocurrido en el pasado debería bastarnos para tener esa seguridad. Sabemos de qué manera hemos llegado a conocer hasta ahora lo que conocemos acerca de nuestra condición de auténticos cristianos: qué poco a poco, y con qué silencio. Quizá recordemos alguna que otra ocasión llamativa. Quizá, como he dicho, podríamos señalar un momento en la niñez cuando nos vino por primera vez el pensamiento de que tenemos relaciones con los demás, y los demás con nosotros, y cuando nos maravillábamos de lo que somos y del porqué de nuestra existencia. Quizá, más adelante en la vida, recordemos temporadas en que la fuerza de la Verdad divina vino sobre nosotros con mayor claridad y más sensiblemente; pero en la mayoría de los casos no es así. En la mayoría de los casos hemos llegado a la verdad, y hecho progresos de una verdad a otra, sin saberlo. No podemos precisar cuándo empezamos a estar convencidos de esta doctrina, o de aquella otra, que es ahora nuestro gozo y nuestro tesoro. Es «como un hombre que echa la semilla sobre la tierra, y, duerma o vele noche y día, la semilla nace y crece, sin que él sepa cómo, primero hierba, después espiga y por fin trigo maduro en la espiga» (Mc 4,26-28). Esto se ver por todas partes, y especialmente en este tiempo del año. Dios Todopoderoso parece que ahora guía a muchos con su misericordia hasta la verdad completa, como en tiempos de Jesús (si no fuera presunción hablar así); Él los lleva adelante, pero ellos no lo saben. Cambian y modifican gradualmente sus opiniones, aunque creen que siguen siendo las mismas. Otros, desde fuera, a lo mejor sí ven lo que les pasa, pero ellos no; en su momento lo verán. Así son los caminos maravillosos de Dios. Jacob llegó a Betel sin saberlo. También nosotros nos encontramos en el reino de la gracia, sin saberlo, y se manifiesta en nosotros antes de ser nosotros conscientes de esa manifestación. Al igual que los niños pequeños lo miran todo a su alrededor y parece que no miran nada, así nosotros vemos nuestros privilegios, pero no los conocemos. Pidamos siempre a Dios saber más y mejor lo que somos, y que sepamos aprehender ese conocimiento. En una palabra, que tengamos los sentimientos y la fe correctas.

Ahora, para concluir, porque hablar en exceso resulta poco adecuado un día como hoy, en que Dios ha realizado su gran obra: pensemos en esa gran obra y en Dios. Alegrémonos en el día que Él ha hecho, y anhelemos «el día de Su poder» (Sal 110,3). Hoy es la Pascua. Digámonos esto una y otra vez con devoción y gran alegría. Lo mismo que los niños se dicen «esto es la primavera», o «esto es el mar» tratando de captar mejor esas nociones y que no se les escapen; como los que viajan al extranjero y se dicen «esta es esa gran ciudad» o «este es ese edificio famoso», sabiendo que tiene una larga historia de siglos y un poco avergonzados de sí mismos por saber tan pocas cosas acerca de él, así, digámonos «este es el Día de los días, el Día del Rey, el día del Señor». Es el día en que Cristo resucitó de entre los muertos, el día que nos trajo la salvación. Es el día que nos ha hecho más grandes, sin saberlo nosotros. Es el día de nuestro reposo, el verdadero Sabath. Cristo entró en su reposo, nosotros también. Figuradamente nos lleva, a través de la tumba y puerta de la muerte, hasta nuestro lugar de reposo en el seno de Abrahán. Ya hemos tenido suficiente cansancio, tristeza, falta de fuerzas, dolor y remordimiento. Ya hemos tenido bastante de este mundo de tribulación. Ya hemos tenido bastante de su ruido y de su estruendo. El ruido es su mejor música. Pero ahora hay silencio; un silencio que habla. Sabemos lo extraño que resulta el silencio absoluto tras un ruido continuado. Así es nuestra felicidad ahora. Han comenzado los días serenos y calmos; en ellos se oye a Cristo, su voz tranquila y baja, porque el mundo ha callado. Basta con que nos quitemos el mundo, como un ropaje, y estaremos revistiéndonos de Cristo (Ga 3,27). Alejarnos del uno es acercarnos al otro. Llevamos semanas intentando, con la gracia de Dios, despojarnos de los deseos y las necesidades de la tierra. Ojalá ese despojo se convierta en un revestirnos de cosas invisibles e imperecederas. Que crezcamos en gracia y conocimiento de nuestro Señor y Salvador, un tiempo litúrgico tras otro y un año tras otro, hasta que Él nos tome para sí, primero a uno, después a otro, en el orden que a Él plazca, separándonos los unos de los otros durante un tiempo para reunirnos de nuevo para siempre, en el reino de su Padre y nuestro Padre, de su Dios y nuestro Dios.

Traducción Victor García Ruiz

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domingo, 28 de marzo de 2021

Sermones de Cuaresma Cardenal Newman, 3

 LA CRUZ DE CRISTO, MEDIDA DEL MUNDO, meditación para el Domingo de Ramos, por John Henry cardinal Newman


Cuando Yo sea levantado de la tierra,

atraeré a todos hacia Mí» (Jn 12, 32)

Gran número de hombres viven y mueren sin reflexionar apenas sobre la situación en que se encuentran. Toman las cosas como vienen, y siguen sus inclinaciones siempre que tienen oportunidad de hacerlo. Se guían principalmente por el placer y el dolor, no por la razón, los principios o la conciencia; y no tratan de interpretar el sentido de este mundo, determinar lo que significa, o apreciar como un todo coherente lo que ven y sienten. Pero cuando una persona, por reflexión de su mente o por actividad intelectual, comienza a contemplar el estado visible de las cosas entre las que ha nacido, lo percibe enseguida como un laberinto y una fuente de perplejidad. Es un enigma que no acierta a resolver. Parece lleno de contradicciones y sin rumbo fijo. El porqué de ese estado de cosas, adónde irá parar, por qué es como es, cómo nos hemos visto implicados en él, y cuál es nuestro destino, todo son misterios.

Envueltos en esta dificultad, algunos han concebido una determinada filosofía de la vida, y otros han elaborado otra diferente. Muchos han creído haber encontrado la clave para leer cosas tan oscuras. Mil cosas se presentan ante nosotros una tras otra en el curso de la vida. ¿Qué hemos de pensar de ellas? ¿Qué color hemos de darles? ¿Debemos ver todo de un modo alegre y risueño? ¿O más bien con aire melancólico? ¿Hemos de ver las cosas de manera pesimista o esperanzada? ¿Hemos de vivir con despreocupación o tratar la vida con seriedad? ¿Hay que conceder poca importancia a lo que parece más grande, o ver las menores cosas como de gran repercusión? ¿Hemos de mantener en la memoria lo que ya ha pasado, mirar al futuro, o concentrarnos en el presente? ¿Cómo hemos de ver las cosas?

He aquí las cuestiones que todos los hombres reflexivos se plantean, y que cada uno responde a su modo. Desean pensar con arreglo a algún principio, a algo dentro de ellos que pueda armonizar y hacer coherente lo que fuera. Esta es la necesidad sentida por la gente que piensa. Permitidme ahora preguntar cuál es la auténtica clave, la interpretación cristiana de este mundo. ¿Qué se nos da en la Revelación para valorar y medir este mundo? Se nos da el evento de esta estación litúrgica, que es la Crucifixión del Hijo de Dios.

Se trata de la muerte de la Palabra eterna de Dios hecha carne, que es nuestra gran pauta sobre cómo pensar y hablar de este mundo. Su Cruz ha señalado su debido valor a cada cosa de las que vemos, a todos los destinos y fortunas, ventajas, rangos, dignidades, goces, a la concupiscencia de la carne, de los ojos y a la soberbia de la vida. Ha establecido un precio para todos los anhelos, rivalidades, esperanzas, temores, deseos, esfuerzos y triunfos del hombre mortal. Ha dado un sentido al variado y movido curso de la condición terrena, a sus pruebas, tentaciones y sufrimientos. Ha agrupado y hecho coherente todo lo que parecía discordante y sin rumbo. Nos ha enseñado cómo vivir, cómo usar este mundo, qué cosas esperar y desear. Es la melodía en la que todos los motivos de la música de este mundo han de ser integrados en último término.

Mirad en torno vuestro y ved lo que el mundo os presenta, lo alto y lo bajo. Id a la corte de los príncipes. Observad la riqueza y la habilidad de todas las naciones, reunidas para honrar a un ser humano. Ved cómo los muchos se postran ante los pocos. Considerad las formalidades y el ceremonial, la pompa y la circunstancia, la etiqueta y la vanagloria. ¿Queréis saber el valor de todo eso? Mirad a la Cruz de Cristo.

Id al mundo de la política: ved a unas naciones celosas de otras, al comercio que compite con el comercio, a ejércitos y flotas enfrentados unos a otros. Examinad los diversos estamentos de la comunidad, sus partidos y sus disputas, los esfuerzos de los ambiciosos, y los manejos de los intrigantes. ¿Cuál es el destino de toda esta agitación? La tumba. ¿Cuál es la medida? La Cruz.

Visitad el mundo del intelecto y de la ciencia. Considerad los estupendos descubrimientos que consigue la mente humana, la diversidad de artes que esos hallazgos originan, los efectos casi milagrosos por los que muestra su poderío.

Observad, además, el orgullo y seguridad de la razón, así como la absorbente devoción del pensamiento hacia objetos efímeros, que es la consecuencia. ¿Queréis formaros un juicio correcto de todo esto? Mirad a la Cruz.

Fijaos en la miseria, la pobreza y la indigencia más absolutas; mirad la opresión y la esclavitud; mirad los lugares en donde escasean los alimentos y las viviendas son insalubres. Considerad el dolor y el sufrimiento, la enfermedad larga o violenta, todo lo que provoca temor y repulsión. ¿Queréis saber cómo valorar estas cosas? Mirad a la Cruz.

Es así como todas las cosas convergen en la Cruz y en el que cuelga de ella. Todo se le somete, todas las cosas le necesitan. Es su centro y su interpretación. Porque Jesús fue levantado sobre ella, para que pudiera atraer hacia Él a todos los hombres y a todas las cosas.

Pero se dirá que la visión que la Cruz de Cristo nos proporciona acerca de la vida humana y del mundo no es la que adoptaríamos si se nos dejase elegir, que no es una visión obvia de la realidad, que si contemplamos las cosas en su superficie resultan ser más brillantes y atractivas de lo que aparecen a la luz que este tiempo litúrgico arroja sobre ellas. El mundo parece haber sido hecho para su disfrute por el hombre, que se encuentra colocado en él. El ser humano posee la capacidad de gozar, y el mundo le proporciona los medios. ¡Qué natural, agradable y sencilla filosofía es esta, y qué diferente, sin embargo, de la filosofía de la Cruz! La doctrina de la Cruz, podría decirse, escinde dos partes de un sistema que parecen hechas la una para la otra. Separa el fruto y la persona que ha de comerlo, el goce y quién debe gozar. ¿Acaso se soluciona así un problema? ¿No se crea, más bien, uno nuevo?

Respondo, en primer lugar, que cualquiera que sea la fuerza de esta objeción, se trata simplemente de lo que Eva sintió y Satán argumentó en el Edén. Porque la mujer percibió que el árbol prohibido era «bueno como comida» y «un árbol apetecible». ¿No es de extrañar entonces que nosotros, descendientes de la primera pareja, nos encontremos en un mundo en el que hay frutos prohibidos, y que nuestras pruebas consistan en tenerlos a mano y nuestra felicidad en abstenernos de ellos? El mundo parece, a primera vista, estar hecho para el placer, de modo que la visión de la Cruz de Cristo resulta una imagen grave y triste, que interfiere con esa apariencia. Así es. ¿Pero por qué no ha de ser deber nuestro, a pesar de todo, abstenernos a veces de disfrutar, cuando era una obligación incluso en el Paraíso?

Supone, en cualquier caso, una visión superficial de las cosas decir que esta vida está hecha para el placer y la felicidad natural. A quienes miran debajo de la superficie les dice una historia muy diferente. La doctrina de la Cruz enseña en último término, aunque con energía infinitamente mayor, la lección que este mundo enseña a quienes han vivido en él largo tiempo, a quienes tienen experiencia de él y lo conocen bien. El mundo es dulce a los labios, pero amargo al gusto. Agrada al principio, pero no al final. Parece alegre en el exterior, pero esconde maldad y miseria. Cuando alguien ha vivido un número suficiente de años tiene que exclamar con el escritor sapiencial: «Vanidad de vanidades, y toda vanidad» (Qo 1,2). Y si no tiene a la religión como guía se verá forzado a ir más lejos y decir: «Todo es vanidad y turbación de espíritu» (Qo 1,14); todo es decepción, pena y dolor.

Los severos juicios de Dios sobre el pecado se hallan escondidos dentro de este, y obligan al hombre a lamentarse, quiera o no quiera. La doctrina de la Cruz de Cristo no hace, por tanto, sino anticipar para nosotros la experiencia del mundo. Es verdad que nos invita a llorar nuestros pecados en medio de todo lo que sonríe y brilla en torno nuestro. Pero si no prestamos atención a su mensaje, nos veremos forzados, a la larga, a lamentarnos a causa de haber sufrido su terrible castigo. Si no reconocemos, por la visión de Jesús doliente, que este mundo se ha hecho miserable por el pecado, experimentaremos su condición de miseria por la repercusión de ese pecado sobre nosotros mismos.

Se puede conceder, es verdad, que la doctrina de la Cruz no se halla en la superficie del mundo. La superficie de las cosas es solo brillante, mientras que la Cruz es doliente. Se trata de una doctrina escondida, que se oculta bajo un velo. Nos turba a primera vista y nos vemos tentados a huir de ella. Como san Pedro, decimos: «¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!» (Mt 16,22) Y sin embargo es doctrina verdadera, porque la verdad no se encuentra en la superficie de las cosas, sino en el fondo.

Y así como la doctrina de la Cruz, aunque es la verdadera interpretación de este mundo, no se manifiesta ostentosamente en la superficie de este, sino que permanece oculta, así también, al ser recibida en un corazón fiel, arraiga en él como un principio vivo, pero profundo y escondido a la observación. Los hombres religiosos, en palabras de la Escritura, «viven en la fe del Hijo de Dios, que los amó y se entregó a sí mismo por ellos» (Ga 2,20). Pero no lo dicen a todos los hombres, y dejan que ellos lo averigüen, si es el caso. El mandato del Señor a sus discípulos fue que, al ayunar, debían «perfumar su cabeza y lavar su cara» (Mt 6,17).

Están así obligados a no hacer ostentación, y a sentir contento por parecer, en lo externo, diferentemente a como son por dentro. Han de mantener un semblante alegre, y controlar y moderar sus sentimientos, para que estos sentimientos, no malgastados en la superficie, puedan retirarse al interior del corazón y vivir allí.

Así, «¡Jesucristo, y este crucificado» es —como nos dice el Apóstol— una «sabiduría escondida»: escondida del mundo, que parece a primera vista hablar una doctrina harto diferente, y escondida en el corazón fiel, que a otros parece vivir una vida corriente, mientras que, en realidad, mantiene una comunión íntima con Aquel que «se manifestó en la carne», «fue crucificado en debilidad», «justificado en el espíritu», «visto por ángeles en la gloria» (1 Tm 3,16).

Así las cosas, la grande e impresionante doctrina de la Cruz de Cristo puede ser llamada con toda razón, en lenguaje figurado, el corazón de la religión. El corazón es considerado asiento de la vida. Es principio del movimiento, del calor y de la acción. Desde él va la sangre hasta las partes más extremas del cuerpo. Mantiene al hombre en sus potencias y facultades, y a la mente le permite pensar. Cuando el corazón es herido, el hombre muere.

De igual manera, la sagrada doctrina del Sacrificio expiatorio de Jesús es el principio vital del que se nutre el cristiano, y sin el cual sería impensable el cristianismo. Ninguna otra doctrina puede confesarse con provecho si aquella no se acepta. Creer en la divinidad de Cristo, o en su humanidad, o en la Santa Trinidad, en el juicio y la resurrección de los nuestros, no sería exactamente la fe cristiana, a menos que confesemos también la doctrina del Sacrificio de Cristo. De otro lado, aceptarla presupone la recepción de otras altas verdades del Evangelio; pues implica creer en la verdadera divinidad de Jesús, en su verdadera encarnación, y en el estado pecador de la naturaleza humana. Prepara el camino para creer en la Sagrada Cena eucarística, en la que El que ha sido crucificado se da a nuestros cuerpos y almas de modo completamente verdadero en Su Cuerpo y Su Sangre.

Pero el corazón se esconde de la vista, se mantiene cuidadosamente guardado, no es el ojo situado en el rostro, que ve todo y es visto de todos. Así la sagrada doctrina del Sacrificio expiatorio no es tanto una verdad sobre la que hablar, como una verdad de la que vivir; no es para ser investigada irreverentemente, sino interiormente adorada; no es para usarla como instrumento necesario en la conversión del incrédulo, o para satisfacer a razonadores de este mundo, sino para ser comunicada a los sencillos y obedientes; a los jóvenes no corrompidos por el mundo; a quienes sufren y merecen consuelo; a los sinceros que buscan la verdad en serio, y necesitan una norma de vida; a los inocentes que requieren consejo y advertencia; a los maduros y experimentados que se han ganado el conocimiento del misterio. Añado, para terminar, una observación más. No debe suponerse que, porque la doctrina de la Cruz nos provoque alguna tristeza, el Evangelio sea una religión triste. Dice el salmista: «Los que siembran con lágrimas recogerán con alegría» (125,5); y nuestro Señor exclama: «Los que lloran serán consolados» (Mt 5,5). Que nadie piense que el Evangelio nos obliga a adoptar una visión melancólica del mundo y de la vida. Nos impide, desde luego, conformarnos con una visión superficial y encontrar una alegría transitoria y vana en lo que vemos. Pero nos prohíbe un goce inmediato solo para darnos más tarde el goce verdadero y en plenitud.

Solo nos prohíbe comenzar por el goce. Parece decirnos: si comenzáis por lo placentero terminaréis en el dolor. Nos invita a comenzar con la Cruz de Cristo, en la que encontraremos al principio alguna pesadumbre, de la que nacerán, sin embargo, paz y consuelo.

La Cruz nos conducirá a dolernos, nos llevará al arrepentimiento, a la humillación, la oración y el ayuno. Lloraremos nuestros pecados, lloraremos junto a los sufrimientos de Cristo. Pero todo este dolor desembocará y será sobrellevado en una alegría mucho mayor que los goces proporcionados por el mundo, a pesar de que mentes descuidadas y mundanas no lo crean y ridiculicen este pensamiento, porque nunca lo han experimentado y lo consideran un asunto de meras palabras sin sentido, que la gente religiosa considera oportuno usar y trata de creer para que otros también lo crean.

 Esto es lo que piensan, pero nuestro Salvador dijo a sus discípulos: «También vosotros estaréis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá arrebatar vuestra alegría» (Jn 16,22); «Os dejo la paz, os doy mi paz, no os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27). Y san Pablo escribe: «El hombre natural no capta las cosas del Espíritu de Dios, son necedad para él, y no las puede entender, porque solo el espíritu puede juzgarlas» (1 Cor 2,14); «Anunciamos lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni llegó al corazón del hombre, lo que Dios preparó para quienes le aman» (1 Cor 2,9). Y así la Cruz de Cristo, al hablarnos de nuestra redención y de sus sufrimientos, nos hiere, pero lo hace de modo que seamos curados.

Todo lo que es bello y brillante en la superficie de este mundo, a pesar de no tener sustancia en sí mismo ni ser apto para ser disfrutado por sí mismo, es sin embargo figura y promesa de la verdadera alegría que deriva de la expiación. Es una promesa que llega anticipada respecto a lo que vendrá. Es una sombra que alimenta la esperanza, porque el cumplimiento se acerca, pero no debe ser tomada ella misma por la realidad prometida. Así es como Dios actúa usualmente con nosotros: nos envía misericordiosamente la apariencia antes que la realidad, para que nos consolemos con lo que va a venir antes de que venga.

Así entró el Señor en triunfo en Jerusalén antes de Su Pasión, rodeado de multitudes que gritaban Hosanna y alfombraban Su camino con palmas y vestidos. No fue sino un homenaje vano y vacío, que no agradó al Señor. Fue una sombra que pasó rápidamente, sin permanecer. Solo podía ser una sombra, porque Jesús no había padecido aún la pasión por la que habría de forjarse su verdadero triunfo. No podía entrar en Su gloria antes de padecer. No podía complacerse en una apariencia, sabiendo que era irreal. Pero ese primer frágil triunfo fue el presagio de la verdadera victoria por venir, una vez que hubo vencido el zarpazo de la muerte.

Conmemoraremos este triunfo figurativo en el último domingo de Cuaresma, para animarnos en el dolor del tiempo que sigue a continuación y para recordarnos que la alegría verdadera llega con el Día de Pascua.

Por lo que respecta a este mundo con todos sus goces y desencantos, no nos fiemos de él, no le demos nuestros corazones, ni comencemos con él. Comencemos con la fe, comencemos con Cristo, comencemos con Su Cruz y la humillación a la que conduce. Seamos primero atraídos hacia Aquel que ha sido levantado en alto, para que pueda darnos, con Él, todas las cosas. Busquemos primero «el Reino de Dios y Su justicia» (Mt 6,33), y todas las demás cosas de este mundo «se nos darán por añadidura».

Solo son realmente capaces de disfrutar este mundo quienes comienzan con el mundo invisible. Solo gozan de este mundo los que primero se han abstenido de él. Solo pueden disfrutar del banquete quienes primero han ayunado. Solo son capaces de usar de este mundo quienes primero han aprendido a no abusar de él. Solo lo heredan quienes lo ven como una sombra del mundo futuro, y por este mundo futuro, renuncian a él.

Traducción de Víctor García Ruiz


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domingo, 21 de marzo de 2021

Sermones de Cuaresma Cardenal Newman, 2.

 CRISTO ES EL HIJO DE DIOS HECHO HOMBRE, meditación para el Primer Domingo de Pasión por John Henry cardinal Newman

«Cristo, al presentarse como Sumo Sacerdote de los bienes futuros

a través de un Tabernáculo más excelente y perfecto —no hecho por

mano de hombre, es decir, no de este mundo creado» (Hb 9,11)

Quinto domingo de Cuaresma 


Los judíos contaban catorces días antes de celebrar la fiesta de la Pascua. Tenía que ser el décimo cuarto día del mes, por la tarde-noche. Y para marcar con más solemnidad el comienzo de ese periodo, lo convirtieron en el inicio de los meses, es decir el primer mes del año. Por tanto, nosotros, ya que nuestra Pascua responde a la Pascua judía como el objeto responde a la sombra, bien podemos decir que a los catorce días previos a la Pascua comienza un tiempo más santo. Es lo que parece haber decidido nuestra Iglesia porque a partir de hoy cambia el tono de la liturgia. De hoy en adelante encontramos referencias más directas a Cristo, cuya muerte y resurrección estamos próximos a conmemorar. Las primeras semanas de la Cuaresma van dedicadas al arrepentimiento, aunque con la imagen de Cristo bien presente, pues es el único que puede otorgar gracia y poder a nuestros ejercicios de penitencia. Las últimas, sin excluir la penitencia, se consagran más especialmente a considerar los sufrimientos que nos ganaron esa gracia y poder.

La historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra; la de Dina, la hija de Jacob; la de José en la casa de Putifar; el relato de las tentaciones de Jesús; y la parábola del hombre de donde salió un demonio que regresó siete veces más poderoso, que se han leído los domingos en este tiempo, con razón podrían llamarse lecturas penitenciales; y las epístolas han sido del mismo tenor. Por otro lado, la epístola de hoy, de donde procede el texto, habla de la Encarnación y Expiación de Cristo, mientras que el evangelio nos habla de su divinidad, siendo Él el mismo Dios que, como dice la primera lectura matutina del Breviario, se llamó a sí mismo en la zarza «soy el que soy». La epístola del domingo que viene trata también de la divinidad de nuestro Señor y de su voluntaria humillación, y una de las lecturas y el evangelio contienen el relato de su sagrada Pasión y Muerte. La otra segunda lectura, de san Pablo, trata también de su humillación. Más: las cuatro primeras lecturas de hoy y del próximo domingo hablan de la liberación de los israelitas de Egipto, que fue un tipo o figura de nuestra Redención.

Por tanto, de acuerdo con lo que nos propone la liturgia, hagamos memoria hoy de una o dos de las grandes verdades que contiene la epístola. No tenemos tiempo para hacerlo con mucha precisión y exhaustividad, pero sí la suficiente para que, con la gracia de Dios, nos sirva de preparación para los días solemnes que se acercan en las próximas dos semanas. Con la ayuda de Dios, una adecuada preparación para el Viernes Santo será tener presente quién es nuestro Señor y lo que ha hecho por nosotros. Por el momento, limitémonos al punto de quién es nuestro Señor: Dios y Hombre en la misma persona. Hablaré de este punto sacratísimo y sobrecogedor de la manera más sencilla y directa que me sea posible, afirmando simplemente lo que haya que afirmar según la regla de los Credos, y dejando, como hacen los distintos Credos, que los que me escuchan lo reciban con el corazón abierto y que, con la gracia de Dios, lo hagan rendir en sí mismos.

Consideremos quién es Cristo, tal como la epístola de hoy nos lo propone en las palabras del texto.

1. En primer lugar, Cristo es Dios. Desde la eternidad, era el Dios vivo y verdadero. Esto no se dice expresamente en la epístola de hoy, aunque se da por supuesto significativamente de distintas maneras, pero sí lo afirma expresamente Él mismo en el evangelio. Allí dice «antes de que Abrahán naciese, yo soy» (Jn 8,58), de donde se deduce que no empezó a existir al nacer de la Virgen, sino que existía desde antes. Y al emplear las palabras «yo soy» parece aludir, como dije, al nombre de Dios que se revela a Moisés en la zarza ardiente cuando Dios le manda decir a los hijos de Israel «Yo soy me ha enviado a vosotros» (Ex 3,14). San Pablo dice de Cristo que «era de condición divina», y que «no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios» y, sin embargo, «se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo» (Flp 2,6-7). De igual manera dice san Juan: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios» (1,1). Y santo Tomás se dirige a Él como «Señor mío y Dios mío». Y san Pablo declara que Él es «Dios sobre todos, bendito por siempre jamás» (Rm 10,12). Y el profeta Isaías que Él es «Dios fuerte, Padre sempiterno» (Is 9,5); y de nuevo san Pablo: «el gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo» (Tt 2,13), y san Judas: «el único Dueño y Señor nuestro, Jesucristo» (Judas 1,4). No es necesario extenderse en este punto, ya que se nos recuerda continuamente en la Escritura y en la liturgia. «Día tras día te glorificamos, Señor, damos gracias a tu nombre siempre, por los siglos de los siglos». Así dice el himno, lo cual sería idolatría si no fuera Él el mismísimo Dios Eterno, nuestro Señor y Creador. Sabemos, por supuesto, que el Padre es Dios también, y el Espíritu Santo. Pero Cristo es Dios y Señor de manera más plena y completa, íntegramente, perfecto en todos sus atributos y tan adorable como si nada supiéramos del Padre y del Espíritu Santo; tan digno de adoración como lo era el Padre por parte de los judíos antes de que Cristo viniera al mundo hecho carne, y como lo es ahora por nosotros «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23). Porque nos dice Él expresamente: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9) y que «todos» deben «honrar al Hijo como honran al Padre» y «el que no honra al Hijo no honra al Padre que le ha enviado» (Jn 5,23).

2. Llegamos ahora al segundo de los puntos en que es necesario insistir: que al tiempo que nuestro Señor es Dios, también es Hijo de Dios, o más bien, que es Dios porque es Hijo de Dios. A primera vista, asombrados del misterio, tendemos a pensar que es Dios a pesar de ser Hijo de Dios. Pero lo que es misterio para el hombre, es causa para Dios. Es Dios no a pesar sino precisamente porque es Hijo de Dios. «Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del espíritu es espíritu» (Jn 3,6 ), y lo que nace de Dios es Dios. No digo que podamos razonar así por nosotros mismos, pero es la Escritura quien nos saca la conclusión. El mismo Cristo nos dice «pues como el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado al Hijo tener vida en sí mismo» (Jn 5,26), y san Pablo dice que Él «es resplandor de su gloria y la imagen misma de su sustancia» (Hb 1,3). Así, aunque está fuera de nuestro alcance saber que Él, engendrado por Dios, es Dios, porque no podemos aplicar la razón a cosas tan inefables, sin embargo, por la luz de la Escritura, podemos. Después de todo, si hemos de decir la verdad, no es en absoluto tan extraordinario que el Hijo de Dios sea Dios. Para la razón natural hay muy poca diferencia entre admitir que Dios pueda tener un Hijo y admitir que, si hay un Hijo, tenga que ser Dios porque es el Hijo. Ambas cosas son misterios; y si admitimos, con la Escritura, que hay un solo Hijo Unigénito, costará menos admitir algo que también dice la Escritura: que ese Hijo Unigénito es Dios porque es Unigénito. Esto es lo que vuelve la doctrina de la Eterna Filiación de nuestro Señor de una importancia suprema: que es Dios porque ha sido engendrado por Dios. Quienes abandonan esta segunda, están en camino de abandonar, o han abandonado ya, la primera. La gran salvaguarda de la doctrina de la Divinidad de nuestro Señor es la de su Filiación. Solo nos damos cuenta de que es Dios cuando reconocemos que es Hijo por naturaleza y desde toda la eternidad.

La Filiación de nuestro Señor no es solo la garantía de su Divinidad sino también la condición de su Encarnación. Como el Hijo era Dios, por eso convino que el Hijo se hiciera hombre. Era propio de él poseer las perfecciones del Padre y llegó a asumir la forma de siervo. Debemos guardarnos de suponer que las distintas personas de la Santísima Trinidad se distinguen entre sí solo en que el Padre no es el Hijo y el Hijo no es el Padre. Se distinguen, además, en que el Padre es el Padre y el Hijo es el Hijo. Siendo los dos de una misma sustancia, cada uno tiene características que el otro no tiene. Estos nombres divinos tienen un significado en sí mismos, cosa que no hay que pasar por alto a la ligera. Si los estudiamos con devoción, descubriremos que nos proporcionan muy útiles vías para entender la Escritura porque veremos que es muy apropiado —una vez que esa verdad nos ha sido revelada— que el Hijo de Dios se encarne, y por tanto entenderemos mejor lo que dice de sí mismo en los evangelios. Al hacerse hombre, el Hijo de Dios se hizo Hijo por segunda vez, aunque no otro Hijo. Era Hijo tanto antes de su Encarnación como, tras un nuevo misterio, después. Desde la eternidad había sido el Unigénito en el seno del Padre, y cuando vino a la tierra, esta relación esencial con el Padre se mantuvo inalterada; siguió siendo Hijo cuando tomó la forma de siervo; siguió realizando la voluntad del Padre como el Verbo y la Sabiduría del Padre, manifestando la gloria del Padre y cumpliendo los designios del Padre.

 Por ejemplo, tomad los siguientes pasajes de la Escritura. «El que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada» (Jn 8,28); «Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo» (Jn 5,17); «lo que yo hablo, según me lo ha dicho el Padre, así lo hablo» (Jn 12,50); «Yo estoy en el Padre y el Padre en mí» (Jn 14,10). Es verdad que estos pasajes pueden entenderse como aplicados a la naturaleza humana de nuestro Señor, pero si los limitamos a esa interpretación corremos el riesgo de considerar que en Cristo hay dos seres distintos, no una Persona; o de ir olvidando poco a poco, o no dar una auténtica explicación, de la doctrina de su Divinidad. Si decimos que nuestro Señor tiene una personalidad humana, y otra personalidad como Dios, entonces no es una la Escritura: que ese Hijo Unigénito es Dios porque es Unigénito. Esto es lo que vuelve la doctrina de la Eterna Filiación de nuestro Señor de una importancia persona; y si no tiene esta última, no es Dios. Por tanto, se diría que los anteriores pasajes no se refieren ni a la naturaleza humana ni a la divina en particular sino a las dos a la vez, esto es, a Cristo que, siendo el Hijo de Dios, es también hombre. El que hablaba en esos pasajes era una sola persona viva, y ese único Hijo vivo y Todopoderoso, Dios y hombre, era el resplandor de la gloria de Dios y de su Poder, y obró la voluntad de su Padre y estaba en el Padre y el Padre en Él, no solo en el cielo sino también en la tierra. En el cielo lo era y lo hacía todo como Dios; en la tierra lo era y lo hacía en esa Humanidad que había asumido, pero tanto en el cielo como en la tierra, siempre como Hijo. Por tanto, la verdad se refería a todo Él cuando declaraba que no estaba solo; no hablaba u obraba por sí mismo, sino que donde Él estaba, estaba el Padre y quien le veía a Él veía al Padre, tanto si le miraban como Dios o como hombre.

Leemos también en la Escritura que fue enviado por el Padre, que se dirige al Padre, que intercede por sus discípulos ante el Padre, que les dice que su Padre es mayor que Él. ¿En qué sentido dice y hace todo esto? Algunos dirán que lo afirma solo como hombre —palabras que sorprenden a quien se esfuerza por mirar a Cristo tal como lo presenta la Escritura, porque sería como si hablara desde una especie de máscara y no en su propia persona. No. Es más cierto decir que Él, el Unigénito, el Bendito Hijo de Dios, con quien había estado desde la eternidad, igual a Él en perfecciones divinas y uno en sustancia pero subordinado por ser Hijo —puesto que hasta entonces no había sido su Palabra, su Sabiduría y Consejo, y Voluntad y Poder en el cielo—, después de la Encarnación y ya sobre la tierra, seguía hablando y obrando según, y al mismo tiempo con, el Padre como antes, solo que desde la nueva naturaleza que había adquirido, y en la humildad de nuestra carne.

Este es el segundo punto doctrinal que quería tocar, que nuestro Señor no era solo Dios sino también el Hijo de Dios. Sabemos más cosas aparte del hecho de que Dios tomó en Él nuestra carne. Aunque todo es un misterio, se nos ha dado un conocimiento bien claro y que va más allá: que no fue el Padre ni el Espíritu Santo sino el Hijo del Padre, Dios Hijo, Dios de Dios y Luz de Luz, quien vino a la tierra y que, al asumir voluntariamente sobre sí una naturaleza nueva, siguió siendo la misma Persona que había sido desde la eternidad, el Hijo del Padre, y hablaba y obraba respecto al Padre como un hijo.

3. En tercer lugar, consideremos su misericordia al tomar sobre sí nuestra naturaleza y lo que implica ese acto de misericordia. El texto se refiere a un «Tabernáculo más excelente y perfecto», es decir, más que ninguna otra cosa de la tierra. Esto significa su carne pura y sin pecado que se formó milagrosamente de la carne de la Santísima Virgen María, y por eso se la llama «no de este mundo creado» o, más literalmente, «no de esta creación», porque Él fue formado mediante una nueva creación, y mediante la venida del Espíritu Santo. Este fue el nuevo y más perfecto tabernáculo donde Él entró; entró en él pero no para estar ahí confinado y circunscrito. El Altísimo no habita en templos hechos por mano de hombre; y aunque Él hizo el mundo con sus propias manos, al hacerse hombre no dejó de ser lo que era, sino que siguió siendo el Dios infinito, que se manifestaba en la carne, pero sin ser alterado por la carne. Él asumió nuestra naturaleza como instrumento de sus designios, no como agente en la tarea. Lo que es una cosa no puede convertirse en otra; su humanidad siguió siendo humana y su divinidad divina. Dios se hizo hombre, pero siguió siendo Dios, siendo su humanidad una especie de adjunto, perfecto en su modo, pero sometido a su divinidad. Tanto es así que, si la Escritura no le hubiera llamado expresamente «hombre», hubiéramos sentido escrúpulo en llamárselo nosotros. De estar en nuestra mano, nos hubiera parecido más respetuoso hablar de Él como del «encarnado», «el que vino en carne humana», «humano», y cosas semejantes, pero no sencillamente como «hombre». Pero san Pablo habla con palabras claras de nuestro único mediador como «Jesucristo hombre» (1 Tm 2,5), por no hablar de las mismas palabras de nuestro Señor sobre el tema. Debemos recordar, no obstante, que, aunque era perfecto en su naturaleza humana, no era hombre en exactamente el mismo sentido en que lo somos cualquiera de nosotros. Aunque hombre, no era hablando estrictamente, en el sentido inglés de la palabra, un hombre. No era uno de nosotros, uno más tomado al azar. Era hombre porque tenía nuestra naturaleza completa y perfecta, pero su persona no era humana como la nuestra sino divina. El que era desde la eternidad seguía siendo uno y el mismo, pero con algo añadido. Su Encarnación consistió en «la asunción de la Humanidad en Dios». Lo mismo que no tenía padre en la tierra, no tenía persona humana. No podemos hablar de Él como hablamos de cualquier otra persona individual que actúa y se gobierna por una inteligencia humana; Él era Dios y actuaba no solo como Dios sino también a través de la carne. No era un hombre hecho Dios, sino un Dios hecho hombre.

Así, cuando oraba a su Padre, no era la oración de un hombre que suplica a Dios sino la del Hijo Eterno de Dios que desde siempre ha compartido la gloria del Padre que se dirige a Él como antes pero bajo unas circunstancias totalmente distintas, de una forma nueva que no se corresponde con esas relaciones intimísimas e inefables que le eran propias a Él que estaba en el seno del Padre, sino dentro de la economía de la redención y de nuestro bajo mundo, esto es, a través de los sentimientos y pensamientos de la naturaleza humana. Cuando llegó a la tumba de Lázaro o cuando gemía por la dureza de corazón de los judíos, o miraba a su alrededor con ira, o sentía compasión de las multitudes, manifestaba la tierna compasión, la misericordia, la mucha paciencia, la temible cólera del Dios Todopoderoso, pero no en sí mismo, no desde la eternidad, sino digamos que indirectamente, a través de las válvulas de esa humanidad de que se había revestido.

Cuando «escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva y lo aplicó en los ojos del ciego» (Jn 9,6), ejerció la fuerza de su esencia divina a través de las propiedades y circunstancias de la carne. Cuando sopló sobre sus discípulos y dijo «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22) se dignó darles su Espíritu Santo sirviéndose del aliento de su naturaleza humana. Cuando salía de Él algún poder y al que tocaba quedaba sano, también aquí se muestra que no era un hombre como otro cualquiera, sino Dios que actuaba a través de la humana naturaleza, hecha instrumento suyo.



La sangre preciosa que vertió sobre la cruz no era la sangre de un hombre, aunque pertenecía a su humanidad, sino sangre llena de poder y de virtud, con una vida y una gracia innatas que surgían misteriosamente de Él, el creador del mundo. Y lo mismo ocurre en cada una de las sucesivas comunicaciones suyas con cada uno de los cristianos individuales. De igual manera que Él fue Sacrificio Expiatorio mediante su humana naturaleza, así es Él nuestro Sumo Sacerdote en el cielo por medio de esa misma naturaleza humana. Él está ahora en el cielo, entró en el lugar santo, intercede allí por nosotros y nos dispensa su bendición. Y nos envía su Espíritu en abundancia, pero no desde su naturaleza divina —aunque el Espíritu Santo desde la eternidad procede del Hijo al igual que del Padre— sino mediante esa carne incorruptible que Él tomó para sí. Porque Cristo se ha convertido en Sumo Sacerdote a través del perfecto tabernáculo que asumió, un tabernáculo no de este mundo creado, o propio del curso natural de las cosas, sino configurado milagrosamente por el Espíritu Santo de las entrañas de la Virgen. Por tanto, torrentes de vida fluyen hacia nosotros desde Él, como Dios, claro, pero también como Dios encarnado. «Lo que vivifica es el espíritu del segundo Adán, y Su carne es lo que vivifica» (1 Cor 15,45).

Mencionaré un cuarto y último punto en este inmenso misterio. He dicho que nuestro Sumo Sacerdote y Salvador, el Hijo de Dios, al tomar nuestra naturaleza, actuaba a través de ella, sin dejar de ser lo que era antes, haciendo de ella nada más que el instrumento de sus designios de salvación. Pero no hay que suponer que, porque fuera un instrumento o porque en el texto se la llame «tabernáculo», no estaba íntimamente unida a Él o que no iba más allá de lo que comúnmente se llama un tabernáculo, un sitio donde moran los hombres, entrando y saliendo; o como un instrumento que se toma y se deja. Nada más lejos; aunque su naturaleza divina era soberana y suprema cuando se encarnó, la humanidad que Él había asumido no se quedó distanciada de Él (si se puede decir así), como ocurre con las herramientas que usamos, ni se la echó encima como cuando nos ponemos una prenda de ropa, ni entró en ella como quien entra en un recinto, sino que la asumió realmente en la más íntima e inefable unión con Él. La recibió dentro de su esencia divina (si osamos hablar así) casi como un atributo nuevo de su Persona; hablo, por supuesto, a modo de analogía, pero lo que quiero decir es que esa unión fue simple e indisoluble. Consideremos lo que significa la justicia de Dios, su misericordia o su sabiduría, y quizá entonces obtengamos un vislumbre de lo que quieren decir los escritores inspirados cuando hablan de la encarnación del Hijo. Si dijéramos que el Hijo de Dios es justo o misericordioso, diríamos que estos son atributos que se atribuyen a todo lo que Él es o ha sido. No importa lo que diga, no importa lo que planee, no importa lo que haga, Él es justo y amoroso cuando habla, planea o hace algo. Nunca hubo un momento, nunca existió un acto o providencia de Dios, sin que él fuera justo y lleno de amor, incluso aunque ambos atributos puedan no darse a la vez en la misma acción. De igual manera el Hijo de Dios es hombre; todo lo que se necesita para que exista una humanidad perfecta está presente en su persona eterna de manera absoluta y completa; de una manera tan real e íntegramente suya como su justicia, su verdad o su poder. De manera que igual de absurdo sería decir que se le puede quitar a Dios alguno de sus atributos como que se le puede quitar su humanidad.

Esto arroja luz sobre el principio católico de que la Humanidad y la Divinidad estaban «unidas en una sola Persona, que no se puede dividir»; palabras que, con demasiada frecuencia, nos hacen comprender lo mal que entendemos la sana doctrina, porque a menudo nos sentimos en la tentación de preguntar: ¿dónde dice la Escritura que la humanidad no se puede separar de la divinidad?, lo cual es una pregunta tan incongruente como preguntar si la justicia, la misericordia o la santidad de Dios se pueden separar de Dios; o si la Escritura declara que podría desaparecer este o aquel atributo, porque lo mismo que ninguno de estos puede existir si no es en Dios, tampoco puede existir la humanidad de nuestro Señor si no es en su naturaleza divina. Nunca existió más que perteneciendo a su divinidad. No tiene existencia en sí misma.

Así pues, cuanto dijo e hizo sobre la tierra no fue sino la acción y la palabra inmediata de Dios Hijo que obraba mediante su tabernáculo humano. Se rodeó a sí mismo con él; lo alojó dentro de sí, y por tanto, el Verbo Eterno, el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, tenía dos naturalezas, tan verdaderamente suyas la una como la otra, la divina como la humana. Y actuaba a través de las dos, unas veces a través de las dos al mismo tiempo, otras a través de la divina y no de la humana, como unas veces actúa Dios Todopoderoso mediante el atributo de la justicia, otras mediante el del amor, otras mediante los dos a la vez. Era tan completamente hombre como si hubiera dejado de ser Dios, tan completamente Dios como si nunca hubiera llegado a ser hombre, y tan completamente las dos cosas a la vez como lo era su misma existencia.

El Símbolo Atanasiano expresa todo esto así: «Es, pues, fe recta que creamos y confesemos que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es Dios y hombre. Es Dios de la substancia del Padre, engendrado antes de los siglos, y es hombre de la substancia de la madre, nacido en el tiempo. Dios perfecto, hombre perfecto: con alma racional y carne humana. Aunque Dios y hombre, Cristo no es dos, sino uno. Uno, no por conversión de la divinidad en carne», como si pudiera dejar de ser Dios, «sino porque la humanidad fue asumida por Dios», tomándola en su persona divina como propia: «Completamente uno, no por mezcla de las sustancias», no porque la naturaleza humana y la divina dieran lugar a alguna naturaleza nueva, como si hubiera dejado de ser Dios y no se convirtiera en hombre, «sino por unidad de la persona». En esto consiste su unidad: no en unidad de naturaleza, sino en esto: que el que vino a la tierra era el mismísimo Dios que había existido desde toda la eternidad.

En conclusión, observaré que no debemos hablar de estas verdades excelsas, ni escucharlas, sin una absoluta reverencia, un gran sobrecogimiento, y mucha preparación. Y quizá este es un motivo por el que el tiempo presente es singularmente apropiado para meditar en ellas, ahora que estamos inmersos, no en el alborozo y la fiesta, sino en el empeño por ser mortificados y sobrios. Dice el salmista: «Señor, mi corazón no se ha engreído, ni mis ojos se han alzado altivos. No he marchado en pos de grandezas, ni de portentos que me exceden. He moderado y acallado mi alma como un niño en el regazo de su madre» (Sal 131,1-2). Cuando nos empeñamos en apartarnos del mundo, cuando nos negamos cosas perfectamente legítimas, cuando moderamos el tono de nuestros juicios y de nuestras pasiones, entonces es buen momento para hablar de los grandes misterios de la fe. Y entonces, también, serán para nosotros un gran consuelo. Sin embargo, aquellos que desprecian el ayuno, dan poca importancia también a la recta doctrina. En cambio, los que, con la gracia de Dios, son de otra manera, encuentran descanso en el Credo de la Iglesia cuando en medio de la tiniebla del corazón, Cristo surge como el Sol de Justicia, dándoles paz en vez de zozobra, «diadema en vez de ceniza, óleo de gozo en vez de luto, manto de alabanza en vez de espíritu abatido. Y se les llamará ‘encinas de justicia’, ‘plantación del Señor’, para manifestar su gloria» (Is 61,3).

                    Traducción de Víctor García Ruiz

                                           Sermones Parroquiales, vol 6.

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