Páginas

domingo, 21 de marzo de 2021

Sermones de Cuaresma Cardenal Newman, 2.

 CRISTO ES EL HIJO DE DIOS HECHO HOMBRE, meditación para el Primer Domingo de Pasión por John Henry cardinal Newman

«Cristo, al presentarse como Sumo Sacerdote de los bienes futuros

a través de un Tabernáculo más excelente y perfecto —no hecho por

mano de hombre, es decir, no de este mundo creado» (Hb 9,11)

Quinto domingo de Cuaresma 


Los judíos contaban catorces días antes de celebrar la fiesta de la Pascua. Tenía que ser el décimo cuarto día del mes, por la tarde-noche. Y para marcar con más solemnidad el comienzo de ese periodo, lo convirtieron en el inicio de los meses, es decir el primer mes del año. Por tanto, nosotros, ya que nuestra Pascua responde a la Pascua judía como el objeto responde a la sombra, bien podemos decir que a los catorce días previos a la Pascua comienza un tiempo más santo. Es lo que parece haber decidido nuestra Iglesia porque a partir de hoy cambia el tono de la liturgia. De hoy en adelante encontramos referencias más directas a Cristo, cuya muerte y resurrección estamos próximos a conmemorar. Las primeras semanas de la Cuaresma van dedicadas al arrepentimiento, aunque con la imagen de Cristo bien presente, pues es el único que puede otorgar gracia y poder a nuestros ejercicios de penitencia. Las últimas, sin excluir la penitencia, se consagran más especialmente a considerar los sufrimientos que nos ganaron esa gracia y poder.

La historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra; la de Dina, la hija de Jacob; la de José en la casa de Putifar; el relato de las tentaciones de Jesús; y la parábola del hombre de donde salió un demonio que regresó siete veces más poderoso, que se han leído los domingos en este tiempo, con razón podrían llamarse lecturas penitenciales; y las epístolas han sido del mismo tenor. Por otro lado, la epístola de hoy, de donde procede el texto, habla de la Encarnación y Expiación de Cristo, mientras que el evangelio nos habla de su divinidad, siendo Él el mismo Dios que, como dice la primera lectura matutina del Breviario, se llamó a sí mismo en la zarza «soy el que soy». La epístola del domingo que viene trata también de la divinidad de nuestro Señor y de su voluntaria humillación, y una de las lecturas y el evangelio contienen el relato de su sagrada Pasión y Muerte. La otra segunda lectura, de san Pablo, trata también de su humillación. Más: las cuatro primeras lecturas de hoy y del próximo domingo hablan de la liberación de los israelitas de Egipto, que fue un tipo o figura de nuestra Redención.

Por tanto, de acuerdo con lo que nos propone la liturgia, hagamos memoria hoy de una o dos de las grandes verdades que contiene la epístola. No tenemos tiempo para hacerlo con mucha precisión y exhaustividad, pero sí la suficiente para que, con la gracia de Dios, nos sirva de preparación para los días solemnes que se acercan en las próximas dos semanas. Con la ayuda de Dios, una adecuada preparación para el Viernes Santo será tener presente quién es nuestro Señor y lo que ha hecho por nosotros. Por el momento, limitémonos al punto de quién es nuestro Señor: Dios y Hombre en la misma persona. Hablaré de este punto sacratísimo y sobrecogedor de la manera más sencilla y directa que me sea posible, afirmando simplemente lo que haya que afirmar según la regla de los Credos, y dejando, como hacen los distintos Credos, que los que me escuchan lo reciban con el corazón abierto y que, con la gracia de Dios, lo hagan rendir en sí mismos.

Consideremos quién es Cristo, tal como la epístola de hoy nos lo propone en las palabras del texto.

1. En primer lugar, Cristo es Dios. Desde la eternidad, era el Dios vivo y verdadero. Esto no se dice expresamente en la epístola de hoy, aunque se da por supuesto significativamente de distintas maneras, pero sí lo afirma expresamente Él mismo en el evangelio. Allí dice «antes de que Abrahán naciese, yo soy» (Jn 8,58), de donde se deduce que no empezó a existir al nacer de la Virgen, sino que existía desde antes. Y al emplear las palabras «yo soy» parece aludir, como dije, al nombre de Dios que se revela a Moisés en la zarza ardiente cuando Dios le manda decir a los hijos de Israel «Yo soy me ha enviado a vosotros» (Ex 3,14). San Pablo dice de Cristo que «era de condición divina», y que «no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios» y, sin embargo, «se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo» (Flp 2,6-7). De igual manera dice san Juan: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios» (1,1). Y santo Tomás se dirige a Él como «Señor mío y Dios mío». Y san Pablo declara que Él es «Dios sobre todos, bendito por siempre jamás» (Rm 10,12). Y el profeta Isaías que Él es «Dios fuerte, Padre sempiterno» (Is 9,5); y de nuevo san Pablo: «el gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo» (Tt 2,13), y san Judas: «el único Dueño y Señor nuestro, Jesucristo» (Judas 1,4). No es necesario extenderse en este punto, ya que se nos recuerda continuamente en la Escritura y en la liturgia. «Día tras día te glorificamos, Señor, damos gracias a tu nombre siempre, por los siglos de los siglos». Así dice el himno, lo cual sería idolatría si no fuera Él el mismísimo Dios Eterno, nuestro Señor y Creador. Sabemos, por supuesto, que el Padre es Dios también, y el Espíritu Santo. Pero Cristo es Dios y Señor de manera más plena y completa, íntegramente, perfecto en todos sus atributos y tan adorable como si nada supiéramos del Padre y del Espíritu Santo; tan digno de adoración como lo era el Padre por parte de los judíos antes de que Cristo viniera al mundo hecho carne, y como lo es ahora por nosotros «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23). Porque nos dice Él expresamente: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9) y que «todos» deben «honrar al Hijo como honran al Padre» y «el que no honra al Hijo no honra al Padre que le ha enviado» (Jn 5,23).

2. Llegamos ahora al segundo de los puntos en que es necesario insistir: que al tiempo que nuestro Señor es Dios, también es Hijo de Dios, o más bien, que es Dios porque es Hijo de Dios. A primera vista, asombrados del misterio, tendemos a pensar que es Dios a pesar de ser Hijo de Dios. Pero lo que es misterio para el hombre, es causa para Dios. Es Dios no a pesar sino precisamente porque es Hijo de Dios. «Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del espíritu es espíritu» (Jn 3,6 ), y lo que nace de Dios es Dios. No digo que podamos razonar así por nosotros mismos, pero es la Escritura quien nos saca la conclusión. El mismo Cristo nos dice «pues como el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado al Hijo tener vida en sí mismo» (Jn 5,26), y san Pablo dice que Él «es resplandor de su gloria y la imagen misma de su sustancia» (Hb 1,3). Así, aunque está fuera de nuestro alcance saber que Él, engendrado por Dios, es Dios, porque no podemos aplicar la razón a cosas tan inefables, sin embargo, por la luz de la Escritura, podemos. Después de todo, si hemos de decir la verdad, no es en absoluto tan extraordinario que el Hijo de Dios sea Dios. Para la razón natural hay muy poca diferencia entre admitir que Dios pueda tener un Hijo y admitir que, si hay un Hijo, tenga que ser Dios porque es el Hijo. Ambas cosas son misterios; y si admitimos, con la Escritura, que hay un solo Hijo Unigénito, costará menos admitir algo que también dice la Escritura: que ese Hijo Unigénito es Dios porque es Unigénito. Esto es lo que vuelve la doctrina de la Eterna Filiación de nuestro Señor de una importancia suprema: que es Dios porque ha sido engendrado por Dios. Quienes abandonan esta segunda, están en camino de abandonar, o han abandonado ya, la primera. La gran salvaguarda de la doctrina de la Divinidad de nuestro Señor es la de su Filiación. Solo nos damos cuenta de que es Dios cuando reconocemos que es Hijo por naturaleza y desde toda la eternidad.

La Filiación de nuestro Señor no es solo la garantía de su Divinidad sino también la condición de su Encarnación. Como el Hijo era Dios, por eso convino que el Hijo se hiciera hombre. Era propio de él poseer las perfecciones del Padre y llegó a asumir la forma de siervo. Debemos guardarnos de suponer que las distintas personas de la Santísima Trinidad se distinguen entre sí solo en que el Padre no es el Hijo y el Hijo no es el Padre. Se distinguen, además, en que el Padre es el Padre y el Hijo es el Hijo. Siendo los dos de una misma sustancia, cada uno tiene características que el otro no tiene. Estos nombres divinos tienen un significado en sí mismos, cosa que no hay que pasar por alto a la ligera. Si los estudiamos con devoción, descubriremos que nos proporcionan muy útiles vías para entender la Escritura porque veremos que es muy apropiado —una vez que esa verdad nos ha sido revelada— que el Hijo de Dios se encarne, y por tanto entenderemos mejor lo que dice de sí mismo en los evangelios. Al hacerse hombre, el Hijo de Dios se hizo Hijo por segunda vez, aunque no otro Hijo. Era Hijo tanto antes de su Encarnación como, tras un nuevo misterio, después. Desde la eternidad había sido el Unigénito en el seno del Padre, y cuando vino a la tierra, esta relación esencial con el Padre se mantuvo inalterada; siguió siendo Hijo cuando tomó la forma de siervo; siguió realizando la voluntad del Padre como el Verbo y la Sabiduría del Padre, manifestando la gloria del Padre y cumpliendo los designios del Padre.

 Por ejemplo, tomad los siguientes pasajes de la Escritura. «El que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada» (Jn 8,28); «Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo» (Jn 5,17); «lo que yo hablo, según me lo ha dicho el Padre, así lo hablo» (Jn 12,50); «Yo estoy en el Padre y el Padre en mí» (Jn 14,10). Es verdad que estos pasajes pueden entenderse como aplicados a la naturaleza humana de nuestro Señor, pero si los limitamos a esa interpretación corremos el riesgo de considerar que en Cristo hay dos seres distintos, no una Persona; o de ir olvidando poco a poco, o no dar una auténtica explicación, de la doctrina de su Divinidad. Si decimos que nuestro Señor tiene una personalidad humana, y otra personalidad como Dios, entonces no es una la Escritura: que ese Hijo Unigénito es Dios porque es Unigénito. Esto es lo que vuelve la doctrina de la Eterna Filiación de nuestro Señor de una importancia persona; y si no tiene esta última, no es Dios. Por tanto, se diría que los anteriores pasajes no se refieren ni a la naturaleza humana ni a la divina en particular sino a las dos a la vez, esto es, a Cristo que, siendo el Hijo de Dios, es también hombre. El que hablaba en esos pasajes era una sola persona viva, y ese único Hijo vivo y Todopoderoso, Dios y hombre, era el resplandor de la gloria de Dios y de su Poder, y obró la voluntad de su Padre y estaba en el Padre y el Padre en Él, no solo en el cielo sino también en la tierra. En el cielo lo era y lo hacía todo como Dios; en la tierra lo era y lo hacía en esa Humanidad que había asumido, pero tanto en el cielo como en la tierra, siempre como Hijo. Por tanto, la verdad se refería a todo Él cuando declaraba que no estaba solo; no hablaba u obraba por sí mismo, sino que donde Él estaba, estaba el Padre y quien le veía a Él veía al Padre, tanto si le miraban como Dios o como hombre.

Leemos también en la Escritura que fue enviado por el Padre, que se dirige al Padre, que intercede por sus discípulos ante el Padre, que les dice que su Padre es mayor que Él. ¿En qué sentido dice y hace todo esto? Algunos dirán que lo afirma solo como hombre —palabras que sorprenden a quien se esfuerza por mirar a Cristo tal como lo presenta la Escritura, porque sería como si hablara desde una especie de máscara y no en su propia persona. No. Es más cierto decir que Él, el Unigénito, el Bendito Hijo de Dios, con quien había estado desde la eternidad, igual a Él en perfecciones divinas y uno en sustancia pero subordinado por ser Hijo —puesto que hasta entonces no había sido su Palabra, su Sabiduría y Consejo, y Voluntad y Poder en el cielo—, después de la Encarnación y ya sobre la tierra, seguía hablando y obrando según, y al mismo tiempo con, el Padre como antes, solo que desde la nueva naturaleza que había adquirido, y en la humildad de nuestra carne.

Este es el segundo punto doctrinal que quería tocar, que nuestro Señor no era solo Dios sino también el Hijo de Dios. Sabemos más cosas aparte del hecho de que Dios tomó en Él nuestra carne. Aunque todo es un misterio, se nos ha dado un conocimiento bien claro y que va más allá: que no fue el Padre ni el Espíritu Santo sino el Hijo del Padre, Dios Hijo, Dios de Dios y Luz de Luz, quien vino a la tierra y que, al asumir voluntariamente sobre sí una naturaleza nueva, siguió siendo la misma Persona que había sido desde la eternidad, el Hijo del Padre, y hablaba y obraba respecto al Padre como un hijo.

3. En tercer lugar, consideremos su misericordia al tomar sobre sí nuestra naturaleza y lo que implica ese acto de misericordia. El texto se refiere a un «Tabernáculo más excelente y perfecto», es decir, más que ninguna otra cosa de la tierra. Esto significa su carne pura y sin pecado que se formó milagrosamente de la carne de la Santísima Virgen María, y por eso se la llama «no de este mundo creado» o, más literalmente, «no de esta creación», porque Él fue formado mediante una nueva creación, y mediante la venida del Espíritu Santo. Este fue el nuevo y más perfecto tabernáculo donde Él entró; entró en él pero no para estar ahí confinado y circunscrito. El Altísimo no habita en templos hechos por mano de hombre; y aunque Él hizo el mundo con sus propias manos, al hacerse hombre no dejó de ser lo que era, sino que siguió siendo el Dios infinito, que se manifestaba en la carne, pero sin ser alterado por la carne. Él asumió nuestra naturaleza como instrumento de sus designios, no como agente en la tarea. Lo que es una cosa no puede convertirse en otra; su humanidad siguió siendo humana y su divinidad divina. Dios se hizo hombre, pero siguió siendo Dios, siendo su humanidad una especie de adjunto, perfecto en su modo, pero sometido a su divinidad. Tanto es así que, si la Escritura no le hubiera llamado expresamente «hombre», hubiéramos sentido escrúpulo en llamárselo nosotros. De estar en nuestra mano, nos hubiera parecido más respetuoso hablar de Él como del «encarnado», «el que vino en carne humana», «humano», y cosas semejantes, pero no sencillamente como «hombre». Pero san Pablo habla con palabras claras de nuestro único mediador como «Jesucristo hombre» (1 Tm 2,5), por no hablar de las mismas palabras de nuestro Señor sobre el tema. Debemos recordar, no obstante, que, aunque era perfecto en su naturaleza humana, no era hombre en exactamente el mismo sentido en que lo somos cualquiera de nosotros. Aunque hombre, no era hablando estrictamente, en el sentido inglés de la palabra, un hombre. No era uno de nosotros, uno más tomado al azar. Era hombre porque tenía nuestra naturaleza completa y perfecta, pero su persona no era humana como la nuestra sino divina. El que era desde la eternidad seguía siendo uno y el mismo, pero con algo añadido. Su Encarnación consistió en «la asunción de la Humanidad en Dios». Lo mismo que no tenía padre en la tierra, no tenía persona humana. No podemos hablar de Él como hablamos de cualquier otra persona individual que actúa y se gobierna por una inteligencia humana; Él era Dios y actuaba no solo como Dios sino también a través de la carne. No era un hombre hecho Dios, sino un Dios hecho hombre.

Así, cuando oraba a su Padre, no era la oración de un hombre que suplica a Dios sino la del Hijo Eterno de Dios que desde siempre ha compartido la gloria del Padre que se dirige a Él como antes pero bajo unas circunstancias totalmente distintas, de una forma nueva que no se corresponde con esas relaciones intimísimas e inefables que le eran propias a Él que estaba en el seno del Padre, sino dentro de la economía de la redención y de nuestro bajo mundo, esto es, a través de los sentimientos y pensamientos de la naturaleza humana. Cuando llegó a la tumba de Lázaro o cuando gemía por la dureza de corazón de los judíos, o miraba a su alrededor con ira, o sentía compasión de las multitudes, manifestaba la tierna compasión, la misericordia, la mucha paciencia, la temible cólera del Dios Todopoderoso, pero no en sí mismo, no desde la eternidad, sino digamos que indirectamente, a través de las válvulas de esa humanidad de que se había revestido.

Cuando «escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva y lo aplicó en los ojos del ciego» (Jn 9,6), ejerció la fuerza de su esencia divina a través de las propiedades y circunstancias de la carne. Cuando sopló sobre sus discípulos y dijo «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22) se dignó darles su Espíritu Santo sirviéndose del aliento de su naturaleza humana. Cuando salía de Él algún poder y al que tocaba quedaba sano, también aquí se muestra que no era un hombre como otro cualquiera, sino Dios que actuaba a través de la humana naturaleza, hecha instrumento suyo.



La sangre preciosa que vertió sobre la cruz no era la sangre de un hombre, aunque pertenecía a su humanidad, sino sangre llena de poder y de virtud, con una vida y una gracia innatas que surgían misteriosamente de Él, el creador del mundo. Y lo mismo ocurre en cada una de las sucesivas comunicaciones suyas con cada uno de los cristianos individuales. De igual manera que Él fue Sacrificio Expiatorio mediante su humana naturaleza, así es Él nuestro Sumo Sacerdote en el cielo por medio de esa misma naturaleza humana. Él está ahora en el cielo, entró en el lugar santo, intercede allí por nosotros y nos dispensa su bendición. Y nos envía su Espíritu en abundancia, pero no desde su naturaleza divina —aunque el Espíritu Santo desde la eternidad procede del Hijo al igual que del Padre— sino mediante esa carne incorruptible que Él tomó para sí. Porque Cristo se ha convertido en Sumo Sacerdote a través del perfecto tabernáculo que asumió, un tabernáculo no de este mundo creado, o propio del curso natural de las cosas, sino configurado milagrosamente por el Espíritu Santo de las entrañas de la Virgen. Por tanto, torrentes de vida fluyen hacia nosotros desde Él, como Dios, claro, pero también como Dios encarnado. «Lo que vivifica es el espíritu del segundo Adán, y Su carne es lo que vivifica» (1 Cor 15,45).

Mencionaré un cuarto y último punto en este inmenso misterio. He dicho que nuestro Sumo Sacerdote y Salvador, el Hijo de Dios, al tomar nuestra naturaleza, actuaba a través de ella, sin dejar de ser lo que era antes, haciendo de ella nada más que el instrumento de sus designios de salvación. Pero no hay que suponer que, porque fuera un instrumento o porque en el texto se la llame «tabernáculo», no estaba íntimamente unida a Él o que no iba más allá de lo que comúnmente se llama un tabernáculo, un sitio donde moran los hombres, entrando y saliendo; o como un instrumento que se toma y se deja. Nada más lejos; aunque su naturaleza divina era soberana y suprema cuando se encarnó, la humanidad que Él había asumido no se quedó distanciada de Él (si se puede decir así), como ocurre con las herramientas que usamos, ni se la echó encima como cuando nos ponemos una prenda de ropa, ni entró en ella como quien entra en un recinto, sino que la asumió realmente en la más íntima e inefable unión con Él. La recibió dentro de su esencia divina (si osamos hablar así) casi como un atributo nuevo de su Persona; hablo, por supuesto, a modo de analogía, pero lo que quiero decir es que esa unión fue simple e indisoluble. Consideremos lo que significa la justicia de Dios, su misericordia o su sabiduría, y quizá entonces obtengamos un vislumbre de lo que quieren decir los escritores inspirados cuando hablan de la encarnación del Hijo. Si dijéramos que el Hijo de Dios es justo o misericordioso, diríamos que estos son atributos que se atribuyen a todo lo que Él es o ha sido. No importa lo que diga, no importa lo que planee, no importa lo que haga, Él es justo y amoroso cuando habla, planea o hace algo. Nunca hubo un momento, nunca existió un acto o providencia de Dios, sin que él fuera justo y lleno de amor, incluso aunque ambos atributos puedan no darse a la vez en la misma acción. De igual manera el Hijo de Dios es hombre; todo lo que se necesita para que exista una humanidad perfecta está presente en su persona eterna de manera absoluta y completa; de una manera tan real e íntegramente suya como su justicia, su verdad o su poder. De manera que igual de absurdo sería decir que se le puede quitar a Dios alguno de sus atributos como que se le puede quitar su humanidad.

Esto arroja luz sobre el principio católico de que la Humanidad y la Divinidad estaban «unidas en una sola Persona, que no se puede dividir»; palabras que, con demasiada frecuencia, nos hacen comprender lo mal que entendemos la sana doctrina, porque a menudo nos sentimos en la tentación de preguntar: ¿dónde dice la Escritura que la humanidad no se puede separar de la divinidad?, lo cual es una pregunta tan incongruente como preguntar si la justicia, la misericordia o la santidad de Dios se pueden separar de Dios; o si la Escritura declara que podría desaparecer este o aquel atributo, porque lo mismo que ninguno de estos puede existir si no es en Dios, tampoco puede existir la humanidad de nuestro Señor si no es en su naturaleza divina. Nunca existió más que perteneciendo a su divinidad. No tiene existencia en sí misma.

Así pues, cuanto dijo e hizo sobre la tierra no fue sino la acción y la palabra inmediata de Dios Hijo que obraba mediante su tabernáculo humano. Se rodeó a sí mismo con él; lo alojó dentro de sí, y por tanto, el Verbo Eterno, el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, tenía dos naturalezas, tan verdaderamente suyas la una como la otra, la divina como la humana. Y actuaba a través de las dos, unas veces a través de las dos al mismo tiempo, otras a través de la divina y no de la humana, como unas veces actúa Dios Todopoderoso mediante el atributo de la justicia, otras mediante el del amor, otras mediante los dos a la vez. Era tan completamente hombre como si hubiera dejado de ser Dios, tan completamente Dios como si nunca hubiera llegado a ser hombre, y tan completamente las dos cosas a la vez como lo era su misma existencia.

El Símbolo Atanasiano expresa todo esto así: «Es, pues, fe recta que creamos y confesemos que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es Dios y hombre. Es Dios de la substancia del Padre, engendrado antes de los siglos, y es hombre de la substancia de la madre, nacido en el tiempo. Dios perfecto, hombre perfecto: con alma racional y carne humana. Aunque Dios y hombre, Cristo no es dos, sino uno. Uno, no por conversión de la divinidad en carne», como si pudiera dejar de ser Dios, «sino porque la humanidad fue asumida por Dios», tomándola en su persona divina como propia: «Completamente uno, no por mezcla de las sustancias», no porque la naturaleza humana y la divina dieran lugar a alguna naturaleza nueva, como si hubiera dejado de ser Dios y no se convirtiera en hombre, «sino por unidad de la persona». En esto consiste su unidad: no en unidad de naturaleza, sino en esto: que el que vino a la tierra era el mismísimo Dios que había existido desde toda la eternidad.

En conclusión, observaré que no debemos hablar de estas verdades excelsas, ni escucharlas, sin una absoluta reverencia, un gran sobrecogimiento, y mucha preparación. Y quizá este es un motivo por el que el tiempo presente es singularmente apropiado para meditar en ellas, ahora que estamos inmersos, no en el alborozo y la fiesta, sino en el empeño por ser mortificados y sobrios. Dice el salmista: «Señor, mi corazón no se ha engreído, ni mis ojos se han alzado altivos. No he marchado en pos de grandezas, ni de portentos que me exceden. He moderado y acallado mi alma como un niño en el regazo de su madre» (Sal 131,1-2). Cuando nos empeñamos en apartarnos del mundo, cuando nos negamos cosas perfectamente legítimas, cuando moderamos el tono de nuestros juicios y de nuestras pasiones, entonces es buen momento para hablar de los grandes misterios de la fe. Y entonces, también, serán para nosotros un gran consuelo. Sin embargo, aquellos que desprecian el ayuno, dan poca importancia también a la recta doctrina. En cambio, los que, con la gracia de Dios, son de otra manera, encuentran descanso en el Credo de la Iglesia cuando en medio de la tiniebla del corazón, Cristo surge como el Sol de Justicia, dándoles paz en vez de zozobra, «diadema en vez de ceniza, óleo de gozo en vez de luto, manto de alabanza en vez de espíritu abatido. Y se les llamará ‘encinas de justicia’, ‘plantación del Señor’, para manifestar su gloria» (Is 61,3).

                    Traducción de Víctor García Ruiz

                                           Sermones Parroquiales, vol 6.

(Créditos de las imágenes: Imagen 1      Imagen 2     Imagen 3)

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Comentarios anónimos solo se publicarán si son un aporte al blog