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domingo, 28 de marzo de 2021

Sermones de Cuaresma Cardenal Newman, 3

 LA CRUZ DE CRISTO, MEDIDA DEL MUNDO, meditación para el Domingo de Ramos, por John Henry cardinal Newman


Cuando Yo sea levantado de la tierra,

atraeré a todos hacia Mí» (Jn 12, 32)

Gran número de hombres viven y mueren sin reflexionar apenas sobre la situación en que se encuentran. Toman las cosas como vienen, y siguen sus inclinaciones siempre que tienen oportunidad de hacerlo. Se guían principalmente por el placer y el dolor, no por la razón, los principios o la conciencia; y no tratan de interpretar el sentido de este mundo, determinar lo que significa, o apreciar como un todo coherente lo que ven y sienten. Pero cuando una persona, por reflexión de su mente o por actividad intelectual, comienza a contemplar el estado visible de las cosas entre las que ha nacido, lo percibe enseguida como un laberinto y una fuente de perplejidad. Es un enigma que no acierta a resolver. Parece lleno de contradicciones y sin rumbo fijo. El porqué de ese estado de cosas, adónde irá parar, por qué es como es, cómo nos hemos visto implicados en él, y cuál es nuestro destino, todo son misterios.

Envueltos en esta dificultad, algunos han concebido una determinada filosofía de la vida, y otros han elaborado otra diferente. Muchos han creído haber encontrado la clave para leer cosas tan oscuras. Mil cosas se presentan ante nosotros una tras otra en el curso de la vida. ¿Qué hemos de pensar de ellas? ¿Qué color hemos de darles? ¿Debemos ver todo de un modo alegre y risueño? ¿O más bien con aire melancólico? ¿Hemos de ver las cosas de manera pesimista o esperanzada? ¿Hemos de vivir con despreocupación o tratar la vida con seriedad? ¿Hay que conceder poca importancia a lo que parece más grande, o ver las menores cosas como de gran repercusión? ¿Hemos de mantener en la memoria lo que ya ha pasado, mirar al futuro, o concentrarnos en el presente? ¿Cómo hemos de ver las cosas?

He aquí las cuestiones que todos los hombres reflexivos se plantean, y que cada uno responde a su modo. Desean pensar con arreglo a algún principio, a algo dentro de ellos que pueda armonizar y hacer coherente lo que fuera. Esta es la necesidad sentida por la gente que piensa. Permitidme ahora preguntar cuál es la auténtica clave, la interpretación cristiana de este mundo. ¿Qué se nos da en la Revelación para valorar y medir este mundo? Se nos da el evento de esta estación litúrgica, que es la Crucifixión del Hijo de Dios.

Se trata de la muerte de la Palabra eterna de Dios hecha carne, que es nuestra gran pauta sobre cómo pensar y hablar de este mundo. Su Cruz ha señalado su debido valor a cada cosa de las que vemos, a todos los destinos y fortunas, ventajas, rangos, dignidades, goces, a la concupiscencia de la carne, de los ojos y a la soberbia de la vida. Ha establecido un precio para todos los anhelos, rivalidades, esperanzas, temores, deseos, esfuerzos y triunfos del hombre mortal. Ha dado un sentido al variado y movido curso de la condición terrena, a sus pruebas, tentaciones y sufrimientos. Ha agrupado y hecho coherente todo lo que parecía discordante y sin rumbo. Nos ha enseñado cómo vivir, cómo usar este mundo, qué cosas esperar y desear. Es la melodía en la que todos los motivos de la música de este mundo han de ser integrados en último término.

Mirad en torno vuestro y ved lo que el mundo os presenta, lo alto y lo bajo. Id a la corte de los príncipes. Observad la riqueza y la habilidad de todas las naciones, reunidas para honrar a un ser humano. Ved cómo los muchos se postran ante los pocos. Considerad las formalidades y el ceremonial, la pompa y la circunstancia, la etiqueta y la vanagloria. ¿Queréis saber el valor de todo eso? Mirad a la Cruz de Cristo.

Id al mundo de la política: ved a unas naciones celosas de otras, al comercio que compite con el comercio, a ejércitos y flotas enfrentados unos a otros. Examinad los diversos estamentos de la comunidad, sus partidos y sus disputas, los esfuerzos de los ambiciosos, y los manejos de los intrigantes. ¿Cuál es el destino de toda esta agitación? La tumba. ¿Cuál es la medida? La Cruz.

Visitad el mundo del intelecto y de la ciencia. Considerad los estupendos descubrimientos que consigue la mente humana, la diversidad de artes que esos hallazgos originan, los efectos casi milagrosos por los que muestra su poderío.

Observad, además, el orgullo y seguridad de la razón, así como la absorbente devoción del pensamiento hacia objetos efímeros, que es la consecuencia. ¿Queréis formaros un juicio correcto de todo esto? Mirad a la Cruz.

Fijaos en la miseria, la pobreza y la indigencia más absolutas; mirad la opresión y la esclavitud; mirad los lugares en donde escasean los alimentos y las viviendas son insalubres. Considerad el dolor y el sufrimiento, la enfermedad larga o violenta, todo lo que provoca temor y repulsión. ¿Queréis saber cómo valorar estas cosas? Mirad a la Cruz.

Es así como todas las cosas convergen en la Cruz y en el que cuelga de ella. Todo se le somete, todas las cosas le necesitan. Es su centro y su interpretación. Porque Jesús fue levantado sobre ella, para que pudiera atraer hacia Él a todos los hombres y a todas las cosas.

Pero se dirá que la visión que la Cruz de Cristo nos proporciona acerca de la vida humana y del mundo no es la que adoptaríamos si se nos dejase elegir, que no es una visión obvia de la realidad, que si contemplamos las cosas en su superficie resultan ser más brillantes y atractivas de lo que aparecen a la luz que este tiempo litúrgico arroja sobre ellas. El mundo parece haber sido hecho para su disfrute por el hombre, que se encuentra colocado en él. El ser humano posee la capacidad de gozar, y el mundo le proporciona los medios. ¡Qué natural, agradable y sencilla filosofía es esta, y qué diferente, sin embargo, de la filosofía de la Cruz! La doctrina de la Cruz, podría decirse, escinde dos partes de un sistema que parecen hechas la una para la otra. Separa el fruto y la persona que ha de comerlo, el goce y quién debe gozar. ¿Acaso se soluciona así un problema? ¿No se crea, más bien, uno nuevo?

Respondo, en primer lugar, que cualquiera que sea la fuerza de esta objeción, se trata simplemente de lo que Eva sintió y Satán argumentó en el Edén. Porque la mujer percibió que el árbol prohibido era «bueno como comida» y «un árbol apetecible». ¿No es de extrañar entonces que nosotros, descendientes de la primera pareja, nos encontremos en un mundo en el que hay frutos prohibidos, y que nuestras pruebas consistan en tenerlos a mano y nuestra felicidad en abstenernos de ellos? El mundo parece, a primera vista, estar hecho para el placer, de modo que la visión de la Cruz de Cristo resulta una imagen grave y triste, que interfiere con esa apariencia. Así es. ¿Pero por qué no ha de ser deber nuestro, a pesar de todo, abstenernos a veces de disfrutar, cuando era una obligación incluso en el Paraíso?

Supone, en cualquier caso, una visión superficial de las cosas decir que esta vida está hecha para el placer y la felicidad natural. A quienes miran debajo de la superficie les dice una historia muy diferente. La doctrina de la Cruz enseña en último término, aunque con energía infinitamente mayor, la lección que este mundo enseña a quienes han vivido en él largo tiempo, a quienes tienen experiencia de él y lo conocen bien. El mundo es dulce a los labios, pero amargo al gusto. Agrada al principio, pero no al final. Parece alegre en el exterior, pero esconde maldad y miseria. Cuando alguien ha vivido un número suficiente de años tiene que exclamar con el escritor sapiencial: «Vanidad de vanidades, y toda vanidad» (Qo 1,2). Y si no tiene a la religión como guía se verá forzado a ir más lejos y decir: «Todo es vanidad y turbación de espíritu» (Qo 1,14); todo es decepción, pena y dolor.

Los severos juicios de Dios sobre el pecado se hallan escondidos dentro de este, y obligan al hombre a lamentarse, quiera o no quiera. La doctrina de la Cruz de Cristo no hace, por tanto, sino anticipar para nosotros la experiencia del mundo. Es verdad que nos invita a llorar nuestros pecados en medio de todo lo que sonríe y brilla en torno nuestro. Pero si no prestamos atención a su mensaje, nos veremos forzados, a la larga, a lamentarnos a causa de haber sufrido su terrible castigo. Si no reconocemos, por la visión de Jesús doliente, que este mundo se ha hecho miserable por el pecado, experimentaremos su condición de miseria por la repercusión de ese pecado sobre nosotros mismos.

Se puede conceder, es verdad, que la doctrina de la Cruz no se halla en la superficie del mundo. La superficie de las cosas es solo brillante, mientras que la Cruz es doliente. Se trata de una doctrina escondida, que se oculta bajo un velo. Nos turba a primera vista y nos vemos tentados a huir de ella. Como san Pedro, decimos: «¡Lejos de ti, Señor! ¡De ningún modo te sucederá eso!» (Mt 16,22) Y sin embargo es doctrina verdadera, porque la verdad no se encuentra en la superficie de las cosas, sino en el fondo.

Y así como la doctrina de la Cruz, aunque es la verdadera interpretación de este mundo, no se manifiesta ostentosamente en la superficie de este, sino que permanece oculta, así también, al ser recibida en un corazón fiel, arraiga en él como un principio vivo, pero profundo y escondido a la observación. Los hombres religiosos, en palabras de la Escritura, «viven en la fe del Hijo de Dios, que los amó y se entregó a sí mismo por ellos» (Ga 2,20). Pero no lo dicen a todos los hombres, y dejan que ellos lo averigüen, si es el caso. El mandato del Señor a sus discípulos fue que, al ayunar, debían «perfumar su cabeza y lavar su cara» (Mt 6,17).

Están así obligados a no hacer ostentación, y a sentir contento por parecer, en lo externo, diferentemente a como son por dentro. Han de mantener un semblante alegre, y controlar y moderar sus sentimientos, para que estos sentimientos, no malgastados en la superficie, puedan retirarse al interior del corazón y vivir allí.

Así, «¡Jesucristo, y este crucificado» es —como nos dice el Apóstol— una «sabiduría escondida»: escondida del mundo, que parece a primera vista hablar una doctrina harto diferente, y escondida en el corazón fiel, que a otros parece vivir una vida corriente, mientras que, en realidad, mantiene una comunión íntima con Aquel que «se manifestó en la carne», «fue crucificado en debilidad», «justificado en el espíritu», «visto por ángeles en la gloria» (1 Tm 3,16).

Así las cosas, la grande e impresionante doctrina de la Cruz de Cristo puede ser llamada con toda razón, en lenguaje figurado, el corazón de la religión. El corazón es considerado asiento de la vida. Es principio del movimiento, del calor y de la acción. Desde él va la sangre hasta las partes más extremas del cuerpo. Mantiene al hombre en sus potencias y facultades, y a la mente le permite pensar. Cuando el corazón es herido, el hombre muere.

De igual manera, la sagrada doctrina del Sacrificio expiatorio de Jesús es el principio vital del que se nutre el cristiano, y sin el cual sería impensable el cristianismo. Ninguna otra doctrina puede confesarse con provecho si aquella no se acepta. Creer en la divinidad de Cristo, o en su humanidad, o en la Santa Trinidad, en el juicio y la resurrección de los nuestros, no sería exactamente la fe cristiana, a menos que confesemos también la doctrina del Sacrificio de Cristo. De otro lado, aceptarla presupone la recepción de otras altas verdades del Evangelio; pues implica creer en la verdadera divinidad de Jesús, en su verdadera encarnación, y en el estado pecador de la naturaleza humana. Prepara el camino para creer en la Sagrada Cena eucarística, en la que El que ha sido crucificado se da a nuestros cuerpos y almas de modo completamente verdadero en Su Cuerpo y Su Sangre.

Pero el corazón se esconde de la vista, se mantiene cuidadosamente guardado, no es el ojo situado en el rostro, que ve todo y es visto de todos. Así la sagrada doctrina del Sacrificio expiatorio no es tanto una verdad sobre la que hablar, como una verdad de la que vivir; no es para ser investigada irreverentemente, sino interiormente adorada; no es para usarla como instrumento necesario en la conversión del incrédulo, o para satisfacer a razonadores de este mundo, sino para ser comunicada a los sencillos y obedientes; a los jóvenes no corrompidos por el mundo; a quienes sufren y merecen consuelo; a los sinceros que buscan la verdad en serio, y necesitan una norma de vida; a los inocentes que requieren consejo y advertencia; a los maduros y experimentados que se han ganado el conocimiento del misterio. Añado, para terminar, una observación más. No debe suponerse que, porque la doctrina de la Cruz nos provoque alguna tristeza, el Evangelio sea una religión triste. Dice el salmista: «Los que siembran con lágrimas recogerán con alegría» (125,5); y nuestro Señor exclama: «Los que lloran serán consolados» (Mt 5,5). Que nadie piense que el Evangelio nos obliga a adoptar una visión melancólica del mundo y de la vida. Nos impide, desde luego, conformarnos con una visión superficial y encontrar una alegría transitoria y vana en lo que vemos. Pero nos prohíbe un goce inmediato solo para darnos más tarde el goce verdadero y en plenitud.

Solo nos prohíbe comenzar por el goce. Parece decirnos: si comenzáis por lo placentero terminaréis en el dolor. Nos invita a comenzar con la Cruz de Cristo, en la que encontraremos al principio alguna pesadumbre, de la que nacerán, sin embargo, paz y consuelo.

La Cruz nos conducirá a dolernos, nos llevará al arrepentimiento, a la humillación, la oración y el ayuno. Lloraremos nuestros pecados, lloraremos junto a los sufrimientos de Cristo. Pero todo este dolor desembocará y será sobrellevado en una alegría mucho mayor que los goces proporcionados por el mundo, a pesar de que mentes descuidadas y mundanas no lo crean y ridiculicen este pensamiento, porque nunca lo han experimentado y lo consideran un asunto de meras palabras sin sentido, que la gente religiosa considera oportuno usar y trata de creer para que otros también lo crean.

 Esto es lo que piensan, pero nuestro Salvador dijo a sus discípulos: «También vosotros estaréis tristes ahora, pero volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá arrebatar vuestra alegría» (Jn 16,22); «Os dejo la paz, os doy mi paz, no os la doy como la da el mundo» (Jn 14,27). Y san Pablo escribe: «El hombre natural no capta las cosas del Espíritu de Dios, son necedad para él, y no las puede entender, porque solo el espíritu puede juzgarlas» (1 Cor 2,14); «Anunciamos lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni llegó al corazón del hombre, lo que Dios preparó para quienes le aman» (1 Cor 2,9). Y así la Cruz de Cristo, al hablarnos de nuestra redención y de sus sufrimientos, nos hiere, pero lo hace de modo que seamos curados.

Todo lo que es bello y brillante en la superficie de este mundo, a pesar de no tener sustancia en sí mismo ni ser apto para ser disfrutado por sí mismo, es sin embargo figura y promesa de la verdadera alegría que deriva de la expiación. Es una promesa que llega anticipada respecto a lo que vendrá. Es una sombra que alimenta la esperanza, porque el cumplimiento se acerca, pero no debe ser tomada ella misma por la realidad prometida. Así es como Dios actúa usualmente con nosotros: nos envía misericordiosamente la apariencia antes que la realidad, para que nos consolemos con lo que va a venir antes de que venga.

Así entró el Señor en triunfo en Jerusalén antes de Su Pasión, rodeado de multitudes que gritaban Hosanna y alfombraban Su camino con palmas y vestidos. No fue sino un homenaje vano y vacío, que no agradó al Señor. Fue una sombra que pasó rápidamente, sin permanecer. Solo podía ser una sombra, porque Jesús no había padecido aún la pasión por la que habría de forjarse su verdadero triunfo. No podía entrar en Su gloria antes de padecer. No podía complacerse en una apariencia, sabiendo que era irreal. Pero ese primer frágil triunfo fue el presagio de la verdadera victoria por venir, una vez que hubo vencido el zarpazo de la muerte.

Conmemoraremos este triunfo figurativo en el último domingo de Cuaresma, para animarnos en el dolor del tiempo que sigue a continuación y para recordarnos que la alegría verdadera llega con el Día de Pascua.

Por lo que respecta a este mundo con todos sus goces y desencantos, no nos fiemos de él, no le demos nuestros corazones, ni comencemos con él. Comencemos con la fe, comencemos con Cristo, comencemos con Su Cruz y la humillación a la que conduce. Seamos primero atraídos hacia Aquel que ha sido levantado en alto, para que pueda darnos, con Él, todas las cosas. Busquemos primero «el Reino de Dios y Su justicia» (Mt 6,33), y todas las demás cosas de este mundo «se nos darán por añadidura».

Solo son realmente capaces de disfrutar este mundo quienes comienzan con el mundo invisible. Solo gozan de este mundo los que primero se han abstenido de él. Solo pueden disfrutar del banquete quienes primero han ayunado. Solo son capaces de usar de este mundo quienes primero han aprendido a no abusar de él. Solo lo heredan quienes lo ven como una sombra del mundo futuro, y por este mundo futuro, renuncian a él.

Traducción de Víctor García Ruiz


Créditos de las imágenes: imagen 1, imagen 2, imagen 3

domingo, 21 de marzo de 2021

Sermones de Cuaresma Cardenal Newman, 2.

 CRISTO ES EL HIJO DE DIOS HECHO HOMBRE, meditación para el Primer Domingo de Pasión por John Henry cardinal Newman

«Cristo, al presentarse como Sumo Sacerdote de los bienes futuros

a través de un Tabernáculo más excelente y perfecto —no hecho por

mano de hombre, es decir, no de este mundo creado» (Hb 9,11)

Quinto domingo de Cuaresma 


Los judíos contaban catorces días antes de celebrar la fiesta de la Pascua. Tenía que ser el décimo cuarto día del mes, por la tarde-noche. Y para marcar con más solemnidad el comienzo de ese periodo, lo convirtieron en el inicio de los meses, es decir el primer mes del año. Por tanto, nosotros, ya que nuestra Pascua responde a la Pascua judía como el objeto responde a la sombra, bien podemos decir que a los catorce días previos a la Pascua comienza un tiempo más santo. Es lo que parece haber decidido nuestra Iglesia porque a partir de hoy cambia el tono de la liturgia. De hoy en adelante encontramos referencias más directas a Cristo, cuya muerte y resurrección estamos próximos a conmemorar. Las primeras semanas de la Cuaresma van dedicadas al arrepentimiento, aunque con la imagen de Cristo bien presente, pues es el único que puede otorgar gracia y poder a nuestros ejercicios de penitencia. Las últimas, sin excluir la penitencia, se consagran más especialmente a considerar los sufrimientos que nos ganaron esa gracia y poder.

La historia de la destrucción de Sodoma y Gomorra; la de Dina, la hija de Jacob; la de José en la casa de Putifar; el relato de las tentaciones de Jesús; y la parábola del hombre de donde salió un demonio que regresó siete veces más poderoso, que se han leído los domingos en este tiempo, con razón podrían llamarse lecturas penitenciales; y las epístolas han sido del mismo tenor. Por otro lado, la epístola de hoy, de donde procede el texto, habla de la Encarnación y Expiación de Cristo, mientras que el evangelio nos habla de su divinidad, siendo Él el mismo Dios que, como dice la primera lectura matutina del Breviario, se llamó a sí mismo en la zarza «soy el que soy». La epístola del domingo que viene trata también de la divinidad de nuestro Señor y de su voluntaria humillación, y una de las lecturas y el evangelio contienen el relato de su sagrada Pasión y Muerte. La otra segunda lectura, de san Pablo, trata también de su humillación. Más: las cuatro primeras lecturas de hoy y del próximo domingo hablan de la liberación de los israelitas de Egipto, que fue un tipo o figura de nuestra Redención.

Por tanto, de acuerdo con lo que nos propone la liturgia, hagamos memoria hoy de una o dos de las grandes verdades que contiene la epístola. No tenemos tiempo para hacerlo con mucha precisión y exhaustividad, pero sí la suficiente para que, con la gracia de Dios, nos sirva de preparación para los días solemnes que se acercan en las próximas dos semanas. Con la ayuda de Dios, una adecuada preparación para el Viernes Santo será tener presente quién es nuestro Señor y lo que ha hecho por nosotros. Por el momento, limitémonos al punto de quién es nuestro Señor: Dios y Hombre en la misma persona. Hablaré de este punto sacratísimo y sobrecogedor de la manera más sencilla y directa que me sea posible, afirmando simplemente lo que haya que afirmar según la regla de los Credos, y dejando, como hacen los distintos Credos, que los que me escuchan lo reciban con el corazón abierto y que, con la gracia de Dios, lo hagan rendir en sí mismos.

Consideremos quién es Cristo, tal como la epístola de hoy nos lo propone en las palabras del texto.

1. En primer lugar, Cristo es Dios. Desde la eternidad, era el Dios vivo y verdadero. Esto no se dice expresamente en la epístola de hoy, aunque se da por supuesto significativamente de distintas maneras, pero sí lo afirma expresamente Él mismo en el evangelio. Allí dice «antes de que Abrahán naciese, yo soy» (Jn 8,58), de donde se deduce que no empezó a existir al nacer de la Virgen, sino que existía desde antes. Y al emplear las palabras «yo soy» parece aludir, como dije, al nombre de Dios que se revela a Moisés en la zarza ardiente cuando Dios le manda decir a los hijos de Israel «Yo soy me ha enviado a vosotros» (Ex 3,14). San Pablo dice de Cristo que «era de condición divina», y que «no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios» y, sin embargo, «se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo» (Flp 2,6-7). De igual manera dice san Juan: «En el principio existía el Verbo, y el Verbo estaba junto a Dios, y el Verbo era Dios» (1,1). Y santo Tomás se dirige a Él como «Señor mío y Dios mío». Y san Pablo declara que Él es «Dios sobre todos, bendito por siempre jamás» (Rm 10,12). Y el profeta Isaías que Él es «Dios fuerte, Padre sempiterno» (Is 9,5); y de nuevo san Pablo: «el gran Dios y Salvador nuestro, Jesucristo» (Tt 2,13), y san Judas: «el único Dueño y Señor nuestro, Jesucristo» (Judas 1,4). No es necesario extenderse en este punto, ya que se nos recuerda continuamente en la Escritura y en la liturgia. «Día tras día te glorificamos, Señor, damos gracias a tu nombre siempre, por los siglos de los siglos». Así dice el himno, lo cual sería idolatría si no fuera Él el mismísimo Dios Eterno, nuestro Señor y Creador. Sabemos, por supuesto, que el Padre es Dios también, y el Espíritu Santo. Pero Cristo es Dios y Señor de manera más plena y completa, íntegramente, perfecto en todos sus atributos y tan adorable como si nada supiéramos del Padre y del Espíritu Santo; tan digno de adoración como lo era el Padre por parte de los judíos antes de que Cristo viniera al mundo hecho carne, y como lo es ahora por nosotros «en espíritu y en verdad» (Jn 4,23). Porque nos dice Él expresamente: «El que me ha visto a mí ha visto al Padre» (Jn 14,9) y que «todos» deben «honrar al Hijo como honran al Padre» y «el que no honra al Hijo no honra al Padre que le ha enviado» (Jn 5,23).

2. Llegamos ahora al segundo de los puntos en que es necesario insistir: que al tiempo que nuestro Señor es Dios, también es Hijo de Dios, o más bien, que es Dios porque es Hijo de Dios. A primera vista, asombrados del misterio, tendemos a pensar que es Dios a pesar de ser Hijo de Dios. Pero lo que es misterio para el hombre, es causa para Dios. Es Dios no a pesar sino precisamente porque es Hijo de Dios. «Lo que nace de la carne es carne, lo que nace del espíritu es espíritu» (Jn 3,6 ), y lo que nace de Dios es Dios. No digo que podamos razonar así por nosotros mismos, pero es la Escritura quien nos saca la conclusión. El mismo Cristo nos dice «pues como el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado al Hijo tener vida en sí mismo» (Jn 5,26), y san Pablo dice que Él «es resplandor de su gloria y la imagen misma de su sustancia» (Hb 1,3). Así, aunque está fuera de nuestro alcance saber que Él, engendrado por Dios, es Dios, porque no podemos aplicar la razón a cosas tan inefables, sin embargo, por la luz de la Escritura, podemos. Después de todo, si hemos de decir la verdad, no es en absoluto tan extraordinario que el Hijo de Dios sea Dios. Para la razón natural hay muy poca diferencia entre admitir que Dios pueda tener un Hijo y admitir que, si hay un Hijo, tenga que ser Dios porque es el Hijo. Ambas cosas son misterios; y si admitimos, con la Escritura, que hay un solo Hijo Unigénito, costará menos admitir algo que también dice la Escritura: que ese Hijo Unigénito es Dios porque es Unigénito. Esto es lo que vuelve la doctrina de la Eterna Filiación de nuestro Señor de una importancia suprema: que es Dios porque ha sido engendrado por Dios. Quienes abandonan esta segunda, están en camino de abandonar, o han abandonado ya, la primera. La gran salvaguarda de la doctrina de la Divinidad de nuestro Señor es la de su Filiación. Solo nos damos cuenta de que es Dios cuando reconocemos que es Hijo por naturaleza y desde toda la eternidad.

La Filiación de nuestro Señor no es solo la garantía de su Divinidad sino también la condición de su Encarnación. Como el Hijo era Dios, por eso convino que el Hijo se hiciera hombre. Era propio de él poseer las perfecciones del Padre y llegó a asumir la forma de siervo. Debemos guardarnos de suponer que las distintas personas de la Santísima Trinidad se distinguen entre sí solo en que el Padre no es el Hijo y el Hijo no es el Padre. Se distinguen, además, en que el Padre es el Padre y el Hijo es el Hijo. Siendo los dos de una misma sustancia, cada uno tiene características que el otro no tiene. Estos nombres divinos tienen un significado en sí mismos, cosa que no hay que pasar por alto a la ligera. Si los estudiamos con devoción, descubriremos que nos proporcionan muy útiles vías para entender la Escritura porque veremos que es muy apropiado —una vez que esa verdad nos ha sido revelada— que el Hijo de Dios se encarne, y por tanto entenderemos mejor lo que dice de sí mismo en los evangelios. Al hacerse hombre, el Hijo de Dios se hizo Hijo por segunda vez, aunque no otro Hijo. Era Hijo tanto antes de su Encarnación como, tras un nuevo misterio, después. Desde la eternidad había sido el Unigénito en el seno del Padre, y cuando vino a la tierra, esta relación esencial con el Padre se mantuvo inalterada; siguió siendo Hijo cuando tomó la forma de siervo; siguió realizando la voluntad del Padre como el Verbo y la Sabiduría del Padre, manifestando la gloria del Padre y cumpliendo los designios del Padre.

 Por ejemplo, tomad los siguientes pasajes de la Escritura. «El que me ha enviado está conmigo; no me ha dejado solo, porque yo hago siempre lo que le agrada» (Jn 8,28); «Mi Padre no deja de trabajar, y yo también trabajo» (Jn 5,17); «lo que yo hablo, según me lo ha dicho el Padre, así lo hablo» (Jn 12,50); «Yo estoy en el Padre y el Padre en mí» (Jn 14,10). Es verdad que estos pasajes pueden entenderse como aplicados a la naturaleza humana de nuestro Señor, pero si los limitamos a esa interpretación corremos el riesgo de considerar que en Cristo hay dos seres distintos, no una Persona; o de ir olvidando poco a poco, o no dar una auténtica explicación, de la doctrina de su Divinidad. Si decimos que nuestro Señor tiene una personalidad humana, y otra personalidad como Dios, entonces no es una la Escritura: que ese Hijo Unigénito es Dios porque es Unigénito. Esto es lo que vuelve la doctrina de la Eterna Filiación de nuestro Señor de una importancia persona; y si no tiene esta última, no es Dios. Por tanto, se diría que los anteriores pasajes no se refieren ni a la naturaleza humana ni a la divina en particular sino a las dos a la vez, esto es, a Cristo que, siendo el Hijo de Dios, es también hombre. El que hablaba en esos pasajes era una sola persona viva, y ese único Hijo vivo y Todopoderoso, Dios y hombre, era el resplandor de la gloria de Dios y de su Poder, y obró la voluntad de su Padre y estaba en el Padre y el Padre en Él, no solo en el cielo sino también en la tierra. En el cielo lo era y lo hacía todo como Dios; en la tierra lo era y lo hacía en esa Humanidad que había asumido, pero tanto en el cielo como en la tierra, siempre como Hijo. Por tanto, la verdad se refería a todo Él cuando declaraba que no estaba solo; no hablaba u obraba por sí mismo, sino que donde Él estaba, estaba el Padre y quien le veía a Él veía al Padre, tanto si le miraban como Dios o como hombre.

Leemos también en la Escritura que fue enviado por el Padre, que se dirige al Padre, que intercede por sus discípulos ante el Padre, que les dice que su Padre es mayor que Él. ¿En qué sentido dice y hace todo esto? Algunos dirán que lo afirma solo como hombre —palabras que sorprenden a quien se esfuerza por mirar a Cristo tal como lo presenta la Escritura, porque sería como si hablara desde una especie de máscara y no en su propia persona. No. Es más cierto decir que Él, el Unigénito, el Bendito Hijo de Dios, con quien había estado desde la eternidad, igual a Él en perfecciones divinas y uno en sustancia pero subordinado por ser Hijo —puesto que hasta entonces no había sido su Palabra, su Sabiduría y Consejo, y Voluntad y Poder en el cielo—, después de la Encarnación y ya sobre la tierra, seguía hablando y obrando según, y al mismo tiempo con, el Padre como antes, solo que desde la nueva naturaleza que había adquirido, y en la humildad de nuestra carne.

Este es el segundo punto doctrinal que quería tocar, que nuestro Señor no era solo Dios sino también el Hijo de Dios. Sabemos más cosas aparte del hecho de que Dios tomó en Él nuestra carne. Aunque todo es un misterio, se nos ha dado un conocimiento bien claro y que va más allá: que no fue el Padre ni el Espíritu Santo sino el Hijo del Padre, Dios Hijo, Dios de Dios y Luz de Luz, quien vino a la tierra y que, al asumir voluntariamente sobre sí una naturaleza nueva, siguió siendo la misma Persona que había sido desde la eternidad, el Hijo del Padre, y hablaba y obraba respecto al Padre como un hijo.

3. En tercer lugar, consideremos su misericordia al tomar sobre sí nuestra naturaleza y lo que implica ese acto de misericordia. El texto se refiere a un «Tabernáculo más excelente y perfecto», es decir, más que ninguna otra cosa de la tierra. Esto significa su carne pura y sin pecado que se formó milagrosamente de la carne de la Santísima Virgen María, y por eso se la llama «no de este mundo creado» o, más literalmente, «no de esta creación», porque Él fue formado mediante una nueva creación, y mediante la venida del Espíritu Santo. Este fue el nuevo y más perfecto tabernáculo donde Él entró; entró en él pero no para estar ahí confinado y circunscrito. El Altísimo no habita en templos hechos por mano de hombre; y aunque Él hizo el mundo con sus propias manos, al hacerse hombre no dejó de ser lo que era, sino que siguió siendo el Dios infinito, que se manifestaba en la carne, pero sin ser alterado por la carne. Él asumió nuestra naturaleza como instrumento de sus designios, no como agente en la tarea. Lo que es una cosa no puede convertirse en otra; su humanidad siguió siendo humana y su divinidad divina. Dios se hizo hombre, pero siguió siendo Dios, siendo su humanidad una especie de adjunto, perfecto en su modo, pero sometido a su divinidad. Tanto es así que, si la Escritura no le hubiera llamado expresamente «hombre», hubiéramos sentido escrúpulo en llamárselo nosotros. De estar en nuestra mano, nos hubiera parecido más respetuoso hablar de Él como del «encarnado», «el que vino en carne humana», «humano», y cosas semejantes, pero no sencillamente como «hombre». Pero san Pablo habla con palabras claras de nuestro único mediador como «Jesucristo hombre» (1 Tm 2,5), por no hablar de las mismas palabras de nuestro Señor sobre el tema. Debemos recordar, no obstante, que, aunque era perfecto en su naturaleza humana, no era hombre en exactamente el mismo sentido en que lo somos cualquiera de nosotros. Aunque hombre, no era hablando estrictamente, en el sentido inglés de la palabra, un hombre. No era uno de nosotros, uno más tomado al azar. Era hombre porque tenía nuestra naturaleza completa y perfecta, pero su persona no era humana como la nuestra sino divina. El que era desde la eternidad seguía siendo uno y el mismo, pero con algo añadido. Su Encarnación consistió en «la asunción de la Humanidad en Dios». Lo mismo que no tenía padre en la tierra, no tenía persona humana. No podemos hablar de Él como hablamos de cualquier otra persona individual que actúa y se gobierna por una inteligencia humana; Él era Dios y actuaba no solo como Dios sino también a través de la carne. No era un hombre hecho Dios, sino un Dios hecho hombre.

Así, cuando oraba a su Padre, no era la oración de un hombre que suplica a Dios sino la del Hijo Eterno de Dios que desde siempre ha compartido la gloria del Padre que se dirige a Él como antes pero bajo unas circunstancias totalmente distintas, de una forma nueva que no se corresponde con esas relaciones intimísimas e inefables que le eran propias a Él que estaba en el seno del Padre, sino dentro de la economía de la redención y de nuestro bajo mundo, esto es, a través de los sentimientos y pensamientos de la naturaleza humana. Cuando llegó a la tumba de Lázaro o cuando gemía por la dureza de corazón de los judíos, o miraba a su alrededor con ira, o sentía compasión de las multitudes, manifestaba la tierna compasión, la misericordia, la mucha paciencia, la temible cólera del Dios Todopoderoso, pero no en sí mismo, no desde la eternidad, sino digamos que indirectamente, a través de las válvulas de esa humanidad de que se había revestido.

Cuando «escupió en el suelo, hizo lodo con la saliva y lo aplicó en los ojos del ciego» (Jn 9,6), ejerció la fuerza de su esencia divina a través de las propiedades y circunstancias de la carne. Cuando sopló sobre sus discípulos y dijo «Recibid el Espíritu Santo» (Jn 20,22) se dignó darles su Espíritu Santo sirviéndose del aliento de su naturaleza humana. Cuando salía de Él algún poder y al que tocaba quedaba sano, también aquí se muestra que no era un hombre como otro cualquiera, sino Dios que actuaba a través de la humana naturaleza, hecha instrumento suyo.



La sangre preciosa que vertió sobre la cruz no era la sangre de un hombre, aunque pertenecía a su humanidad, sino sangre llena de poder y de virtud, con una vida y una gracia innatas que surgían misteriosamente de Él, el creador del mundo. Y lo mismo ocurre en cada una de las sucesivas comunicaciones suyas con cada uno de los cristianos individuales. De igual manera que Él fue Sacrificio Expiatorio mediante su humana naturaleza, así es Él nuestro Sumo Sacerdote en el cielo por medio de esa misma naturaleza humana. Él está ahora en el cielo, entró en el lugar santo, intercede allí por nosotros y nos dispensa su bendición. Y nos envía su Espíritu en abundancia, pero no desde su naturaleza divina —aunque el Espíritu Santo desde la eternidad procede del Hijo al igual que del Padre— sino mediante esa carne incorruptible que Él tomó para sí. Porque Cristo se ha convertido en Sumo Sacerdote a través del perfecto tabernáculo que asumió, un tabernáculo no de este mundo creado, o propio del curso natural de las cosas, sino configurado milagrosamente por el Espíritu Santo de las entrañas de la Virgen. Por tanto, torrentes de vida fluyen hacia nosotros desde Él, como Dios, claro, pero también como Dios encarnado. «Lo que vivifica es el espíritu del segundo Adán, y Su carne es lo que vivifica» (1 Cor 15,45).

Mencionaré un cuarto y último punto en este inmenso misterio. He dicho que nuestro Sumo Sacerdote y Salvador, el Hijo de Dios, al tomar nuestra naturaleza, actuaba a través de ella, sin dejar de ser lo que era antes, haciendo de ella nada más que el instrumento de sus designios de salvación. Pero no hay que suponer que, porque fuera un instrumento o porque en el texto se la llame «tabernáculo», no estaba íntimamente unida a Él o que no iba más allá de lo que comúnmente se llama un tabernáculo, un sitio donde moran los hombres, entrando y saliendo; o como un instrumento que se toma y se deja. Nada más lejos; aunque su naturaleza divina era soberana y suprema cuando se encarnó, la humanidad que Él había asumido no se quedó distanciada de Él (si se puede decir así), como ocurre con las herramientas que usamos, ni se la echó encima como cuando nos ponemos una prenda de ropa, ni entró en ella como quien entra en un recinto, sino que la asumió realmente en la más íntima e inefable unión con Él. La recibió dentro de su esencia divina (si osamos hablar así) casi como un atributo nuevo de su Persona; hablo, por supuesto, a modo de analogía, pero lo que quiero decir es que esa unión fue simple e indisoluble. Consideremos lo que significa la justicia de Dios, su misericordia o su sabiduría, y quizá entonces obtengamos un vislumbre de lo que quieren decir los escritores inspirados cuando hablan de la encarnación del Hijo. Si dijéramos que el Hijo de Dios es justo o misericordioso, diríamos que estos son atributos que se atribuyen a todo lo que Él es o ha sido. No importa lo que diga, no importa lo que planee, no importa lo que haga, Él es justo y amoroso cuando habla, planea o hace algo. Nunca hubo un momento, nunca existió un acto o providencia de Dios, sin que él fuera justo y lleno de amor, incluso aunque ambos atributos puedan no darse a la vez en la misma acción. De igual manera el Hijo de Dios es hombre; todo lo que se necesita para que exista una humanidad perfecta está presente en su persona eterna de manera absoluta y completa; de una manera tan real e íntegramente suya como su justicia, su verdad o su poder. De manera que igual de absurdo sería decir que se le puede quitar a Dios alguno de sus atributos como que se le puede quitar su humanidad.

Esto arroja luz sobre el principio católico de que la Humanidad y la Divinidad estaban «unidas en una sola Persona, que no se puede dividir»; palabras que, con demasiada frecuencia, nos hacen comprender lo mal que entendemos la sana doctrina, porque a menudo nos sentimos en la tentación de preguntar: ¿dónde dice la Escritura que la humanidad no se puede separar de la divinidad?, lo cual es una pregunta tan incongruente como preguntar si la justicia, la misericordia o la santidad de Dios se pueden separar de Dios; o si la Escritura declara que podría desaparecer este o aquel atributo, porque lo mismo que ninguno de estos puede existir si no es en Dios, tampoco puede existir la humanidad de nuestro Señor si no es en su naturaleza divina. Nunca existió más que perteneciendo a su divinidad. No tiene existencia en sí misma.

Así pues, cuanto dijo e hizo sobre la tierra no fue sino la acción y la palabra inmediata de Dios Hijo que obraba mediante su tabernáculo humano. Se rodeó a sí mismo con él; lo alojó dentro de sí, y por tanto, el Verbo Eterno, el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, tenía dos naturalezas, tan verdaderamente suyas la una como la otra, la divina como la humana. Y actuaba a través de las dos, unas veces a través de las dos al mismo tiempo, otras a través de la divina y no de la humana, como unas veces actúa Dios Todopoderoso mediante el atributo de la justicia, otras mediante el del amor, otras mediante los dos a la vez. Era tan completamente hombre como si hubiera dejado de ser Dios, tan completamente Dios como si nunca hubiera llegado a ser hombre, y tan completamente las dos cosas a la vez como lo era su misma existencia.

El Símbolo Atanasiano expresa todo esto así: «Es, pues, fe recta que creamos y confesemos que nuestro Señor Jesucristo, Hijo de Dios, es Dios y hombre. Es Dios de la substancia del Padre, engendrado antes de los siglos, y es hombre de la substancia de la madre, nacido en el tiempo. Dios perfecto, hombre perfecto: con alma racional y carne humana. Aunque Dios y hombre, Cristo no es dos, sino uno. Uno, no por conversión de la divinidad en carne», como si pudiera dejar de ser Dios, «sino porque la humanidad fue asumida por Dios», tomándola en su persona divina como propia: «Completamente uno, no por mezcla de las sustancias», no porque la naturaleza humana y la divina dieran lugar a alguna naturaleza nueva, como si hubiera dejado de ser Dios y no se convirtiera en hombre, «sino por unidad de la persona». En esto consiste su unidad: no en unidad de naturaleza, sino en esto: que el que vino a la tierra era el mismísimo Dios que había existido desde toda la eternidad.

En conclusión, observaré que no debemos hablar de estas verdades excelsas, ni escucharlas, sin una absoluta reverencia, un gran sobrecogimiento, y mucha preparación. Y quizá este es un motivo por el que el tiempo presente es singularmente apropiado para meditar en ellas, ahora que estamos inmersos, no en el alborozo y la fiesta, sino en el empeño por ser mortificados y sobrios. Dice el salmista: «Señor, mi corazón no se ha engreído, ni mis ojos se han alzado altivos. No he marchado en pos de grandezas, ni de portentos que me exceden. He moderado y acallado mi alma como un niño en el regazo de su madre» (Sal 131,1-2). Cuando nos empeñamos en apartarnos del mundo, cuando nos negamos cosas perfectamente legítimas, cuando moderamos el tono de nuestros juicios y de nuestras pasiones, entonces es buen momento para hablar de los grandes misterios de la fe. Y entonces, también, serán para nosotros un gran consuelo. Sin embargo, aquellos que desprecian el ayuno, dan poca importancia también a la recta doctrina. En cambio, los que, con la gracia de Dios, son de otra manera, encuentran descanso en el Credo de la Iglesia cuando en medio de la tiniebla del corazón, Cristo surge como el Sol de Justicia, dándoles paz en vez de zozobra, «diadema en vez de ceniza, óleo de gozo en vez de luto, manto de alabanza en vez de espíritu abatido. Y se les llamará ‘encinas de justicia’, ‘plantación del Señor’, para manifestar su gloria» (Is 61,3).

                    Traducción de Víctor García Ruiz

                                           Sermones Parroquiales, vol 6.

(Créditos de las imágenes: Imagen 1      Imagen 2     Imagen 3)

domingo, 14 de marzo de 2021

Sermones de Cuaresma Cardenal Newman, 1

Las privaciones de Cristo, meditación del cristiano por John Henry cardinal Newman


 «Porque conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo

pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza» (2 Cor 8,9)

A medida que pasa el tiempo y se acerca la Pascua, se nos pide no solo que lloremos nuestros pecados, sino todos los sufrimientos que padeció nuestro Señor por culpa de ellos. ¿Por qué, hermanos míos, le damos tan poca importancia a esto en nuestro corazón? ¿Por qué estamos tan acostumbrados a dejar que este tiempo litúrgico llegue y pase como otro cualquiera, sin pensar en Cristo más que en otros tiempos, o al menos sin que el corazón se conmueva? ¿No es verdad que esto es así? Y si lo es, ¿no será bueno que os pregunte por qué? No nos conmovemos al ver la amarga pasión que sufrió por nosotros nuestro Señor Jesucristo, el Hijo de Dios. Tampoco experimentamos aflicción por los pecados que la provocaron, ni nos sentimos particularmente cercanos a ella. No sufrimos con Él. Si venimos a la iglesia, escuchamos y luego nos vamos; no queda la menor pesadumbre, o esa pesadumbre nos dura unos pocos momentos. Y muchos nunca vienen a la iglesia, y para ellos, claro está, este tiempo sagrado es un tiempo como otro cualquiera. Comen, beben, duermen, se levantan, van a sus asuntos y sus diversiones, como siempre. No llevan consigo el pensamiento de Jesucristo, que murió por ellos; no va con ellos dondequiera que vayan, con ellos «tanto si comen, como si beben, o hacen cualquier otra cosa» (1 Cor 10,31). De ningún modo puede decirse que «vivan», como dice san Pablo, «en la fe del Hijo de Dios, que los amó y se entregó a sí mismo por ellos» (Ga 2,20).

 Desgraciadamente, esto no puede negarse. Sin embargo, si es verdad que el Hijo de Dios bajó del cielo a esta tierra, dejó de lado su gloria y se abajó a que le despreciaran, le trataran cruelmente y le dieran muerte sus propias criaturas —seres a los que Él había creado, a los que había preservado hasta entonces y a los que estaba manteniendo en la vida y en la existencia—, ¿no es entonces razonable que un acontecimiento tan grande nos conmueva? ¿No se comprende enseguida que se necesita un estado mental sumamente irreligioso, o una enorme ingratitud, una enorme lejanía, muy poco amor, muy poca reverencia, muy poca contrición, muy poca humildad, muy poco arrepentimiento, muy poco deseo de enmienda, después de lo que Él ha hecho y sufrido por nosotros? ¿Y no será, más bien, que Alguien a quien debemos tan enormes beneficios tiene derecho a pedirnos una gratitud desbordante, una cercanía extrema, un amor fervoroso, una reverencia profunda, una contrición acerba, un arrepentimiento serio, un deseo y un anhelo ardientes de un corazón nuevo? ¿Quién podrá negarlo? ¿Por qué, entonces, hermanos, esto no es así?, ¿por qué hacemos así las cosas? Con dolor pronostico que pasará el tiempo, llegarán y pasarán la Semana de Pasión, el Viernes Santo, el día de Pascua, y las siguientes semanas, y muchos de vosotros estaréis lo mismo que estáis ahora: ni un solo paso más cerca del cielo, ni un solo paso más cerca de Cristo en la vida y en el corazón, sin que el pensamiento de los dones de Dios, y vuestros propios pecados y deméritos, hayan dejado en vosotros huellas duraderas que os salven.

¿Por qué esto? ¿Por qué entendéis tan malamente el evangelio de vuestra salvación? ¿Por qué tenéis los ojos tan en penumbra y los oídos tan sordos? ¿Por qué tenéis tan poca fe, tan poco espíritu sobrenatural en el corazón? Por esta razón, hermanos míos, si he de decirlo con una sola palabra, porque meditáis poco. Meditáis poco, y por eso nada os deja huella.

¿En qué consiste meditar en Cristo? No es más que esto: pensar habitualmente y con constancia en Él y en sus obras y sufrimientos. Es tenerlo presente como el Todo, a quien podemos contemplar, dirigirnos y adorar cuando nos levantamos, cuando nos acostamos, cuando comemos y bebemos, cuando estamos en casa y cuando salimos al extranjero, cuando trabajamos, caminamos o descansamos, cuando estamos a solas, y cuando estamos con otras personas. Esto es meditar. Y así, y con nada menos que esto, el corazón comenzará a sentir lo que debe sentir. Tenemos un corazón de piedra, un corazón duro como el pedernal, y la vida de Cristo no deja huella en él. Sin embargo, para salvarnos, necesitamos un corazón tierno, sensible, vivo; tenemos que romper ese corazón, hacerlo saltar en pedazos como se hace con la tierra dura, y cavar y regar, y trabajarlo, cultivarlo, hasta hacer de él un jardín, el jardín del Edén, agradable a Dios, un jardín donde el Señor pueda caminar y habitar. Un jardín lleno no de espinas y zarzas, sino de plantas olorosas y de hortalizas, árboles y flores divinas. El solar estéril y seco debe hacer surgir manantiales de agua viva. Este cambio ha de darse en nuestros corazones si queremos salvarnos; en una palabra, hemos de adquirir lo que por naturaleza no tenemos, la fe y el amor. Y ¿cómo lo lograremos, con la gracia de Dios, si no nos aplicamos a una meditación concreta de las cosas divinas, a lo largo del día? San Pedro describe lo que quiero decir, refiriéndose a Cristo: «a quien amáis sin haberlo visto; y en quien, sin verlo todavía, creéis y os alegráis con un gozo inefable y glorioso» (1 P 1,8).


Cristo se fue de este mundo. No lo vemos. Nunca lo llegamos a ver, solo hemos leído y oído hablar de Él. Es un viejo dicho «Si no te veo, me olvido de ti». Estad seguros de que será así, que así debe ser, en lo que respecta a nuestro Señor, si no nos esforzamos continuamente a lo largo del día por pensar en Él, en su amor, sus mandamientos, sus dones, sus promesas. Tenemos que traer a la imaginación lo que leemos en el evangelio y en libros piadosos acerca de Él, debemos recapacitar sobre lo que escuchamos en la iglesia, tenemos que pedir a Dios que nos ayude a hacerlo, que bendiga nuestro esfuerzo, y que seamos capaces de hacerlo con sencillez, sinceridad y con suma reverencia. En una palabra, meditar, porque todo esto que digo es meditación, y es algo que puede hacer hasta la persona menos instruida; y lo hará, si se decide a ello.

De esa meditación, de ese considerar las obras y los sufrimientos de Cristo, hay que decir dos cosas. La primera es demasiado evidente para mencionarla, y si lo hago es porque de no hacerlo, parecería que la olvido, cuando en realidad, estoy de acuerdo. Y es esta: que la meditación no es cosa agradable al principio. Lo sé; la gente la encontrará sumamente pesada y la cabeza se les irá con mucho gusto a otros asuntos. Así es; pero pensad que, si Cristo estimó que vuestra salvación merecía el gran sacrificio de sus sufrimientos voluntarios por vosotros, ¿no deberías tú pensar (que es lo que te toca) que tu salvación merece el pequeño sacrificio de aprender a meditar sobre esos sufrimientos? ¿No se te podrá pedir al menos que, una vez que Él ha hecho el trabajo, tú lo creas y lo aceptes?


Mi otro comentario es este: solo muy poco a poco irá la meditación ablandando nuestros duros corazones, e igualmente, la historia de los sufrimientos y dolores de Cristo nos acabará moviendo realmente, pero a un paso lento. No lo lograremos pensando en Cristo una vez, dos veces. Es a base de insistencia, con calma y constancia, con la imagen de Cristo en nuestra alma, como poco a poco adquiriremos algo de calor, luz, vida y amor. No notaremos ningún cambio en nosotros. Será como el nacimiento de las hojas en primavera. No las ves crecer; por mucho que observes, no lo ves. Pero cada día que pasa crecen, y todas las mañanas puede uno decir que están más altas que el día anterior. Con las almas es igual; por supuesto, no cada mañana, pero sí cada cierto periodo de tiempo, podemos sentirnos más vivos y piadosos que antes, aunque en el intervalo éramos inconscientes del avance.

Ahora, a modo de ejemplo, diré unas palabras sobre la voluntaria humillación de Cristo, para sugeriros consideraciones que deberíais tener en cuenta en todo momento, pero especialmente en este tiempo santo del año; consideraciones que en su pobre medida os prepararán para ver a Cristo en el cielo, y que mientras tanto os prepararán para verlo en la fiesta de Pascua. La Pascua llega un solo día al año; dura poco, como los demás días. ¡Ojalá lo aprovechemos, ojalá le saquemos el máximo partido, y lo disfrutemos! ¡Ojalá no pase como los demás días, sin dejarnos su fragancia y su recuerdo!

Así pues, hermanos, mientras llegan los días solemnes de la Pascua, vamos a repasar las privaciones del Hijo de Dios hecho hombre, que han de ser vuestra meditación durante estas semanas santas.

Cristo parece dirigirse principalmente a los pobres. Llegó al mundo pobre. San Pablo, en el texto, dice que «conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que, siendo rico, se hizo pobre por vosotros, para que vosotros seáis ricos por su pobreza». Que no piensen los pobres que sus privaciones y dificultades son solo suyas y que nadie jamás las ha experimentado. El Dios Altísimo, el Hijo de Dios, que reinaba junto al Padre desde la eternidad, el Santísimo, Él, incluso Él, se hizo un hombre pobre y sufrió las privaciones de los pobres. ¿Qué privaciones son esas? Una casa en malas condiciones, mala ropa, poca comida o mala, escasa diversión y entretenimiento, no ser tenido en alta estima, depender de otros para vivir, no tener horizonte para el futuro. ¿Cuáles fueron las de Cristo, el Hijo de Dios vivo? ¿Dónde nació? En un establo. No creo que mucha gente haya pasado por semejante indignidad. Nacer, no en la paz y tranquilidad de un hogar sino en medio del ganado. ¿Y cuál fue su primera cuna, si se la puede llamar así? Un pesebre. Así comenzó su vida en la tierra. Y su condición no mejoró con el paso de los años. En una ocasión dijo que «las zorras tienen sus guaridas y los pájaros del cielo sus nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Lucas 9,58). No tenía casa. Cuando empezó a predicar era lo que hoy llamaríamos con desprecio un vagabundo. Hay personas que se ven obligadas a dormir donde pueden; en buena medida, ese parece haber sido el caso de nuestro Señor. Marta y otros le dieron hospedaje pero, aunque es poco lo que sabemos, por lo poco que sabemos, parece que vivió una existencia más dura que la de cualquier campesino. Pasó cuarenta días en el desierto. ¿Dónde creéis que dormía? En cuevas. Y ¿Quién le acompañaba? Compañeros peores que los que tuvo al nacer. Nació en una cueva, pasó cuarenta noches en una cueva. En su nacimiento, al menos, estaba entre bestias mansas, la mula y el buey. Pero sus cuarenta días de tentaciones los pasó «con los animales salvajes» (Mc 1,13). Esas cavernas del desierto estaban llenas de criaturas feroces y venenosas. Allí durmió Cristo; y hubieran caído sobre Él, si no fuera por el brazo invisible de su Padre y por su propia santidad.


El frío es otra adversidad que nos aflige. También Cristo la sufrió. Permaneció noches enteras en oración en lo alto de un monte. Se levantaba antes del amanecer y se iba a sitios solitarios a rezar. Durante la noche estaba en el mar.

El calor es un inconveniente que no nos afecta demasiado en nuestro país, pero es muy terrible en el Este donde vivió nuestro Señor. Aunque la gente se queda en casa cuando el sol está en lo alto para que no les haga daño, vemos que Cristo se sentó en el pozo de Jacob a mediodía, cansado del camino.

Fijaos también en esto, que ya he hecho notar. Durante su vida pública, estuvo viajando continuamente de un lado a otro, a pie. Y en Jerusalén hizo una vez su entrada montado, para cumplir una profecía.

Pasó hambre y sed. Tuvo sed en el pozo y pidió a la samaritana que le diera agua. Tuvo hambre en el desierto, cuando ayunó cuarenta días. Otra vez, absorbido en obras de misericordia, ni Él ni sus discípulos encontraron tiempo para comer (Mc 6,31). Y por supuesto, yendo de un sitio a otro como era su costumbre, rara vez tendría previstas las comidas. Y ¿qué tipo de comida sería la suya? Normalmente estaba en los alrededores de un mar interior o lago, llamado mar de Genesaret o de Tiberíades, y Él y sus discípulos se alimentaban a base de pan y pescado, una parca dieta propia de los pobres de hoy, o más escasa aún. Sabemos que en cierta ocasión bien conocida había cinco panes y dos peces pequeños. Después de la Resurrección les ofreció a los apóstoles «unas brasas preparadas, un pez encima y pan» (Jn 21,9); es decir, lo de siempre.

Sin embargo, hay que notar que a pesar de esta penuria tanto Él como los suyos estaban en condiciones de dar limosna a los pobres. No se permitían aprovechar y consumir del todo lo poco que tenían. Cuando Judas el traidor salió para cometer su traición y Jesús le habló, algunos apóstoles pensaron que el Señor le daba instrucciones acerca de las limosnas que había que dar a los pobres, lo cual demuestra que solían hacerlo.

Poca falta hará señalarlo, pero también se encontraba Él en posición subalterna. A veces le invitaban a comer los ricos. A veces, ya lo he dicho, personas piadosas le servían de su patrimonio (Lc 8,3). En sus mismas palabras, vivió como los cuervos, a los que Dios alimenta, o como la hierba del campo, que la viste Dios.

¿Tengo que añadir que tuvo pocos recreos, pocos entretenimientos? Difícilmente es oportuno hablar de este tema en el caso de Alguien que vino de Dios y que tenía otros pensamientos y caminos bien distintos de los nuestros. Hay, sin embargo, inocentes pasatiempos que Dios nos da para contrapesar los trabajos de la vida; nuestro Señor estuvo expuesto a esos trabajos y es posible que hubiera una compensación. Pero se abstuvo. Se ha hecho notar que jamás se le presenta riendo. A menudo leemos que suspira, que gime, que llora. Fue un «varón de dolores y experimentado en el sufrimiento» (Is 53,3). Vayamos ahora a otros sufrimientos más grandes que tomó sobre sí cuando se hizo pobre. Entre ellos, desprecio, odio y persecuciones por parte del mundo. Ya en su niñez su madre tuvo que huir a Egipto con Él para evitar que Herodes lo matara. Al volver, resultó peligroso vivir en Judea y lo llevaron a Nazaret, lugar de no buen nombre, donde la santísima Virgen vivía cuando se le apareció el ángel Gabriel. No hace falta decir cómo fue tenido en nada y perseguido por los fariseos y los sacerdotes cuando empezó su predicación, y hubo de huir una y otra vez para salvar la vida, que ellos estaban buscando quitarle.

Otro gran sufrimiento del que nuestro Señor no huyó es lo que nosotros llamamos pérdida de los seres queridos, o de amigos, que mueren. Esto no le era fácil de soportar a quien tenía una sola persona de su familia en la tierra y muy pocos amigos, pero lo aceptó por nosotros. Lázaro era su amigo y lo perdió. Sabía, claro, que podía recuperarlo, y así lo hizo. No obstante, lloró amargamente por él por la razón que fuera, de manera que los judíos dijeron «mirad cuánto le amaba» (Jn 11,36). Pero caso mayor de pérdida, si osamos llamarlo así, fue el acto primordial de humillación en sí mismo, al dejar su gloria eterna y bajar a la tierra. Lo cual, por supuesto, es para nosotros un gran misterio de principio a fin; y sin embargo se digna hablarnos, por medio del Apóstol, de su «vaciarse de su gloria», de manera que con razón y con toda reverencia podamos considerar que experimentó una pérdida inefable y portentosa, al —por así decir— desheredarse a sí mismo por un tiempo, y hacerse semejante al hombre pecador.

Pero todo esto no fueron más que los comienzos del dolor para Él. Para verlo en su plenitud vayamos a su Pasión. En la angustia que sufrió entonces vemos todos los demás dolores concentrados y sobrepujados, aunque diré poco de esto ahora porque «su tiempo aún no ha llegado» (Jn 7,6).

Sí hablaré de esto: primero, y es muy asombroso y maravilloso, del terror arrollador que sintió ante los sufrimientos que iban a llegar. Esto muestra lo grandes que eran; pero es también como si hubiera decidido pasar por todo posible dolor por nosotros, incluido el del miedo. Dijo «Ahora mi alma está turbada; y ¿qué voy a decir?: ¿Padre, líbrame de esta hora? ¡Pero si para esto he venido a esta hora!» (Jn 12,27). Y cuando llegó la hora, este terror supuso el comienzo de sus sufrimientos y le hizo agonizar y sudar sangre. Rezaba «Padre mío, si es posible, aleja de mí este cáliz; pero que no sea tal como yo quiero, sino como quieres tú» (Mt 26,39). Añade san Lucas que «entrando en agonía oraba con más intensidad y le sobrevino un sudor como de gotas de sangre que caían hasta el suelo» (Lc 22,43-44).

A continuación, fue entregado traidoramente a la muerte por uno de sus amigos. ¡Qué duro golpe! Ya estaba muy solo sin esto. Pero en esta última prueba, uno de los doce apóstoles, su amigo familiar, le traiciona, y los demás le abandonan y huyen, aunque poco más tarde san Pedro y san Juan recuperaron algo de valor y le siguieron. Pero enseguida san Pedro incurrió en un nuevo pecado aún mayor, al negarle tres veces. ¡Qué gran cariño sentía por ellos, y con cuánto natural afecto del corazón quiso acercarse a ellos al llegar el momento de la prueba, y cómo ellos le fallaron, queda claro en las palabras que les dice en la Última Cena: «Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros, antes de padecer» (Lc- 22,15)!


Poco después comenzó su Pasión; tanto en el cuerpo como en el alma nuestro santo Salvador, el Hijo de Dios, Señor de la vida, fue entregado a la maldad del gran enemigo de Dios y del hombre. Job fue puesto en manos del demonio en el Antiguo Testamento, pero dentro de unos límites: en primer lugar, al Maligno no se le permitió tocar su persona y después, cuando se le permitió tocar su persona, no se le permitió quitarle la vida. Pero Satanás pudo, o pensó que podía, triunfar sobre la vida de Cristo, que confiesa a sus perseguidores «ésta es vuestra hora y el poder de las tinieblas» (Lc 22,53). Le coronaron y desgarraron la cabeza con espinos, y a bastonazos se la llenaron de cardenales; le ensuciaron la cara con escupitajos, le destrozaron los hombros cargándole la pesada cruz, la espalda se la desgarraron y rajaron con el látigo, las manos y los pies se los taladraron con clavos; como suprema injuria, le hirieron el costado con una lanza; tenía la boca seca por una sed insoportable y el alma oscurecida hasta tal punto que gritó «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?» (Mt 27,46). Así estuvo colgado de la cruz durante seis horas, todo su cuerpo hecho una llaga, expuesto en casi completa desnudez a los ojos de los hombres, «despreciando la ignominia» (Hb 12,2), abucheado, burlado y maldecido por cuantos le veían. Sin duda a Él se le aplican, en su plenitud, las palabras del profeta «¡Oh vosotros, cuantos pasáis por el camino: mirad y ved si hay dolor como mi dolor, como el que me atormenta, con el que me castigó el Señor el día de su ira ardiente!» (Lam 1,12).


¡Qué minucia son nuestras penas comparadas con esto! ¡Qué poco es nuestro dolor, nuestras privaciones, disgustos, comparados con lo que Cristo quiso tomar voluntariamente sobre sí! Si Él, el sin pecado, sufrió esto, ¿qué hay de extraño en que nosotros, pecadores, tengamos que sobrellevar, si es el caso, una centésima parte de todo eso? ¡Qué ruines y miserables somos por entender tan mal esos sufrimientos, por no dejar que nos impresionen hondamente! ¡Ay, si los sintiéramos como es debido, desde luego que serían para nosotros, en tiempos como el que ahora llega, mucho peores que la muerte o la dolorosa enfermedad de un amigo! En esos tiempos deberíamos negarnos a tomar placer en las cosas de este mundo, perderle el gusto a lo de la tierra; deberíamos perder el apetito, sentirnos realmente mal, y comer y beber, y trabajar, solo por obligación. La Semana Santa en que pronto entraremos será una semana de duelo, como cuando hay velatorio en una casa. Desde luego, no podemos sentirnos así solo porque queramos y debamos sentirnos así. Son sentimientos que no se pueden forzar. No exhorto a este o aquel a sentirse así puesto que no depende de él. No podemos provocarnos esos sentimientos; o si podemos, es mejor que no lo hagamos porque serían provocados, lo cual es malo. Un sentimiento profundo es el fruto natural y necesario de un corazón santo. Pero si no podemos sentir así a voluntad, e inmediatamente, sí podemos echar a andar por ese camino. Podemos crecer en gracia hasta que sintamos así. Y mientras tanto, podemos abstenernos de pequeños placeres y comodidades de la vida, abstinencia que nos dispone a obtener ese sentimiento; una abstinencia que observaríamos de forma espontánea si verdaderamente tuviéramos esos sentimientos. Meditemos en los sentimientos de Cristo; gracias a esa meditación, con el paso del tiempo, poco a poco, iremos adquiriendo esos sentimientos profundos. Pidamos a Dios que haga por nosotros lo que nosotros no podemos: hacernos sentir; y que nos dé el espíritu de agradecimiento, amor, reverencia, humildad, temor de Dios, arrepentimiento, santidad, y fe viva.

                                                                                               Traducción de Víctor García Ruiz

                                                                                                   Sermones Parroquiales, vol. 6.



domingo, 7 de marzo de 2021

Sermón 3 de Cuaresma de San Agustín de Hipona: El Sentido de la Cuaresma

 El Sentido de la Cuaresma


          En su pasión, nuestro Señor Jesucristo pone ante nuestros ojos las fatigas y los dolores del mundo presente; en su resurrección, la vida eterna y feliz del mundo futuro. Toleremos lo presente y esperemos lo futuro. Por eso, en estas fechas nos encontramos en los días que significan las fatigas del siglo presente – la mortificación de nuestras almas con el ayuno y las prácticas cuaresmales -; en las fechas próximas en cambio, significamos los días del siglo futuro, al que aún no hemos llegado. He dicho “significamos” no “tenemos”. Por tanto, hasta el día de la pasión estamos en tiempo de contrición; después de la resurrección, de alabanza.

          Así, pues, en aquella vida, en el reino de Dios, nuestra ocupación será ésta: ver, amar, alabar. ¿Qué actividad hemos de tener allí? En esta vida hay ocupaciones que son fruto de la necesidad y otras que son fruto de la iniquidad ¿Cuáles son las obras fruto de la necesidad? Sembrar, arar, binar, navegar, moler, cocer, tejer, y cosas semejantes. También son fruto de la necesidad nuestras buenas obras. Tú no tienes necesidad de repartir tu pan con el hambriento, pero la tiene aquel a quien se lo das. Acoger al peregrino, vestir al desnudo, redimir al cautivo, visitar al enfermo, aconsejar a quien delibera, liberar al oprimido, son obras de misericordia y son fruto de la necesidad. ¿Qué obras son fruto de la iniquidad? Robar, asaltar a mano armada, emborracharse, participar en juegos de fortuna, cobrar intereses; ¿Quién es capaz de enumerar todos los frutos de la maldad? En aquel reino no habrá obras que sean fruto de la necesidad, porque no habrá miseria alguna; ni habrá obras que sean fruto de la iniquidad, porque desaparecerá toda molestia. Donde no hay miseria, no hay obras fruto de la necesidad; y donde no hay malicia, no hay obras fruto de la iniquidad. ¿Cómo vas a trabajar por el alimento, si nadie tiene hambre? Limosna, ¿Cuándo la vas a dar? ¿Con quién repartes tu pan, si nadie tiene necesidad de él? ¿A qué enfermo visitarás, donde la salud reina inquebrantada? ¿A qué muerto darás sepultura, si la inmortalidad nunca muere? Desaparecen las obras que son fruto de la necesidad; en cuanto a las obras fruto de la iniquidad, si las haces aquí, no llegarás allí. ¿Qué hemos de hacer allí? Decídmelo. ¿Nos dedicaremos a dormir? En efecto, aquí, cuando los hombres no tienen nada que hacer, se entregan al sueño. Allí no hay sueño, porque no hay desfallecimiento alguno. Si no hemos de hacer obra de necesidad alguna, si no nos entregamos al sueño, ¿Qué vamos a hacer? Que nadie se asuste ante la perspectiva del aburrimiento, que nadie piense que también ahí va a existir. ¿Acaso ahora te aburre estar sano? En este mundo, todas las cosas producen hastío; solo la salud está excluida de ello. Si la salud no causa tedio, ¿va a causarlo la inmortalidad? ¿Cuál será entonces nuestra ocupación? Decir: Amen y Aleluya. Una cosa es la que hacemos aquí y otra la que haremos allí; no digo día y noche, sino en el día sin fin: repetir lo que ya ahora dicen sin cansarse las potestades del cielo, los serafines: Santo, santo, santo es el Señor, Dios de los ejércitos. Esto lo repiten sin cansarse. ¿Se fatiga, acaso, ahora el latir del pulso? Mientras vives, tu pulso sigue latiendo. Trabajas, te fatigas, descansas, vuelves a tu tarea, pero tu pulso no se fatiga. Como tu pulso no se cansa mientras estás sano, tampoco tu lengua y tu corazón se cansarán de alabar a Dios cuando goces de la inmortalidad. Escuchad, un testimonio sobre vuestra actividad. ¿Cuál será? Esa actividad será un ocio. Actividad ociosa: ¿en qué consistirá? En alabar al Señor. Escuchad la sentencia: Dichosos los que habitan en tu casa. Es el salmo quien lo dice: Dichosos los que habitan en tu casa. Y por si buscamos la causa de esa dicha: “¿Tendrán mucho oro?” Quienes tienen mucho oro son, en igual medida, miserables. Dichosos los que habitan en tu casa. Dichosos, ¿por qué? En esto consiste su dicha: Te alabarán por los siglos y siglos. 

                                                                San Agustín de Hipona, Sermón 211 A