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viernes, 24 de octubre de 2014

Tópicos del día, por Wilfrid Meynell, The Tablet, 24 de Octubre de 1914



 La muerte de Mgr. R.H.B se presenta con tal dolor y  sentido de pérdida, que ni siquiera el tiempo de guerra y la gran lista de héroes muertos puede disminuir u oscurecer. Aquellos ligados a él por lazos espirituales y por afectos personales tienen al menos este consuelo: (y nosotros no ofrecemos ningún otro) aquellos lazos son perdurables. El corazón sabe de amarguras con tales separaciones como a ningún otro. Y a los más cercanos seguramente se les une la auténtica simpatía del gran público católico que lo conoció solamente por sus trabajos, escritos y obras; por referencias de su magnanimidad; de vista o de oído en los púlpitos y en las conferencias. Estos estarán representados por uno que, cuando la noticia fue telegrafiada desde Salford a Londres en la mañana del lunes después de un silencio dijo: “Se siente como cuando uno ha perdido  a un familiar”. Justamente lo contrario del decir popular acerca de la partida de un hombre público, uno siente que ha perdido a un amigo. Mgr. Benson dejando a su propia familia entró a la gran familia de la Iglesia Católica y encontró de hecho, cien veces más afecto en aquellos que hacen el supremo sacrificio por amor a Cristo. Por tanto, sucede que cada católico ha perdido a un familiar, y a un familiar que ha dejado tras de sí un legado. Parece como si la pérdida de un hombre activo de finos talentos es irreparable. Al menos dejemos que sea nuestro consuelo saber que sus actividades se conviertan en una cosecha continua. Robert Hugh Benson, muriendo a la temprana edad de cuarenta y tres años logró más en ese corto periodo que lo que es dado a contar en una larga vida. Los once años de su vida católica juzgada por su laboriosidad, deben ser llamados en una frase poética, once años de años. Un completo sometimiento de su voluntad fueron sus notas, y una prueba evidente fue la infatigable labor de su pluma, la cual fue por eso tan capaz de comprometerse con anticipación a incrédulos editores con una certeza de cumplimiento.  Esto exigió un trabajo pesado para un hombre cuyo negocio estaba, en cierto sentido, en su sensibilidad de aprehensión. Someter el ánimo a lo que iban a ser sus propias “copias” puede apreciarse únicamente en escritores de su propia categoría. Lo cierto es que tal esfuerzo no puede hacerse sin el peligro eminente de colapsar. Un volantín ocioso en el aire con una larga vida desaliñada no logra nada. Pero una máquina aérea, tal como aquellas con que el autor del Señor del Mundo llenó nuestra atmósfera, tiene, con un vuelo alto y decidido, una caída más desastrosa. Un pequeño tirón reporta muerte y destrucción. Mgr. Benson sabía que un vuelo alto significaba la caída aniquiladora, y buscando en “el brillante rostro del peligro” él no retrocedió sobre las huellas su sentido del deber y del servicio por él marcado. ¿Por qué iba a retroceder creyendo  en lo que él creía y siendo además, lógico? Fue característico de él, como uno que a su vez era todas las cosas a todos los hombres y nada para ningún hombre, que hace poco cuando un quiromántico le preguntó por su mano, él se la ofreció y al serle dicho que podría morir antes de los cincuenta, exclamó: “¡Qué buenas noticias!”.
        Cuando Robert Hugh Benson después de los días de Eton y Cambrigde, después de la ordenación, de la experiencia de parroquia y de su intento de vida comunitaria siendo anglicano, entró a la Iglesia Católica él solamente tenía treinta y dos, y no había dado ninguna pequeña o pública señal del posible desenvolvimiento mental y espiritual. Poca gente probablemente vislumbró su futuro, incluso con la adivinación que puede estar en el destino del quiromántico. Tal vez se podría haber supuesto que su importancia dependía de lo paradójico de su posición: que el hijo de un Primado Protestante se convirtiera en católico – que el hijo del arzobispo de Canterbury que habló con frivolidad de la Iglesia Católica en Inglaterra llamándola como “la misión italiana” – se convirtiera en uno más entre sus misioneros. Curiosamente, con las debidas distinciones, es lo que sucedería si dijéramos que el hijo del Kaiser, caminando en la cautividad hoy por Piccadilly, debido a su posición su suerte sería la de un suplente útil para abrir un bazar del que su señoría estaba tan provocativamente carente.
         Los gentiles modales de este hombre joven de ojos azules y hermosos cabellos tal vez favorecieron la noción de su abandono a tal destino, y es una prueba y un triunfo de las hazañas de Mgr. Benson que su origen fuera rápidamente olvidado por su propia originalidad y que llegara a ser  más eminente por sí mismo que por ser considerado o señalado nada más que por ser el hijo de su padre. Estas actividades, que no se basaron en meros impulsos y que por tanto, le costaron muy caro, fueron abarcadas en su totalidad, públicas y privadas, y emprendidas siempre con un solo propósito: servir a los demás. Para tal fin las dificultades existían solamente para ser superadas. Uno de sus hermanos cuenta de Robert Hugh que, en la infancia, él le temía a entrar a una pieza oscura y siendo interrogado porqué, dijo: “yo veo s-s-sangre”. Este arrancarse por temor a lo desconocido se trasformó después en la vida, a mil y una renuncias a confrontarse a cosas, lugares y rostros extraños.
         Él se aniquiló completamente a sí mismo de modo que luchó contra las dudas de manera que nunca permitió que sus defectos en la entrega aminoraran  sus apariciones en el púlpito o en las tribunas. Las conferencias no podían ser aburridas cuando él estaba ahí para darles vida, para entregarse literalmente tal como ahora lo comprobamos con su propia vida. La ausencia en él de todo deseo de brillar, de toda vanidad, lo cual para un severo moralista como Manning era sensiblemente sospechoso del predicador popular, le permitió sin embargo, en cualquier servicio, en cada ocasión, hablar sobre lo última cosa que él esperaba pensar o hablar: sobre sí mismo.
        La multitud de personas que él recibió en la Iglesia: hombres de mundo, mujeres de noble corazón, no fueron pocos. Los pre-graduados a quienes llamaban Bensonians en Cambridge, y que revivieron un verdadero campo de batalla del apostolado de Cambridge desde los tiempos de Tennyson, escucharon de él su propio camino y sendero que lo condujo a la Jerusalén Celestial. Ellos sabían que como clérigo anglicano él constantemente había escuchado confesiones y que consideraba a la confesión exactamente con la misma reverencia y santidad que un católico, y que rezaba su rosario como una monja. Ellos sabían que él se había apartado de las altas esferas críticas y que se había volcado hacia el hombre de a pie y que por él “La religión del hombre común” fue compuesta posteriormente. Y con relación a esto,  el profesor von Harnack el presumido intérprete de antiguos documentos, haciendo una parodia de lo común, dice que el Hombre Común que  corre puede leer. Monseñor Benson tampoco se abstuvo de agradecer incluso a aquellos que lo clasificaban junto con la literatura  de Wardour Street. John Inglesant tuvo una poderosa influencia en su joven imaginación y lo posicionó entre las influencias que lo acercaron a la Iglesia. Y siempre hasta el final de todos los recuentos vino la profesión: “todos los días de mi vida le agradezco a Dios más y más que soy católico”. Todos los días también este agradecimiento fue hecho manifiesto en más que meras palabras. Sus trabajos, fácilmente recordados por todos los que leen, no necesita mayor enumeración. Si él no estaba componiendo una novela con algún propósito, él estaba compilando un libro de oraciones, o escribiendo una obra de misterio, o hablando en las esquinas y predicando un ciclo de sermones en Roma, o en Londres, o en sus últimas horas en Salford. O estaba instruyendo y recibiendo a los conversos, o bautizando al hijo de alguien para complacer a la madre. O llamando a un envejecido lisiado para agradar a una joven hija; o dando conferencias, o escribiendo versos, los cuales eran en sí mismos una revelación de su carácter y una revelación que ahora podemos hacer pública. Y en cuanto a  lo que para él era su tiempo de ocio, estuvo  la elaboración de un esquema para una colonia de católicos; o decorando con sus propias manos sus producciones en Hare Street House en Buntingford. Solamente la última semana nosotros imprimimos, a solicitud de él, un conmovedor pedido para que  pudiera ser salvado, lo más posible,  del creciente y exigente castigo por tanta publicidad: la recepción de una enorme bolsa de cartas. Pues entre sus muchas tareas sacerdotales, una empresa personal fue la de ser un prolífero escritor de cartas, un ejercicio permanente de su pluma que nosotros no vamos aquí a intentar hacer mayores apreciaciones.

         De sus novelas históricas en general él se inclinaba a decir muchas veces lo que señaló en “¡Ven potro, ven soga”!: “Me temo que este es el tipo de libro del cual cualquiera que conozca la historia, educación y costumbres de la era Isabelina, no debiera encontrar dificultad en la escritura”. Sí, en este tipo de novela el autor probó conspicuamente su laboriosidad  y su facilidad, poco comunes, pero no una rara facultad. Entonces en “Iniciación” y otros estudios de la vida actual, él no era nadie más que un individuo, pues en esto él pertenecía a su época y no a otra. Ahí fue él mismo y no otro. La sensibilidad no estuvo ausente en estos libros y  ni en la  producción de otros. Cuando en los romances históricos él describió el martirio, tenemos también su propio comentario al respecto: “A mí me parece que para alguien que nunca ha estado en el potro, yo he tenido un éxito bastante bueno escribiendo sobre cómo se debe haber sentido estar ahí, y el estado mental al que debió haber inducido. Cuando hube terminado de escribir la escena, estaba consciente de la gran e inconfundible, incluso ligera sensación de dolor en mis propias muñecas y tobillos.” Obviamente existió una aprehensión  necesaria por el tipo de libro  el cual benefició grandemente al otro,  y la actual experiencia del héroe en “Iniciación” pudo no haber sido transmitida si por sí mismo si el autor  no se hubiera sometido sin anestesia a una dolorosa operación en una clínica y que ayudó también a darle una realidad terrorífica al registro del potro. De modo similar es la descripción de los dolores de cabeza del héroe (¡cuán héroe real!) en “Iniciación”, la más vívida descripción de  este tipo en toda la literatura inglesa, la cual solamente pudo haber sido escrita por alguien que lo ha sufrido personalmente. Y sufrido con una sensibilidad que es por fortuna la corona de acero conferida solamente a muy poco elegidos. Ser tan capaz de sufrir y aun así enfrentarlo, tal como lo podemos decir acerca de lo que acabamos de contar, para abordarlo y abrazarlo, es una de las muchas maravillas de la ahora terminada – o para la nunca terminada – carrera de Mgr. Benson.  Su muerte fue apropiada a su perpetuo sentido de desapego, lejos de su hogar. La falla del corazón fue una paradoja final en la historia de un hombre cuyo corazón nunca había fallado antes. Fue un alma  herida para ser sanada, o incluso una no pactada bondad para ser hecha.

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