Papeles de un Paria
En un Réquiem
Noviembre de 1903
Esta mañana asistí a uno de los más
impresionantes dramas del mundo. Me refiero a la Solemne Misa de Réquiem
celebrada con ocasión de la celebración del Día de Todos los Difuntos de la
Iglesia Católica.
Fue cantada en una hermosa iglesia,
cuyo altar, gradas y retablos estaban cubiertos de negro. En el centro del coro
se destacaba un gran catafalco con la forma de gigantesco ataúd, amarillo y
negro, cubierto con un gran tapiz y, junto a él, seis candeleros tan altos como
un hombre, sosteniendo cada uno una vela amarilla ardiendo. Había tres
sacerdotes en el altar, dos de ellos pertenecientes a la iglesia y el tercero,
que actuaba como diácono, me pareció que era un monje por su amito con capucha
y la muceta que caía sobre sus hombros. Había un pequeño coro de niños que
cantaron muy dulcemente y un hombre que cantó como solista (porque el órgano no
fue usado) interminables y sombrías melodías de un gran libro que estaba sobre
un atril. Fue una mañana oscura, tanto adentro como afuera, y las inmensas y
delgadas columnas de la iglesia se elevaban hacia las penumbras donde bien
podían haber estado atestadas de almas mirando. Abajo tal vez habría unas cien
personas (modestamente vestidas con ropas negras) la mitad de las cuales eran
niños, que permanecieron de pie, arrodillados y sentados en silencio por
espacio de una hora.
Soy consciente de que muchos consideran
estas ceremonias como fútiles e inútiles y hasta peor aún. Sin embargo ellos lo hacen desde
su dogmático punto de vista y a mí por ahora eso no me preocupa. Esta es una
representación de la muerte y de lo que ésta significa, y creo que vale la pena
describirlo, porque dudo seriamente que haya alguna otra religión bajo el sol
que otorgue tan adecuado y movido cuadro de la única gran tragedia en la medida
que ésta puede oscurecer la luz del sol para todos nosotros.
La Iglesia no hace excepciones o
concesiones en el caso de sus hijos, ni
siquiera cuando han muerto en olor de santidad. Todos los que no han cumplido,
afirma ella, necesitan de la misericordia de su Dios. Porque así como en este
día las almas de los difuntos son consideradas como un todo, así también por
cada alma separada que muere en comunión con ella, ella prescribe la
penitencia, el duelo y la súplica. No hay intentos de canonizar antes de
tiempo, ni desesperados esfuerzos de brillo o de triunfo. Las flores blancas y
las coronas de laurel aún se mantienen sin reconocimiento en su ritual. Es lo
mismo para todos: negro, amarillo pálido y negro nuevamente atravesándolo todo.
Las melancólicas melodías gimen y se elevan como si de veras las almas
estuvieran llorando desde un abismo donde no hay agua. Hay esperanza,
ciertamente, pero no con toques de exultación porque el tiempo para esto
todavía no ha llegado.
Con todo, su fe y su caridad son ilimitadas. En su calendario
están escritas las palabras: In die
ómnium defunctorum, sin excepción o cláusulas de eliminación. En su
santuario se alzó el catafalco, un ataúd material vacío, pero lleno a sus ojos
místicos con una multitud de olvidados y de recordados, y que ningún hombre puede
contar, se apresuran a tomar aquí un refugio bajo un féretro tan amplio
como su amor y tan pesado como la muerte. Alrededor de este emblema de la
humanidad muerta se eleva un muro de fuego, significado por los seis candeleros
que arden desde la cera amarilla, como para mantener fuera la oscuridad de la
tumba. Y sobre éste van sus sacerdotes rociando agua bendita para limpiar la
corrupción y ahogando con el triste perfume del fragante incienso, el olor que
ni siquiera ella puede eliminar por completo.
Ella es nuevamente la que siendo
eternamente joven e inmortal se identifica con la multitud de los muertos,
reuniéndolos a todos ellos bajo su propia persona. Así como ella mira hacia
adelante con los ojos aterrorizados al Gran Día que proclama estar próximo, así
también ella llora de miedo uniéndose a todos los que entonces necesitarán
misericordia:
Quid sum
miser tunc dicturus?
Quem
patronum rogaturus?Cum vix justus sit securus?
Nuevamente ella vuelve su mirada al lugar desde donde brota su esperanza:
Recordare, Jesu pie,
Quod sum
causa tuae viae;
Ne me
perdas illa die…
Qui
Mariam absolvisti,
Et latronem exaudisti,
Mihi
quoque spem dedisti.
Entonces, una vez más ella se vuelve
sobre sí misma hacia el presente, y mientras todavía permanece en la tierra,
reza por aquellos que ya no lo están, como una madre rezaría por sus hijos
ausentes:
¡Oh! Señor, dales el descanso eterno, y que la luz perpetua brille
sobre ellos…
Luego, como si estuviera en una
piadosa lucha contra su propio credo, que declara que los destinos eternos
están decididos en el momento de la muerte, suplica a Dios para que libre a las
almas de sus hijos fallecidos de las puertas del infierno, y rememorando el Día que está siempre frente a sus ojos dice: “Líbrame, Señor”, -
suplica por boca de sus sacerdotes – “de la muerte eterna en aquel Día
terrible, en que se han de conmover los cielos y la tierra, cuando vengas a juzgar al mundo
por el fuego. Tiemblo y temo, mientras llega el juicio y la ira venidera…” “Puedan ellos descansar en paz. Amén”
“Ninguna otra religión” – escribe un
autor francés – “tiene la porción más caritativa y la más augusta misión que se
le ha asignado al hombre, elevando, por su Santa Consagración a toda la
humanidad hacia arriba, casi deificándola, a través del oficio sacerdotal. El
sacerdote, mientras la tierra lamenta o se calla, puede avanzar hasta el borde
de los abismos e interceder (…) Tímido y distante, dolorido y dulce, y este
amén dice: “hemos hecho lo que pudimos, pero…pero…”
Ahora bien, todo esto puede parecer un
peligroso sin sentido para mucha gente, pero ya lo dije antes: yo no estoy
interesado en el dogma. Esto fue como un reflejo de mis propios instintos
humanos y las imágenes en este Réquiem me conmovieron profundamente. Más allá
de si este sacrificio y aquellas oraciones triunfan o no, para mí el asunto fue
no obstante, el más sorprendente drama, tan verdadero como la vida y como la
muerte.
La muerte es un hecho extremadamente
desagradable, pero es un hecho, y yo supongo que no existe un hombre vivo que
no se haya formado alguna idea al respecto. Lo primero que se viene a la mente
es el horror y la oscuridad, y no es de menor importancia pretender que no
estamos conscientes de estas características. El Evangelio de la Alegría
predicado tan jovial y animadamente por Stevenson, y que fue acogido tan
agradecidamente por muchos miles de lectores, es deficiente si no considera
nuestro propio final. Por supuesto que la perfección de la filosofía está en
unir todos los datos conocidos en una teoría única, pero para muchos de
nosotros es necesario ir hacia el conjunto de la vida y considerar a los
elementos componentes uno por uno, ya que todavía no hemos alcanzado las
serenas alturas de la contemplación eterna. Mientras nosotros consideremos el
fenómeno del Nacimiento no nos será posible hacerle justicia al de la Muerte –
la cuna y la tumba están muy lejos de ser incluidas en una sola mirada – no más
que en el matrimonio de un hombre comenzar a involucrar a su abogado para la
corte de divorcio.
Por eso sin duda es saludable para
nosotros ahora y entonces, aunque no demasiado frecuentemente, mirar
constantemente sobre los ataúdes y camposantos. Así como habitar siempre en el
cámara nupcial o en el comedor es limitado y enervante, así también es morboso
y depresivo poner nuestras tiendas de acampar permanentemente en un
cementerio. Es más, no es de la mejor de
las filosofías nivelar las tumbas y sembrar pasto y plantar flores ahí,
colocando un arroyo alrededor y pretender que es algo más. No es algo más, es
un cementerio.
Pues bien, este elemento de la muerte
se reconoce perfectamente en una misa de Réquiem. Me agobia dejarlo claro para
aquellos que no pueden ver esto por sí mismos: la indescriptible terrible
combinación de los colores amarillo y negro; del mortífero contraste entre las
llamas y la cera opaca desde donde suben. Ningún hombre puede salir de una misa
de Réquiem, donde él se ha comportado con una compostura mental decente, sin
sentirse consciente, ya sea por los signos que él ha mirado, o por los sonidos
que ha escuchado – aquellos lamentos sin el acompañamiento del agradable
órgano, aquellos grupos de neumas que suben y van decayendo a medida que suben
– sin sentirse consciente que la muerte es una cosa terrible y repulsiva. Yo lo
desafío a ser elocuente con el Evangelio de la Alegría después de diez minutos
cesado el último amén.
Esto es enfrentado, pero no se queda ahí. Otras emociones han sido
representadas y entre ellas la principal emoción es la esperanza que se niega a
morir resueltamente. Un hombre puede reírse del Purgatorio y proclamar en la
sociedad de debates que se considera a sí mismo como una vela que habrá pronto
de ser apagada. Sin embargo, cuando él esté completamente solo y haya bebido
su vaso de whisky con agua, arrojado la
colilla de su cigarrillo al fuego, cerrado las últimas puertas, se levante y
silbe agudamente en su dormitorio, entonces me aventuro a afirmar que él no
habría bebido su vaso tan animadamente o silbado tan agudamente, si él no
estuviera completamente consciente que en alguna parte debajo de su hermoso
chaleco hay una débil y leve esperanza que sobre exageró el caso justo ahora en
la posada de Jones.
Esta emoción por tanto, al margen de
las explícitas afirmaciones del dogma, ha sido representada en la misa de
Réquiem ¿Por qué otra razón más habría
olor a incienso, las gotas de agua y las llamas de las velas? Está bien hablar
de la “Confraternidad de los Infieles donde en un altar el cirio no arde; donde
el sacerdote – en cuyo corazón no habita la paz – debe celebrar con una pan sin
bendecir y con un cáliz sin vino”, pero después de todo cuando tal santuario es levantado, yo predigo que alguno de los miembros de la
Confraternidad no dudarán, con muchas disculpas y renuncias, en encontrar la
ocasión para insistir en encender la cerilla. Así como los hombres no pueden
vivir sin fuego y luz, así tampoco los corazones pueden continuar latiendo sin
esperanza.
Estas dos emociones, terror y esperanza,
están sólidamente unidas a una trinidad por un tercero que toma parte de la
naturaleza de ambas, me refiero a la penitencia.
Todos nosotros tenemos la perfecta
libertad para rechazar esta palabra. Es posible que la asociemos con la
hipocresía, o a una mentalidad débil, o a lágrimas de cocodrilos, pero
conocemos su significado y seguramente puede presentarse como un recibo del
equipaje que todos llevamos con nosotros y que contiene en su paradójica constitución
el remordimiento de un pasado irrevocable y que, ciertamente, no es ni tan pasado ni tan
irrevocable. La caridad, como lo señala Mr. Chesterton en alguna parte, es el
perdón de lo imperdonable. ¿Podemos añadir a esto que es penitencia es la
negación de lo innegable?
También esta emoción está bien representada en
un Réquiem. De hecho, podemos decir que nada más está representado salvo en la
medida en que es un elemento de ésta. Desde el Confíteor Deo omnipotenti de las
tres negras y blancas figuras inclinadas a los pies del altar hasta el inseguro
Amen, la representación completa no
es nada más que un corazón roto que solloza de pena. Es posible que nosotros
podamos rechazar la idea teológica del pecado, pero no podemos dejar de evitar
pensar que hay ciertos eventos (que viene a ser prácticamente la misma cosa) en nuestras propias vidas y en las vidas de
las otras personas, de los cuales estamos extremadamente arrepentidos, ciertos
fracasos al hacer lo correcto, ciertos
triunfos que hubiéramos preferido haber fallado.
Y supongo también que cuando este
desagradable hecho se vuelve inminente para el testigo del Requiem, experimentaremos
ese arrepentimiento más vivamente, y que al fin y al cabo, no es para nada
descabellado hacerlo.
Muy bien entonces, esto es exactamente
lo que en la Misa de Difuntos se levanta por sobre cualquier otra forma de
devoción funeraria. La Iglesia Católica no imita al hombre ilustre que cuando
se requiere al amigo que lo llora en la
hora de la muerte para que declare que fue lo que le dio tal radiante
sobrenatural a su rostro, la respuesta acompañada de una paciente sonrisa
es: “el recuerdo de una larga y bien gastada vida”. Por el
contrario, ella no hace ninguna referencia a las virtudes del fallecido, aunque
es justo decir que ha hecho esto el día anterior. Ella no reconoce victorias e
incluso pide disculpas por las fallas, es más, hace lo que considera aún mejor:
ella las deplora.
La conclusión de todo este asunto es
que yo me alegro de haber atravesado por aquel ejercicio en el día de Todos los
Difuntos, porque siento que ellos han sido extremadamente buenos para mí. No necesito que se me recuerde que estoy
vivo, ni que la inmortalidad puede ser solamente una brillante conjetura, ni
que yo soy una persona extremadamente fina, viril, exitosa y capaz. Pero no
está mal que se me diga en silencio, de una manera muy impresionante y vívida que yo ciertamente voy a morir algún día, que
la esperanza es un hecho que debe tenerse en cuenta y que a pesar de mi
singular probidad y extraordinarios dones, que
aquí hay unos pocos incidentes
y un largo cúmulo de triunfos que debiera lamentar.