Algunas palabras previas: La presente conferencia se encuentra publicada en “Books of Essays”, y fue editado por el padre Martindale, s.j. en 1916. El libro contiene además la pequeña reseña biográfica del padre Allan Ross que ya hemos publicado en este blog. Por lo extenso que puede resultar un solo post con toda la charla, la he dividido en tres partes que siguen las tres secciones originales dadas por el autor en esta obra póstuma, y que iré publicando, Dios mediante, semanalmente.
Como siempre les digo, si la traducción no se entiende, si es deficiente, o contiene errores por favor me lo hacen saber. Esta traductora es una principiante y necesita retroalimentación correctiva.
Que les aproveche.
Beatrice.
Infalibilidad y Tradición
Por el Reverendísimo Monseñor
Benson, M.A.
[La siguiente conferencia fue leída en Mayo de
1907, ante la Sociedad de Santo Tomás de Canterbury – una organización del
clero anglicano cuya misión es estudiar la historia de la cristiandad
occidental. Se han alterado unos pocos párrafos únicamente con el fin de
entregar al artículo una mayor idoneidad para su publicación. R.H.B]
Se
ha puesto de manifiesto muy bien aquello de que no existe un historiador
imparcial. Cada hombre que se dispone a trazar el desarrollo de la vida, ya sea
política, religiosa o artística, está obligado a hacerlo con cierta teoría en
su mente. La palabra “progreso” es un sinsentido a menos que no exista en aquel
que la utiliza alguna idea estandarizada o algún objetivo a la que la idea de
progreso esté relacionada.
Podemos expresar esta verdad en un enunciado diferente diciendo que,
estrictamente hablando, toda tesis histórica debe ser deductiva. Es imposible
para nosotros acercarnos a los acontecimientos o a los registros, sin algún
tipo de prejuicio. No podemos, literalmente hablando, leer la más simple afirmación
sin estar otorgando a la interpretación nuestro propio sentido de eterna conveniencia,
sin juzgarla, aunque sea inconscientemente, por alguna norma de lo correcto a
la que consideramos como suprema. El historiador, o el teólogo más cercano a la
imparcialidad no es aquel que no tiene un punto de vista, sino que es el que
está en conocimiento de otras opiniones y puede otorgarles la debida
consideración.
Por
lo tanto, empiezo esta conferencia confesando desde el comienzo que me aproximo
al tema con este espíritu. No es mi intención pretender, incluso para mí mismo,
ser totalmente imparcial, sin embargo, esto no necesariamente involucra una
petición de principio (petitio principii). Será mi objetivo presentar una tesis
para llegar, por así decirlo, a las complicadas aulas de la política
eclesiástica con la llave en mi mano, la cual, y tengo razón para creer, será
encontrada para que engarce. En sentido alguno es una llave de mi propia
manufactura. Yo no pretendo la más mínima originalidad. Es únicamente mi
creencia de que la Mano que ha hecho las aulas, también ha hecho las llaves, y
las ha diseñado una para las otra. Si yo tuviera alguna otra creencia frente a
esto, no pretendería ponerla frente a todos.
A continuación, a modo de prefacio, quiero
decir que intentaré seguir en esta
conferencia, la sugerencia que me dio el que me propuso que ésta debía estar
escrita. Dijo que la línea que había pensado fue siguiendo algunas palabras de
Schanz, en el sentido de que era imposible entender el dogma de la
infalibilidad sin entender primeramente lo que significa el desarrollo de la
vida de la Iglesia. En consecuencia, he tratado de componer esta conferencia en
este sentido, y para tratar sobre la Tradición estrictamente hablando,
comparada ligeramente como siendo una especie de caminata comentada hecha por
la historia acerca del desenvolvimiento de esta vida.
I
Antes
de entrar derechamente en materia, es necesario decir una o dos palabras acerca
de cómo concebimos la naturaleza general de la Iglesia Católica. Existen
innumerables imágenes y metáforas usadas para referirse a ella en las Sagradas
Escrituras y en los Padres, pero tal vez la más usual, como la más y mejor comprendida, es la frase en la que
se habla de ella como el Cuerpo Místico de Cristo sobre la tierra. Y hay que
remarcar el hecho de que la ciencia actual da un significado a esta frase la
cual ciertamente no fue explicitada para las mentes de aquellos que primero la
usaron. Con hechos científicos a refiero a que un cuerpo orgánico consta de
células las cuales tienen por sí cierta existencia independiente, aunque esta
existencia, normalmente hablando, es obnubilada por la unidad mayor a la cual
está fusionada. Luego, esta unidad de todas las células juntas es una unidad
inexplicable y trascendente que depende de un principio del cual la ciencia no
puede darnos un adecuado reporte. Que esta existencia independiente de las
células es un hecho y no meramente una idea, queda ilustrada a través del
fenómeno que sigue a la descomposición. El cuerpo muere, como decimos, en
cierto momento. La unidad es disuelta, pero las células se conservan por cierto
periodo según su propia vitalidad. La aplicación de esta imagen al Cuerpo de
Cristo ilustrando como hace el principio de vida, el cual la hace una y la
eleva en una misteriosa identidad con la vida de Cristo, es suficientemente
sugerente para no necesitar comentarios en esta ocasión.
Entonces, la Iglesia como nosotros la concebimos es un todo orgánico. (No
estoy tratando aquí el sentido amplio con el cual la palabra “Iglesia” es usada,
como para expresar el gran cuerpo que incluye a los difuntos, sino
solamente con la que la misma es utilizada
frecuentemente en la Escritura, y que
supone la compañía de aquellos que están aún en la tierra y que están unidos unos a otros por la gracia, en una especie de
comunión externa con Cristo y su cabeza). Es un todo orgánico, por lo tanto –
porque si no fuera orgánico en un sentido real, la palabra perdería todo
significado – consistente en personas humanas sobre la tierra y elevadas en
virtud de la gracia, a la unidad única con alguien que trasciende la vitalidad
de cada uno. Ellas son elevadas hacia una especie de personalidad trascendente,
la cual es, en cierto sentido, idéntica a la de Cristo. “Yo soy la vid y vosotros
sois los sarmientos” dice Nuestro Señor. “Nosotros tenemos el pensamiento de
Cristo”, clama San Pablo. Es en este
sentido solamente que nosotros le
remitimos lo que es de fe divina estrictamente a las decisiones de la Iglesia –
en cualquier sentido podamos entender su
constitución – nos sometemos a ella como nos sometemos a Dios, no meramente
porque ella es su representante, sino porque en un sentido real ella es Él mismo en términos de la naturaleza humana. Puede
ser que nuestra teoría sobre su constitución nos conduzca a creer también que
su voz ya no es proferida, o que está obscurecida por las pasiones humanas en
estos últimos tiempos; pero en teoría al menos yo considero que todo el que pretende
el nombre de católico cree en su esencial divinidad, y de la misma manera, en
la identidad de su pensamiento, y que puedo considerar su personalidad con el
pensamiento y personalidad de Jesucristo.
Comenzando con estas premisas, entonces, nos damos cuenta de un número
de cuestiones, las cuales, si no le adjuntamos un valor analógico a toda esta
imagen de un cuerpo orgánico del cual he hablado, pienso que estamos obligados
a ceder.
1. Ella puede ser considerada desde dos lados: del
divino y del humano, justamente como el cuerpo normal de un hombre puede ser
abordado por un biólogo o por un amigo. Para uno es una conjunto de células relacionadas
unas a otras y controladas por ciertas leyes; para el otro es un tabernáculo
del alma. Digo que tiene dos lados, aunque de hecho son cientos. El artista
también tiene su punto de vista, el atleta otro, el psicólogo otro. Sin
embargo, pienso que estos dos lados
incluyen adecuadamente a todos ellos bajo dos divisiones principales.
2. Pero si además miramos dentro de lo que
significa la palabra “consciencia” tal como se aplica a un ser sensitivo,
siendo reflexivo, veremos que esto es de doble naturaleza. Existe primeramente
esta ordinaria acción reflexiva por la que tomamos conciencia de esto o de
aquello. En segundo lugar, existe esta profunda vida interior que actúa
automática e independientemente de la voluntad. Hay un proceso por el cual
nosotros damos cuenta de las leyes de nuestra existencia y de las del mundo en
el cual vivimos, y ahí existe este proceso
interno cuyos actos, como el sueño, nos mantienen en vida completamente
apartados de nuestra volición consciente. Ahora muy a grandes rasgos podemos
decir que estos dos apartados de nuestra naturaleza corresponden a la vida
humana y a la vida divina de la Iglesia – en un momento dado a su conciencia
activa y a su divino instinto. No hay argumentos contra la existencia de una
ley en nuestro ser que diga que ésta no ha sido explícitamente reconocida por
nuestras facultades reflexivas.
En la medida que encontramos que la ley ha actuado (lo que explica el
fenómeno) en esto que es correlativo a otras leyes conocidas - más allá de todo, si hayamos que ha habido
momentos en el pasado cuando aparentemente
ha sido reconocida apelando deliberadamente a nuestra conciencia directa
- no debiéramos encontrar dificultad en el hecho de que no siempre ha sido explícita y continua.
3. Aproximándonos
ahora más cerca al objetivo directo de nuestra consideración, podemos notar,
antes de acercarnos más, primero: que la infalibilidad puede bien ser en cierto
sentido, una de semejantes leyes fundamentales y esenciales, aun cuando no
siempre reconocida explícitamente por todos en cada momento. Porque la infalibilidad
en su sentido más elemental no es más que esto: que la conciencia divina de la
Iglesia se relaciona de tal manera con la conciencia humana que la salvaguarda
de formular una declaración en contradicción con la verdad. Se afirma que
existe un canal abierto entre el entendimiento de Cristo y el conjunto de
entendimientos que componen Su mística conciencia, y que el primero controla y
verifica a esta última. No es la inspiración la que es exigida - no hay una
inundación milagrosa del entendimiento humano con sabiduría más allá de que lo
originalmente fue depositado en él – sino que existe una constante restricción
ejercida sobre él hasta tal punto que nunca va a formular una realidad falsa.
No se afirma nada más que esto. Menos que esto podría vaciar las promesas de Nuestro
Señor de todo sentido, así como destruir toda nuestra confianza en la verdad
revelada. La infalibilidad entonces, entendida de esta forma, puede bien ser
una de semejantes leyes, como de las que les he hablado – una prerrogativa
adjunta a todo el cuerpo de Cristo, aun cuando no siempre tan evidente como las
definiciones posteriores que hemos hecho.
4. De esta forma, por lo tanto, encontramos la
reconciliación entre los hechos, tales como por un lado, la demanda constante
acerca de que la doctrina de la Iglesia es inmutable y por otro, que el dogma
de la Inmaculada Concepción no fue proclamado sino hasta el siglo 19. Lo que
ahí yace, nos dicen los teólogos, fue revelado desde el comienzo. Fue parte del
depositum almacenado en la conciencia
trascendente que podemos llamar por el momento, el Entendimiento de Cristo, y
en virtud de la identidad entre ellos, en el Entendimiento de la Iglesia. Aun
cuando no haya sido hecho explícito tal sentido, habían pocos que eran inconscientes de esto,
incluso hasta el punto de aparentemente contradecirlo, o en último caso, de
ignorarlo cuando la materia se encontraba bajo discusión. Es en este sentido semejante a como Pio X
tiene un conocimiento explícito que Pio I no tenía.
“Así
pues, crezcan y progresen de todas las maneras posibles la inteligencia, el conocimiento,
la sabiduría, tanto de la colectividad, como del individuo, de toda la Iglesia
según las edades y los siglos; con tal de que eso suceda exactamente según su
naturaleza peculiar en la misma doctrina, en el mismo sentido y en la misma
interpretación”
Procede a comparar
este desarrollo con el crecimiento de un hombre desde la infancia:
“Si
algo nuevo aparece en la edad madura, ya preexistía en el embrión; así, nada
nuevo se manifiesta en el adulto que ya no se encuentre de forma latente en el
niño” (Cap. XXIII)
Por supuesto, este argumento es la
columna vertebral de todo el Desenvolvimiento de Newman (“Ensayo sobre el desenvolvimiento de la doctrina cristiana”. n.de.tr.)
En cuanto a la otra materia no es necesario hablar, es decir, con respecto a si este incremento del
conocimiento es meramente por una razón silogística a partir de premisas
depositadas originalmente, o como San Vicente apunta, por el actual proceso de
crecimiento a partir del germen y de los rudimentos. Los teólogos se encuentran
en ambos sectores. Algunos hacen hincapié en un aspecto o en el otro. Digo
“aspectos” ya que es una discusión más acerca de si hay alguna diferencia real
entre las dos teorías. Ciertamente todo desenvolvimiento ocurre en razón de
argumentos racionales y silogismos, y nunca sin ellos. Sin embargo, las
antiguas premisas deben siempre ser, hasta cierto punto, desarrolladas en otras
esferas que los de la revelación, y por lo tanto también se desarrollarán las
conclusiones. Aunque esto es ajeno a nuestra materia.
5. Notamos que la
identidad del conjunto de entendimientos que compone la Iglesia con el
entendimiento de Cristo está condicionado por varios puntos. Mientras en un
sentido pasivo la identidad es continua, para que la Iglesia no pueda universal
y formalmente abrazar una doctrina contraria a la verdad, sin embargo con el
propósito de definir, la infalibilidad no es puesta en juego, excepto bajo muy
estrechas y definidas limitaciones. Es sólo en un determinado cuerpo de
conocimientos que la infalibilidad es del todo requerida, y esto es aún más
limitado por otras condiciones – aquellas, quiero decir, que pertenecen a la
constitución de un concilio o de las circunstancias bajo las cuales el papa las
sostiene ex cathedra.
6. Por último, bajo
este primer encabezado, debemos considerar el lugar de la Tradición en la vida
de la Iglesia, y en primer lugar, despejemos de nuestra mente el extraño
capricho de que no hay tal cosa como las tradiciones vinculantes que nunca se
han puesto del todo por escrito. Existe desde luego una opinión flotando. En
efecto, más una atmosfera que una opinión – un temperamento que otorga color e
intensidad a la doctrina tenida, pero
esto no es la Tradición a la cual la Iglesia llama su fuente de verdad. La Tradición
más bien es el cuerpo establecido de la verdad diseminada a través de las
palabras de los Padres y de las publicaciones de los Concilios cuando definen
doctrina y sentencias, y éstas son continuas e inmutables como la doctrina
directamente contenida en la Escritura, aunque sujeta como ella, y como todo
conocimiento, al desenvolvimiento continuo de la expresión por parte de la Ecclesia docens,
y a la aprehensión de la Ecclesia
dicens. El temple de ánimo y la opinión piadosa expresada de siglo en siglo
puede cambiar, y cambia su misma sustancia, puesto que pueden ser realidades
defectuosas, y son con frecuencia encontradas así. Aunque es cierto que al
igual que el suero que se forma sobre una herida, pueden ser necesarias en un
momento dado para la preservación de la
verdad, aunque en sí mismas sean trascendentes y temporales. Un ejemplo de
semejante asunto se encuentra en el significado ligado a la frase extra Ecclesia nulla salus. No cabe duda
que hasta hace unos pocos siglos atrás la interpretación común de estas palabras
fue que todos los no bautizados estaban literal e inevitablemente condenados.
Aunque esta interpretación nunca fue formalmente declarada por la Iglesia como
siendo la única, en nuestros días el consenso universal la declara como
realmente falsa. Aun cuando algunos
pueden dudar de que en una época menos sutil semejante interpretación popular
fue la única salvaguarda de la verdad de la Iglesia como instrumento de
salvación de Dios, y que el que rechaza a la Iglesia rechaza a Dios.
La Tradición entonces, no es una
colectividad fluctuante de opinión. Es un patrón fijo. Es, podemos decir, no
solamente la interpretación dogmática de la Escritura –esto no es más que un
aspecto con poca importancia – sino un positivo cuerpo de verdad contenido en
sí mismo. Es, en un sentido, la entera revelación de la cristiandad. Es el
mensaje completo entregado a la Iglesia por nuestro Señor, mientras que la
Escritura no es más que una colección de libros inspirados, ciertamente
peculiar y de un único carácter, pero la completa garantía solamente es, en
efecto, la Tradición. La Escritura es una parte de la Tradición más que la Tradición
sea un apéndice de la Escritura. Existe, tal como lo remarca Mr. Mallock en
alguna parte, una conciencia continua de la Iglesia. Ella no consiste en una
serie de generaciones abruptamente divididas por centurias o movimientos, sino
que ella es una especie de persona, como ya lo he dicho, que vive continuamente
a través de los siglos y de los movimientos, recordando la revelación hecha una
vez a ella, afirmándola y repitiéndola incesantemente. Entonces, la Tradición
en términos generales es la memoria de la revelación y de los eventos que se
anunciaron y que siguieron, y de las
deducciones que se derivan de ella. Por supuesto que la Escritura es, como dice
San Vicente “adecuada plenamente para todos sus fines”,i.e, como un registro de
los eventos y un esquema general de las consideraciones de sus significados.
Es, como lo he dicho, completamente única y preciosa para la Iglesia más allá
de todos los otros escritos. Aún estrictamente considerada, no es más que una
historia fiel aunque inspirada por Dios, en las manos de un escribano humano.
La Tradición, entonces, en un sentido consta de tradiciones, con doctrinas definitivas
transmitidas. Tales doctrinas - como que los santos están en la gloria antes de
la resurrección, que ellos pueden escuchar de alguna manera las oraciones de
quienes los interpelan – son verdades que no pueden ser probadas en ningún
sentido real desde la Escritura, aunque ellas pueden ser encontradas ahí por
aquellos que ya creen en ellas. Más bien, ellas son parte de la revelación que
Nuestro Señor entregó a su Iglesia, en todo caso, de forma germinal. Con todo,
la Tradición en sí misma, en un sentido más real, es la memoria continua de
todo el Evangelio. La Tradición trasciende las tradiciones, como la educación
trasciende las lecciones; como los conocimientos musicales de un músico
transcienden la suma de las piezas que compone e interpreta.
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