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martes, 29 de octubre de 2013

La virtud de la afabilidad

         Publiqué hace unos días un post que generó en algunos comentaristas cierta molestia, pues creyeron ver en mis palabras algo que no es verdad o que se mal interpretó. Mi post apuntaba a que no podemos caer en la soberbia ni el fariseísmo al creernos mejores que los demás por el hecho de haber sido bendecidos por conocer la verdad. Conocer la verdad, conlleva a vivir conforme a ella según nuestro estado de vida. Seremos mejores en la medida en que pongamos en práctica aquello en lo cual creemos y rezamos. Como diría Aristóteles en la Ética a Nicómaco, si mal no recuerdo: ¿qué hace al hombre virtuoso? Hacer actos virtuosos.
         El punto es que el post  derivó en una serie de comentarios, y en uno de ellos se atacó sin razón a mi compatriota Fray Agrícola, al que conozco personalmente desde hace años. ( No, no soy Fray Agrícola, lo digo por si alguien cree que tengo esta otra faceta. Jamás tomaría un nick masculino siendo una mujer, y menos me auto-respondería mis propios comentarios y post )
         La discusión tomó un rumbo que cayó en la vulgaridad del lenguaje. Me sentí muy mal al ver cómo los que somos del mismo paño nos atacamos como si fuéramos peor que los neo paganos con los cuales convivimos a diario.  ¿Esa misma boca con la cual nombro a Nuestro Señor, y comulgo, sirve también para atacar al próximo con groserías como las diría cualquier anarquista anticatólico en una marcha a favor, por ejemplo, del aborto?  Los hemos visto gritar en las calles, ¿vamos a contestar de la misma manera, con su mismo lenguaje? ¿De tanto combatir a los orcos en su ruedo nos hemos asimilado a ellos en su manera de combatir? ¿Combatimos el buen combate de esta manera? Es cierto que muchas groserías han pasado a ser parte habitual del lenguaje, pero no me parece que por ello,  usarlas, sea algo normal y decente, especialmente cuando hemos sido llamados a ser perfectos por el mismo Cristo. Tenemos ya bastantes faltas y pecados a nuestro haber, con los cuales hay que luchar día a día para vencernos, para más encima agregar más faltas usando un lenguaje vulgar y poco caritativo. Habrá gente que me considerará una siútica que se escandaliza por la coprolalia, pero la verdad es que este lenguaje realmente me molesta y me choca. Más todavía en un país que sólo parece conocer dos o tres palabras que empiezan con h. y nada más. Todo se reduce a "la h", "al h." al "c.de tu". y a alguna otra grosería irreproducible más y punto. Intente entablar una conversación inteligente con algún chileno y pídale que se abstenga de decir h. y lo dejará mudo, no sabrá como expresarse.
         Esto me llevó, por una parte, a ocultar los comentarios por tiempo indefinido. No tengo intención de volver a abrirlos salvo que considere que éstos sean verdaderamente un aporte con argumentos racionales a la discusión, y no una manga de peroratas insolentes. Me costó hacerlo, pues algunos me servían como retroalimentación para escribir, pero no voy a omitir permitiendo comentarios anodinos.  Por otra, me llevó a analizar lo que significa ser afable, ser cortés, no solamente con los amigos, sino también con los que no piensan como uno. ¿Debilidad de carácter? ¿Falta de convicción? ¿Lisonjera para caer simpático y ganarme adeptos? No señores, nada de eso. Es simplemente llevar al plano de la convivencia social esta virtud moral que fue definida por Santo Tomás de la siguiente manera:

"Es necesario que exista un orden conveniente entre el hombre y sus semejantes en la vida ordinaria, tanto en sus palabras como en sus obras; es decir, que uno se comporte con los otros del modo debido. Es preciso, pues, una virtud que observe este orden convenientemente. Y a esta virtud la llamamos amistad o afabilidad" (Suma Teológica, II-II, q. 114)

          Lo cortés no quita lo valiente, dice el refrán. Gritar no nos hace ser más valientes ni más convincentes a la hora de enfrentarnos con nuestros enemigos. No voy a negar que a uno a veces la paciencia se le agota, y el desborde de la ira sube desde las entrañas cuando nos topamos con energúmenos marxistas, anarquistas, liberales y un largo etc. Pero ellos no van a cambiar por nuestros gritos ni por nuestros improperios. Debe primar la caridad. Caridad primero para con Dios, y si veo que hay algún anarquista rayando una iglesia o rompiendo una imagen, lo voy a increpar tal como lo hizo Nuestro Señor cuando en el templo barrió con todos los comerciantes. Pero otra cosa es andar por la red insultando al prójimo, tildarlo de hereje a cada rato, convirtiéndose uno en el látigo de Dios. De ahí esta otra virtud que se deriva de la templanza que es la mansedumbre.
          Lamento lo de los comentarios, pero no puedo tolerar lo prosaico en mi blog. Me pregunto si es lícito y virtuoso el insulto anónimo para exponer mis convicciones, ¿puede el fin alguna vez justificar los medios? ¿Es lícito convertirnos en lo que son nuestros adversarios para combatirlos con sus propias armas? Viendo este panorama caótico en un mundo individualista y repleto de gente alterada que tiene la cabeza caliente,  me llena de nostalgia la vida del ermitaño que en alguna parte alejada de este infierno moderno, en el silencio de su pequeño oratorio se queda acompañando a Nuestro Señor en el sagrario, lejos de los gritos y de las peleas mundanas. Que nada nos quite la paz. No nos cuesta nada ser amables, de corazón no falsamente.
         Les dejaré a continuación una serie de párrafos para que se entienda mejor lo que digo y que me parecen muy apropiados para este tema. Los he sacado del manual (¡ oh sí un manual!, a veces son muy útiles para guiarnos a encontrar las citas exactas) de Royo Marín: Teología de la perfección cristiana:

Sobre la Amistad o afabilidad:
"Sus actos son variadísimos, y todos excitan la simpatía y cariño de nuestros semejantes. La benignidad, el trato delicado, la alabanza sencilla, el buen recibimiento, la indulgencia, el agradecimiento manifestado con entusiasmo, el desagravio, la paz, la paciencia, la mansedumbre, la exquisita educación en palabras y modales etc., ejercen un poder de seducción y simpatía en torno nuestro, que con ningún otro procedimiento pudiéramos lograr. Con razón escribió Gounod que "el hombre se inclina ante el talento, pero sólo se arrodilla ante la bondad".

Esta preciosa virtud tiene dos vicios opuestos: uno por exceso, la adulación o lisonja, por la cual se trata de agradar a alguien de manera desordenada y excesiva para obtener de él alguna ventaja propia; y otro por defecto, el litigio o espíritu de contradicción, que trata de contristar o al menos de no agradar al adversario".

Sobre la Mansedumbre:
" A imitación del divino Maestro, el alma que aspire a la perfección ha de poner extremo cuidado e interés en la práctica de la mansedumbre.
                                     "Para imitar a Nuestro Señor, evitaremos las disputas, las voces destempladas, las palabras o las obras bruscas o que pueden hacer daño, para no alejar a los tímidos. Cuidaremos mucho de no devolver nunca mal por mal; de no estropear o romper alguna cosa por brusquedad; de no hablar cuando estamos airados. Procuraremos, por el contrario, tratar con buenas maneras a todos los que se llegaren a hablarnos; poner a todos rostro risueño y afable, aun cuando nos cansen y molesten; acoger con especial benevolencia a los pobres, los afligidos, los enfermos, los pecadores, los tímidos, los niños; suavizar con algunas buenas palabras las reprensiones que hubiésemos de hacer; cumplir con nuestro cometido con ahínco, y haciendo, a veces, algo más de lo que se nos exige, y sobre todo, haciéndolo de buena gana. Estamos dispuestos, si fuese menester, a recibir un bofetón sin devolverle y a presentar la mejilla izquierda al que nos hiere en la derecha" Tanquerey, Teología ascética."

Nótese, sin embargo, que en ocasiones se impone la ira, y renunciar a ella en estos casos sería faltar a la justicia o a la caridad, que son virtudes más importantes que la mansedumbre. El mismo Cristo, modelo incomparable de mansedumbre, arrojó con el látigo a los profanadores del templo (Jn 2,15) y lanzó terribles invectivas contra el orgullo y mala fe de los fariseos (Mt. 23, 13 ss). Ni hay que pensar que en estos casos se sacrifica la virtud de la mansedumbre en aras de la justicia o de la caridad. Todo lo contrario. La misma mansedumbre - es su misma definición - enseña a usar rectamente de la pasión de la ira en los casos necesarios y de la manera que sea conveniente según el dictamen de la razón iluminada por la fe. Lo contrario no sería virtud, sino debilidad o blandura excesiva de carácter, que en modo alguno podría compaginarse con la energía y reciedumbre que requiere muchas veces el ejercicio de virtudes cristianas, y sería, por lo mismo, un verdadero pecado como dice Santo Tomás. Lo que ocurre es que, siendo muy fácil equivocarse en la apreciación de los justos motivos que reclaman la ira o desmandarse en el ejercicio de la misma, hemos de estar siempre vigilantes y alerta para no dejarnos sorprender  por el ímpetu de la pasión o para controlar sus manifestaciones dentro de los límites infranqueables que señala la razón iluminada por la fe. En caso de duda es mejor inclinarse del lado de la dulzura y mansedumbre antes que del rigor excesivo.
A la mansedumbre se opone la ira desordenada o iracundia. Como vicio capital que es, de ella nacen muchos otros pecados, principalmente la indignación, la hinchazón de la mente (pensando en los medios de vengarse), el griterío, la blasfemia, la injuria y la riña. En la ira misma distingue Aristóteles tres especies: la de los violentos (acuti), que se irritan en seguida y por el más leve motivo; la de los rencorosos (amari), que conservan mucho tiempo el recuerdo de las injurias recibidas, y la de los obstinados (difíciles sive graves), que no descansan hasta que logran vengarse".


 

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