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miércoles, 11 de septiembre de 2013

11 de Septiembre de 1903



        Durante los días que siguieron a su llegada al priorato dominico de Woodchester, R.H.Benson estuvo preparando su alma para ser recibido en la Iglesia. Asistía a misa, a los oficios diarios especialmente a Completas, cuando se reza el Salve Regina dominico. Parafraseando a Martindale y haciendo una rápida traducción del capítulo dedicado a esos días, encontramos a un Benson escribiéndole a su madre para contarle que no será necesario re-bautizarlo (para consuelo de su madre), pues el bautizo realizado por su propio padre, el Arzobispo de Canterbery, era válido en la intención del mismo.
         Al atardecer de este día el padre Buckler escuchó su confesión en la capilla de Woodchester y le dio el beso de la paz diciéndole: En el futuro tendré que llamarte Mi querido Hugh. Hugh amó esta actitud parternal, y aludía a esto en las cartas siempre con el corolario - refiriéndose al padre Bucker - como: ¡él es querido viejo!.
         Al día siguiente a su confesión recibió la  Sagrada Comunión de manos del Prior. Resulta interesante leer el testimonio de Benson al referirse a la reacción tanto de los anglicanos como de los católicos cuando su conversión se publicó en los diarios de la época.
He aquí el texto de Benson, en sus Confesiones:
 
          "El viernes, día fijado para mi admisión, di un paseo solitario en medio de una total indiferencia y visité la iglesia de Minchinhampton, al otro lado del valle. Recuerdo que empezó a llover y que tomé el té en un pequeño establecimiento de cuyas paredes colgaba una divertida lista de instrucciones a los clientes, así como las proezas del dueño y su propósito de mantener el orden. Alrededor de las seis de la tarde volví al convento.
          No sé lo que me impulsa a contar esto, excepto que me resulta imposible acordarme de otra cosa que no sean los pequeños detalles de los acontecimientos de aquellos días. Si recordara alguna maravillosa experiencia mística, seguramente tampoco la contaría; pero lo cierto es que no las hubo.           
         No sentía nada en mi interior, salvo la absoluta certeza de que, al cruzar las puertas de Su Iglesia, estaba cumpliendo la Voluntad de Dios. Tampoco tenía la experiencia de una oración elevada, tentaciones contra la fe ni nada por el estilo. Debo confesar que este estado de ánimo duró no sólo durante mi recepción y mi Primera Comunión, sino a lo largo de algunos meses más. Ni siquiera Roma, donde recibí lecciones sorprendentes y extraordinarias, me proporcionó excesivas emociones.
         En realidad, estaba experimentando la reacción natural de la auténtica y dolorosa lucha que había comenzado casi un año antes. En ese tiempo había pasado por toda la gama de estados de mi vida espiritual, y, como resultado, mis facultades se habían sumergido en una especie de letargo. Y si lo menciono ahora es porque he sabido de más de un converso profundamente asombrado y decepcionado ante una experiencia similar. El alma espera ver el cielo abierto, una efusión de gracia palpable, torrentes de gozo, una gloria deslumbrante y sonidos sobrenaturales; y, en su lugar, sobre ella desciende un pesado velo atravesado por una luz: la Estrella de la Fe, tan cierta y tan firme como Dios en Su trono. (...)
         Alrededor de las seis y media, el padre Reginald me llevó a la capilla y allí, arrodillado ante el Prior, me confesé, hice los actos de fe, esperanza, caridad y contrición, y recibí la absolución; no así el bautismo sub conditione - aunque realmente estaba deseándolo -, pues hubo dos testigos de mi bautismo anterior que dieron fe de que la ceremonia se había efectuado perfectamente de acuerdo con los requisitos católicos. Entonces me besó como un padre a su hijo y yo entré en la iglesia para la acción de gracias.
         A la mañana siguiente el prior me administró la Sagrada Comunión en la preciosa capilla. Me quedé todo el domingo con ellos, en medio de una curiosa y desapasionada especie de creciente gozo en mi interior. El lunes viajé hacia el norte para instalarme con mi amigo sacerdote, que era capellán en una residencia católica. (...)
        Y ahora comenzaba a vivir las consecuencias inevitables de mi actuación. No recuerdo el número de cartas que recibí tras publicarse en la prensa mi conversión, pero fueron por lo menos dos voluminosos repartos diarios. Debía contestarlas todas y lo que lo hacía más difícil era que únicamente dos o tres procedían de católicos. Cosa natural, pues yo conocía muy pocos. Sin embargo, hubo un telegrama que me conmovió: lo enviaba el sacerdote a quien tanto debía y de cuya conversión me había enterado con tristeza en Damasco seis años antes.
          El resto de las cartas procedía de anglicanos - clérigos, hombres, mujeres e incluso niños- ; la mayoría me llamaba traidor (aunque de esas había pocas), loco vanidoso, impaciente y testarudo, o fanático desagradecido. Algunas de esas personas ocultaban sus sentimientos lo mejor que podían, pero la mayor parte manifestaba claramente su modo de pensar. Recibí de un pastor, todavía anglicano, una entusiasta nota de felicitación por haber sido lo bastante afortunado al encontrar mi camino en la Ciudad de la Paz. Ocho años después también él entraba en la Ciudad.
         Creo que las contesté todas, incluso la de una mujer que me recordaba el sermón sobre el Hijo Pródigo que prediqué en una ocasión y en el que yo había instado a los fieles a volver a la casa del Padre. Le contesté que insistía en ello, que era exactamente lo que yo había hecho y que con ese propósito había dejado la Iglesia de Inglaterra. Le expresaba, por fin, mi esperanza de que un día ella viniera también. La mujer entregó mi carta a su párroco y éste me replicó inmediatamente con una violenta acusación de traición, diciendo que, cuando me invitó a predicar a su parroquia, pensaba que yo era digno de confianza; ahora lamentaba que mi "perversión" hubiera envilecido tan rápidamente mi personalidad. Yo le respondí citando los comentarios de su feligresa y haciéndole ver que no podía responder de un modo distinto del que lo había hecho. Él me escribió una vez más disculpándose, diciendo que la mujer le había dado a entender que yo le había  que escrito primero y lamentando haber empleado tan duras expresiones.
          También recibí otra carta que me causó tanto dolor como sorpresa. Era de una mujer de mediana edad a la que consideraba una auténtica amiga, esposa de un eminente miembro de la Iglesia anglicana. La carta era breve, amarga y feroz; en ella me reprochaba la deshonra que había acarreado al buen nombre y a la memoria de mi padre. Me pareció incomprensible entonces - y me lo sigue pareciendo ahora - que una persona sincera y profundamente religiosa, como sin duda lo era ella, pudiera hacerme semejantes reproches; como si el pensamiento de la deshonra de mi padre no hubiera sido una tentación diabólica que yo ni siquiera pensé en consentir.
         Muy distintas fueron las serenas y generosas frases de determinado obispo anglicano que, hablando con mi madre tras mi marcha a Roma, le dijo: "Recuerde que, después de todo, él ha seguido el dictado de su conciencia. Y ¿qué otra cosa hubiera deseado su padre?". Lo único que puedo decir es que mi antigua amiga seguramente había escrito esa carta en un momento de cólera ciega.
         Poco después un pastor me informó de que yo había caído en un cisma que daba lugar a un "fruto amargo", y que en  mi caso, como en otros muchos, "el honor había salido volando". El origen fue que, tras mi ordenación en Roma, fui a vivir inocentemente a su misma ciudad - aunque yo no ejercía en aquel momento funciones de predicador - y que dos años antes había dirigido, en contra de mi voluntad, una misión anglicana en su parroquia. En mi respuesta le insinuaba que, si no retiraba aquellas expresiones - que solía repetir en conversaciones privadas - debía tener en cuenta que yo era libre de enviar su carta a los periódicos. Y las retiró.
        No obstante, debo reconocer con el mayor agradecimiento que, salvo algunas excepciones de este estilo, tales controversias fueron bastante escasas, y la caridad que demostró conmigo la comunión anglicana en general llegó, sencillamente, a asombrarme. Yo no sabía que hubiera tanta generosidad en el mundo."
 
                                  R.H.Benson, Confesiones de un Converso

2 comentarios:

  1. Muy bueno Beatrice ¡¡¡ Muy bueno ¡¡¡

    criollo y andaluz

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  2. Querido Marcos: gracias. El testimonio de Benson es reflejo de un alma sin dobleces, es absolutamente honesto consigo mismo y con sus lectores.
    Un abrazo,
    Beatrice

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