Monsignor
Robert Hugh Benson
(1871 – 1914)
Por R. P. Allan Ross
(Sacerdote del Oratorio de Londres)
Llegado en poco tiempo a la
perfección, vivió una larga vida (Sabiduría, 4, 13)
Sería imposible, en el tan limitado espacio que se dispone, hacer
justicia al sujeto de esta breve biografía. Él se las arregló para llevar a
cabo muchas cosas en muy poco tiempo. Él en sus actividades fue un
multifacético. Fue muy bien conocido entre los hombres de esta generación, y
hay mucho que podríamos decir sobre él, y ha quedado mucho sin decir,
únicamente porque será posible dar un breve bosquejo de su vida. Descubriremos
entonces algunas de estas sobresalientes características.
El objetivo, por tanto, de este pequeño reconocimiento a uno que pasó
como un meteoro sobre el horizonte de la Iglesia, será interesar a los
lectores en Hugh Benson, sacerdote de la
Iglesia Católica, con la esperanza que esto los atraerá a estudiar, por una
parte, su interesante personalidad con mayor plenitud en la biografía oficial,[1]
la cual será publicada a su debido tiempo; y por otra, sobre todo, a estudiar
sus muchos escritos en los cuales su genio versátil tiene un legado para la
posteridad.
El lector encontrará la personalidad
del escritor estampada sobre sus páginas – su sinceridad, su aversión a la
hipocresía y al convencionalismo; su desconfianza hacia los sentimientos como
guía segura de la conducta humana; su maravilloso poder de imaginación y su
instinto dramático; su perspicaz poder de observación; su odio a la exhibición;
su celo por las almas. Y encontrará también en estos libros, la estampa de un
hombre de oración, que sabe que la unión con Dios es el supremo trabajo del
hombre en esta vida, ya sea que esa unión sea obtenida por el fiel cumplimiento
de los deberes de uno según su estado de vida, que tiene su sustrato en la
oración, o ya sea como en el caso de los que han sido llamados a la vida
contemplativa. Hugh Benson fue un hombre de oración, en la medida en que la
oración formaba el sustrato de su vida de tremenda actividad, y lo ayudaba a ir
adelante con el corazón del apostolado y a proclamar a la Iglesia Católica como
la auténtica intérprete de la revelación de Dios a los hombres, y como el medio
divinamente designado para sanar la brecha entre Dios y sus creaturas.
No parece estar fuera de lugar hacer
aquí una pequeña mención al misticismo, porque es algo muy conspicuo en los
escritos de Hugh Benson, y también porque es un tema que hace referencia a una
buena cantidad de equivocaciones.
Existe la opinión común acerca de que
el místico es un soñador inútil, siempre ensimismado lejos de la tierra e
incapaz de poner algún interés práctico en las cosas terrenales. Pero esta no
es la visión de la Iglesia Católica. Ella reconoce en el misticismo una
poderosa fuerza que impele a actividades reales, como es el caso de algunos
conocidos místicos como San Francisco de Sales, Santa Teresa de Ávila y Santa
Catalina de Siena, cuyas vidas fueron muy arduas debido a su percepción
consciente de la Divina Presencia.
La Iglesia no enseña que todos los místicos son santos, aunque bien
puede ser cierto que la experiencia mística, aunque sobrenatural, puede ser
compatible con la santidad, pues bien puede no alcanzar las nobles alturas de las virtudes heroicas,
las cuales constituyen la verdadera santidad. Sin embargo, reconoce en el
misticismo un potente factor en la activa vida de los individuos.
Si nosotros empleamos la experiencia
mística para referirnos a un trato personal consciente con Dios[2],
entonces el místico es alguien que ha pasado a través de los grados más bajos
de oración hasta alcanzar lo que se ha llamado la oración contemplativa. No hay
necesidad aquí de dar una descripción de las divisiones de oración,
generalmente aceptadas como una clasificación reconocida por los maestros de la
Iglesia Católica. Existen muchos tratados clásicos de oración entre los cuales
está el Castillo Interior de Santa Teresa, que es uno de los más conocidos, con
estas siete diferentes moradas. Sin embargo, tal vez pueda serme permitido
llamar la atención sobre la opinión sostenida por los maestros con autoridad,
acerca de que la oración contemplativa está al alcance de todos. Esta opinión
que ciertamente tiene mucho de recomendable, ha sido claramente expuesta en un
reciente trabajo[3], donde
el escritor apoya sus conclusiones en la enseñanza de cuatro de los más grandes
profesores de oración, los cuatro canonizados santos, siendo dos de ellos al
mismo tiempo grandes teólogos y doctores de la Iglesia: Santa Teresa de Ávila,
San Juan de la Cruz, Santo Tomás de Aquino y San Francisco de Sales. De acuerdo
a esta opinión: “Aquellos que oran fervorosamente y están deseosos de
entregarse a sí mismos a Dios enteramente con todo desprendimiento van por lo
general en camino a la contemplación.”[4]
Si se pregunta porqué tan pocos
logran la contemplación, la respuesta
puede estar dada en las palabras de san Juan de la Cruz: porque solamente unos pocos están listos para entrar dentro del vacío y
dentro del completo desprendimiento de espíritu[5].
Para obtener de Dios las gracias necesarias para la contemplación, uno debe
serle fiel a las diferentes prácticas de la vida espiritual, meditaciones,
mortificaciones, autorenuncia, pero si esta preparación “es hecha fielmente,
Dios, a menos que algún propósito excepcional intervenga, nunca fallará al
momento apropiado para que una gracia especial le permita a uno la
contemplación”[6].
Existen diferentes grados de oración
contemplativa, y si comparativamente pocos alcanzan incluso el grado más bajo,
más cerca están los que son suficientemente heroicos como para alcanzar grados
más altos. Pero la contemplación es esencialmente “no otra cosa que una
amorosa, simple y permanente atención del espíritu a las cosas divinas”[7],
y comprende una certera conciencia de la presencia de Dios. “¡Oh Dios!, qué
dichosa es el alma que, en la tranquilidad de su corazón, conserva amorosamente
el sagrado sentimiento de la presencia de Dios…Ahora bien, cuando a este
propósito, hablo del sagrado sentimiento de la presencia de Dios, no me refiero
al sentimiento sensible, sino al que reside en la cima y en la parte más
elevada del espíritu, donde el divino amor reina y produce sus principales
efectos[8]
El alma entonces, que alcanza la
contemplación logra en la oración una certera conciencia de la presencia de
Dios, y acorde a las enseñanzas aquí enfatizadas, “la contemplación es la meta
normal de la vida espiritual”[9].
Aunque solamente puede lograrse a costa de trabajo y autorenuncia, en otras
palabras, por la fe puesta en el ejercicio de la práctica de la vida
espiritual, porque “si tenemos que
describir la preparación para ser un alma experimentada para la contemplación,
sería necesario un tratado completo de ascética”[10].
Sin embargo, el alma que ha pasado a
través de los grados más bajos de la oración y alcanza el estado de
contemplación, está impregnada de recursos de energía sobrenatural, los cuales
se manifiestan a sí mismos en un trabajo activo para Dios. Si tal alma vive en
el mundo, se siente impelida a trabajar generosamente por el amor de Dios, y
supongo que este era el caso de Hugh Benson. En este caso, la meditación ha
pasado a una oración de gran simplicidad, esto es, en sus propios escritos, y
él fue un ardiente defensor de la que parece ser una de las características de
su vida. Esto se puede deducir de sus libros, y se expresa formalmente en el
Prefacio que escribió para un libro de oración: “Existe un modo supremo de santificación…el
cual es accesible prácticamente donde quiera que las almas lo deseen y es la
Vía de la Oración…Si hay algo absolutamente claro para la dogmática, así como
para la enseñanza de la ascesis en la Iglesia, es que una vida de oración que
tiende a la perfección, está al alcance de cualquier devoto cristiano”.[11]
[1]
Esta biografía está en las competentes manos del R. P. C.C. Martindale, s.j
[2]
Misticismo, por el R.P. A.B Sharpe, m.a (C.T.S., Id), p.3
[3]
Contemplación mística, por E. Lamballe (Washbourne)
[4] Ibidem,
pág 51
[5]
San Juan de la Cruz, Ascenso al Monte Carmelo, Libro I, cb. Vii.
[6]
Contemplación mística, pág. 98.
[7]
Tratado del Amor de Dios, por San Francisco de Sales, libro vi, cap. 3
[8]
Ibidem, libro vii, cap. 1
[9]
Contemplación mística, pág 98.
[10]
Ibidem. Pág 100.
[11]
Thesaurum Fidelium, pág. 7 (Longmans)
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