Si Monseñor Benson hubiera vivido hasta el 18 de noviembre de 1914, habría cumplido cuarenta y tres años. Sin embargo, en la madrugada del 20 de octubre (nota de la traducción: en realidad el 19 de octubre) llegó la gran cita: la llama que había ardido con tanta fuerza durante dos décadas de su vida activa ardió tenuemente y cesó en forma gentil dejando a numerosos corazones llorando su fallecimiento y al mundo más pobre debido a su pérdida.
Las circunstancias de su muerte son, quizás, bien conocidas.
Ellas han sido registradas por su amigo el Canónico Sharrock. En septiembre,
aunque no se sentía tan bien como siempre, Mgr. Benson había escrito al
Canónico para decirle que al final no se sorprendiera si era incapaz de
completar su compromiso de predicar en la Catedral de Salford los domingos de
octubre. Era característica su puntillosidad en mantener sus compromisos. El
que escribe puede dar testimonio de su conocimiento personal de cómo
sagradamente Mgr. Benson considerada este deber declinando absolutamente
renunciar a un compromiso en la más pobre de las iglesias de la provincia en
favor de una invitación a la más elegante iglesia metropolitana. Su carta al
Canónico, por lo tanto, era una indicación de que él consideraba su condición
como algo serio. Sin embargo, fue a Salford y predicó el 4 de octubre. No
obstante, se notó que carecía de su acostumbrado vigor. Al día siguiente él
insistió en ir a un convento, en una ciudad adyacente, donde pasó la semana
predicando un retiro.
Se predicó el segundo sermón de
la serie en Salford el 11 de octubre. Dos cosas fueron inusuales. No pudo subir
los escalones sin dificultad, ya que generalmente él subía corriendo. Después
de su sermón se sentó exhausto en una silla en la sacristía y permaneció
inmóvil por un momento. Al día siguiente partió a Londres, pero en el camino a
la estación de trenes experimentó tal agudo ataque de dolor en su pecho que fue
llevado de vuelta a la casa del Obispo y puesto en la cama, y se llamó a un
doctor. El diagnóstico fue “falsa angina de pecho.” A partir del hecho que la
neumonía sobrevino rápidamente y en vistas al desacuerdo entre los doctores
sobre la existencia de la “falsa angina de pecho”, pareció que los síntomas
iniciales eran en realidad los de una neumonía. De cualquier forma fue esto lo
que hizo sucumbir a Mgr. Benson. Cuando se le anunció que se consideraba
prudente administrar los últimos sacramentos, él se comportó con la más
edificante fortaleza, efectuando las respuestas y evidenciando el más vivo
interés en todo lo relacionado con los solemnes ritos. Como era su
característica preguntó cómo debería comportarse en esta nueva experiencia. En
cierto momento, justo antes de su muerte, interrumpió las oraciones por los
moribundos para hacer alguna petición o para enviar un mensaje. Retuvo su
conciencia maravillosamente hasta unos pocos minutos antes del fin, y dio un
ejemplo de piedad y de confianza en Dios que fue lo más impresionante para
aquellos que rodeaban su cama, entre ellos estaba su hermano A.C. Benson.
De acuerdo a sus instrucciones
escritas, su cuerpo fue llevado a Hare Street House, cerca de Buntingford, a la
capillita en la cual él había gastado tanto trabajo y afectuoso trabajo. Sus
exequias fueron celebradas en la presencia del Cardenal Arzobispo de
Westminster, sus parientes inmediatos y los más cercanos amigos, mientras que
cientos esperaban afuera en los prados aterciopelados sobre los cuales él había
trabajado tantas veces. Un sexteto de coristas muy bien preparados de la gran
catedral católica de Inglaterra cantó exquisitamente el sublime réquiem, bajo
la dirección personal del Sr. Terry. Y así él fue recostado para descansar a
los pies de la gran cruz en su adorado jardín. Es entendido que ahora la finca
es propiedad de la Diócesis de Westminster para ser usada como residencia de
verano del Ordinario, y así su carácter será preservado.
Por una feliz elección su querido amigo, el
R.P. Cyril Martindale, el culto jesuita, ha sido seleccionado como su biógrafo.
La simpatía, intimidad, los gustos literarios, la elocuencia de estilo, la
distinción, caracterizarán la historia de su vida tan escasa y simple de hechos
en un sentido, y sin embargo, tan intrincada en razón de su relación con los
demás. Hasta que la biografía tan ansiosamente esperada aparezca, sería inapropiado
aventurar detalles biográficos. Sin embargo, ahora es el tiempo apropiado para
registrar impresiones.
Sin ser irreverente séame
permitido acomodar a Robert Hugh Benson la frase que la Sagrada Escritura usa
para describir la Presencia de Dios: “una llama de fuego.” La intensidad que
todo lo absorbiera y que todo lo consumiera fueron las características
dominantes de su vida. Los teólogos definen a Dios como acto simple. Con la
debida mesura los Escolásticos describen la perfección de la actividad , totus
in eo. El poeta pagano pone sucintamente el rol de la acción perfecta: Age quod
agis. Lo que fuera que Robert Hugh Benson hizo lo hizo poderosamente, con toda
su energía, con todo su ser. Esto fue cierto tanto si la ocupación era la
prédica que él consideraba más elevada o lo más simple; la diversión de su
pequeño amigo “Jim” de Iniciación, o los coristas de dulce voz de Westminster,
de quienes era muy aficionado. La intensidad se mostraba en cada relación de su
vida y en toda su variedad. Por ejemplo, en la mesa del desayuno él prácticamente
era inconsciente de la comida y comía mecánicamente, tan absorto estaba en la
lectura de su enorme correspondencia. Su interés en las conversaciones de mesa
otras veces, lo hacían inconsciente de las viandas ya sea que fuera una
sencilla comida de una casa del clero o una suntuosa mesa de un millonario. La
abstinencia era la regla de la comida para él.
Su actitud hacia su voluminosa correspondencia
revela su misma intensidad. Fue consultado sobre casos de conciencia por
numerosas personas de diferentes partes del mundo. Muchos de aquellos nunca
intercambiaron una palabra hablada con él; muchos más lo conocían solo a través
de sus libros; sin embargo, la mayoría de ellos había sido su audiencia de los
maravillosos sermones que él predicó en dos hemisferios, mientras que otros lo
han consultado personalmente. Su correo era una clínica espiritual. De las
consultas que tuvo conmigo deduje su variado carácter. Curiosamente aunque no
tuvo una confesionario regular, los crímenes más extraños y repugnantes de la
degradada humana naturaleza llegaban a él para ser juzgados. Su interés en las
pobres víctimas del pecado y del crimen era a la vez patético e intenso. Entre
él y sus corresponsales se estableció un perfecto entendimiento. Su maravillosa
percepción de la naturaleza humana le resultó muy útil.
Fueron muchos los viajes
emprendidos y dio extrañas entrevistas, algunas veces de un hemisferio a otro,
para ayudar a un alma que luchaba por hacer lo correcto. Las cartas sin
respuestas fueron una constante obsesión para él. Cuando la enfermedad lo
confinó a la cama, yo tuve que traer un taquígrafo para tomar su dictado. Su
mente no descansaba si pensaba que alguna pobre alma estaba esperando las
palabras necesarias de consejo o confort, o a veces, de severa reprimenda.
En los detalles de su trabajo sobresalía esta
misma intensidad. A menudo cuando se encontraba viajando en diversos medios de
transporte, ya sea el metro lleno de gente común o un tranvía, o en un lujoso
automóvil de uno de sus amigos considerado como un hijo, cuando partíamos pedía
permiso para leer su oficio que, a menos que estuviera imposibilitado bajo un
estrés físico real, insistía en leer a diario a pesar de la enorme presión de
trabajo que incluía a veces cinco sermones o alocuciones al día en puntos muy
distantes.
Tal era su concentración que era
inconsciente de todo lo que lo rodeaba. El resultado de tan maravillosa
facultad era que leía muy rápidamente. Desafiado un día después de la tremenda
hazaña de terminar de leer un libro difícil en unas pocas horas, Benson
respondió mostrando su disposición a ser preguntado sobre el libro entero y
allí expuso sus características más destacadas.
En la preparación de sus sermones
fue notable esta misma característica. La rapidez en el hablar y la vehemencia
con la cual él derramada el torrente de palabras bien escogidas, aunque
sencillas, ponían frente a los oyentes imágenes verbales que lo llevaban a
casa. Verdades impactantes deleitadas con frases elegantes, estimuladas por
perspectivas de visión inusuales. Todo parecía tan fácil y natural como para
engañar al oyente en cuanto al exigente esfuerzo de producción. En la
conversación familiar Benson solía decir que por tres años había escrito
cuidadosamente cada sermón que había dado. Consideraba estos años perdidos. La
experiencia le fue guiando a adoptar un sistema que involucraba una tremenda
labor, pero que producía un espléndido resultado. Antes de poner una palabra en
el papel, el sermón entero había sido pensado en sus líneas generales. Entonces
era analizado en sus principales divisiones, y luego en sus subdivisiones. Todo
esto era puesto en forma prolija y precisa en una página de su maravilloso
cuaderno (el análisis de un sermón nunca se excedió de una página). Bajo cada
encabezado era anotada una indicación de alguna llamativa ilustración, un lema
o alguna frase pintoresca. Muchas de estas fueron escritas mucho después de que
el sermón hubiera sido predicado. Todo era aprovechado. En consecuencia, sus
cuadernos presentan una fascinante imagen de su vida y experiencia personal.
Cuando estaba hablando, la página del cuaderno pendía frente a su visión mental
como una imagen. Si algo ocurría que lo perturbada, se avergonzaba y, a veces,
se sentía irremediablemente perdido. No podía componérselas y mucho menos hacer
algo improvisado. Cualquiera perturbación en la feligresía era apta para
resultar fatal. Esto rompía la intensidad de su concentración de la imagen
mental de su sermón. Este hecho explica su pronunciación vacilante y el
tartamudeo cuando hablada en una habitación pequeña o a un número reducido de
oyentes. Tomaba consciencia de ellos en un sentido más individual que cuando se
dirigía a una multitud. No le era molesta la vaga percepción de un gran número,
pero tener consciencia de unos pocos lo avergonzaba y quebraba su
concentración. Todo esto exigía una labor paciente y persistente. Le he
escuchado dar el mismo sermón varias veces bajo diferentes circunstancias. A excepción
de los cambios necesarios para adaptarlos a estas circunstancias, no había la
más mínima variación, sin embargo, la preparación inmediata requería horas de
trabajo. Él solía decir que se comprometería a convertir en predicador a
cualquier hombre que siguiera su planificación. Creo que poco emprenderían esto
si supieran el trabajo, muchas veces repugnante, de cómo fue repasar una y otra
vez la complejidad de esos esqueletos, por no decir el esfuerzo intelectual
necesario para pensarlo todo de antemano en el vacío.
La misma flameante intensidad
mostró en su vida religiosa. Fue el más ardiente y persistente buscador de la
verdad. Incluso en la conversación ordinaria él insistía en un grado notable
sobre esta precisión. Cuando se llegaba a una verdad religiosa su mente no
estaba satisfecha hasta que las preguntas se desgranaban hasta su base
definitiva. Cuando mediante aquellas muy ligeras ocurrencias que él ha
mencionado en sus Confesiones de un Converso sus convicciones como anglicano
fueron perturbadas, hubo de seguir lo inevitable. Afortunadamente para él, su
profundo sentimiento religioso y su cepa mística lo condujeron a la visión
católica de la revelación y de la autoridad. Al fin con su mente
permanentemente tranquila con respecto a los estupendos fundamentos de su fe
religiosa, su pasión se convirtió en su amor personal por la Iglesia Católica.
A él, más allá que la mayoría de los hombres, le fue dada la visión de la
Iglesia como el cuerpo místico de Cristo, y su amor personal por Cristo inflamó
su amor a ella con quien Él se ha identificado así místicamente a Sí mismo. No
pudo ni entender ni simpatizar con lo que yo me aventuro a llamar la actitud
práctica de tantos católicos hacia la Iglesia. Su amor era una llama de fuego.
De ahí la inspiración de su prédica, de ahí también la desconcertante variedad
de su obra. Con la voz, en el contacto personal; a través de la novela, en el
escenario; mediante el sermón, la novela, la obra de teatro, él trató de hacer
que los hombres conocieron y amaran, como él lo hizo, el Cuerpo Místico del
Señor.
Cualquiera que alguna vez lo
escuchó predicar el sermón sobre la parábola de la red, sabrá lo que quiero
decir. La hermosa, y en algunos casos encantadora, descripción de la Misa,
notable en “¿Con qué autoridad?”, también nos ilustrará el punto. El sermón tan
a menudo predicado como uno de caridad al estilo inglés es igualmente
esclarecedor. Nadie que alguna vez lo escuchó puede olvidar su apasionada
respuesta a la sórdida objeción de que los católicos prodigamos demasiado
dinero en la belleza de nuestras iglesias, rituales, etc. Su fulminante
contraste al uso de piedras preciosas para adorno de las mujeres, y el destello
de inventiva con el cual él casi gritando al final dio la respuesta: que si no
coronaban al Salvador con oro y joyas, Él aún podría usar la Corona de Espinas.
A pesar de que muy pocos de los
cientos de miles que lo escucharon predicar durante la corta década de su vida
católica se dieron cuenta de la intensidad del trabajo ligado a sus fascinantes
discursos, sin embargo, cada auditor reconoció la tensa energía de su entrega.
Aparentemente Mgr. Benson tuvo muchos obstáculos. De figura delgada y por
debajo de la estatura media, con el rostro y rasgos que, aunque eran llamativos
al mismo tiempo no eran atractivos; una voz que era estridente y no modulada;
un tartamudeo en el hablar que en la conversación privada algunas veces se
tornaba doloroso; una pobreza en los gestos que era notable. Un orador
profesional podría haber indicado cada una de las razones de porqué Benson
debiera haber fracasado como predicador. Pero cuando uno se acostumbraba, la
voz áspera se hacía suave a medida que su tema se desarrollaba. Su delgada
figura se estremecía en vibrante respuesta a los sentimientos que se conmovían
a través de todo su ser, reconociendo la reprimida vehemencia y el nervioso
vigor que causaba que ese ágil cuerpo se columpiara de arriba abajo, a un lado
y al otro, balanceándose ridículamente sobre sus dedos de los pies, amenazando
constantemente con perder el equilibrio, pero siempre restableciéndolo para
atarlo a las fluidas bandas de soprano púrpura y luego proceder nerviosamente a
desatarlo. Mientras, la mente se deslumbraba, el gusto se saboreaba, el corazón
se movía, la voluntad se despertaba por el torrente de palabras que, como un
río cristalino, llevaba a su seno visiones de gloria, revelaciones de belleza,
manifestaciones de poder, y así uno se daba cuenta del hechizo del don divino,
del poder de la palabra de Dios reflejada en la palabra del ser humano en
acción.
El esfuerzo de Mgr. Benson fue
llegar al hombre común. Cuando uno ve, como tantas veces lo vi, grandes
multitudes paralizadas sin aliento por sus palabras, supe que las más altas
verdades encontraban reconocimiento y alojamiento en las mentes y corazones más
humildes. Se puede dar uno cuenta del efecto de una llama intensa que,
ardiendo en el crisol de su propia mente
y corazón toda la verdad que él había tan trabajosamente asimilado y hecho
suya, se lanza a su lugar de reposo en los corazones y mentes humanas, y que en
adelante viviría en ellos como la “palabra que procede de la boca de Dios.”
Nos queda lamentar su pérdida. Él
no lamentó su temprana muerte. Cuando, tan frecuentemente sucedía, sus amigos
íntimos, o puedo calificarlo diciendo amigos al comienzo de su intimidad, se
quejaban de su hormigueante actividad y de la continua tensión que parecía
oponerse a la ordinaria humana prudencia, la respuesta desaprobatoria era
invariablemente: “Es mejor así. Yo lo sé. Lo mejor es dejarme llevar mi vida
como yo sé.” Y así la llama de fuego ardió brillantemente hasta el fin
inesperado, y al cesar ha hecho que la oscuridad diga cuan brillantemente había
ardido.
American Catholic Historical Society of Philadelphia, marzo 1915, vol.26, N°1, págs., 55-63
Traducción de Beatrice Atherton, para Bensonians