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sábado, 31 de marzo de 2018

Las siete palabras, nuestro amigo crucificado por Mgr. R.H. Benson parte 3 de 3


5.- “Tengo sed”

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Termina la agonía del alma de Cristo mientras avanza la de su cuerpo. Cuelga en la cruz desde la mañana, y ahora, bajo el ardiente sol del mediodía – apagado durante unos instantes por las tinieblas que ocultaron el tormento de su alma -, los minutos transcurren lentamente. Y, como una marea de fuego, aparece la sed del crucificado, un tormento que, según se dice, es l peor en esta acerba forma de muerte.

Hasta este momento su clamor al Padre ha sido el punto culminante de la humillación de Cristo, una petición de ayuda por parte de la sagrada humanidad abandonada voluntariamente, su confesión al mundo de que la oscuridad invade su alma. Ahora baja el peldaño más profundo de la humillación y pide ayuda al hombre.

¡Cristo pide ayuda al hombre!

Él la ofreció durante toda su vida: alimentó a las almas hambrientas y a los cuerpos hambrientos; abrió los ojos de los ciegos y los oídos de los sordos; enderezó las manos paralizadas y fortaleció las rodillas débiles. En pie, en medo del templo, llamó a los sedientos para calmar su sed, ahora, por el contrario, pide de beber y lo acepta. También David, en el fragor de la batalla, había gritado: “¡Quién me diera poder beber agua de la cisterna que está a la puerta de Belén!”, Porque tanto David, como el hijo David, eran lo suficientemente fuertes como para ceder a la debilidad.

En el secular calvario de la historia del mundo, Jesús clama pidiendo ayuda al hombre: el dador de todas las cosas se humilla hasta la súplica.

En realidad, ha habido llamadas anteriores: el Señor habla al alma egoísta con la voz del Sinaí: “No robarás”; y a la que hace ciertos progresos le promete apoyo y recompensa: “Bienaventurados tales y tales hombres porque recibirán su premio. Pero existen numerosas almas sordas para el cielo y para el infierno, almas para las cuales el futuro no significa nada o casi nada, almas tan osadas que no temen el infierno, o tan indiferentes que no desean el cielo. Y a ellas dirige su último y conmovedor mensaje: “Si no queréis aceptar mi ayuda, ayudadme al menos. Si no queréis beber de mis manos, dadme al menos de beber de las vuestras. Tengo sed.”

Resulta sorprendente comprobar hasta qué situación redujeron los hombres a Cristo. Y también resulta sugerente pensar que los hombres que no reaccionaron por su propio bien reaccionarán algunas veces por el de Él.

“Mirad, clama Jesucristo, habéis abandonado la búsqueda, os habéis apartado de la puerta y no queréis llamar. No os tomaréis la molestia de pedir. De modo que yo tendré que hacerlo todo. Mirad, yo soy el que busca al que se ha perdido; soy yo el que se ha convertido en un mendigo…Tened compasión de mí. El Señor me ha contristado. Ya no os ofrezco agua, sino que os la pido: sin ella, me muero”.

Algunas veces nos conviene considerar la vida espiritual desde un punto de vista completamente distinto. En ciertos momentos la religión representa para nosotros una pesada carga: cuando la búsqueda, larga e infructuosa, nos harta; cuando, a pesar de nuestras insistentes llamadas, las puertas no se abren; cuando pedimos y no recibimos respuesta. En tales momentos nos rendimos; incluso llegamos a creer que nuestras peticiones no merecen ser satisfechas; que la piedad llega a un punto detrás del cual ya no hay nada; que fallan nuestros deseos y que ya no ambicionamos el cielo. La verdad es que somos seres limitados, y que la “inquietud por lo divino”, el anhelo de infinito y la ilimitada pasión por Dios son dones divinos, lo mismo que la fuerza para alcanzarlos y vencer. Dios no es sólo nuestro Señor y nuestra recompensa, sino que Él mismo debe ser el camino para encontrarle. No podemos desearlo ardientemente si no contamos con su ayuda.

Y cuando nos cansamos de desear, cuando el mismo deseo se extingue, Jesús nos dice la palabra desde la cruz.

Hemos hablado de la amistad divina como si se tratara de una relación recíproca; como si se tratara de una relación recíproca; como si, estando Cristo a un lado y nosotros al otro, nos uniera un lazo común. Pero en realidad sólo existe un lado. No podemos desear al Cristo exterior si no contamos con la ayuda del Cristo interior. Y el Cristo interior debe gritar: “Tengo sed” antes de que el Cristo exterior pueda darnos el agua viva.

Esta llamada debe ser, entonces, nuestro estímulo último cuando fallen todos los demás. Está Jesucristo tan golpeado y despreciado que ha tenido que pedir compasión para sí mismo antes de compadecerse de nosotros.

Si no encontramos nuestro cielo en el Señor, dejémosle, al menos, que Él encuentre su cielo en nosotros.

Si ya no podemos decir: “Mi alma tiene sed del Dios vivo”, escuchémosle al menos clamar desde la cruz: “Mi alma tiene sed de vosotros”.

Si no le permitimos servirnos, contentémonos para nuestra vergüenza, con servirle.

Este es, de nuevo, el grito de Cristo que brota incesantemente en su Iglesia. Vivimos días llenos de temor y de amenazas. En otro tiempo la doctrina de la Iglesia iluminaba a Europa: era aclamada como “la que viene en nombre del Señor”. Llegaba haciendo el bien, ofreciendo el agua viva y distribuyendo el pan de vida. Ahora, recorre ante nuestros ojos el camino del dolor, está subiendo al Gólgota; está pendiente de la cruz…El mundo ha vencido de nuevo como pareció vencer en el Calvario. Los hombres se niegan a que les sirva; es más, no le permiten regirse a sí misma. Le atribuyen las características de un gobierno secular; le han arrebatado su gloria; se mofan de ella diciéndole que no puede salvar a los demás, puesto que no es capaz de salvarse a sí misma.

¿Qué esperanza no queda? ¿Cómo podrán bendecir unas manos clavadas? ¿Cómo podrán unos pies trabados salir en busca de los que se han perdido? Y ¿Cómo unos labios abrasados y agrietados por los tormentos podrán predicar el mensaje de la libertad divina?

Para nuestro consuelo, recordemos ahora que es Jesús quien clama y que cuando expresó su petición junto al pozo de Jacob y en la cruz del Gólgota, una mujer samaritana, una extranjera en el pueblo de Dios, y unos soldados del imperio enfrentado con el reino de Dios tuvieron compasión de Él y le dieron de beber.

6.- “Todo está cumplido

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La trémula luz de la tarde ilumina ahora el Calvario, las tres cruces y el pequeño grupo que aguarda el final. Del rostro de Cristo ha desaparecido la expresión de agonía. Desde su cuerpo destrozado y su alma torturada pidió compasión a Dios y a los hombres, y ellos respondieron. Ahora, ese rostro demacrado por las tinieblas del alma, con los ojos hundidos por el sufrimiento, se transforma en un rostro radiante ante la mirada de los que le contemplan. La respiración se acelera; el cuerpo clavado por las extremidades se endereza hasta conseguir la fuerza suficiente no sólo para hablar, sino para gritar de un modo tan sonoro y triunfal que sorprende y asusta al centurión, que ha visto morir a muchos hombres, pero a ninguno como este. El grito resuena como el clamor de un rey en el momento de la victoria. Y en un instante, el fracaso, los trabajos y la amargura desaparecen para siempre. Consummatum est…¡Todo está acabado!

Cristo vino al mundo para llevar a cabo la tarea más importante, más que el acto absoluto de la voluntad divina por el cual todas las cosas llegaron al ser desde la nada, más que esa constante fuente de energía que mantiene todas las cosas en el ser, las estrellas en su curso, los átomos en cohesión, y los mundos del espíritu y de la carne en sus mutuas relaciones. Y es que restaurar lo creado es un acto más grande que crear; lograr que el desobediente vuelva a la obediencia, más que darle la existencia; reconciliar a los enemigos, más que crear adoradores; redimir, más que crear. Que Dios creara al hombre era un acto de poder; que lo redimiera fue un acto de amor.

Vista desde esa perspectiva, toda la historia del Calvario es un esfuerzo incesante por llevar a cabo la redención. Ningún cordero vertió su sangre en vano, ningún profeta habló ni ningún rey reinó, excepto como eslabones de la cadena de la que el Cordero de Dios, el siervo del Señor y el Rey de Reyes es el final y la culminación que lo justifica todo. Abraham vio este día y se gozó; David habló en su canto del nacimiento del Señor y de sus manos y pies heridos; Isaías habló de la sepultura entre los impíos y del sepulcro en el huerto de un rico. Dios cumplió y culminó todo esto, y ahora Consummatum est.

Y si damos un salto de dos mil años y volvemos de nuevo nuestra mirada hacia el Calvario, vemos que todo lo que Dios ha hecho desde entonces nace de ahí: todas las inspiraciones de la gracia, todos los sacrificios y las oraciones, todas las mociones divinas, toda la correspondencia de las almas de los hombres, todos los pecados perdonados, todas las nuevas vidas recomenzadas, todas las muertes de los justos, todos los nacimientos de nuevas almas inocentes, todo extrae su fuerza y su auténtica existencia del torrente de amor que brota a los pies de la cruz de Cristo.

En ese momento, cuando de su corazón traspasado cae la última gota de sangre, Jesús, con una fuerza increíble en un moribundo, grita: “Todo está cumplido”.

En el cuerpo de Cristo se ha reanudado ahora la amistad entre Dios y el hombre: ha desaparecido la antigua e irreconciliable enemistad entre el pecado de la criatura y la justicia del Creador, entre la mancha del alma y la santidad del Padre de las almas. Ya somos aceptados “entre los que ama”.

En primer lugar, se ha abierto para el pecador la puerta de la salvación. De ahora en adelante no hay pecados imperdonables. Se dice que la caridad consiste en perdonar lo imperdonable y amar lo imposible de amar. Y como canta el profeta, esa sangre preciosísima “será una fuente en la que se laven el pecador y el impuro”. O, como escribió el apóstol, “donde nos purifiquemos del pecado”. La amistad se abre a toda alma que la desee.

Sin embargo, hay algo más. La muerte de Cristo no sólo hizo posible una mera amistad, sino distintos grados de ella a los que ni siquiera los ángeles pueden aspirar. Y, gracias a esa preciosísima sangre, un alma no sólo puede pasar de la muerte a la vida, sino que, por sucesivos peldaños, etapas y niveles, puede llegar a la perfección de la santidad misma. David tuvo sed de Dios; David intentó incesantemente “despertar en la presencia del Señor” que es la suprema satisfacción del alma. Sin embargo, hasta después de la muerte de Cristo ningún alma pudo llegar a esa meta – como era su deseo y el de Dios – que ahora encuentra a su alcance siempre que esté dispuesta a los sacrificios necesarios.

Por la fuerza de esa Preciosísima sangre vertida, y por las gracias de los sacramentos, el alma puede lograr ser fiel a Cristo en cada uno de sus pensamientos, palabras y acciones. Y por esa misma fuerza, puede alcanzar un punto de unión con Él, tan vivo y tan pleno, que realmente la lleve a afirmar: “Estoy clavado con Cristo en la cruz. Ya no soy yo el que vive: es Cristo quien vive en mí”.

Pues bien: la tarea de Cristo quedó “cumplida” en la cruz; cumplida, sí, pero no clausurada, sino liberada del doloroso proceso que la motivó; acabada como el pan que, después de amasarlo y cocido, está listo para ser consumido, como el vino procedente del lagar, como el cuerpo del niño cuando le da a luz su madre.

Terminada, para un nuevo y glorioso comienzo. El torrente que mana de sus heridas inunda las almas de los hombres lo mismo que su carne desgarrada los alimenta. Porque ahora, la Pasión de Cristo comienza a realizarse en su Cuerpo místico, que pone “lo que falta a la Pasión de Cristo”. Ahora, el terrible proceso que martirizó y destrozó su naturaleza humana asumida empieza a repetir la misma tarea de redención en el cuerpo de la Iglesia que, místicamente, es el cuerpo en el que Cristo mora para siempre. El sol se pone para que otro sol – que es el mismo – siga su curso. “La mañana y la tarde son el día”.

Y nosotros, sus amigos, que gracias a su amistad somos capaces de vivir, morir y resucitar con Él, vivimos generalmente como si no hubiera muerto. Comparemos la vida de un pagano culto y responsable. Saquémoslos de su ambiente y situémoslos el uno junto al otro. ¿Son tan grandes las diferencias? Algunas aparecen en los símbolos religiosos de ambos: uno lleva a Apolo y el otro un crucifijo. Uno venera a una diosa egipcia con el hijo en los brazos y el otro, a la Madre inmaculada de Jesús con su Niño bendito. Sus conversaciones, sus ropas, sus casas – signos completamente indiferentes para la vida del alma -, son distintas. Pero ¿son tan distintas sus virtudes, sus esperanzas de eternidad, su dolor ante las tumbas abiertas, sus ilusiones junto a la cuna…? Incluso antes de que Cristo muriera, los hijos amaban a los padres y los padres a los hijos. ¿Han llegado los cristianos a alcanzar ese asombroso grado de amor que exige “aborrecer a su padre y a su madre” para llegar a ser discípulos del Señor? Antes de que Cristo muriera, la castidad era una virtud. ¿Hemos adelantado tanto hoy en la pureza de corazón sin la cual nadie puede ver a Dios? Incluso un emperador romano predicó el dominio de uno mismo y la practicó. ¿Son nuestros hogares los mejores modelos de paz fraternal entre quienes viven juntos?

¿Llevó Cristo a cabo su obra sólo para que la sociedad no se pudriera más?¡Qué Dios nos ayude! Cuando contemplamos la llamada sociedad cristiana hoy tenemos la impresión de que Cristo no la ha empezado aún.

Del Calvario brota un enorme río de gracias, un caudal que debería hacer feliz a la Ciudad de Dios. Hay enormes embalses de gracia rebosando de los sacramentos, empapando el suelo bajo nuestros pies y refrescando el aire que respiramos. Y nosotros continuamos aferrados a nuestra odiosa falta humildad como si la perfección fuera un sueño, y la santidad el privilegio de los que ven a Dios en la gloria.

En el nombre de Cristo, empecemos, porque Cristo ha terminado.

7.- “Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu”

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Con su sexta palabra, nuestro Señor proclamaba que había dado fin al “asunto de su Padre” del que hablara años atrás en el templo. Ahora deja caer lentamente la cabeza sobre el pecho y, con las frases que aprendió en las rodillas de su madre – y que todo niño judío repite al confiar su alma a Dios cuando llega la noche -, rinde el espíritu en manos del Padre. Cae la tarde y se acerca el Sabbath en el cual, Dios, viendo todo lo que ha hecho, pronuncia de nuevo su “es bueno” y descansa de su tarea.

La paz de la muerte de nuestro amigo divino es uno de los aspectos más conmovedores de la Pasión. Durante treinta y tres años se dedicó a su obra, y desde su primer aliento de vida en el inhóspito portal de Belén, nunca descansó realmente. Incluso mientras dormía, su corazón velaba.

Su tarea consistió, entre otras cosas, en la colocación de los cimientos para la reforma del mundo. Si tenía que perdurar la civilización, todo – desde el desarrollo del Imperio Romano, hasta la evolución de los pueblos bárbaros, etc.- debía remodelarse sobre las bases que Cristo estableció, o perecer. Aún más: fundí el mayor reino jamás imaginado, la suprema sociedad sobrenatural que debe inspirar los decretos de los reyes y conceder a las repúblicas el derecho de gobernar. Porque el sucesor de su vicario será “padre de príncipes y reyes, y señor del mundo”. Y mientras tanto, hubo de llevar a cabo incontables gestos de misericordia: no despedirá a las almas solitarias, ningún cuerpo enfermo quedará sin sanar, y ninguna necesidad, insatisfecha. Y todo ello lo llevó a cabo un Hombre. En realidad, sólo Dios pudo hacerlo. No hay reformador, filósofo o monarca que haya soñado con fundar un reino como éste. Y todo lo llevó a cabo una naturaleza humana: fueron labios mortales los que dijeron aquellas cosas; fueron manos mortales las que prepararon aquellos cimientos; un cerebro mortal lo organizó y lo tradujo al lenguaje humano haciendo realidad los sueños de Dios. Ciertamente Dios no puede cansarse, pero hizo que el Hombre se cansara miles de veces.

¡Merecía, pues un profundo descanso! Y finalmente lo obtuvo. El alma que ha sufrido tan terrible agonía reposa ya en un lugar de descanso y de paz, donde las almas que han servido a Dios por medio de su correspondencia a la gracia esperan la primera llegada de su redentor. El cuerpo que ha soportado el peso del día y del calor, que se ha agotado a causa del trabajo y del quebrantado por los sufrimientos, y que, por fin, ha sido golpeado, herido y destrozado a manos de los mismos por los que soportó todo, yace en un frío sepulcro excavado en la roca, envuelto en un suave lino y ungido con mirra y perfumes, esperando el soplo de la energía divina que de nuevo recorrerá sus venas, nervios, y músculos, transformándolo en la imagen divina. Y, al no estar ya sometida a ninguna limitación, fatiga o deterioro, su alma no volverá a sentir tristeza, sino que disfrutará del gozo eterno. Nuestro amigo duerme por fin.

La paz de Dios que sobrepasa a todo entendimiento es, con mucho, el mayor de sus dones, por encima de la salud y de la riqueza, por encima, en cierto modo, de las virtudes mismas puesto que es su corona y su premio. Esta paz de Cristo es lo único necesario, y, como Él mismo nos dice, es esa “mejor parte”, mejor que toda la actividad y toda la energía, y que “no nos será quitada”.

Por esta razón nos planteamos la muerte con una esperanza que nos tranquiliza y reconcilia ante esa brusca interrupción de la actividad, que supone el mayor horror para la imaginación de un alma dinámica y vital. Incluso algunas veces la muerte tiene un enorme atractivo (o quizá podríamos decir que debería tenerlo) para ciertas almas que han padecido los sinsabores de la vida.

Y es que, de vez en cuando, el hecho de vivir exige un esfuerzo intolerable, no sólo por el cansancio que para el cuerpo supone obedecer a las exigencias del alma, sino por el esfuerzo, aún mayor, que para el alma supone responder adecuadamente a las inspiraciones y peticiones de la gracia. Si fuera posible, pediríamos que terminara esa lucha para descansar plenamente en Dios sin ni siquiera un esfuerzo de la voluntad; para reposar y hundirnos en Él, nuestro único descanso. Sin embargo, no debemos hacerlo, pues eso sería caer en el quietismo – esa curiosamente seductora teoría que implica letargo e inactividad -, esa modorra de un alma que ha sido creada para obrar, y de una voluntad que debe responsabilizarse del mérito o el demérito de sus actos. Ese estado únicamente es posible en la “divina necesidad” del purgatorio, y en ese caso, solamente porque es necesario.

Por otra parte, existe una paz de Dios incluso mientras vivimos. A causa de su falta, muchas almas se debaten y atormentan profundamente ante las rígidas barreras de sus propias limitaciones. Esa paz debe nacer de una única razón: del perfecto equilibrio de nuestras almas con el entorno para el que fueron creadas, de la respuesta perfecta por parte de nuestra amable y amante naturaleza a la única naturaleza adorable, la única que puede entendernos. En una palabra, esa paz sólo podemos encontrarla en todo lo que hemos venido considerando: en la íntima, afectuosa y voluntaria amistad con Cristo, que nos hizo para Él y preparó su propia Encarnación para que esa unión fuera completa.

La actividad, pues, es buena y necesaria en su lugar adecuado. La obra de Dios no puede hacerse sin ella. Pero es imprescindible que el alma goce de paz interior para que esa actividad cumpla sus objetivos. Vamos y venimos, acertamos o fracasamos. No tiene demasiada importancia, ya que no hay baremos en este mundo que nos permitan calibrar los resultados.

Pero la paz interior es necesaria puesto que nuestra verdadera “vida está oculta con Cristo en Dios”; esa paz que, como Él mismo nos dice, el mundo no puede darnos ni quitarnos, una paz que, a diferencia de otras emociones gratificantes, es completamente ajena a las cosas externas. En esta paz entró Cristo en cuerpo y alma cuando rindió su espíritu en manos del Padre, esa paz del Sabbath que Él inauguró y que “permanecerá…para el pueblo de Dios”.

La muerte ya no es temible y la vida ya no es gravosa, porque detrás de la escalofriante quietud de la muerte y de la enloquecedora prisa de la vida, Cristo y el alma moran juntos en la minúscula estancia del corazón, excavada en lo que es más duro que la roca. Esta roca no es la que se partió cuando se abrieron los sepulcros sembrando el terror aquí y allá, cuando hemos aprendido a morir a todo excepto a Cristo, cuando es todo nuestro, Él es también nuestra paz.

Contemplemos por última vez el sagrado Cuerpo que pende de la cruz. Ha corrido la sangre, el alma ha partido y nuestro amigo descansa. Vayamos también nosotros para ser enterrados con Él. Y que nuestras almas y las almas de todos los fieles, los que viven y los que marcharon , ¡descansen en Él!.

viernes, 30 de marzo de 2018

Las siete palabras, nuestro amigo crucificado, por Mgr. R,H. Benson, parte 2 de 3


3.- Mujer, ahí tienes a tu hijo. Hijo, ahí tienes a tu madre”

Dos de las personas que permanecieron al pie de la cruz son, para los cristianos de todos los tiempos, los modelos supremos de amor divino y humano. Allí está María, amada por el Padre Eterno hasta el punto de hacerla sin mancha. Allí está Juan, el discípulo preferido, que tuvo el privilegio de apoyar su cabeza, antes de llegar al cielo, en el pecho del Amor mismo inmaculado. Seguramente María y Juan estaban ya unidos por el mismo amor. Los que aman a Dios tan perfectamente no pueden amar a los demás de otro modo…Sin embargo, con sus siete palabras desde la cruz, Jesús los impulsa a una unión aún más estrecha. 

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Nuestro Señor desea no sólo entablar amistad con las almas, sino unir mutuamente a sus amigos e la caridad divina. De hecho, como prueba definitiva del amor hacia Él, crea un vínculo de caridad entre los hombres.“El que no ama su hermano, al que ve, ¿cómo puede amar a Dios al que no ve?”, escribirá más tarde Juan.

“Lo que no hicisteis con alguno de estos pequeños no lo hicisteis conmigo”, había enseñado a Jesús.
El segundo mandamiento es “semejante al primero”: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”.
Si dedico la mitad de las energías de su vida a atraer a los hombres hacia sí, dedicó la otra mitad a unir a los hombres entre sí.

“En esto conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis los unos a los otros”.
Alaba, no sólo a quienes “tienen hambre y sed de justicia” y buscan la fuente divina de la justicia, sino también los pacíficos y a los mansos. Porque los que no perdonan las ofensas (aquellos que consideran más fuertes que el lazo divino que los une al prójimo, las disensiones humanas que podrían separarlos) no pueden ver perdonadas sus propias ofensas, es decir, no pueden confiar en el vínculo divino que ellos mismos han rechazado.

Ahora bien, la unidad entre los hombres es, en cierto modo, el objeto de toda sociedad humana. Incluso en las esferas más mundanas se admite un hecho que ha sido siempre el tema de la predicación cristiana: que la unión hace la fuerza; que es mejor cooperar que competir, que una sociedad de cualquier clase sólo se salva olvidándose de “sí misma”; que la individualidad no se mantiene mas que sacrificando el individualismo. En prácticamente cualquier sociedad humana de todos los tiempos la unión es fuente de prosperidad. “Si disfrutamos juntos, ganamos juntos y triunfamos juntos, seremos capaces de amarnos unos a otros”.

Ahora, Jesucristo hace algo que no ha hecho nunca. Emplea el dolor como un lazo supremo de amor. “Amaos los unos a los otros” parece clamar desde la cruz, porque sois lo bastante fuertes como para sufrir juntos, “¡Mujer!, exclama nuestro hermano agonizante, ahí tienes a tu hijo”. Y luego, dirigiéndose a todos nosotros: “¡Hijo!, ahí tienes a tu madre”.

En primer lugar, pues, este es el lazo que nos une a María que, aunque en una ocasión entonara el Magnificat, sentiría más tarde que una espada le atravesaba el corazón. El pesar, mal aceptado, es una fuerza destructora más poderosa que cualquier otro sentimiento humano. El pesar, soportado con resentimiento y amargura, aísla el alma no sólo de Dios, sino de los amigos: el solitario agoniza lentamente en su soledad. Sin embargo, si la persona recibe y asume ese pesar, si hace un auténtico esfuerzo por aceptarlo, crea un lazo de unión tan fuerte con los demás que sufren, que todo el poder del infierno es incapaz de romperlo.

Si María se nos hubiera dado como madre solamente en Belén, si hubiera vivido envuelta en su íntimo gozo, si se nos mostrara como la imagen viva de la felicidad en persona, entonces, cuando cayera sobre nosotros el manto de la oscuridad, nos apartaríamos silenciosamente de su lado para sufrir en soledad. Una religión que nos mostrara a María con su Niño en los brazos, y no a María con el Hijo muerto sobre sus rodillas, no sería una religión a la que podríamos entregarnos confiadamente cuando todo nos fallara. Más aún, no podríamos tener a la Virgen por Madre si en su relación con nosotros no apareciera el dolor. María, aunque dio a luz sin dolor a su Hijo unigénito, dio a luz a la humanidad en medio del dolor y la agonía. Permaneció al pie de la cruz de Jesús lo mismo que había estado arrodillada junto a la cuna, y es nuestra madre tanto cuando gozamos como cuando sufrimos. La “Madre de dolores” debe estar siempre más cerca de la humanidad que la “Madre de la alegría”.

En cuanto empezamos a hacer ciertos progresos en la vida interior corremos el riesgo de olvidar otros deberes elementales. Dicho de otro modo, cuando iniciamos la experiencia de una relación íntima y personal con Cristo, existe el peligro de que nos olvidemos – o al menos, minimicemos – las relaciones que nos unen con los demás. Me refiero al hecho elemental de que “el que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios, al que no ve”, por muy profundos y fervorosos que parezcan nuestros sentimientos. Debemos contrastar la realidad de nuestra devoción hacia Él con la atención concreta que manifestamos hacia los demás.

Así pues, si hay un momento en el que debamos volvernos hacia nuestro prójimo y calibrar nuestra caridad, será cuando estemos junto a la cruz, porque la suprema gloria de la cruz exige hacer del dolor el lazo más profundo en las relaciones humanas.

Cuando nuestras almas contemplan conmovidas la muerte de nuestro Salvador, llega el momento de volver nuestra mirada a las sencillas relaciones de la vida cotidiana y de preguntarnos si hemos vencido en la prueba final de todo discípulo de Jesús: amarnos los unos a los otros. Sería escandaloso que quienes afirman disfrutar de la más íntima amistad con Dios, se caracterizasen por su egoísmo y falta de caridad con el prójimo; que los que se consideran “virtuosos” presenten su “modo de vida” y sus devociones como excusas para no ser amables con los demás. “Está rezando y no se le puede molestar…”; cuando, en realidad, el primer mandamiento es la caridad.

Ve a casa y da fin, de una vez por todas, a esa absurda disputa. Ve a casa y pide perdón, sincera y sencillamente, por tu participación en ese asunto en el que quizá el otro era aún más culpable que tú. Es intolerable que los amigos del crucificado – o los que aspirar a ser amigos del crucificado – puedan sentirse en paz con Dios y no estar en paz con su esposa o con sus padres.

“¡Ahí tienes a tu madre…a tu hijo!”. Un lazo más fuerte que el de la creación común te une a esa alma con la que estás en desacuerdo: el hecho de que el Verbo muriese en la cruz por los dos. Pues mientras la caída rompió la armonía de esa creación, la redención la restauró. Y esta restauración es aún más maravillosa que la creación misma. Ningún hombre puede ser amigo de Jesucristo si no es amigo de su prójimo.

3.- “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”

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La oscuridad del Calvario, tanto física como espiritual, se hace más profunda. Cristo intercede por los que le han ofendido y han rechazado su amistad. Él, siempre fue amigo de los pecadores, añade a todos ellos uno más. Él, que siempre fue amigo de los santos, añade a todos ellos otros dos con los que se une más estrechamente a través de las bodas del dolor.

Ahora se aleja del mundo al que tanto dio, para dirigir su mirada hacia su propia sagrada humanidad. Y, por medio de una palabra ante la cual tiempo el cielo y la tierra, nos revela que esa humanidad sufre la experiencia del dolor y del abandono como parte del proceso que le llevó a “gustar la muerte por todos nosotros” y a aprender la obediencia por sus sufrimientos. Él, que vino a ofrecer su sagrada humanidad como el lazo de amistad entre Dios y el hombre, se hace amigo del hombre caído, puesto que ha decidido identificarse con el horror de esa caída. La visión beatífica, que el hombre había perdido pero que Cristo no podía perder, se ve ahora oscurecida a los ojos del que vino a restablecerla por medio de la redención.

Ahora bien, la auténtica felicidad del hombre consiste en su gradual aproximación a la visión beatífica. Cristo nos ofrece su amistad – esa amistad en la que se fundamenta la felicidad humana – como prenda y como medio de alcanzar la unión definitiva en el cielo. Por lo tanto, la alegría de Cristo en la tierra, ese gozo que estalla en palabras una vez y otra durante su vida terrena, en obras de poder y misericordia, o en el silencio fulgor de la transfiguración, ese gozo procede de la visión beatífica en la que vivía permanentemente.

Y es ahora, en el Calvario, cuando tiene lugar el supremo padecimiento: lo que ha sido su soporte durante los treinta años de vida, no desaparece, pero sí se oculta, lo mismo que cualquier otro consuelo humano o divino. El sol ensombrecido no es más que una vaga y tenue imagen de la oscuridad de su alma. El sol se convierte en tinieblas y la luna en sangre, las estrellas se desprenden del cielo y la tierra tiembla, como si Cristo, por su libre y deliberada elección, no entrara simplemente en las sombras de la muerte, sino en la muerte de las muertes. Y esta es la muerte que “gustó” …En aquella hora ofreció lo único que hace tolerable la vida. Su cuerpo, exhausto y martirizado en la cruz, es una débil representación de la agonía de su alma abandonada… “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”.

Esta palabra ofrece más dificultades que las anteriores si pretendemos aplicarla a nosotros mismos. El estado en que fue pronunciada nos resulta sencillamente inconcebible a quienes encontramos consuelo en tantas cosas que no son Dios y para quienes el pecado carece de importancia. Cuando falla la religión, nos consolamos con el arte; cuando nos defraudan el amor o la ambición, nos abandonamos a los placeres físicos; cuando el cuerpo se niega a responder, nos refugiamos en nuestro indomable orgullo; y cuando todo se derrumba, pensamos en el suicidio y en el infierno como la solución más tolerable. En nuestro apasionado afán por hacernos soportables a nosotros mismos, parece no existir abismo al que no podamos caer.

Esa palabra, pues, carece de sentido para la mayoría de nosotros. Para Jesucristo, cuando la visión beatífica quedó ahogada por las sombras, no hubo nada en el cielo ni en la tierra…” Busqué quien me consolase y no lo hallé…”. La tragedia continúa en medio de la oscuridad: oímos los gemidos, vemos los ojos del torturado, su rosto macilento tras el cual se oculta su alma crucificada; andamos a tiendas, hacemos conjeturas, intentamos suavizar la imagen de tan augusta realidad; pero eso es todo.

Sin embargo, de todo lo dicho se derivan dos lecciones que, traducidas a nuestros términos, quizá lleguemos a comprender: Puede suceder que en nuestra vida espiritual alcancemos un punto en el que la amistad con Cristo sea nuestro principal gozo entre los muchos que Dios nos concede. El hecho de poder conocerle y tratarle nos resulta tan consolador que llegamos a considerar insignificante la mayor de las penas. (Es obvio que esto no exige un nivel especial en el terreno espiritual y, de hecho, es imposible perseverar sinceramente en la vida interior sin experimentarlo antes o después). Pues bien, supongamos que, una vez alcanzado este punto y sin ser conscientes más que de nuestra habitual negligencia y falta de fe, este gozo espiritual desaparece súbita y completamente. ¿Cuál puede ser nuestra reacción?

Como indicábamos más arriba, nuestra respuesta consiste en encontrar consuelo en cualquier otro lugar. Buscamos “distracciones”, es decir, centramos nuestra atención en otras cosas. Es aún más común la actitud del que se rinde y, dejando a un lado las prácticas que exigen un esfuerzo, se queja amargamente del modo en que le trata su Amigo. Por supuesto, una petición de auxilio es no sólo justificable, sino realmente meritoria, pues también nuestro Señor clamó en la cruz. El error no está en gritar, sino en el sentimiento que invade al que grita. En nuestro amor propio no nos creemos merecedores de lo que nos sucede, como si por nuestra parte tuviéramos algún derecho a la presencia del Amigo. ¿Es posible avanzar sin esa renuncia? ¿Cómo aferramos a nuestro Amigo cuando parece desprenderse de nuestras manos? ¿Cómo debe ser esa auténtica fe, que echa sus raíces y las hunde en la roca, cuando el viento desolador del sufrimiento amenaza con desarraigada? Lo más honroso es beber de una vez la tribulación más intensa y las heces más amargas. Poner nuestros labios en la copa que apuró nuestro Salvador – aunque su amargura esté diluida por la misericordia divina – supondría un honor que nos daría la paz.

La segunda lección se refiere a la etapa en la que Dios lo es todo para el alma, una etapa a la que, obviamente, aspiramos todos. No basta con que la amistad de Cristo sea nuestro interés primordial. Cristo no es meramente “el primero”: es el alfa y omega, el principio y el fin. No es comparativamente el más importante: es el absoluto y el único. La religión no es uno de los aspectos que complementan nuestra vida – eso es la religiosidad -, sino que forma parte de todos ellos; es la trama en la que deben ir tejidos el arte, la literatura, los afanes cotidianos, la diversión, los negocios o el amor humano. Si no es así, no se trata de religión en absoluto.

La suprema dificultad de la vida interior radica en llegar a vivir así. Y vivir la religión, no como una parte integrante del conjunto de la vida, sino como el elemento dominante en todos sus aspectos, de tal modo que esa exigencia sea, siempre y en todo momento, imperativa; no en el sentido de que el alma se desinterese por todo, excepto por las formas de culto, la teología, la ascética o la moral – lo que podría calificarse de mera religiosidad -, sino de un modo de percibir inconscientemente la voluntad, el poder o la belleza de Dios en todos las cosas, y de que “nada es completamente secular excepto el pecado”.

Esta es, pues, recordémoslo, la vida del alma, y en la medida en que nos acerquemos a ella, estaremos cumpliendo mejor o peor nuestro destino. Y para el alma que ha alcanzado ese estado, Dios lo es todo, se hace “todo” porque no hay nada ajeno a Él: “Ya comáis, ya bebáis, o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios”. La vida en su conjunto parece iluminada por la presencia divina; todas las cosas subsisten en Él y nada tiene valor excepto en relación con Él.

El alma cristiana debe, pues, aspirar a este estado y esforzarse por alcanzarlo, ya que en él radica la plenitud de la amistad de Cristo. Sólo en estas condiciones puede ser Jesús todo para el alma. Y aún más: es el único estado en el que es posible el auténtico abandono.

Perder a Jesús si ocupa las nueve décimas partes de nuestra vida produce realmente un dolor extraordinario; sin embargo, aún quedaría una décima parte en la que no se advertiría la pérdida, una fracción de intereses en los que el alma se podría refugiar en busca de consuelo. Pero si ocupa la vida entera, si no hay un momento del día, un movimiento de los sentidos, una percepción de la mente, o un acto de los que Él no sea el fundamento, entonces, cuando se retira, el sol se oscurece y la luna no brilla; entonces, ciertamente, se pierde el gusto por la vida, se marchita el color del cielo, y se desvanecen la belleza de las formas y la armonía de los sonidos. Entonces, y solamente entonces, un alma como esta puede atreverse, sin presunción, a poner en sus labios las palabras del mismo Cristo y clamar: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿Por qué me has abandonado? Pues perdiéndote a ti, lo pierdo todo”.


Las siete palabras, nuestro amigo, crucificado, por Mgr. R.H. Benson, parte 1 de 3


1.- “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”

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  Nuestro amigo ha subido al Calvario; sus verdugos le despojan de las vestiduras y le tienden en la cruz que Él ha cargado desde el atrio del pretorio; después, eligen y preparan los clavos…Jesús, extendido en la cruz, siente las miradas despectivas de quienes le rodean, y también las de todos los que los seguirán: ese número incontable de almas que Él desea hacer suyas. Y mientras le clavan, profiere su primera palabra: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen”.

¿Es posible hablar así? Incluso ¿puede afirmar el amor divino que “no saben lo que hacen”? Cristo vivió tres años como servidor y amigo de todos, socorrió a cualquiera que se le acercara, dio de comer al hambriento, sanó al enfermo, libró del demonio al poseso. No se sabe de nadie que recurriera a Él y fuera rechazado. Tanto los que el mundo consideraba como depreciables ruinas humanas, el publicano y la prostituta, como los que habían perdido toda relación con los demás, encontraron un amigo en Él. Todo esto era innegable; más aún, era del dominio público. Imposible pretender que el mundo rechazaba a Cristo porque Él hubiera rechazado al mundo; imposible alegar que el mundo ignoraba su generosidad y grandeza de corazón. Fue el amigo de todos. Sus enemigos sólo pudieron aducir un motivo: no era amigo del César.

Pero no sabían que quien había obrado así era su Dios; que quien había sido tan tierno con las criaturas era su Creador; que al que tenían en sus manos era el Señor de su vida. Creían que se la quitaban, sin comprender que Él mismo la entregaba. Creían que acababan con una serie de favores que les irritaban, sin saber que estaban cooperando con la plenitud de la gracia.

No sabían lo que hacían.

Sabían que condenaban a un amigo humano, pero no a un amigo divino.

Sabían que pecaban contra todas las reglas de honradez, de gratitud y de justicia.

Sabían, como lo supo Pilatos, que mataban a un justo, que estaban vertiendo sangre inocente sobre sus propias cabezas.

Pero no sabían que estaban crucificando al Señor de la gloria, que estaban tratando de acallar la palabra eterna.

En su favor se puede decir: “Conocían el horror, pero no todo el horror de lo que hacían. Así pues, perdónalos, Padre”.

“Como era en el principio, ahora y siempre”. Jesucristo, es el mismo ayer, hoy y siempre. En el mundo hay una sociedad, la Iglesia, en la que Jesucristo vive eternamente, y esta sociedad, como el mismo Cristo, es divina y humana al mismo tiempo. Está comprometida en obras divinas y humanas y, como el mismo Cristo (y como toda empresa en favor del bien), es víctima de sorprendentes ingratitudes. De nuevo en nuestros días – como hace cuatro siglos en Inglaterra, o en Roma hace diecisiete -, la Iglesia se ve amenazada por los mismos a los que trata de llevar consuelo y salvación.
Y es imposible decir que, en parte por lo menos, los hombres no saben lo que hacen.

Saben que la civilización europea se apoya en cimientos cristianos.

Saben que, muchos siglos antes de que el Estado soñara con hacer lo mismo – y antes, ciertamente, de que existiera un Estado -, la Iglesia dio de comer al hambriento, enseñó al ignorante, acogió al proscrito e hizo tolerable la vida a los desdichados.

Saben que la Iglesia fue la madre de los ideales, del arte más noble y de la belleza más pura. En todos los países de Europa se usan hoy, con fines seculares, edificios que ella construyó para el culto a Dios.

Saben que la moral de los hombres encuentra su sanción definitiva en la enseñanza de la Iglesia, y que donde impera su doctrina desaparece el crimen.

Y una vez más, se la acusa de no ser amiga del César, es decir, de ningún sistema que organice la sociedad de espaldas a Dios.

Sin embargo, el amor divino puede, gracias a Dios, continuar intercediendo por los hombres, unos hombres que no son conscientes del tremendo horror de lo que hacen. Y es que ignoran que esa Iglesia es la amada, la esposa del Hijo; que es esa ciudad eterna que “desciende del cielo” y que, a través de los sufrimientos de los suyos, aplica el sacrificio de Jesucristo por los pecados de los mismos que lo crucifican.

Saben que ultrajan a la justicia humana; que tratan a una comunidad universal como no lo harían con nación alguna; que están quebrando la rama que los sostiene.

Ignoran, por otra parte, que la justicia humana es un derecho divino; que esta sociedad es un cuerpo que reúne no sólo las vidas de los hombres, sino la vida encarnada de Dios; que están asesinando, no a un profeta ni a un siervo, sino al Hijo Unigénito de Dios.

Por último, Jesús ruega por nosotros, puesto que, en nuestra insensata ignorancia, también hemos pecado. Los católicos hemos recibido tesoros de verdad y de gracia, pero no siempre los hemos transmitido al mundo que nos rodea. Nos acusamos de un poco de tibieza y de pereza, de algo de avaricia, de cierta falta de generosidad. “Sabemos lo que hacemos” en parte; sabemos que no somos fieles a las inspiraciones divinas; que no hacemos todo lo que podríamos; que pecamos de amor propio, de un poco de rencor, de cierta disculpable cólera…Confesamos todas estas cosas y recibimos fácilmente la absolución.

Y aún así, no sabemos lo que hacemos.

No sentimos la urgencia de la necesidad de Dios, ignoramos la trascendencia de los asuntos que ha dejado a nuestro cargo, el tremendo valor de cada alma y de los actos, palabras y pensamientos que ayudarían a decidir su destino. Desconocemos la tensa expectación con la que el cielo observa nuestras veleidades.

Ignoramos las oportunidades concretas en las que se ocultan los gérmenes de nuevos mundos, que pueden nacer para Dios o desaparecer en embrión por culpa de nuestra negligencia.

Robamos las joyas que nos entrega y olvidamos que cada una de ellas merece el rescate de un rey.

Jugamos como niños en un jardín, pisoteando las flores que Dios puede reemplazar, pero nunca reparar.

Si pudiéramos, veríamos a Jesús a nuestro lado, mostrándonos las señales de su pasión y esperando un “consolador” que “no encuentra”. Está a nuestro lado, y nosotros charlamos distraídos, mientras recorremos el camino donde tiene lugar la tragedia; donde, entre el cielo y la tierra, descendido del uno y rechazado por la otra, cuelga nuestro Dios, al que tratamos como a nuestro esclavo y que desea ser nuestro amigo.

Padre, por la plegaria de Tu Hijo crucificado, perdónanos también, porque no sabemos lo que hacemos.

Sin embargo, lo más sorprendente es nuestra ignorancia en todo lo que se refiere a la vida espiritual. Como cristianos, tenemos la continua experiencia de encontrarnos con un Dios que busca nuestra amistad. Son muy pocos los que, al menos una vez en su juventud – o quizá en la edad madura -, no han advertido que Cristo pretende algo más que una obediencia formal o una adoración meramente externa. Su deseo es entablar con ellos una amistad que signifique el inicio de una conversión interior.

Para cualquier cristiano, es una experiencia maravillosa descubrir el conmovedor hecho de que su Dios es también su amante. Pero después, como suele suceder en el amor humano, el romance se agosta, y el alma que pocos años antes todo lo centraba en Cristo, que cambió su vida para crecer más y más en la identificación con su amigo; que se entregó a la piedad como tarea prioritaria; que concentró sus intereses, sus emociones y su saber solamente en Él; que inició una vida nueva y un nuevo modo de obrar; que, a la luz de Su presencia, se deshizo de sus pecados casi sin esfuerzo…Esa alma, cuando con el paso del tiempo se inicia en ella el proceso de la vía purgativa, cuando se agota la imaginación o la madurez embota las intensas emociones de la adolescencia, o cuando los monótonos sucesos de cada día centran por completo su atención, como el único tema de interés, esa alma, en lugar de aferrarse a la fe, en lugar de tratar de apoyar en Él su debilidad, renuncia a la gozosa realidad de su relación personal con Cristo y considera que Él y su amistad son fruto de aquellas ilusiones que, normales en los primeros años, desaparecen con la experiencia. Continúa satisfecha de tratarle como a su Dios, como al ideal de la humanidad, como al salvador de los hombres, pero no como al amante que le desea entre miles, como al príncipe que la despertó con un beso y al que, desde entonces, pertenece plenamente.

¡Y aun así, suele saber lo que hace! Quizá lo lamente un poco. Piensa que lo perfecto habría sido perseverar, incluso envidia ligeramente a los que han perseverado. Sabe que fue deseada, pero no sabe cuánto. Y no sabe que ha perdido la posibilidad de alcanzar la santidad; que ha desperdiciado mil ocasiones que no volverán. Y no sabe que, si no fuera por la misericordia divina, habría perdido ciertamente incluso la posibilidad de salvarse.

2.- “Hoy estarás conmigo en el Paraíso”

Ha transcurrido aproximadamente una hora…

Las burlas y las blasfemias de los dos ladrones en el suplicio se han convertido en lamentos, y los lamentos en el silencio de la extenuación. Y en el silencio han obrado la gracia de Dios y los recuerdos del pasado.

Uno de los condenados, absorto en su sufrimiento, se retuerce cambiando de postura para intentar aliviarlo. Por otra parte, percibe que junto a él hay algo más que su propio dolor, que ese dolor no es el principio y el fin de todas las cosas. Cegado por la sangre, las lágrimas y el polvo que levanta la encrespada muchedumbre, vislumbra al que cuelga en medio de ellos. Su compañero también lo ha visto, sin embargo, considera la paciencia de Jesús como un reproche a su propio tormento…” ¿Acaso no eres el Cristo? Sálvate a ti mismo y a nosotros”. Pero Dimas ve más allá del horror y la tragedia; quizá ha oído la primera palabra que el reo pronunció mientras los clavos le atravesaban la carne; y apoyándose en este detalle – o en algún otro – su mente oscurecida, la mente de un niño salvaje, empieza a discurrir.

Y en una misteriosa operación sobre esa mente cegada y obtusa, la gracia empieza a brillar como la luz en un sucio tugurio…Nuestra teología no enseña casi nada sobre ese proceso divino. Sabemos muy poco de su itinerario y sólo algo de sus efectos. Hemos extraído algunas conclusiones, pero no más. No obstante, sí sabemos una cosa: aquel hombre no pensaba únicamente en sí mismo; aún llevaba en su interior la suficiente receptividad a la gracia.

Poco a poco, la verdad (no osamos decir toda la verdad) empezó a abrirse paso. En las miradas que iban, venían y volvían, la mente oscurecida empezó a captar el hecho supremo que aquellos sabios fariseos ignoraban: que el criminal no era sólo una burla, que el letrero de la cruz iba más allá del desprecio…Cuando la gracia está presente, el dolor es un extraño mago, un iniciador en secretos, un sacerdote que dispensa misterios, unos misterios desconocidos para el que no ha sufrido.

Por lo menos, sabemos que el ladrón habló por fin - ¡un milagro mayor que el de la burra de Balaam! -, que un asesino descubrió al Señor de la vida, que un embustero dijo la verdad, que un proscrito se rindió a su rey: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino”.

Pide, por lo tanto, lo último que podría pedir: que ese rey que algún día entrará en su reino se acuerde de un tal Dimas, aquél que en una ocasión padeció a su lado. Ya no expresa la duda, “Si eres el Cristo…”, sino que le llama Señor rotundamente. Ya no le pide alivio: “sálvate a ti mismo y a nosotros”, sino un recuerdo en el futuro. Quizá algún día, en cualquier momento, recordará…

Y tras las palabras, viene el milagro, un milagro que se produce siempre que un alma humillada ocupa el último puesto. En cuanto aprendemos a reconocernos siervos, ocupamos el lugar de los amigos y recibimos ese nombre: “Amigo, sube más arriba”, “No os llamaré siervos, sino amigos”. Porque Él es el único rey “a quien servir es reinar”, cuyo servicio es la libertad perfecta. “Hoy estarás conmigo en el paraíso”.

Nos encontramos aquí ante una de las más profundas leyes de la vida espiritual y una de las más difíciles de aprender porque, como todas las leyes fundamentales de la gracia, se presenta como una paradoja: “Si alguno quiere ser el primero, hágase el último y el servidor de todos”. “El que se humille será enaltecido”.

Ahora bien, mientras el ego domine nuestra alma, nos veremos instintivamente inclinados al amor propio, aunque esté disfrazado de amor a Dios. Ciertamente, un alma puede llegar al cielo si lo desea perseverantemente; pero es también cierto que el amor propio le impedirá alcanzar un lugar elevado y, menos aún, la posición de un amigo íntimo de Cristo en la tierra. Es decir, mientras reine nuestro yo, mientras no lo rechacemos y crucifiquemos, el alma no podrá ser – en el sentido más elevado – discípula de Cristo. Generalmente, proyectamos nuestra vida espiritual tratando de mejorar, de progresar, de realizar algo por Dios, de hacernos indispensables, en cierto modo, para la causa divina. Ponemos en las cosas espirituales el mismo afán de emulación y la misma ambición que nos llevarían al éxito en los negocios humanos. En cierto modo, tratamos de imponer nuestra amistad a Cristo e insistir en esa relación en la que hemos puesto todo nuestro empeño. Intentamos acomodar a la nuestra la voluntad divina, y alcanzar nuestra unión con Dios procurando que sea Él quien cambie y no nosotros.

Y, por supuesto, fracasamos lamentable e ignominiosamente. Para ir bien en el terreno espiritual debemos transformar nuestro comportamiento. Ciertamente, “bienaventurados los que tienen hambre”; son bienaventurados por tener ese afán. Pero es un afán que debe llevar no a la autoafirmación, sino a la negación de sí mismos. “Bienaventurados los mansos!, “bienaventurados los pobres de espíritu”, “bienaventurados los que lloran”.

Y una vez más, aunque aspiremos a vivir una vida cristiana, la falta de visión sobrenatural nos hará sentirnos desalentados y descorazonados. No avanzamos y, aunque no renunciamos a la búsqueda, empezamos a desfallecer.

Y, de repente, el alma hace un descubrimiento deslumbrador. Por primera vez, quizá, ve su auténtica imagen en los ojos de la faz desvelada de la humanidad. Después, los descubrimientos se suceden velozmente. En primer lugar el alma comprende que no merecía la pena poner el corazón en su propio yo; se da cuenta de que ninguna de sus buenas acciones anteriores fueron auténticamente buenas; que las que eran fruto de una mera generosidad natural procedían del amor propio; que cuando adelantaba, lo hacía en la dirección equivocada; que estaba acumulando méritos escasamente meritorios; que se decía que agradaba a Dios con unas acciones en las que se buscaba a sí misma; en fin, que, después de todo, aquel progreso se había limitado a un aumento de su egocentrismo, y que el dominio de sí que había adquirido gracias a sus esfuerzos era una “victoria fracasada” (en palabras de San Agustín). Había estado luchando por conquistar a Dios en lugar de rendirse a Él.

Entonces el grito surge espontáneamente: “Señor, acuérdate de mí cuando estés en tu reino…Señor acuérdate de mí…no me dejes ser tal y como soy cuando alcances el poder y reines incluso en este corazón que durante tanto tiempo se rebeló contra ti. Acuérdate de mí cuando tenga lugar el acto supremo de amor y la naturaleza humana se someta a la divina… ¡Amado Jesús, en ese día no seas un juez para mí, sino mi salvador!”
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Y entonces, paradojamente, todo se le concede. Y en ese instante el alma obtiene todo lo que desea. En su oración pedía aprender a servir, y al expresar su plegaria se encontró sabiendo reinar: había aprendido la lección de Aquél que tomó la forma de un siervo, del que era manso y humilde de corazón. Y en ese instante, el alma siente que Él la rodea con sus brazos, la besa en los labios y le dice al oído; “¡Hoy estarás conmigo en el paraíso!”. Sube más arriba, desde mis pies a mi corazón, amiga mía. Ahora que, por fin, te entregas a mí, yo me entrego a ti. Tomas mi mano y ven conmigo, tú, que deseas seguirme…y caminaremos juntos por el paraíso”.

Amistad de Jesús con el arrepentido. Hasta ese momento sólo tres íntimos estaban junto a la cruz de Jesús: a un lado María, la Madre inmaculada, con Juan, el discípulo amado; al otro, Magdalena, purificada y anegada en llanto. Ahora, se ha unido a ellos el ladrón de corazón destrozado, el que quiso servir y por lo tanto, mereció reinar…Y también él espera ya en el paraíso.