A los
pequeños
San
Bernardo hablando acerca de las palabras de Job dice: “Abscondit lucem in manibus” (esto es, Dios tiene la luz escondida
en Sus manos) Bienaventurado es el que tiene entre sus manos una vela
encendida, él puede esconderla y mostrarla según su deseo. Así lo hace el Señor
con sus elegidos.
Unos
pocos días después de la conversación que hube descrito, puse término a mi
visita al anciano y mi trabajo me llevó de vuelta a Londres. Pero le dejé la
promesa de volver y pasar la Navidad en su casa. Me prometió que mientras tanto
trataría de juntar algunas otras historias para mí hasta que yo volviera. Me
dijo que habían muchas otras que se habían cruzado en su vida y esperaba que
fueran para mí interesantes, junto con unas pocas experiencias propias.
Lo dejé
entonces sonriendo y despidiéndose de mí desde la ventana de su dormitorio
supervisando al chofer (porque debía irme en el primer tren), con la cara
limpia y afeitada de su antiguo sirviente mirándome desde la transparente
ventana de cristal de la capilla junto al dormitorio del sacerdote, donde había
estado arreglando y alistando las cosas antes de que su patrón se vistiera.
Volví en una oscura tarde de invierno, una o
dos semanas antes de Navidad. Ante mis requerimientos el cochero me respondió
que su patrón parecía haberse envejecido durante el otoño y el invierno, y que apenas
había dejado la casa desde que has hojas habían caído, excepto para sentarse
por un par de horas, cuando el clima estaba soleado, en un ángulo protegido del
muro donde se ubicaba la terraza de baldosas de la cual ya he hablado en otras
ocasiones. El cochero temía que estuviera sufriendo una depresión. Los días
habían transcurrido en absoluto silencio, hasta que finalmente Parker le habló
mientras su amo daba vueltas a las cartas, libros y antiguos dibujos durante el
día.
Me
reproché a mí mismo el haber complicado al anciano con mi pedido de más historias
y temí que por complacerme él hubiera
rumiado el pasado, quizás pensando demasiado acerca de sufrimientos que yo
desconocía.
Paseábamos bajo los pinos
que arrojaban sus sombrías agujas al viento y el sol se quebraba por entremedio
de las nubes en una gloria inflamada a mi derecha, ardiendo sobre la pequeña
ventana cuadrada de la casa a mi izquierda. La ventana de la capilla en el piso
superior parecía estar especialmente llena con la luz roja que brillaba dentro,
aunque la flama se extendía por todo el piso de arriba mientras íbamos pasando
a la izquierda de las ventanas blancas y descoloridas justo antes que
dobláramos la esquina detrás de la casa.
El
anciano se encontró conmigo en el hall, y me sorprendí al ver el cambio que
había experimentado. Sus ojos parecían más grandes que nunca y en ellos había
un sufrimiento que no había visto. Antes habían sido los ojos de un niño
inocente, amplios y sonrientes; ahora ellos eran los ojos de alguien que ha
estado bajo una carga demasiado pesada para ser sostenida. Con la fuerte luz de
la sala de estar, mientras las velas brillaban en su rostro, comprobé que mi
impresión había sido causada por la caída de los párpados que ahora colgaban un
poco más. Su rostro parecía estar cansado.
Me dio
la bienvenida y me dijo varias cosas simpáticas que me avergonzaron un poco. Me
hizo sentir que estaba feliz que hubiera ido, y yo también estaba feliz. Entre
otras cosas dijo:
“Estoy
feliz que hayas venido ahora, porque pienso que tendré que contarte algunas
cosas más. Durante el otoño he tenido algunos indicios acerca de que el fin
está llegando y pienso que si tengo que pasar a través del valle de
oscuridad - pues pienso que ahora estoy
en la entrada – Él me dará su bastón como su vara. Pero soy un hombre viejo
lleno de caprichos, así que por favor no me cuestiones. Estoy muy feliz” – y me
tomó la mano y la acarició por un instante. “Estoy muy contento que estés aquí,
porque creo que tú no tendrás miedo”.
Durante
los días siguientes me relató muchas historias, sacando viejos libros y cartas
sobre las cuales el cochero ya me hablado, explicándome en detalle las notas a
través de sus lentes de carey, mientras estaba sentado junto al fuego encendido
de la principal sala de estar, con los troncos de la chimenea crispando con
rápidas chispas mientras iban reposando en su cama de cenizas. La puerta que
conducía hacia el antiguo camino al jardín permanecía ahora cerrada y de ahí
colgaba una pesada cortina.
No
salíamos mucho para afuera juntos, solamente al inicio del atardecer caminábamos
durante una hora y algo, él apoyado en mi brazo y con un bastón. Caminábamos de arriba abajo en la terraza que
está junto al paseo bajo los pinos, mientras el atardecer ardía a través de los
montes como un lejano juicio. Tal vez algún día escriba algunas de las
historias que él me contó, pero no todas. Llevo las notas conmigo, y he aquí
que tengo una de ellas:
Estábamos
caminando cuesta arriba hacia el pueblo muy lentamente en una de estas oscuras
tardes de invierno, porque el sacerdote quería cambiar un poco el jardín. La
mañana había estado ventosa y húmeda, con chubascos de agua nieve e incluso con
algunas pizcas de nieve pura, pero el cielo se había aclarado después del
almuerzo. El clima estaba ahora calmado por la helada y la nieve reposaba
escasamente por aquí y por allá en el
suelo que se había endurecido con rapidez.
“Es
notable “– me dijo el anciano – “cómo a pesar de las palabras de nuestro Señor,
las personas aún piensen que la fe es una materia más o menos intelectual. Aquella frase de la “fe inteligente” es,
desde luego, muy incorrecta estrictamente hablando”.
Él se
detuvo y me miró al decir esto, como si se estuviera preparando para una
disputa, y no lo decepcioné.
-
“Estás muy misterioso” – dije – “No puedo creer que tú no valores el
intelecto. Es obviamente un don de Dios,
y por lo tanto, puede enriquecer la fe tal como nada puede hacerlo”.
-“Sí” –
dijo caminando – “puede enriquecerla, pero no tiene nada más que hacer más que
lo que hacen las joyas con una mujer bonita. De hecho algunas veces la fe es
más hermosa sin adornos y es muy posible que una fe delicada y creciente choque
con el peso de argumentos aprendidos que intentan adornarla y perfeccionarla.
A mí me
parece que los apologistas cristianos únicamente son útiles en boca de aquellos
que se dan cuenta de la totalidad de su ineptitud. No pueden demostrar nada de
Dios. Mediante argumentos puedes trazar un cierto número de pautas que
convergen hacia Dios y hacen probable su existencia y sus atributos, pero la fe
no depende de las condiciones intelectuales, sino de las morales. Bienaventurados son los puros de corazón
– dijo nuestro Salvador y no Bienaventurados son los de intelecto profundo y agudo porque verán a Dios. Es cierto aquello
que puede ser dicho de lo intelectual como de todas las demás riquezas: que
aquellos que las poseen hallarán dificultad al entrar en el Reino de Dios.”
-
“Piensas entonces” – le dije –“que las fuerzas intelectuales no son cosas
deseables y que la educación no es un asunto tan importante después de todo.”
- “No
más que la riqueza, al menos en cuanto
se refiere a la educación sobre hechos demostrables o ciencias exactas. El
objetivo de nuestra existencia aquí es conocer a Dios. Bueno, sabes bien cómo
la carrera por la riqueza moviliza hoy a millones de almas no menos seguramente
que la aguda competencia intelectual arruinándolas, Mr.___., de momento.” – dijo él nombrando a un
conocido crítico y poeta. “¿Hubo alguna vez un hombre con el más agudo y fino
intelecto, o con el más certero instinto en materias de gusto literario? Pues
bien, una vez yo hablé con este hombre y
durante la mayor parte del día no hizo sino hablar de sus propios asuntos. Él
fue el que pauteó toda la conversación.
Debo confesar que yo estaba anonadado por la perfección de la formación
de su ya brillante dominio. Pude entenderlo, aunque claro no puede seguirlo, y
desde luego había muchas sombras de delicada belleza, invisibles para mí, en su
conversación y crítica. Su escala de belleza intelectual corrió por completo
fuera de mi vista. Pero lo que más me sorprendió fue la tosquedad y lo opaco de
su instinto espiritual. Yo no lo llamaría un niño en materia de fe porque sería
un elogio. Él era tan solo un patán mal criado. He conocido a muchos aldeanos
de Sussex con una fibra espiritual mucho más pura y fina. No, no, la fe puede
existir y existe bastante alejada del intelecto. El crecer y el desarrollarse
de una implica que la otra decae o se hace incoherente. Seigneur, donnez-moi la foi du charbonnier.”
Debo
confesar que este punto era nuevo para mí, y ahora no estoy seguro si es
exagerado y peligroso considerarlo, sin embargo no le dije nada porque parecía
que esto abriría cuestiones muy
difíciles y además arrojaría luz sobre
otras materias complicadas. El sacerdote se volvió nuevamente hacia mí mientras
caminaba.
- “¿Por
qué debe ser así?” – dijo – “ Pues porque si no fuera así, la gente inteligente
tendría una mayor esperanza de salvación que la estúpida y esto es absurdo, tan
absurdo como si la gente rica estuviera más cerca de Dios que la gente pobre.
No, no, los talentos son distribuidos en forma desigual, es verdad. A uno 10, a
otro 5, pero todos tenemos al menos una libra, todos por igual.”
Llegamos
al tope de la ladera y los elevados setos que gradualmente habían bajado, nos
hacían poder ver ahora el campo a lo largo y ancho. Mientras nos detuvimos para
tomar aliento, lejos detrás nuestro pudimos ver la llanura brumosa de Brighton,
mientras que a media distancia yacía una colina con árboles caídos con el humo
comenzando a ondular por aquí y por allá desde los fuegos de la tarde en esos
pueblos escondidos. El cielo atrás estaba claro, pero en el oeste, donde el
atardecer estaba comenzando a arder sin llama,
permanecían todavía unas pocas nubes pesadas.
-“Y
Dios todo lo ve” – dijo el sacerdote.
-“¿Puedes
contarme otra historia mientras caminamos a casa de vuelta? Creo que deberíamos
volver ahora”.
Nos
volteamos y volvimos sobre nuestros pasos colina abajo.
-“Esta
no es una experiencia propia” – dijo –“me la contó un amigo mío en Cornwall. Él
era el propietario de un pueblecito a unas pocas millas en las afueras de
Truro. Él vivía ahí casi todo el año, excepto unas pocas semanas en primavera
cuando se iba al extranjero.
Era un
hombre de gran sabiduría y gusto, pues tenía la fe de un niñito. Escucharlo
hablar de Dios y de las cosas celestiales era como el agua clara de primavera.
Había
un niño en la villa que era un idiota. Sus padres habían muerto y él vivía solo
con su abuela que era anciana y una calvinista estricta. Consideraba a su nieto
como un condenado, sin esperanza porque su fe y la expresión de ésta no eran
como la suya. Según decía ella existían signos evidentes de que los destinos
inescrutables de Dios estaban con él. El predicador local no tenía nada que
hacer con el niño, y el clérigo de la parroquia después de uno o dos intentos
había considerado al niño como un caso imposible. Recuerdo que mi amigo me dijo
que el clérigo había tratado de enseñarle la historia del Antiguo Testamento.
En fin, el niño era un caso terrible y asqueroso. No voy a entrar en detalles
más allá de decir que la cabeza del niño tenía el aspecto de una mula, pues creo
que su madre había tenido un gran susto antes de su nacimiento.
El niño pensaba que era un caballo o una mula y en la
villa los niños solían insultarlo por esto, y lo cabalgaban y lo conducían en
el pasto porque era muy inofensivo. Creció descuidado y sin enseñanza, pasando
su tiempo fuera de su casa, arrastrándose en cuatro patas a casa al atardecer,
dando bufidos, pateando y relinchando cuando estaba muy agitado. En la amplia y
oscura cocina se mantenía fijo en una esquina, mascando pasto mientras su
abuela estaba sentada en su alta silla cerca del fuego leyendo la Biblia,
observando en la esquina por encima de los anteojos al pobre deforme cuerpo que
soportaba un alma maldecida.
Por ese
entonces mi amigo detestaba ver a este niño. Era una cosa que ponía en aprietos
su fe. Aquellos que tienen la fe de los niños, tienen también problemas de
niños, y este ejemplo viviente ante sus ojos era lo que parecía ser un descuido
de Dios, o peor aún, era más ofensivo a la fe de mi amigo el mero conocimiento
que estas cosas ocurren que todos los argumentos infieles.
En una
cierta víspera de Navidad mi amigo había ido a una larga caminata sobre los
montes con un invitado que se estaba quedando con él para la caza. Hacia el
atardecer ellos se estaban devolviendo a través de su propiedad descendiendo
del monte. Su camino pasaba a través de la parte superior de una vieja cantera
en desuso cuya entrada estaba quizás a unas cientos de yardas de distancia del
camino del valle que llevaba al pueblo, por tanto era un lugar solitario y poco
frecuentado. El atardecer se iba cerrando y mi amigo, como él guiaba el camino
a través del sendero, estaba tratando de distinguir el contorno de las piedras
y de los arbustos en el suelo de la cantera la cual estaba a unos setenta pasos
por debajo de ellos. De pronto su vista captó el brillo de una luz incesante en
alguna parte en la penumbra abajo, y el sonido de una voz. Él supuso enseguida
que abajo habían vagabundos y se puso furioso al pensar que ellos habían hecho caso
omiso de la notificación que él había colocado sobre hacer fuego en las
cercanías del bosque, y tomó la determinación de ir a echarlos y de darles
albergue por la noche, si era necesario, en uno de sus propios cobertizos. Le
explicó entonces a su amigo cual sendero tomar para volver a casa, mientras que
él planeó hacer su camino a través del borde de la cantera hasta la entrada y
luego continuar hacia su interior hasta donde los vagabundos habían levantado
su campamento. Prometió estar en la casa cinco minutos después de su amigo.
Ambos de apartaron y él pronto encontró su camino por un estrecho sendero que
lo condujo a la entrada de la cantera.
Había
ahí una oscuridad de muerte ya que los montes ensombrecían desde el este, y
unos altos árboles se levantaban a un lado. Fue capaz de avanzar a lo largo del
peligroso camino que lleva al interior aunque estaba más oscuro que cuando
había ido antes. Se volteó en el ángulo de una alta roca y emergió en una
especie de semicírculo que formaba el corazón de la cantera. Ante él cerca de
un tercer camino por la pendiente, ardía el brillo de una luz que había notado
desde arriba, pero cuando lo vio se apagó. Mi amigo permaneció en el camino y llamó explicando quien era,
para nada amenazando, sino que ofreciendo refugio para la noche si había alguien que lo quisiera.
No hubo respuesta, solamente el sonido de unos pies arrastrándose en la
penumbra del frontis. Luego un confuso sonido de pasos trepando y mi amigo
corrió hacia delante llamando y logró distinguir a una extraña figura trepando
sobre el cieno y la piedra en dirección a las espaldas de la roca que se
levantaba contra el cielo a su izquierda – creo que dijo -. El trató de
seguirlo, pero estaba demasiado oscuro y después de haber tropezado un par de
veces, se rindió en su intento. Después de un momento, por un instante la
figura trepadora se destacó con claridad contra el cielo y entonces
desapareció. El propietario vio con una profunda impresión de disgusto a la
cabeza como de mula, y al enredado pelo creciendo desde los altos hombros del
idiota del pueblo, con sus manos colgando una a cada lado y escuchó un agudo
relincho. Pensó para sí, que iría y vería lo que el niño había estado haciendo.
Subió
por la ladera de grava de limo y barro que estaba contra el frente de la roca y
al final alcanzó una pequeña plataforma aparentemente sellada y cortada en la
cima de la piedra justo donde está un lado de la cantera. Estaba muy oscuro
para él como para distinguir todo claramente, por lo que encendió una cerilla y
la mantuvo protegida del aire mientras miraba a su alrededor. Esto fue lo que
vio:
Había
un bozal corto, con una especie de tosco cabestro atado a un hierro oxidado
clavado en la roca. Había un montoncito de pasto cortado debajo y una especie de
cubo de abrevadero construido en la roca con un poco de paja esparcida en él y
unos frutos y hojas de muérdago que mostraban signos de haber sido pisoteados
con prisa aunque partes de ellos aún sobrevivían. Había marcas de herraduras
por ahí y por allá. En tanto mi amigo notó que el fósforo quemaba sus dedos,
pero justo antes de dejarlo caer vio algo más que lo obligó a abrir su caja de
fósforos y encender otro, y entonces observó la parte final de un
insignificante cirio sobresaliendo del suelo donde había sido colocado y otro
aplastado como una bola. Arrancó el primero y lo encendió y así logró ver una
última cosa: marcada claramente en el suave borde del cubo del abrevadero, en
un lugar donde las botas de cuero no lo tocaban, estaban las marcas de los
diminutos pies de un niñito. Como si un bebé hubiera estado de pie en el
abrevadero o pesebre, con un pie en el suelo y el otro en el borde.
Pues
bien, yo no sé qué piensas tú de esto, pero yo sé lo que mi amigo pensó y es lo
que yo mismo pienso. Antes de volver a casa primero fue a la cabaña donde vivía
el niño y lo encontró como es usual atado a la esquina con su abuela cabeceando
delante del fuego. El niño no hacía más que resoplar y pisotear. La abuela le
dijo solamente que diez minutos atrás el niño había corrido e ido directo a la
esquina como lo usual. El propietario le preguntó si alguien le había confiado
al niño el hijo de alguien, pero la abuela dijo que eso era imposible. Y en
efecto, él no había escuchado que se hubiera perdido un niño esa tarde.
Antes
de volver a casa entonces, él fue a la pequeña iglesia que ya estaba decorada
para la fiesta. Sobre él en el aire la
fragancia del acebo y del tejo, y cerca del altar el brillo de una candela
donde el limpiador de la iglesia estaba barriendo. Le rezó al Niño Santo el
cual esa noche nacería, y que sería destinado a yacer en un pesebre para ser
adorado por las bestias del establo.
A la
mañana siguiente de regreso a casa desde la iglesia fue a la cantera de nuevo
con su amigo para mostrarle lo que había visto, pero el abrevadero y los frutos
del acervo y la candela habían desaparecido, y no había nada más allí para ver
a excepción de la grapa de hierro y la maltratada plataforma dura y plana.”
Llegamos
a la avenida de los pinos que nos llevó a la casa y doblamos por la puertecita
del jardín.
-“La
historia parece mostrar” – dijo el sacerdote – “que el intelecto no tiene mucho
que hacer con el conocimiento de Dios, y que las cosas que Él esconde a los
sabios y prudentes, Él la revela a los pequeños.”
R.H. Benson, The Light Invisible