En
primer lugar debemos hacer al órgano de la visión análogo al elemento que
contempla
Maeterlinck
Al día siguiente salimos después del desayuno,
y caminamos de arriba abajo por un sendero de hierba entre dos hileras de setos
de tejo. El rocío aún cubría el pasto que estaba bajo la sombra, y una delgada
tela de araña seguía colgada, como una pieza de batista desgarrada, a los tejos
desparramándose a ambos lados. Cuando pasamos por segunda vez por el sendero,
el viejo súbitamente paró y al apartar con el pie hacia el tejo una suave hoja
levantó un ratón muerto, lo miró y tieso como estaba, lo colocó en la palma de
su mano. Vi que sus ojos lentamente se llenaron con ávidas lágrimas de vejez.
-“Él ha
elegido su propio lugar para descansar” – dijo – “dejemos que yazca aquí. ¿Para
qué disturbarlo?” – y gentilmente lo dejó de nuevo en el suelo, luego cogiendo
un poco de tierra humedecida la esparció sobre el ratón. “La tierra a la
tierra, la ceniza a la ceniza, con seguridad y con certera esperanza” – dijo
él. Entonces se detuvo y enderezándose con dificultad continuó caminando y yo
le seguí.-“Ayer
parecías muy interesado en mi historia” – me dijo – “¿Puedo contarte cómo fue
que vi una señal muy diferente cuando era un poco mayor?” – Y cuando yo le
indiqué lo extraña e interesante que había sido su historia, él comenzó:
- “Te
conté que para mí fue imposible volver a ver
de nuevo lo que había visto en el claro. Durante unas pocas semanas, tal
vez meses, lo intenté forzándome a mí mismo a sentir esa Presencia, o por
último, para ver la túnica. Sin embargo, no pude porque es un don de Dios, así
como visión ordinaria no puede ser ganada por el esfuerzo del hombre ciego. Por
tanto, dejé de intentarlo.
Al fin
llegué a la edad de dieciocho años, esa terrible edad cuando el alma parece
haber quedado reducida a una chispa cubierta con una montaña de cenizas. Cuando
la sangre, el fuego, la muerte y el ruido fuerte parecen ser las únicas cosas
que interesan, y todas las cosas sensibles retroceden y se ocultan del terrible
mediodía de la virilidad. Alguien me regaló una de aquellos revólveres que tú
conoces. Amaba la sensación de poder que me daba porque nunca había tenido un
arma. Por una o dos semanas en las vacaciones de verano yo estuve contento
disparando a un blanco, o a la superficie del agua. Me deleitaba observar cómo
quedaba el cartón destrozado o cómo en
la tranquila piscina se hacía trizas su espejo donde el cielo y el verde yacían
durmiendo. Al tiempo esto dejó de interesarme y anhelé ver a alguna cosa
viviente que repentinamente dejara de vivir por mi deseo. Ahora – y él levantó
su mano en señal de desaprobación – pienso que la caza es necesaria para algunos
temperamentos. Después de todo, la matanza de creaturas es necesaria para
alimentar al hombre, y este deporte, me dirás, es la alegre supervivencia del
hombre para obtener el alimento, y requiere ciertas nobles cualidades de
resistencia y destreza. Yo sé todo esto y además sé que para algunos temperamentos es un
desahogo, un escape para el humor que encuentra de esta manera una mala
ventilación. Pero esto último yo sé que para mí no era necesario.
Y
aunque no existía excusa, yo salí una tarde de verano con la sana intención de
dispararle a algunos conejos mientras ellos corrían para buscar refugio en el
campo abierto. Caminé a través de una cerca, al lado izquierdo había un bosque
y a mi derecha había una verde pradera. Bueno, a causa de mi propia falta de
habilidad pensé que podía oír el correteo y la prisa de los conejos alrededor
mío. Puede verlos a la distancia, sentados y escuchando con sus orejas
levantadas. Como estaba oculto tras la cerca no estaba lo suficientemente cerca
de ellos para tener la ocasión de disparar y acertar. Durante todo el trayecto
que me tomó llegar al final de la cerca mi ánimo estaba impaciente.
Me
escondí por unos instantes apoyándome en el seto mirando hacia esta agradable y
fresca pradera abierta. El sol se había sumergido en ese momento detrás del
cerco frente a mí, y todo estaba en las sombras excepto donde colgaba la
belleza de unas hojas de una haya a la que todavía les daba el sol. Las aves
estaban comenzando a llegar desde los campos y se asentaban una a una en el bosque
tras de mí, permaneciendo ahí para cantar la última línea de la melodía. Yo
pude escuchar la tranquila prisa y luego el sorpresivo aleteo de una paloma que
volvía al hogar, y mientras la escuchaba oí de repente el despliegue de otros
sonidos y el consonántico sonido de un tordo en alguna parte arriba mío. Miré
hacia las alturas en vano. Traté de ver al ave y después de unos momentos
alcancé a verla como una más de las hojas del haya separadas por el viento. Su
cabeza estaba levantada y todo su cuerpo vibraba con la alegría de la vida y de
la música. Tal como alguien dijo, su cuerpo era como un corazón latiendo. El
último rayo de sol sobre la colina lo alcanzó y lo bañó con una calidez dorada.
Entonces las hojas se cerraron de nuevo cuando la brisa cayó sobre ellas, pero
aun así su canto siguió sonando.
En ese
momento vino a mí el ciego deseo de matarlo. Todas las demás creaturas habían
huido de mí y corrido a casa. Por fin aquí estaba la víctima. Había que
derramar la sombría ira que había estado amontonando durante mi caminata y
exigía esta vida como un sustituto. Recordaba simultáneamente con esto, que
había salido a matar por comida, esta era mi justificación. Conjuntamente yo vi
ambos argumentos, y no tenía justificación, ninguna excusa.
Volteé
mi cabeza de un lado a otro y me corrí unos pasos para poder capturar
nuevamente alguna señal suya. A pesar de que él sonaba fantástico y sobre
estimulante, en todo mi ser había una lucha entre la luz y la oscuridad. Cada
fibra de mi ser me decía que el tordo tenía derecho a vivir. ¡Ah! Lo tenía
merecido, la labor estaba esperando porque esta misma canción lo guiaba derecho
hacia la muerte. Sin embargo, la negra sombra de mi ira se había alojado en mi
conciencia y ahora estaba luchando por mantenerla subyugada hasta que el tiro
fuera disparado. Esperé en silencio a la brisa, la que llegó con un aroma frío
y dulce como la muerte del jardín, y las hojas se separaron. Ahí él cantó al
atardecer, y en un momento yo levanté el arma y apreté el gatillo. Con el
chasquido del percutor vino desde arriba el silencio, y después de un
interminable momento llegó la suave prisa de algo cayendo y el leve golpe sobre
las hojas del año pasado. Yo me quedé medio horrorizado y miré atentamente
entre las hojas muertas. Todo pareció oscuro y brumoso. Mis ojos aún estaban un
poco encandilados por el fondo brillante del sol y por las nubes rosadas sobre las que yo
había mirado con mucha firmeza, y el espacio entre las ramas era un mundo de
sombras. Continué mirando unas pocas
yardas más allá tratando de distinguir el cuerpo del tordo, temiendo escuchar
la lucha de las alas que se batían en medio de las hojas secas.
Fue
entonces cuando distraidamente levanté un poco los ojos, y a una o dos yardas más
allá de donde el tordo yacía estaba un arbusto de rododendro. Los capullos
habían caído y fuera del contorno de la sombra pesadas hojas estaban tristes
por el menudo toque de color. Cuando lo miré, puede ver un rostro mirando desde
las ramas más altas. Tenía la cabeza completamente calva y en la cara delgados
labios se abrían en una gran sonrisa. En las comisuras de su boca había una
gran cantidad de líneas y sus ojos estaban envueltos en pliegues de regocijo.
Lo más terrible acerca de todo esto fue que sus ojos no me estaban mirando a
mí, sino que se dirigían hacia las hojas. Los pesados párpados permanecían
caídos y la larga, estrecha y brillante abertura mostraba cómo los ojos reían
por debajo suyo. La frente se inclinó hacia atrás con rapidez, como la cabeza
de un gato. El rostro era de color tierra y los contornos de la cabeza se
desvanecieron por detrás de las orejas y del mentón hacia la penumbra del
oscuro bosque. Por lo que alcancé a ver, no tenía ni garganta, ni extremidades,
ni cuerpo. El rostro simplemente colgaba como una máscara oriental girando en
una vieja tienda de curiosidades, y sonreía con una auténtica delicia, no a mí,
sino al cuerpo del tordo. No hubo un cambio de expresión en todo el tiempo que
lo miré, sino simplemente una silenciosa sonrisa de placer petrificada en su
rostro. No pude sacar mi vista de ahí. Supongo que después de uno o dos minutos
el rostro se había ido. Yo no lo vi irse, pero tomé conciencia de que yo estaba
mirando sólo las hojas. Pues bien, en ese lugar no había un follaje o un juego
de sombras que pudiera posibilitar tomarlo como con la forma de un rostro.
Puedes adivinar cómo me forcé a mí mismo a creer que eso era todo, cómo volví
mi cabeza para poder captarlo de nuevo, pero no vi un indicio de un rostro.
No
puedo decirte cómo lo hice, pero aunque yo estaba medio fuera de mí mismo, me
adentré en el bosque buscando furiosamente entre las hojas el cuerpo del tordo
hasta que al fin lo encontré y lo levanté. Al tocarlo noté que aún estaba
blando y tibio. Su pecho estaba un poco rizado y una gotita de sangre yacía en
la raíz del pico bajo los ojos, como una lágrima de consternación y dolor ante
tal inmerecida e inesperada muerte. Lo lleve al cerco y lo traspasé corriendo a
grandes zancadas buscando por allí y por
allá detrás en la horrible creciente oscuridad del bosque, el rostro sonriente
que se había mofado de la muerte. Pensé, tal como ahora al mirar atrás, que
no podía dejar al tordo ahí para que se
rieran de él, y que debía sacarlo a la pradera limpia y aireada. Cuando llegué
a la mitad de la pradera me dirigí a un estanque que nunca está seco, incluso
en los veranos más calurosos. Puso al tordo en la orilla y entones
deliberadamente y con todas mis fuerzas arrojé mi pistola al agua y luego saqué
de mis bolsillos las balas y las arrojé también. Luego me volví de nuevo al
lastimoso cuerpecito, sintiendo que por fin yo había tratado de reparar el
daño. Por ahí cerca había una vieja cueva de conejo. El pasto estaba creciendo
en su entrada y una maraña de redes y hojas detrás. Escarbé un pequeño espacio
entre las hojas y entonces coloqué el cuerpo del tordo. Recuerdo que recogí un
poco de arena del suelo y con esto cubrí el cuerpo diciendo, frenándome
inconscientemente, “tierra a la tierra, ceniza a la ceniza con una segura y
certeza esperanza”. Me detuve entonces sintiendo que había sido un poco
profano, aunque ahora ya no lo pienso así.
Me
vestí para la cena mirando hacia la oscura pradera donde yacía el tordo.
Recuerdo sintiéndome feliz porque ninguna cosa mala podía mofarse del indefenso
muerto donde estaba, fuera en la límpida pradera donde el viento sopla y las
estrellas brillan.”
Entonces
en medio de nuestro ir y venir sobre el camino de tejos, vi un pequeño escaño
de pie al final, detrás del sendero. Frente a nosotros colgaba un crucifijo con
un alero sobre él. El viejo lo había colocado años atrás. Como él no habló, me
volteé hacia él y vi que estaba mirando fijamente la Imagen en la cruz, y yo pensé en Él,
el cual llevó nuestras penas y cargó con nuestros dolores y fue uno con el
Padre celestial, y sin el cual ni
siquiera un gorrión cae al suelo.
R.H Benson, The Light Invisible
R.H Benson, The Light Invisible