II
Teniendo despejado el terreno,
procederemos ahora a una consideración directa de nuestra cuestión, esto es, la
relación entre la Infalibilidad y la Tradición. En orden a entender esta relación
se hace necesario primeramente considerar lo que podemos llamar la historia de
la Infalibilidad.
1.- Supongo que todos
estamos de acuerdo con que la
“Infalibilidad”, más o menos en el sentido en el cual yo he descrito a
la Infalibilidad y a la Tradición, viene siendo el resultado del vínculo íntimo
entre el entendimiento de Cristo y el entendimiento de la Iglesia en su lado
humano, y tiene su origen en las palabras exactas de Nuestro Señor, como cuando
dijo que el Espíritu de la Verdad guiaría a su Iglesia hacia toda verdad, y que
las puertas del infierno no prevalecerían contra ella, y que Él mismo estaría
siempre con sus discípulos.
Puede decirse que la infancia de esta
doctrina reposaba en aquellas primeras edades aun cuando la Iglesia actuaba
conforme a ellas antes de definirlas. Existe en los decretos de todos los
primeros concilios un aseguramiento y una positividad que no pueden ser
explicadas por otra hipótesis que no sea que la Iglesia era al menos
subconscientemente conocedora de su propia prerrogativa. El tono de los
primeros decretos, la sublime confianza de los credos, los anatemas adjuntados
a ella son un indicio mucho más seguro de lo que ella sentía que podían ser
meras palabras. Por ejemplo, el Concilio de Nicea declara que: “La Iglesia
Católica y Apostólica anatematiza a aquellos que dicen que hubo un tiempo en el
que Cristo no fue” (Sym. Nicoen.). Luego, el Concilio de Calcedonia declara
que: “A nadie será lícito profesar otra fe, ni siquiera escribirla o
componerla, ni sentirla, ni enseñarla a los demás” (Def. Fid. Apud
Concil.Chalc.) No existe la más leve vacilación o pretexto para el agnosticismo,
o ningún otro punto, en que el concilio no hable como uno que tiene la
autoridad, no como los escribas. No existe una referencia de la variedad de
temperamentos del Occidente y del Oriente, o alguna insinuación a “aspectos de
la verdad”. Incluso la rebelión de los herejes contra la Iglesia da testimonio
de su afirmación, porque ellos no protestan mucho contra la autoridad de la
Iglesia como en contra de este o de otro concilio en particular que la
representa.
Además, no existe la más leve duda de que
el núcleo de la Iglesia descansa, al menos en cierto grado, en Roma. “Se puede
probar” – escribe Harnack – “que fue en la Iglesia romana, que hasta alrededor
del año 190 se conectaba cercanamente con Asia Menor, donde primero asumieron
una forma definitiva todos los elementos en los cuales se basa el catolicismo”.
Nuevamente, “todas estas causas se combinaron para convertir a las comunidades
cristianas en una confederación real bajo la primacía de la Iglesia Romana (y
subsecuentemente bajo el liderazgo de sus obispos)” (Historia del Dogma,
pp.151, 160) En su Expansión del
Cristianismo (Vol.i. pp.464-465)) “Bajo la era de Constantino, e
incluso, hasta la mitad del siglo III,
las fuerzas centrípetas en el cristianismo inicial fueron, como una cuestión de
hecho, más poderosas que las centrífugas. Roma fue el centro de las antiguas
tendencias. La Iglesia Romana fue la Iglesia Católica. Fue más que un mero
símbolo representativo de la unidad cristiana, porque para ella, más que para
cualquier otro, la unidad de los cristianos es
lo propio de sí.”
Por lo tanto, conforme pasa el
tiempo, vemos con creciente nitidez que este núcleo del cual habla Harnack
parece consolidarse rápida y fuertemente. En consecuencia, incluso en el siglo
II, Valentino fue a Roma a buscar ser reconocido en Egipto. Cerdo, Marcion,
Praxeas de Asia Menor; Theodotus y Artemon de Bizancio; Sabellius de Libia; y
muchos otros. Luego, también en el siglo IV, tenemos la autoridad de San
Ambrosio (De Exc.Sat. i, 47) que dice que San Sátiro y su hermano siendo
náufragos “preguntó [el obispo] si
estaban de acuerdo con el obispo católico, esto es, con la Iglesia Romana”.
También San Jerónimo escribe a Rufino, “¿Qué es lo que él llama su fe? ¿Esto
que la Iglesia Romana posee, o esto que está contenido en los volúmenes de
Orígenes? Si él responde “la romana”, se sigue que él y ellos son católicos”. Y
desde luego San Agustín está lleno de indicaciones en el mismo sentido
(Ep.liii.p 1 &c.)
2. Notaremos a
continuación que esta rápida localización toma lugar en un centro que tiene
otros motivos de veneración muy por encima de cualquiera, excepto por la propia
Jerusalén. Las dos figuras apostólicas que destacan a través de la primera
centuria de la historia de la Iglesia como dominantes y significativas, no
solamente se identifican a sí mismas con el lugar, sino que derramaron su
sangre ahí. Ellos son los dos únicos dos apóstoles mencionados incluso por su
nombre por los tres grandes padres apostólicos, Clemente, Ignacio y Policarpo;
y aún más, una de estas dos figuras es reclamada en una fecha temprana para dar
la sanción de su autoridad a aquellos que ocupaban su Sede. Aquí nuevamente vemos al sucesor de San
Pedro, por lo que es mucho más significativo lo que la definición expresa (esto
es por una simple suposición), exigiendo su derecho a hablar en un grado
extraordinario. De la Epístola de San Clemente a los Corintios, la cual fue
leída en voz alta por un tiempo en las iglesias de Corinto cada domingo, el
obispo Lightfoot remarca que fue “el primer
paso hacia la agresiva papal”, y en efecto, es imposible leer esta epístola sin
ver en ella una notable reflexión de suprema confianza y garantía, la cual
sella por una parte los escritos apostólicos del Nuevo Testamento, y por otra,
a aquellos obispos de Roma en los días cuando su autoridad era incuestionable.
“Pero si algunos son desobedientes a las palabras dichas por Él por medio de
nosotros, que entiendan bien que se están implicando en una transgresión y en
peligros serios” (Capítulo LIX). Y entonces, de vez en cuando hasta los días de
León Magno, tenemos ejemplos y ejemplos, no solamente de tales acciones por
parte de los obispos de Roma, sino de declaraciones y acciones de parte de
santos y Concilios involucrando este “más poderoso liderazgo” del cual habla
San Ireneo.
Ahora bien, hasta el momento yo no estoy
diciendo de ningún manera que para los obispos de Roma durante estos tres
primeros siglos haya sido explícitamente atribuida la infalibilidad, la que
solamente fue definida relativamente hace poco tiempo como una verdad revelada
por Dios. Sin embargo, queda fuera de toda duda que la suprema autoridad fue
creída por León como inherente a su sede.
En consecuencia, él escribe “La primera
de todas las sedes…la cabeza…a la cual el Señor determinó para regir sobre el
resto” (Ep. CXXX.) “El cuidado de la Iglesia Universal debe converger en la
única sede de Pedro, y ninguna parte esté en desacuerdo con la cabeza” (Ep.
xiv.)
Y que su demanda fue reconocida al
menos con suficiente claridad para este argumento, aflora en las palabras del
Concilio de Calcedonia en la deposición de Dioscurus:
“Por lo que el más santo y bendito
arzobispo de la gran y antigua Roma, León, por nosotros y por el presente santo
sínodo, junto con el tres veces bendito y glorioso Pedro el Apóstol, quien es
la roca y la base de la Iglesia Católica, y el fundamento de la fe ortodoxa, ha
despojado a Dioscurus de la dignidad episcopal”.
Sin dudas es increíble que tales
palabras deban ser dichas en ambas partes con tal deliberación en semejante
ocasión, no presenten a la conciencia de los interlocutores una tradición de mucho más peso y
significación que la de los primeros documentos que de hecho se han conservado.
Considerando esta cuestión desde el
punto de vista del desenvolvimiento, ¿no está este proceso con su consumación
exactamente de acuerdo con el resto de la historia eclesiástica? Comenzaremos
por considerar que la frase “El cuerpo de Cristo” como aplicada a la Iglesia,
no tiene sentido a menos que le atribuyamos alguna real idea de
desenvolvimiento. Por desenvolvimiento entendemos que fue ahí involucrada la
conciencia Divina, a la que llamamos El Entendimiento de Cristo, y el
entendimiento humano explicita la conciencia, cuyo trabajo es realizar y
expresar el contenido de la revelación original. Además, vemos que la palabra
“Infalibilidad” aplicada a la Iglesia en general, no significa nada. Debe
significar que entre el entendimiento de Cristo y el entendimiento de la
Iglesia debe existir tal conexión que lo último no puede falsificar al primero.
Nuevamente observamos que el hecho de que una ley, en la constitución de su ser
orgánico, no esté reconocida por la conciencia explícita no es argumento contra
una verdad. Debe ser probada por sus resultados, por su poder para dar cuenta
de los fenómenos, y por su racionalidad.
Ahora, si aplicamos estas
consideraciones a cualquiera de las doctrinas abrazadas por todos los que
claman ser llamados católicos- e.g. la Presencia Real de nuestro Señor en el
Santísimo Sacramento, la doctrina de la Santísima Trinidad, y la Inmaculada
Concepción de Nuestra Señora – vemos precisamente los mismos fenómenos a los
cuales yo he intentado trazar con respecto a la Infalibilidad. Primero, actúa
sobre la Iglesia en general—el Santísimo Sacramento queda reservado; el Padre,
el Hijo y el Espíritu Santo son adorados; Nuestra Señora es representada como
una virgen pura. Posteriormente estas verdades son definidas. Así con los otros
dogmas. Durante este periodo que yo he denominado la Infancia de la
Infalibilidad, la misma Iglesia primero en sus concilios asume un tono de
completa y final autoridad, afirmando hablar con el poder de Dios. Luego, el
núcleo de la vida de la Iglesia yace en Roma, y finalmente el Obispo de la Iglesia
en este lugar utiliza en grado notable y singular el tono de certeza que
también utilizaron los concilios. Pienso que podemos decir que la Infalibilidad
de la Iglesia y la autoridad del romano pontífice deben ser asumidas que han
estado presentes al menos en el subconsciente del entendimiento de la
cristiandad. Personalmente pienso que mucho más podría decirse acerca de ésto y
hacer más hincapié sobre la posición del
romano pontífice en las dos o tres primeras centurias. Sin embargo, esta
subestimación incluso me parece a mí contiene todo lo necesario para el
argumento.
3. No es necesario
trazar el crecimiento de estas dos ideas a través de los siglos que se han
sucedido, puesto que son admitidas en todos los lados donde tomó lugar, y que hasta
más tardar en el siglo V, el Obispo de Roma habló con al menos esa
consideración silenciosa de Infalibilidad, la cual fue característica de los
concilios en los primeros siglos de la cristiandad. Él afirmó repetidamente y
sin ningún tipo de protesta, excepto por el Este, el rol de la Iglesia con la
autoridad de Pedro. (Sobre la protesta del Este luego diré algunas palabras).
Negar por completo la doctrina de la Infalibilidad, la que sin lugar a dudas,
en el único cuerpo de cristianos donde se ha desarrollado y llegado a la
madurez en la forma de los decretos vaticanos…negarle a esta doctrina el lugar
en el Evangelio porque no fue siempre explícito, porque no siempre se apeló a
ella, porque santos y doctores han
aparentemente usado frases y cometido actos en contradicción con
ella…descartarla por estas razones tan abiertamente absurdas, debe significar
descartar también la Inmaculada Concepción de Nuestra Señora, la Sucesión
Apostólica, la doctrina atanasiana de la Santísima Trinidad, y la doctrina
medieval del Sacramento del Altar. Porque después de todo, los grandes santos
pueden ser citados como siendo al menos, oscuros en algunos puntos. San Cirilo
compara la consagración del Pan y del Vino con la consagración de los Santos
Óleos, un paralelo del cual ningún teólogo de nuestros días podría aventurarse;
San Basilio en un tratado se abstiene de llamar divino al Espíritu Santo, y
Lactancio es notoriamente ambiguo en la misma materia. San Crisóstomo acusa a
María de orgullo y autoafirmación. Ellos dicen estas cosas y no están
excomulgados. Lentamente el crecimiento avanza hacia la definición.
¿No es este un paralelo exacto a la
materia que estamos considerando? San Cipriano desafía al papa Esteban, y aún
cuando él es aclamado como santo, ciertamente es condenado por su acción por
San Agustín, San Jerónimo y San Vicente de Lérins. San Gregorio repudiaba el
título de Obispo Ecuménico, aunque en otro sentido se podría utilizar como una
síntesis de las reclamaciones de Pio X.
Yo supongo que no es necesario hablar
en esta ocasión de la revuelta del siglo XVI porque es aceptado por todos
quienes en cualquier sentido pretenden ser católicos, que las controversias de
este siglo no son terreno esperanzador para la discusión de verdades vitales.
¡Ahí existen muchas más cosas que son negadas además de la autoridad del Romano
Pontífice! Pasaremos directamente, como una cuestión histórica innegable, al
hecho que hacia el final del siglo XIX la Infalibilidad del Romano Pontífice
fue aclamada y aceptada como una verdad por la mayor parte de aquellos que se
llaman cristianos.
Ahora hay que
destacar que esta teoría:
1. Es sostenida en su
explicitación solamente por esta comunión de cristianos, la cual en los primeros
siglos de la Iglesia fue identificada con el núcleo de la cristiandad. Ambos
hechos son innegables. Fue a Roma que los hombres miraron desde el siglo I en
adelante. Fue desde Roma que el decreto de la Infalibilidad fue emitido en el
siglo XIX.
2. Es igualmente
notable que Roma no cede en parte alguna en cuanto al respeto por la Tradición.
De hecho, ella es acusada por muchos de sus oponentes, de estar de acuerdo con
ella en la mayor parte de su doctrina y de tomar de ella demasiado.
Hemos visto a la Tradición ser un cuerpo
fijo de verdad, no meramente una opinión flotando en el aire, menos aún como un
secreto no escrito en posesión de las autoridades. Es una cosa verificable,
dispersa en los escritos de los santos, focalizada en los decretos ecuménicos,
y además conservada continuamente en la conciencia de la Iglesia. Seguramente
entonces es injusto ver en ella a una cómplice en la acumulación de falsedades.
Está, por lo tanto, muy lejos de ser una cómplice. Es una verificación no
poseía por aquellos que profesan que la Escritura es la única fuente de verdad.
Es como si un rey le entregara al virrey no solamente las leyes inglesas, sino
que también una serie de instrucciones verbales que fueron incorporadas a un
segundo libro y en el cual se dejaron amplios márgenes para las anotaciones.
Este segundo libro tendería más bien a reducir en lugar de ampliar las posibles
interpretaciones del código legal. Tendería a hacer imposible cualquier
fantástico desarrollo o deducción desde las leyes escritas. Si la Tradición de
las primeras cuatro centurias se asemejara del todo a la doctrina, que todos
los obispos son sustancialmente iguales, ¿cómo es creíble que León pudiera
haber escrito tales cosas que escribió, y más aún que Calcedonia debiera
haberlas recibido como lo relata la historia?
Nos enfrentamos aquí con el hecho de
que la Iglesia, por encima de todo, reverencia a la Tradición tanto como a las
Escrituras. Una Iglesia, también, con un peculiar acceso a semejante Tradición
que ha avanzado, como un simple proceso histórico, a través de veinte siglos
desde un tono de infalibilidad en sus primeras declaraciones, hacia un tono de
autoridad en aquellos que la encabezan para una declaración explícita de la Infalibilidad
tanto para sí misma como para su cabeza.
¿Es posible para aquellos de nosotros
que asociamos algún significado a la imagen que se aplica a la Iglesia de
Cristo, para quienes aceptamos como revelación tales doctrinas como la
Presencia Real y la Inmaculada Concepción de María, o incluso la misma
Santísima Trinidad, negar la doctrina de la Infalibilidad Papal, o al menos una
muy reverente consideración?